Relatos Históricos: Las prisioneras de Argel

Algunos autores de TR nos hemos animado a escribir relatos sobre la Historia. "Las prisioneras de Argel" de SOLHARIS. En el siglo XVI los piratas de Argel asolaban las costas mediterráneas con el apoyo del Imperio Otomano.

Más cansado que satisfecho, el virrey de Argel se incorporó para abandonar la habitación. Ni siquiera se volvió para mirarla antes de dejarla a solas con sus pensamientos. Hombre maduro ya, había tardado en arrebatarle su virginidad con mucho esfuerzo, algo de placer para él y más bien dolor para la aterrada joven: poco le importaba esto.

Ella permaneció largo rato en silencio antes de levantarse y cubrirse de nuevo con el camisón azul. Se sentó para pensar sobre lo que había ocurrido. Luego se agitaron sus hombros y se llevó las manos a la cara porque estaba llorando. Se quedaría al fin dormida de puro cansancio.

Cuando, al día siguiente, dos esclavas la despertaron para arreglarla y vestirla, Alba se sentía algo más aliviada por el descanso del sueño. Hablaban entre sí las dos esclavas negras pero ella no podía saber qué decían porque todavía no comprendía el árabe con soltura. Eso sí, intuyó que se estaban burlando de ella con todo descaro, sabiendo que no podía replicar.

¿Qué estaban diciendo de ella? ¿Se burlaban porque era una cautiva cristiana? ¿Por su ignorancia o su indefensión? Puede que incluso se burlaran de su apariencia. Si fue esto último, eran dos necias que no tenían razón, porque Alba era más hermosa que ellas dos juntas. ¿Quién podría decir que su mirada no era dulce y encantadora? ¿Qué mujer podría dejar de envidiar su pelo castaño y ondulado? ¿O el cuerpo bien formado y de caderas juveniles y voluptuosas? Lo más probable es que las crueles muchachas hablaran de lo que había ocurrido aquella noche...

Alba se sintió mucho mejor cuando aquellas chismosas la dejaron en paz. Desde que fuera tan sólo una prisionera en tierra extranjera, no había dejado de sentirse sola entre gentes extrañas que hablaban una lengua áspera e incomprensible. Volviendo a los pensamientos melancólicos, contemplaba el mar azul y luminoso que había más allá de las murallas de Argel y de su puerto.

Hasta no hacía mucho, Alba Venedor había sido una muchacha protegida y dotada de todas las ventajas de pertenecer a una prestigiosa familia de hacendados y mercaderes mallorquines. En Mallorca tenía el cariño de los suyos y la certeza de que sería la futura esposa de un buen partido. Jamás hubiera creído que acabaría prisionera entre los infieles y recluida en un harén.

Entonces no se preocupaba de los negocios de su padre y mucho menos de los asuntos políticos. Más preocupada por los cotilleos de sus criadas y amigas, poco le interesaban a la muchacha aquellas noticias sobre piratas turcos y berberiscos, ahora aliados, que asolaban las costas mediterráneas. El poderío de los turcos había llegado hasta los débiles reinos del Magreb y proporcionaba apoyo a los piratas, ahora corsarios por el Islam... y el oro, que el que la piratería formara parte de la Yihad contra los infieles no quitaba para que se consiguieran cuantiosos beneficios.

Poco sabía ella de esto y de los hechos de la armada española en el norte de África. Y es que, a pesar de las victorias del emperador Carlos y de la toma de algunas importantes plazas, Argel seguía siendo el puerto inexpugnable, el puerto de los piratas.

Sí preocupaba todo esto a su padre en cuanto a que los corsarios entorpecían sus negocios y que los envalentonados bandidos atacaban las mismas costas de España, llegando a codiciar las cercanas Baleares. Pero nunca hubiera creído que viviría para saber que el barco en que viajara su hija fuera capturado por los infieles. Así pues, el barco que debería haberla llevado hasta Barcelona, donde conocería a su futuro esposo, un rico heredero, nunca llegó a su destino. No era extraño, pues algunos decían que en el mismo delta del río Ebro los corsarios ocultaban sus naves. Lo quiso así el destino y los infieles hubieran dicho que tal era la voluntad de Allah.

