Relatos Históricos: Un truhán en las Indias
Algunos autores de TR nos hemos animado a escribir relatos sobre la Historia. "Aventuras y desventuras de un truhán en las Indias" de KENWOOD. El Nuevo Mundo ofrecía todo tipo de oportunidades a los aventureros a principios del siglo XVI.
LA PARTIDA
Sabed señores que, habiendo nacido en una aldea, a cinco leguas de Tarragona y en el camino de Valencia, no aprendí a hablar la lengua castellana hasta que salí por piernas de mi terruño, huyendo de la maledicencia de la gente y de la justicia del lugar que pretendían cargarme con el mochuelo de una moza preñada.
Era mi padre alguacil, nacido en Aragón, y mi madre pescadera que no hablaba sino la lengua de aquella tierra al igual que mi preceptor el mosén del pueblo; de mi padre aprendí pocas palabras, todas soeces, heredé su poblado bigote y una desmedida lujuria, nada más. Él fue quien me avisó de que iban a prenderme si no ponía tierra de por medio, pues la descastada doncella era la hija menor del muy noble (y sanguinario) Señor de Montroig.
Tomé pues, el camino hacia el sur por ser el más llano y en las primeras jornadas anduve no menos de doce leguas diarias, siempre de noche, ocultándome en los montes durante el día y hurtando lo que podía para sobrevivir. Cuando me consideré a salvo, que fue cuando hube cruzado el gran río que llaman Ebro, y noté que el habla de las gentes de la otra orilla ya no era igual que la de mi aldea, comencé a caminar a la luz del sol sin temor a la justicia.
A medida que descendía hacia el sur fue creciendo mi admiración ante los nuevos paisajes y las nuevas gentes que me fue dado conocer. No tenían rabo (como decía el mosén) y el habla la aprendí sin grandes fatigas pues, en mucho, se semeja a la mía.
Llegado a Sevilla mi admiración trocose en asombro desmesurado al comprobar que incluso moraban allí otras razas y colores procedentes de allende el Océano.
Y fue esto lo que me empecinó en embarcar para conocer tan extraños lugares.
Vagué por los muelles durante varios días trabando relación con toda la chusma que suele poblarlos hasta que en un sucio ventorro de Triana, conocí al nostramo de una nao que aparejaba en Bonanza para Nueva España y que andaba escasa de tripulación.
Acordé el magro estipendio con el armador del barco (un coy en el sollado y tasajo con galleta hasta llegar al Yucatán) y con buenaventura zarpamos el ancla el día del señor de 14 de octubre de 1510. Y digo con buenaventura porque ya comenzaba a tener problemas con el amo de la venta donde me alojaba, a cuenta de unos presuntos paseos nocturnos a la alcoba de su hija (y andaba errado el villano, pues la victima de mi rijosidad era la propia ventera).
Con la marea de la mañana y un buen levante, aproamos en demanda de Santa Cruz de la Palma mientras mi mirada quedaba fija en las marismas, ignorante de los largos años que tardaría en regresar a la península.
La flota, compuesta de tres naos y cuatro urcas, trasportaba una ingente variedad de mercancía hacia las indias: caballos, cerdos, gallinas, árboles frutales, arados, semillas, algunos soldados, mucho fraile y pocas mujeres.
Entre ellas y ocupando el camarote del capitán, estaba doña Leonor, esposa de Juan Ponce de León que viajaba acompañada de dos doncellas nativas de la isla Española y que pronto se convirtieron en prioritario objetivo de mis libidinosos pensamientos.
No pasaron desapercibidas para mi antiguo amigo, el nostramo, las miradas que desde la cala y a través del enjaretado de cubierta dirigía a las sayas de aquellas señoras. Sabedor de mis pasados entuertos y desaguisados no dudó en mantenerme ocupado desde el orto hasta el ocaso, de modo que, cuando tras la magra cena disponía yo de mi único tiempo libre, era tal mi agotamiento que caía rendido en el sollado sin alcanzar a colgar mi coy y así me encontraba el nuevo día.
Tras la aguada en La Palma, arrumbamos al suroeste buscando los vientos propicios para cruzar el océano. Empeño en el que tuvo más suerte la flota que yo en la conquista de aquellas dos morenillas que se mofaban abiertamente de mi enconada obcecación en tan infructuosa labor.
