Relatos Históricos: Mar, mar, mar

Algunos autores de TR nos hemos animado a escribir relatos sobre la Historia. "Mar, mar, mar" de GABI. El océano parecía interminable para los navegantes que atravesaban el Atlántico en tiempos de Cristóbal Colón.

Esta vez hubo suerte, Blasillo. Ya viste. La mar es hembra caprichosa. Enamora, pero no puedes fiarte de ella. Nunca se sabe si te hará feliz o te perderá. No has de descuidarte un momento.

Así es la mar. Mar. Mar. Junta los labios y abre la boca de golpe. No es difícil. Mar. Eso es. Aprendes rápido. ¡Je! ¿Te imaginas? Cuando lleguemos a Gijón, acudiremos a la feria de San Miguel y te anunciaré: "Acérquense vuesas mercedes. Hete aquí el mayor prodigio que jamás vieron. Este es Blasillo, antes Tauvari, hijo menor del cacique Guacanagari, primo segundo del mismísimo Gran Khan de las Indias. Aprecien el color de su piel. No es moro, ni judío, ni cristiano viejo". Y, cuando el gentío nos rodee, abrirás la boca como si fueras a morderles y dirás "mar". Será emocionante ¿verdad? Y todo porque la mar une e iguala a despecho de razas y distancias. Tú y yo somos prueba viviente de ello.

La mar no es generosa. ¿Sabes cuánto me paga el Almirante? Cincuenta reales al año. Malvivir, Blasillo, malvivir, cada día en un ay. Sigo respirando de milagro. Primero tu isla: La Española es mejor nombre que el que vosotros le dabais. Se entiende. Tiene las vocales en el lugar exacto. No es un galimatías impronunciable sin pies ni cabeza. Me dice el Almirante: "Cimadevilla, voy a descansar un rato". Yo le sonrío. "Falta le hace, Don Cristóbal", porque le llamo Don Cristóbal, le tengo confianza dentro del respeto que le debo. Se retira a la chupeta y Alonso, el Murciano, se pone al timón. Al minuto nos estrellamos contra los escollos.

Escasa braza y media de calado tenía la "Capitana", y la braza y media pareció agrandarse a legua cumplida. Se me aflojaron los dientes al chascar y quebrarse las cuadernas. El impacto me lanzó por la borda, pero la mar no se contentó con chapuzarme. Se coló de rondón en la bodega y fue imposible achicarla.

Yo me ahogaba, ajeno a la inminencia del naufragio. Faltó el canto de un maravedí para que los diablos me arrastraran al fondo. Ni el batel ni la chalupa de la "Niña" dieron conmigo. Tampoco podían hacerlo. No me buscaban. Mi casi muerte pasaba desapercibida. Era minúscula anécdota en el caos general. Tú me salvaste, Blasillo. Me upaste a bordo de tu canoa, cuando chapaleaba en las últimas. Te debo la vida. A cambio, salvaré tu alma para Jesucristo y la Santísima Trinidad. Nada más llegar a Gijón, acudiremos a mi parroquia, la de San Pedro. Puedes tenerle confianza al apóstol. Es santo que siempre supo dónde está el estribor y dónde el babor. Te harán cristiano en su pila bautismal, y te llamarás en adelante Blas. ¿Te gusta el nombre?

Es gracioso. Alonso había dicho: "Hay que tomar más viento en la mayor", y allí estaba yo, agarrando papahigo y boneta e intentando enfrentar los ollaos, cuando vino el golpetón y casi acaba el mundo. Y ¿sabes qué pensaba justo al encallar? Que los hombres somos el papahigo, una vela grandona que se hincha al viento para navegar por la vida, y las mujeres son la boneta; unidos uno y otra, vela grande y vela chica, se hace mejor travesía y la quilla parte sin esfuerzo la mar en dos. Pero ¡ay cómo lleguen vientos contrarios! Lo bueno se trueca, de golpe, en lo peor y hay que despegar la boneta a la carrera. Si se tuerce la suerte, las mujeres molestan más que ayudan, Blasillo.