De esta forma llegó Alba a Argel, el puerto tan temido por los cristianos. Para los pobres, caer prisionero significaba terminar en sus "baños". A pesar de su nombre, aclaremos que hacía mucho que no servían como baños sino que servían de verdaderos establos humanos donde hacinar a la multitud de esclavos. Muchos acabarían como galeotes, la peor de las suertes, peor incluso que la de los cristianos que eran muertos para divertimento del vulgo. Los ricos eran más afortunados, como es natural, y podían comprar su libertad; había todo un negocio con esto. La tía de Alba había conseguido así su rescate, pero la belleza de la joven se convirtió en su desgracia.

Recordaba bien cómo la había examinado la mujer que seleccionaba las mujeres para el virrey, después de desnudarla. Igual que si fuera ganado, la había mirado y tanteado con detalle, fijándose en que tenía la piel clara y sin pecas ni verrugas, sólo un pequeño y encantador lunar en el hombro. Consideró la mujer que sería del gusto de su señor y no se equivocó, porque el viejo virrey se encaprichó de sus ojos dulces, si bien el capricho duró apenas una noche. Gozaría de su virginidad y después la encerraría como si fuera otro valioso pajarillo que guardar enjaulado.

La muchacha se desesperaba por su suerte y lo peor es que, mirando a la línea del firmamento sobre el mar, pensaba que no se hallaba tan lejos de Mallorca: apenas sí habían algunos cientos de kilómetros entre Argel y las islas Baleares, menos que entre las ciudades de Madrid y Sevilla.

¡Pero qué distintas eran las cosas en esta orilla del Mediterráneo! Era un mundo completamente distinto y Argel resultaba tan lejano y exótico como podían serlo Bagdad o El Cairo. Aquí era una extranjera, una cristiana, a la que atendían diligentemente porque era propiedad del virrey, pero sin cariño ni aprecio.

Pasó Alba buena parte de la mañana aprendiendo árabe con un maestro impaciente y antipático. Luego salió a pasear por uno de los jardines del harén, sin atreverse a mirar a las otras mujeres e ignorándolas. Era la única forma que tenía de entretenerse, aparte de pensar en lo desgraciada que era. Se sentó en un asiento de piedra para recordar todo lo que había perdido.

  • Comprendo lo que sientes, pero no debes aislarte así –oyó una voz detrás de ella, en un castellano de acento algo arabizado pero entendible, y se volvió. Le hablaba una muchacha de su edad, que la miraba con curiosidad con sus ojos aceitunados. A Alba le gustaba oír una lengua que pudiera entender y además con amabilidad, pero se limitó a mirar a la otra muchacha con tristeza.

La joven siguió hablando:

  • Sé cómo te sientes. Yo tampoco esperaba llegar aquí después de que dejáramos España.

Así que era una morisca, algo nada raro en Argel, donde vivían tantos moriscos exiliados. Alba sintió curiosidad y hasta se olvidó de su propia desgracia, porque nada hace olvidar los males propios como recordar que los demás sufren y padecen como nosotros. Olvidar esto es el más ciego de los egoísmos.

  • Lo siento mucho. Mi nombre es Alba y nací en Mallorca.

  • Me alegro de conocerte, Alba, y espero que seamos buenas amigas. Mi nombre es Leila.

Luego conversaron sobre sus vidas. Alba habló de los recuerdos de su isla, que en realidad se reducían al Mediterráneo, el palacete familiar en la ciudad de Palma y a su vida en él, pues había vivido siempre bajo la atenta protección de sus padres. Leila se refirió a Granada. También era cristiana, ya que su padre había proferido convertirse antes que el exilio. Había sido bautizada con el nombre de Estefanía y su padre con el de Rodrigo, pero en el pueblo, donde todos eran moriscos, aquello era una farsa y en su familia siempre la habían llamado Leila. Como tantos otros moriscos, ya fuera en Granada, Valencia o Zaragoza, vivieron haciéndose pasar por perfectos cristianos. Hasta que Rodrigo -Mohamed para los suyos- comprobó que la conversión no había de salvarles del acoso de la Inquisición y dejaron España para emigrar al Magreb. Muy al contrario, su posición conciliadora con los cristianos sirvió para que otros moriscos exiliados, resentidos por ello, acordaran venderles a los piratas berberiscos. Así terminaría en Argel y en el mismo harén del virrey por su hermosura. Nada sabía de la suerte de sus padres y hermanos.