A los veinticinco días avistamos la isla de San Juan Bautista que los tainos llaman de Boriquen y de la que era gobernador Ponce de León. Fondeamos en una grande y resguardada bahía de su costa oriental y dos faluchos se acercaron para desembarcar a Doña Leonor, a sus sirvientas y su voluminoso equipaje.
Comenzaban a alejarse las barcas cuando, desde la borda, comenzaron a reírse abiertamente de mí las dos bellas, haciendo gestos bufos de desesperación ante mi pronta partida. Como entre mis virtudes no se cuentan la sensatez ni la cordura, me arrojé de cabeza al agua cuando ya el ancla estaba abordo y el barco arrancaba con buena ceñida haciendo del todo imposible mi regreso sin causar grave quebranto.
- ¡¡¡ Dejadle, está loco!!! - c omentó nostramo, mientras con el brazo me hacía un gesto de cariñosa despedida.
Partió la nao y yo fui izado a bordo del falucho con gran alborozo de las famulas y la condescendiente sonrisa de la Señora Gobernadora.
Abandoné el barco con la poca ropa que poseía, unas calzas y un jubón. Pero lo benévolo del clima de aquella isla no me hizo precisar más, pues, es de admirar que siendo el mes de diciembre, mis andrajos se secasen al poco de subir en la barca por ser el viento seco y el sol de una calidez estival.
Nada tenía y nada había perdido.
AL SERVICIO DE PONCE
Verdad es que era Don Juan el gobernador y títulos reales lo avalaban, pero la más mísera casa de su Castilla natal se diría palacio en comparación a la humilde choza que moraba y los pobres andrajos que vestía, hacíanle parecer más mendigo que señor. Luenga barba y ojos febriles definían su enjuto rostro, aunque todo su ser irradiaba una extraña aura de inquebrantable decisión.
Me escrutó con detenimiento y celebró complacido mi decisión de abandonar la nave en su isla. No dudó en tomarme a su servicio pues los tainos, habitantes del lugar, mostraban poca predisposición a trabajar y yo no tenía más opción que aquella. Además, esto me permitía permanecer cerca de Anacaona, la bella taina por la que finalmente me había decidido.
Encomendóme la construcción de una casa de piedra y argamasa y para su buen fin hube de tratar con el cacique Agüeybaná, del que pronto aprendí su lengua y con el que trabé sincera amistad. Gracias a ello, la construcción se llevo a cabo en menos tiempo del previsto y estando Don Juan en la isla de La Española tratando de graves asuntos con el gobernador Ovando, trasladamos los enseres de Doña Leonor a su nueva residencia.
Cierto es que el hombre propone...y la mujer dispone pues aun no había yo consumado mi relación con Anacaona cuando la doña se encaprichó de mi mostacho y quiso que yo fuese quien estrenase el nuevo emplazamiento del tálamo.
Era Leonor, mujer de mediana edad, negro cabello, prietas carnes y deseo carnal que, en mucho, superaba al mío. Holgamos de manera desenfrenada durante tres semanas y cuando ya eran magras mis fuerzas, vino el vigía a ser mi salvación anunciando una vela por septentrión.
Llegó Ponce preocupado por lo tratado en La Española. Don Diego Colon pretendía la gobernación de San Juan Bautista y el emperador parecía dispuesto a concedérsela con todo lo que ello conllevaba. Tornose su carácter más taciturno de lo habitual y Leonor más insatisfecha de lo acostumbrado.
Tratamos el asunto con Agüeybaná (que se había convertido en nuestro confidente) y conociendo el carácter del gobernador, decidimos alejarlo de Boriquen una buena temporada. Lo que favorecería nuestros particulares intereses.
Aprovechó el cacique la fiesta de bendición de la nueva casa para contarle a Ponce una vieja leyenda local que hablaba de la fuente de la eterna juventud en la que "los viejos que bebieren en ella tornanse mozos". Esta frase conmocionó vivamente a Don Juan pues, siendo su edad cercana a los cincuenta años, veía cerca el fin de sus días.
Espoleado por el interés del anciano, siguió el taino fabulando sobre la dichosa fuente que -según el- se encontraba en Bimini, del archipiélago de las Lucayas. Su gran poder era debido al pasar sus aguas por las raíces de un árbol que llaman guayacán y "quien bebiera en suficiente cantidad podría vivir luengos años".
Aquella misma noche comenzó Ponce de León los preparativos para armar dos carabelas, reclutar gente y navegar a tan fantástico lugar.
