Relatos Históricos: Un famoso frustrado

Algunos autores de TR nos hemos animado a escribir relatos sobre la Historia. "Un famoso frustrado" de TRAZADA. En 1490, en plena reconquista de Granada, encontramos a un singular personaje que no pudo ganar la fama.

Hay personas que son figuras de la Historia grande por el destacado papel que desempeñan en ella –Julio César, Alejandro, Lutero-, otras protagonizan anécdotas de importancia histórica muy relativa –Rodrigo de Triana, Guzmán el Bueno, Agustina de Aragón- y ello les basta para alcanzar la fama, y por fin hay unas terceras que hacen algo fuera de lo normal y no llegan a ser consideradas famosas. Son las personas que se quedan por el camino.

Hoy voy a hablar de una de esas personas. No alcanzó la primera página de la memoria colectiva, aunque incluso tiene su leyenda. Me refiero a Hernán Pérez del Pulgar. ¿No os suena el nombre? No me extraña. Ya he dicho que, pese a merecerlo, no llegó a ser famoso.

Pero metámonos en harina: Granada. La Alcaicería. Por si alguien no lo recuerda, la alcaicería era la aduana o casa pública donde los cosecheros presentaban la seda para pagar los derechos establecidos al rey Boabdil, aunque el 19 de diciembre de 1490 y en el momento exacto en que Pérez del Pulgar y sus seis escuderos llegaron a su puerta, no había cosecheros. ¿La razón? Eran las cuatro de la madrugada.

"Dame la candela, Tristán" –cuchicheó Hernán Pérez.

Sabía que no era candela, sino cuerda embreada. Fue una forma de hablar.

Tristán de Montemayor tragó saliva:

"Se apagó, señor".

"¡Voto a Satanás!"

Fue la tuya una exclamación apropiada, Hernán. Concluyente, redonda y muy de tu tiempo, con la dosis justa de irreverencia. Estabas muy cabreado. Muchísimo. La cuerda se había apagado cuando más falta hacía. En España siempre falla la técnica.

"Descuide, señor –terció Diego de Baena- Tengo un puñado de esparto en mi faltriquera. Volveré a la mezquita y lo prenderé en el hacha que dejamos allí".

Es lo malo que tienen las aventuras, pero si no hubiera sobresaltos en ellas, no se llamarían aventuras. Paciencia y a esperar.

Había un silencio espeso sobre Granada. De allí a unas horas los muecines convocarían a oración desde los alminares, pero ahora mismo nada perturbaba la quietud. No quedaba otro remedio que aguardar. Diego de Baena caminaría a ciegas por callejas zigzagueantes y oscuras. Tropezaría con poyos y esquinas. Tendría que orientarse por puro instinto. Vosotros no podíais hacer otra cosa que esperar. Y todo por ser como eres: un fanfarrón y un bocazas. Te pierdes porque hablen de ti. A ningún otro se le hubiera ocurrido organizar este tiberio. ¿Recuerdas cómo comenzó todo? Estabais en Alhama. ¿A quién quisiste impresionar? ¿Al Marqués de Cádiz? ¿A Mencía, la camarera de la reina Isabel? ¿A tus amigos Martín y Rodrigo? Supongo que a todos. Hasta a los mismísimos Reyes. Solo a ti se te puede ocurrir arrodillarte a la puerta de la iglesia de Alhama y hacer, a grandes voces, voto de entrar en Granada, incendiar la Alcaicería y tomar posesión de la Mezquita Mayor de la capital mora como Iglesia cristiana. Solo tú tuviste la ocurrencia de mandar escribir en un pergamino el Pater Noster, la Salve, el Ave María y el Credo, en latín, y debajo, en castellano, el auto de la toma de posesión de la Mezquita.