Ésta fue la historia que consiguió conmover a Alba.

De hecho, se hicieron pronto amigas y Leila prometió ayudarla a aprender el árabe, y aunque la muchacha no pensó en ello, tener una amiga hizo más llevadero su cautiverio. Tendría mucho que aprender en los días siguientes.

No por esto dejaría de tener dificultad la mallorquina a la hora de habituarse a las costumbres de aquellas gentes. Por ejemplo, la perturbaba su interés en la higiene. Desde que llegara, la habían obligado a esmerarse en su aseo personal, mientras que entre las cristianas no era costumbre lavarse a menudo y mucho menos tomar baños. De hecho, la obligaban a acudir cada dos días, o incluso a diario, a los baños, lo que era una experiencia siempre desagradable y difícil para ella. Tampoco dejaban de sorprenderle todos aquellos perfumes, afeites y otros cuidados que aplicaban aquellas mujeres en sus cuerpos. Por no hablar de la insólita costumbre de depilarse, incluyendo las partes más embarazosas

Alba sintió algún alivio la primera vez que acudió acompañada, pero cuando en la estancia que precedía al hannam una esclava recogió su camisón para dejarla desnuda, se sintió tan violenta como siempre. Su amiga, en cambio, lo hacía con toda naturalidad. Leila estaba acostumbrada desde niña, y hasta se sentía más cómoda sin nada encima. Vio el cuerpo de Alba con admiración pero ésta miraba a otro lado. Notando su angustia, la cogió de la mano y la llevó adentro, como si fuera su hermana pequeña.

Bajo la cúpula que coronaba el recinto, la piscina formaba un octágono regular. Unos cuantos agujeros en la cúpula bastaban para iluminar el espacio y crear un ambiente de intimidad y misterio; allí estaban solas las mujeres del harén. Libres hasta de la presencia de los desagradables eunucos.

Como siempre que entraba, ruborizada por tanta desnudez, Alba recorrió con la vista las decorativas tramas geométricas del suelo. ¡Qué extrañas eran las gentes al sur del Mediterráneo! Ocultaban a sus mujeres con celo, escondiendo su rostro bajo un velo incluso, y luego las dejaban desnudarse juntas sin el más mínimo pudor. Porque aquellas mujeres se miraban unas a otras sin vergüenza. Se examinaban entre sí, orgullosas, y había más que rivalidad en aquellas miradas, también se adivinaba la curiosidad y un interés tan poco pudorosos que intimidaban aún más a la perturbada Alba.

Ella no se atrevía a levantar la vista para mirarlas, pero sabía que, de los pies a las cejas, era sometida a minucioso examen, dado que todavía era una novedad y su pudor las divertía. Algunas la consideraban con altivez pero las más reconocieron su belleza. Los pechos estaban bien erguidos y los pezones y las aureolas que los rodeaban tenían el mismo delicioso tono rosado de sus labios. La piel blanca y tersa, los ojos dulces y de color avellana, inspirando todo ello una belleza tierna y admirable.

En cuanto a su amiga, era de una belleza menos tierna pero igualmente apetecible. El cabello liso era más oscuro que el de Alba y los ojos aceitunados miraban menos dulces y más insinuantes. El cuello era largo y delgado como su cuerpo. Las nalgas redondeadas bajo las estrechas pero voluptuosas caderas. Así pues, las dos muchachas aparecían como bellezas que se complementaban, y despertaron envidia y admiración, aunque ciertamente de esto disfrutaba más Leila que Alba.

Por el contrario, Alba se apresuró a entrar en el agua, queriendo ocultar su cuerpo como fuera. Pero al levantar los ojos encontró que una mujer la estaba mirando. Sentada sobre el borde de la piscina, echaba su cuerpo hacia atrás, apoyándose sobre los brazos de una forma que resaltaba la forma de sus pechos. Las piernas estaban extendidas y separadas, sin que le importara que pudieran ver su sexo depilado. Asustada, Alba dirigió la vista al agua...

  • ¿No disfrutas con esto, verdad? –le preguntó amablemente su compañera.