A los tres meses, cargados los pertrechos, arranchadas las naves y cuando ya desde la playa, los de su casa, despedíamos al insigne descubridor. Este, se dirigió a mí:
- Josep, has aprendido el habla de estos salvajes y serás de utilidad al llegar a nuevas tierras. ¡Prepara tus bártulos... y embarca!
Solo pasados algunos años, descubrí que había sido victima de una monstruosa confabulación, Leonor y Agüeybaná mataron dos pájaros del mismo tiro.
NUEVOS AIRES
Zarpó la flota hacía la Habana e iba yo mohíno por haber perdido tan regalada vida que me daba mi señora Leonor y por el poco aprecio que me hacía Ponce tras la partida. Pronto barrunté que algo debía conocer o como menos, sospechar.
Temeroso de una justificada venganza por parte del castellano, decidí poner agua de por medio entre su vida y la mía; en estando al ancla en la bahía de Baracoa volví a disfrutar de las calidas aguas antillanas pues, no en vano, había nacido en pueblo marinero y antes aprendí a nadar que a caminar.
Temeroso de una venganza, decidí huir rápidamente de los castellanos. Me adentré en las montañas que llaman la sierra Maestra y vagando, desfallecido, fui a parar a un escondido bohio de tainos rebeldes que, al ver la blancura de mi piel, decidieron darme muerte. Afortunadamente, el conocimiento de su lengua fue providencial y pude convencerles de que también yo huía de los españoles.
Me integré rápidamente en la comunidad y tomé por esposa a la hija del cacique Guama. La bella Guanina me hizo feliz mientras viví en el caney y me dio dos hijas preciosas. Aprendí sus costumbres (como la muy insana de fumar cohoba) y les enseñé oficios que no conocían.
Pero mi lujuria incontenida me volvió a traicionar. Tenía Guama tres esposas y la más joven de ellas era también la más postergada por el cacique; su aceitunada piel, sus pechos pequeños y desafiantes eran una continua provocación para mí.
Un día en que Guama se ausentó para reunirse con su amigo Hatauey, no pude resistir más a sus procaces insinuaciones y yací con ella. No una, sino varias veces y con gran y elocuente placer por su parte hasta que mi dulce Guanina intrigada por tan prolongados gemidos entró en el caney de su padre encontrándonos en embarazosa situación.
No esperé el regreso de mi suegro para despedirme. Otra vez emprendí una huida desesperada que me llevó, sin quererlo, hasta la bahía de Santiago en donde se había levantado, ya, un floreciente puerto. Pasados ocho o nueve años desde mi fuga de la carabela de Ponce de León, nadie recordaba el incidente. Inventé una patraña para justificar mi aspecto y me acoplé de nuevo al lumpen de las tabernas portuarias.
No me fue difícil enrolarme en la flota que Hernán Cortés organizaba para la costa del Yucatán. Precisaba de muchos hombres y no hacía preguntas. Mi falta de medios, me obligó a partir como mozo de cuadra pues no menos de quince caballos viajaban hacía la tierra maya.
En diez días llegamos a Cozumel y de allí pasamos a un pueblo que dicen Centla y en donde hubo gran enfrentamiento con los indios tabasqueños.
Venció Cortés y los mayas le entregaron, como tributo, veinte doncellas. Entre ellas, una bellísima a la que llamaban la Malinche.
Como de costumbre, equivoqué la mujer elegida, pues ya el extremeño se había fijado en ella y también en mi descarado cortejo a la que iba a ser su amante e interprete ante mayas y aztecas.
Se me hizo regresar a Cozumel con los soldados y bestias heridos en el enfrentamiento y siguió Cortes su empresa con poco más de 700 hombres.
Llegó al poco tiempo una flota al mando de Pánfilo de Narváez que traía una clara consigna del gobernador Diego Velásquez: destituir a Cortés por haber incumplido sus órdenes.
No era mi intención involucrarme en tal disputa, que yo preveía sangrienta (perdió en ella Pánfilo un ojo) y conseguí embarcar en una de las naos que retornaba a La Española.
OTRA VEZ CON PONCE
Cierto es que nuestro destino lo escribimos nosotros mismos a través del más mínimo de nuestros actos. Pues fue, que, estando en una taberna de Santo Domingo surgió una pendencia entre tres buscavidas y un embozado que a nadie molestaba. Brillaron los aceros y encontrose el solitario rodeado de aquellos bribones sin que al resto de parroquianos alterase la pelea ni la evidente desventaja.