Organizaste concienzudamente la partida. Llevarías quince hombres con armamento ligero. Os moveríais de noche. No tenía sentido llevar arcos, ballestas, picas o alabardas. Si topabais con enemigos, la lucha sería cuerpo a cuerpo. Bastaría una espada y un puñal por cabeza. Y nada de armaduras. La velocidad era fundamental. Vestiríais calzas y jubones guateados, de colores oscuros, y montaríais caballos ensillados a la mora.

Os costó un día entero llegar a las afueras de Granada. Aguardasteis a que cerrara la noche y entrasteis en la ciudad, vadeando el Darro, junto a la torre de Bib-Altaubin. Dejaste fuera ocho hombres con el objeto de vigilar la ruta de escape. Tú y tus seis –Tristán de Montemayor, Diego de Baena y cuatro más cuyos nombres no han llegado hasta nosotros- os movisteis con sigilo por las tortuosas calles granadinas. Uno de tus escuderos conocía la ciudad, ya que fue tomado prisionero por los abencerrajes y solo pasado un año consiguió huir. El os guiaba. La mezquita. Tristán aplicó la cuerda encendida que portaba al hacha de cera que llevaba Diego de Baena y, a su luz, clavaste el pergamino con las oraciones en la puerta de la mezquita con tu propio puñal. Rezasteis luego con devoción y, tras los amen, leíste el auto: "Sed testigos de la toma de posesión que realizo en nombre de los reyes y del compromiso que contraigo de venir a rescatar a la Virgen María a quien dejo prisionera entre los infieles".

Ya tenías hecha la mitad de la faena y nadie había dado la alarma. Restaba lo más sencillo: incendiar la Alcaicería. Allí fuisteis y allí falló el fuego.

Ya era tiempo de que retornara el de Baena. Contaste hasta cien. Nada. Rezaste tres avemarías. Nada. Un momento. Algo se oía. Gritos en árabe. Ruido de armas.

"Han descubierto a Diego".

Corristeis en su auxilio. Los abencerrajes eran cuatro, pero seguro que muy pronto serían muchos más. Los mantuvisteis a raya hasta que Diego se incorporó al grupo, y luego ordenaste retirada antes de que acudieran más guerreros en auxilio de la guardia del Zacatín, que se había dado de boca con el de Baena.

Pies para qué os quiero. Llegasteis al río y, por su lecho, salisteis de la ciudad. Vuestros compañeros habían oído el alboroto y respiraron aliviados al veros.

La vuelta a Alhama trascurrió sin sobresaltos, y eso fue todo ¿no es cierto, amigo Pérez del Pulgar?

El incidente, reseñado en las crónicas de la época, debió correr de boca en boca primero por Alhama, luego por el campamento cristiano, y más tarde por Santa Fe. De tanto repetirla, la aventura de Hernán Pérez del Pulgar mudó de todo menos de protagonista y terminó convirtiéndose en un cuento festivo. Y el cuento dice así:

Érase que se era el campamento cristiano a las puertas de Granada. Érase que se era la ciudad. Éranse que se eran dos caballeros. El nombre de uno varía según quien narre la historia, podemos llamarle Lope de Alcántara. El nombre del otro es, en todas las versiones, Hernán Pérez del Pulgar.

Los dos caballeros apostaron sobre cuál de ambos era más osado. Se concedieron mutuamente tres días con sus noches para realizar sendas hazañas. El primer día no ocurrió nada. La noche del segundo día, sí. Hubo un gran alboroto en la ciudad. Sonaron atabales, sacabuches, bastardas y chirimías llamando a las armas. También el campamento cristiano se puso en pie de guerra. Fue una falsa alarma, pero, a poco, se encendió el rumor confirmado en la mañana del tercer día. Nada más entrar en la Alambra, pero ya en el interior del recinto, había aparecido, en la puerta del Mexuar, un cartelón que decía: "Aquí estuvo el valiente caballero don Lope de Alcántara ".

La incursión de don Lope tenía su mérito. Mucho. La mayoría de los castellanos opinó que Hernán Pérez tenía perdida la porfía. No le conocían bien.