Vamos a la tolda. Me ayudarás a baldear la cubierta. Terminaremos en un decir Jesús. La "Niña" es, tal cual la llaman, chica de veras. La "Capitana" era diferente. Mala fortuna tuvo. No es bueno cambiar de nombre una y otra vez. Lo hizo y pagó por ello. Primero "Marigalante", luego "Santa María", después "Capitana". No es serio, Blasillo. Con un nombre cristiano, basta y sobra. Ahora han rebautizado sus restos: "Fuerte Navidad", pero es distinto. La quilla y las cuadernas dejaron de serlo para convertirse en empalizada. El bauprés no sostiene la cebadera, es solo madero con que atrancar el portalón. La cuaderna maestra sabe de moscas y avispones y ha olvidado las algas y los caracolillos. La peor muerte para una carabela es perecer a manos de carpinteros. Da mala espina. ¿Cómo va a proteger la nave a nuestros hombres en tierra cuando no supo hacerlo en la mar? ¡Ojalá no les ocurra nada!

Mar. Inténtalo. ¡Muy bien! Así es. Mar. Mar. Ahora que vamos entendiéndonos –eres listo, aprendes rápido- te hablaré un poco de mí. No me llamo Cimadevilla. Ese es apodo que me endilgaron al comienzo de esta aventura. Cuando la mar está en calma, las horas duran días y los días años. Sobra tiempo para pensar, y el pensar es buque que tiene por aparejo los recuerdos. Cimadevilla es el barrio donde nací. De niño correteaba por sus callejas, trepaba al cerro de Santa Catalina para llenarme el alma de olor a mar, a mi derecha la extensa playa de San Lorenzo y la desembocadura del río Piles, a mi izquierda la bahía y el puerto. Luego bajaba a la carrera al muelle donde madre pasaba los días remendando redes. Hoy no reconocerías ese muelle, porque está en obras. Pero ¡qué digo si jamás lo viste! Una docena de años atrás se comenzó a hablar del nuevo puerto de Gijón. Se dijo que incluso vendrían los Reyes para disponer lo oportuno sobre el comienzo de las obras. No lo hicieron. Ninguno de los dos. Ya sabes: "Tanto monta, monta tanto.... "Aunque eso es palabrería. Según cuentan, monta muchísimo más el rey Fernando que la reina Isabel. No perdona potrilla o yeguata, sea cristiana, mora o judía, si tiene las teticas puntiagudas. Pero esa es otra historia que a mí no me concierne, Blasillo. A lo que íbamos.

Yo ganaba algunas monedillas protegiendo la pesca de las acometidas de los gatos que acudían de todo Gijón al reclamo del olor de sardinas y jureles. Resultaba sencillo mantener a raya a los gatos. Bastaba con remojarlos con el contenido de un cubo de agua salada. Ellos bufaban y se lo pensaban dos veces antes de volver a la carga. Fue por aquel entonces cuando me planteé la pregunta que nadie supo nunca contestarme: Cómo los gatos pueden adorar tanto el pescado si el agua es el diablo para ellos.

Padre había muerto por entonces. Ni lo recuerdo. He sospechado alguna vez que quizá siga vivo y ajeno a mi existencia, fruto de la aventura de una noche. En el fondo, tanto da. Nadie podría darme mejor apellido que el que ahora tengo.

Al cumplir los doce me enrolé en el barco de pesca de mi tío Miguel, y, como él, me convertí en fiel devoto de la Virgen de la Soledad, patrona de los pescadores de mi tierra, que procura –y suele conseguirlo- que las redes hiervan de peces. Durante los seis años que estuve faenando, me hice hombre cabal e incluso contribuí a recaudar fondos para erigir una capilla a nuestra patrona. Fracasamos en el intento, porque construir es caro y nosotros, pobres. Tal vez los nietos de nuestros nietos alcancen a realizar lo que nosotros no logramos.

A los dieciocho me enrolé en un jabeque que comerciaba con Portugal y Andalucía. Allí aprendí cuanto sé de mar, que es nada en comparación con lo que conoce el Almirante o los hermanos Yáñez, y muchísimo para el común de los mortales. En Cádiz estaba cuando oí hablar de la expedición a las Indias y tuve curiosidad en saber que se siente al no ver la costa por una u otra amura. Y se acabó la historia, Blasillo. El resto lo sabes porque lo viviste al convertirte en mi ángel de la guarda, pese a ser pagano.