Alba hizo un gesto negativo con la cabeza, sin atreverse siquiera a mirarla. Leila entró también en el agua y empezó a frotarse la piel, sin comprender la actitud de su amiga pero comprensiva.

Casi todas las mujeres parecían gozar con el baño. Muchas hablaban animadamente y algunas jugaban entre ellas. Otras sencillamente se relajaban o se frotaban la piel con suavidad. Podían verse allí pieles muy variadas, que iban del color azabache de las esclavas negras al marfileño de las cautivas cristianas. En cualquier caso, eran mujeres muy hermosas todas ellas.

  • Con el tiempo, aprenderás que éste es el momento más agradable del día, sin eunucos ni vigilancias. Desnudas y en paz. Y te encantará el agua –le aseguró Leila.

Alba no respondió pero lo dudó mucho para sí. Luego empezó a frotarse con disgusto, temiendo que la vieja que se encargaba de inspeccionarlas con cierta frecuencia la recriminase por falta de aseo.


Siguieron muchos días y muchos ratos en el hannam . Ahora que tenía una amiga, Alba se sentía menos sola y hasta acabó descuidando su obligación de sentirse desgraciada. Descubrió que incluso podía tener algunas alegrías. Además el virrey no había vuelto a solicitarla: satisfecha su masculina "obligación" de desvirgarla, prefirió dedicarse a otros asuntos menos fatigosos.

Los baños seguían resultándole una costumbre incomprensible pero se habituó al aseo con mayor facilidad de lo que pensaba, e incluso tomó cierto gusto a los perfumes y ungüentos. En el hannam se sentía menos cohibida y más curiosa, sin dejar de descubrir cosas sorprendentes.

Muchas mujeres preferían ayudarse a frotarse la piel y parecían hacerlo con mucho gusto. Vio a dos mujeres que se frotaban la piel. El agua sólo les llegaba hasta la cintura y estaban tan juntas que casi podían tocarse sus pechos entre sí. Alba, que había perdido algo de su recato, se atrevió a mirarlas. Estaba atónita por la despreocupación con que se tocaban los pechos, que se agitaban temblorosos pero firmes, pero entonces ocurrió algo que la dejó boquiabierta. La mano de una de las mujeres resbaló desde los pechos de la otra, que estaba frotando, al ombligo, para hundirse luego bajo el agua. No podía ver la mano bajo el agua pero adivinaba dónde estaba, y la expresión de la otra mujer era muy reveladora. Cuando ellas le devolvieron la mirada, volvió la vista enseguida.

  • ¿Sabes lo que están haciendo? –le preguntó Leila, divertida y excitada, que también se había dado cuenta de lo ocurrido.

Alba no se atrevió a responder la impúdica pregunta pero luego añadió:

  • Es muy poco pudoroso...

  • Sí, se supone que no está permitido. Pero en realidad se hace la vista gorda. ¿Qué importa al virrey lo que hagan sus mujeres mientras no llenen su harén de bastardos?

Nada dijo la amiga de Leila pero estaba realmente perturbada por lo que acababa de ver y esa noche siguió pensando en lo mismo. Aunque apenas comprendía ella estas cosas y la habían educado para ignorar su cuerpo, había descubierto en todos esos largos ratos en los baños que su cuerpo era algo muy curioso. Frotándose el cuello, los pechos, el vientre, descubrió sensaciones muy agradables en todo su cuerpo, sensaciones que se hacían especialmente intensas al alcanzar el interior de sus piernas y rozar luego los labios... Aunque sintiéndose culpable por hacerlo, había descubierto que era muy agradable.

Sabía que aquellas dos muchachas se habían tocado así y le perturbaba mucho pensar que otra mano que no fuera la suya la ayudara con esos pecaminosos roces que ahora intensificaba en la intimidad, pero al mismo tiempo no podía evitar sentirse excitada. ¿Cómo sería sentir una mano extraña sobre su cuerpo? ¿Y si fuera la mano de su amiga...? Alba se durmió, excitada por el calor e inquietantes pensamientos.