Una azumbre de mal vino se perdió en la cabeza de uno de ellos pues no disponía yo de otra arma en aquel momento. En el desconcierto que siguió a mi acción recibió otro una certera estocada del hierro del tapado y el tercero salió huyendo
Al final y sin levantar el embozo, se acercó a agradecerme la ayuda prestada y escuché la bien timbrada voz de Juan Ponce.
-¿No me reconocéis Señor?, inquirí, divertido y temeroso a la vez.
-¡Josep, bribón!, ¿de dónde sales?
A la vista de que parecían olvidadas pasadas pendencias y agravios, expliqué a Ponce mis andanzas y él me contó las suyas.
No había encontrado la fuente de la eterna juventud pero si una península (que él creía isla) a la que llamaba La Florida y para la conquista de la cual estaba organizando una expedición a la que (sin mucho entusiasmo, la verdad sea dicha) me uní.
Acompañé a Ponce hasta la ciudad de Trinidad en la isla de Cuba y allí mi corazón se entristeció al saber que Guama, mi suegro, había sido ejecutado, el bohio destruido y todos sus habitantes desperdigados por la Sierra Maestra. Mi esposa Guanina había dado a luz un niño y milagrosamente ellos y mis hijas parecían seguir vivos.
Mi sed de aventura me empujó a retrasar su búsqueda y en cuanto estuvieron aparejadas las dos embarcaciones partimos hacia La Florida.
Ponce había sido bien recibido por los indios seminolas que poblaban aquellas tierras cuando hizo su descubrimiento en 1513 y precisamente el día de Pascua Florida (de ahí su nombre y no por la vegetación) pero en este segundo viaje erró el rumbo y terminamos fondeando cerca de unos insanos manglares. Desembarcamos en dos botes y comenzamos la construcción de un asentamiento que fue pronto truncada por el furibundo ataque de aquellas gentes. De nada sirvieron pistolas, lanzas y arcabuces pues nos doblaban en número. Muchos quedaron muertos en aquel infecto lugar y el mismo Ponce fue gravemente herido. Reembarcamos como pudimos y pusimos rumbo a La Habana a donde llegamos al cabo de seis días y en donde falleció Don Juan que en sus últimos momentos me encomendó la protección de Doña Leonor y sus tres hijas.
Nuevamente me encontré en una disyuntiva que no admitía componendas y dichosamente opté por el camino más difícil.
Aparejé dos cabalgaduras y partí lleno de esperanza hacia el oriente cubano en un viaje sin vuelta atrás pues la trocha que yo abría se cerraba a mi paso. Tres meses tardé en llegar a las estribaciones de la sierra Maestra y dos meses más en dar con mi mujer y mis hijos.
Guanina, sumamente envejecida por los sinsabores habidos, se había amancebado con un cacique taino, mis hijas estaban ya casadas y mi hijo había muerto con el vomito negro. Nada me retenía ya en aquella tierra y el cansancio de todos aquellos años pareció invadirme súbitamente. Bajé hasta Baracoa con el consuelo de la regalada vida que pensaba llevar al servicio de Doña Leonor en cuanto llegase a Boriquen.
Pero el hombre propone y sus malos actos disponen, de modo que, otra vez, mi proverbial rijosidad me llevo a encamarme con una posadera sensual y alborotadora en tal grado que el cornudo del marido tiró abajo la puerta de la bodega en donde folgabamos, mientras yo, con los calzones bajados y de espaldas mostraba un blanco excelente incluso para un mal tirador; y sabed que es harto difícil correr con una bala en las posaderas y la amenaza de otra en otro lugar más vital.
Fue así como hube de embarcar de mala manera en una urca genovesa que zarpaba hacía Cádiz aquella noche y en donde el barbero de abordo realizó tal chapuza que de entonces no me puedo sentar ni dormir sobre esa parte.
Ya veis señores que no todo han de ser grandes exploradores, navegantes, adelantados, conquistadores, virreyes e hidalgos, que la carrera de las Indias está repleta de sinsabores, que muchos partimos con ansias de gloria y pocos regresamos con más de lo que teníamos al partir y que solo os pido un trozo de pan, un cuartillo de vino y lugar para pasar la noche, que mañana Dios dirá.