Me salvaste la vida y me he aficionado a ti. Te veo como al hijo que nunca tuve. Sí, de acuerdo. No sabes qué te estoy diciendo ahora mismo. No importa. Me gusta hablarte aunque no me entiendas. Serás mi hijo. Por tal te tendré. A ti te contaré en las anochecidas esas historias que los padres cuentan. Te hablaré del normando loco que gusta de abordar almadías y bateles la noche de San Juan, gritando de tal modo que los hombres más bragados sienten que se les reseca la sustancia de los cabellos hasta tornarse canos. Te narraré las leyendas de los fuegos de San Telmo en la Mar de los Sargazos, y las de las sirenas y nereidas, verdes como algas frescas. Te relataré la historia del buque de los Países Bajos que nadie tripula y a ningún puerto va. Respira hondo, Blasillo. Mastica el aroma de la mar. Sí. Eso es. Mar. Lo dices mejor cada vez. Sonríes y sonrío. Ambos sonreímos. Mar. Mar.

Trabajo acabado. Me has ayudado bien. Pones voluntad. Y no eres cobarde. Ayer todos estábamos aterrados. Cuando nos golpeó la primera ráfaga seria de veras, nos afanábamos recogiendo trapo, avisados por un viento oscuro y sucio. Fue un estallido de frío y espuma; nunca vi pareja tempestad. En mar abierta no avisa como en la costa: parece no estar y, al instante siguiente, te desgarra las ropas. Junto con el viento, olas como montañas, más altas que la arboladura, llevándonos de aquí para allá. ¡Qué poco somos cuando la mar aprieta! Hierbajos, pececillos prendidos en una red tupida y bamboleante... Nada. Mientras el buque intentaba capear, blasfemábamos y rezábamos al tiempo. Hubo un momento, cuando aquella ola nos pilló de través, en que te dije adiós, Blasillo, seguro de que nuestros días habían terminado. Me asaltaron entonces, en relámpago, recuerdos de mi vida, pero sin ton ni son, meras imágenes, estampas congeladas en la memoria: Madre revolviéndome el pelo, las tetas rotundas de Begoña, historias de xanas vestidas de blanco, el marino portugués que prefería, como yo, la sidra a cualquier otra bebida y que, si se echaba al coleto una docena de culines, repetía a quien deseara escucharle que al oeste de las Azores el cielo es fuego y, sin embargo, la mar hierve con un hervor frío, madre aguardando en el muelle –las mujeres nunca confiaron en la mar, madre no lo hacía- horas y horas en el muelle, quizá ahora mismo se encuentre allí aguardándome, haciendo gala de esa paciencia mineral que las madres atesoran, los pies clavados en tierra por más que el salitre les encrespe los cabellos, quieta, una roca más en el paisaje, tal vez se metalice y convierta en bronce verdinoso, que siempre hay una madre aguardando al hijo en cada muelle; mi madre en el puerto, los brazos despegados del cuerpo, tanto en despedida como en amago de abrazo en el mágico minuto del reencuentro. También me venía a la mente la playa de san Lorenzo en que recogía chirlas que comía vivas para llenarme de su sabor a mar. Y el cabo Torres... Cuando el viento soplaba de poniente había mar tendida que con nortada pasaba a dura, quizá un asomo de galerna, pero nada comparado con lo de ayer, Blasillo. Tú repetiste mil veces una misma palabra que sonaba como "huracán". No sé que quiera decir en tu idioma ese extraño sonido, pero debe ser algo terrible, más cerca de la muerte que de cualquier otro lugar.

En eso, el vozarrón de Don Cristóbal, imponiéndose al fragor de la tempestad, me arrancó del refugio de los recuerdos: "Cimadevilla, arroja este barril por la borda". Me señaló uno, chico, calafateado a conciencia. Al oír al Almirante se me pasaron los temblores; él te mira a los ojos y te vuelve del revés el cuerpo. "He escrito en un pergamino la historia de cómo llegamos a las Indias y lo he encerrado ahí dentro- me explicó- Si naufragamos, alguien lo encontrará y el mundo conocerá nuestra aventura. Ah, Cimadevilla, -siguió- me serviste bien. Dios lo tenga en cuenta y te lo premie".