El cartelón aparecido la tercera noche no estaba clavado en la puerta del Mexuar, ni en el Patio de los Arrayanes, ni siquiera en el de los Leones. Estaba en el interior de la Sala de los Reyes, y el pergamino rezaba: "Aquí no estuvo el valiente caballero don Lope de Alcántara".

Hasta aquí el cuento que podía haber aupado a Hernán Pérez del Pulgar a la categoría de famoso, pero que no bastó. La osadía, el valor, la guapeza no fueron suficientes para que Pérez del Pulgar se equiparara en la memoria colectiva con un marinero que gritó "¡tierra!" o con una cantinera que disparó un cañón cuando la francesada. Parece mentira: Hernán reúne en su persona muchas de las cualidades –algunos los llamarían defectos- que más se admiran en nuestro país. Tal vez le faltó un empujoncillo. Imaginad que el cuento, en lugar de terminar, continuara así:

Cuando Hernán Pérez del Pulgar clavó el pergamino en la Sala de los Reyes se abrió una puertecilla lateral y apareció una mujer. Hernán le hizo una cortés reverencia. Ella quedó inmóvil, en esa quietud aparente que suele resolverse en grito. Él reaccionó de inmediato. Se acercó a ella, tapó la boca de la mora con la suya, y la besó. Hubo un momento, solo un momento, de titubeo en la mujer, antes de devolver el beso, atraer al cristiano y hacerle entrar en su cámara. Pérez del Pulgar contempló a la mujer a la luz de los hachones. Era mujer hecha, quizá cuarentona, pero tenía un buen cuerpo. Apetecía. Hernán sonrió. Ella comenzó a desnudarse. Sus pechos eran grandes y pesados con pezones gruesos como granos de café. Sus caderas eran anchas y carnosas. Llevaba el sexo rasurado, según la costumbre mora.

"Ven al lecho, cristiano" murmuró.

Le recibió entre los muslos. El se vació en ella. Una vez. Dos. Tres. Cuatro. Cinco. Seis. Comenzaba a clarear y Hernán suspiró:

"Seguiría contigo, pero va a amanecer".

La Reina madre, porque la Reina madre era la mora que le acogió en su lecho, le besó con dulzura y él volvió al campamento cristiano.

Con este final, Pérez del Pulgar ya tiene mimbres suficientes para ser famoso. Si a alguien se envidia en nuestra España es a un triunfador con el mujerío que además resulta ser un semental. Pero, ¿por qué no? Todavía cabe dar una vuelta de tuerca más a la historia:

Cuando el caballero Pérez del Pulgar y la Reina se alzaron del lecho, él dio con el codo no supo bien dónde e hizo caer unos pergaminos escritos en árabe.

"¿Y esto?" preguntó.

La Reina se encogió de hombros con desaliento.

"Granada está perdida –musitó- No tenemos solución. Me haría feliz pronunciar, en la derrota, una frase que me hiciera famosa. Llevo cuatro días cavilando y escribiendo en los pergaminos cuánto se me ocurre, pero ninguna frase me convence. Por supuesto mi hijo Boabdil no sabe nada de esto. Si se lo comentara, se echaría a llorar. Mi hijo tiene la lágrima fácil".

"¿Y por qué –pensó Hernán en voz alta- no le dices a tu hijo cuando salgáis de Granada "Llora como mujer lo que no supiste defender como hombre"?"

La Reina sonrió de oreja a oreja.

"Sí. Eso haré."

Al pronunciar esa frase meses después, la madre de Boabdil ingresó en la Historia en la categoría de famosos. Hernán Pérez del Pulgar ni por esas. Ni por lo que hizo, ni por la leyenda y menos porque yo lo haya escogido como protagonista de este relato y me haya inventado un par de cosas. Hay quien nace con estrella y quien nace estrellado.

Amigo Pérez del Pulgar, cuentas con toda mi simpatía, aunque te hayas quedado en famoso frustrado. Dios te tenga en su gloria.