Blasillo, Blasillo... La tempestad llega y se marcha sin explicación. Un embate más y se hubiera quebrado la quilla. Pero la Virgen del Carmen velaba por nosotros. El viento se fue ahilando, menguó el oleaje, y podemos contarlo, compañero.

Ahora mismo llevamos cuatro singladuras. Nos abandonaron los petreles. Son los delfines quienes nos acompañan. No hemos hecho sino iniciar la travesía. No creías que el mundo fuera tan grande ¿verdad? Pues es grande y redondo. Tanto da poner rumbo al este como al oeste. Al final se llega donde se quiere.

Mar. Mar. A ver, prueba otra vez. Muy bien. Ya conoces una nueva palabra. Con esta se cumple la docena. Cuando lleguemos a Gijón, hablarás como un fraile dominico y contarás historias de las Indias a mis compadres. Les describirás sus mares de aguas calientes y sus doradas playas en que basta alargar la mano para remediar el hambre, acá un cangrejo, allá una tortuga desovando. Ellos quizá tuerzan el gesto y parezcan no creerte, pero lo harán, Blasillo, lo harán. Las gentes de mar siempre creemos. Nos encanta soñar con tierras encantadas en que habitan unicornios y sirenas. Pensar de ese modo nos impulsa a embarcar y emprender nuevas aventuras. ¿Por qué piensas que me enrolé con el Almirante? ¿Por la paga? ¿Por cincuenta malditos reales? Lo hice porque imaginaba que las Indias eran el paraíso. No es verdad. Las Indias son selva y calor. Pero también son, y eso es bien cierto, aguas cálidas y peces que te saltan a las manos.

Anochece. Ven. Vayamos a popa. Acabó el trabajo y es tiempo de platicar. Hay quienes dicen que el calor me ha reblandecido la sesera. Creen locura que hable con quien no sabe responderme. Déjales que murmuren. Se puso el sol. ¿Viste? Hizo un día perfecto. Ayer el infierno, hoy la gloria. Es como si la naturaleza quisiera hacerse perdonar sus pasados atropellos. El crepúsculo enrojece el horizonte. Las olas, ahora mansas, dan en el casco y el chapoteo casi adormece. La brisa parece caminar de puntillas sobre las olas y acaricia las velas. La mar es más extremada que la tierra. Sabe ser terrible y sabe también ser dulce, hermosa y fiel. Solo en la mar se comprende lo que es la paz. Los problemas de tierra adentro se quedan en puerto ante el milagro de la mar en calma. Pero al tiempo ¡la mar es tan extraña! ¿Cómo puede hacer que nos sintamos a la vez tan pequeños y tan grandes? Pequeños porque lo somos, Blasillo, simples hormiguitas entre tanto horizonte, y grandes porque la mar nos hace crecer por dentro. Ser marinos no consiste en mear a favor del viento y encallecerse el alma, sino en saber que uno está en las manos de Dios o de la suerte y vivir con hambre cada día, porque puede ser el último. Eso nos hace grandes, mucho más que quienes viven en tierra. Nosotros sabemos que vida y muerte son una misma cosa y solo el viento, según como sople, hace que caigamos de uno u otro lado. El aire, solo el aire. Esa conciencia nos obliga a sentirnos vivos mientras podamos.

El del alisio es un soplo constante que evita guiñadas precisamente por su tenaz e inacabable tozudez. Solo resta orzar, navegar de bolina, como ahora hacemos, ajustar la ceñida, e ir así menguando, cable a cable, la distancia que nos separa de España.

Apuntan las primeras estrellas. Fíjate, Blasillo. Las estrellas muestran caminos, como la aguja que consulta el Almirante. Pronto se verá por babor la estrella del Norte. Tus islas quedan a popa, allá donde la mar comienza o acaba, según se venga o se vaya. Sí. Mar. Aprendiste a decir "mar". Ese es el nombre del camino entre tu raza y mi raza. La mar océana. Pasó lo malo, y en esta noche en que todo semeja posible, nos basta una niña –"La Niña"- para llevarnos de vuelta a Cimadevilla. A mi casa, a tu casa, a nuestra casa. Aunque quizá, Blasillo, todo sea bastante más sencillo y nuestra casa sea precisamente esta, por techo la noche estrellada y por nana el chapoteo de la mar en la roda...