Siguió pensando en ello al día siguiente. Después del baño correspondiente, pasaron a una estancia contigua donde dos esclavas negras aplicaron afeites sobre las pieles de Alba y de su amiga mientras estaban tumbadas. Le había costado mucho a Alba aceptar que otras mujeres masajearan su cuerpo desnudo, pero ahora se dejaba hacer y era relajante sentir las manos sobre su espalda y sus hombros... si bien podía ser algo molesto al principio. Esta vez no pudo relajarse, sin embargo. Se sentía tensa y las hábiles manos de la esclava no hacían sino tensarla. La negra se dio cuenta y cambió sutilmente el movimiento de sus manos. Sus dedos de ébano empezaron a moverse más despacio, más pegados a la carne. Alba lo notó y se sintió aún más tensa. La esclava parecía disfrutar con ello y quiso introducir la mano entre las nalgas pero Alba la detuvo con brusquedad. Incorporándose, se echó el albornoz encima para marcharse con brusquedad.

  • ¡Para! –le dijo Leila, que la seguía a la carrera- ¿Qué ha ocurrido antes? Has asustado a la esclava.

  • ¡Déjame, no quería que me tocase así! –Y se marchó furiosa.


Así pasaron los meses en Argel. Se fue el verano y las lluvias otoñales embarraron las laderas de los montes. Después vino el suave invierno y por fin la primavera. El jardín del harén floreció como lo hicieron los alrededores de la blanca Argel.

Fue entonces que Alba recibió una inesperada visita, y es que realmente cualquier visita de alguien ajeno al harén era extraña. Se trataba del fraile Federico. Perteneciente a la orden de la Trinidad, Federico mediaba entre musulmanes y cristianos. Los suculentos rescates por los prisioneros eran un gran negocio para los musulmanes. Algunas malas lenguas decían que la orden cobraba interesantes comisiones en estos rescates, pero éstas eran malas lenguas, digo, y es mejor que las ignoremos. Bajo la vigilancia de dos eunucos negros, Federico se entrevistó con Alba para traerle noticias de su familia.

  • ¿Cómo están mis padres? –preguntó ansiosa.

  • Tus padres se encuentran bien y te quieren.

Siguió hablando el fraile a Alba de su familia. Luego le habló de la voluntad, de la fe y de la esperanza. Alba le escuchaba muy conmovida. Pero finalmente tuvo que hacer la pregunta:

  • ¿Y cuándo saldré de aquí?

La cara del fraile se ensombreció porque tenía buen corazón y no le gustaba lo que tenía que decirle:

  • Alba, eres la concubina del virrey. Él no quiere dejarte libre.

La desdichada muchacha se echó a llorar. Entre lágrimas apenas si oyó los consuelos del fraile. Nada podía consolarla. Ya no le quedaba aquella secreta esperanza de regresar con los suyos. Quedaría en el harén de Argel para siempre. Se volvió inaccesible para todos, también para Leila, que intuía lo ocurrido en la conversación con el fraile. Nada le había contado su amiga pero no hacía falta. No se enfadó por el rechazo de Alba aunque sí se sintió dolida. Supo esperar hasta que ella por fin se lo contó todo.

Lo hizo entre lágrimas y Leila sintió desconsuelo viéndola llorar. Al mismo tiempo sintió una secreta alegría que, aunque desprovista de malicia, no se atrevía a confesar. Se lamentaba de ver llorar a su amiga, pero no podía dejar de notar la hermosura de sus ojos, ahora húmedos y cristalinos como estanques...

  • ¿Sabes? Me siento feliz –se atrevió a decir.

Alba reaccionó con extrañeza. ¿Cómo podía sentirse su amiga feliz cuando ella sufría?

  • ¿Por qué dices eso?

  • Porque no podría vivir si tú te fueras... –le confesó con contenida ternura y no dijo más, pero buscó las lágrimas de su amiga y bebió cada una de ellas de su cuello, sus hombros, sus labios... Al mismo tiempo la rodeó con sus brazos y la consoló como pudo con la calidez de su cuerpo. Apretó el tembloroso cuerpo de Alba contra el suyo y dejó de temblar por los sollozos. También dejó Alba de llorar, porque esa calidez era también suya ahora y la envolvía por entero. Entonces halló el consuelo en Leila, en sus labios...


Finalmente no había escapatoria. Pocos eran los que podían escapar de Argel, pero para Alba ya no había salida. No eran los gruesos muros del harén ni los eunucos negros que portaban alfanjes. Esto le importaba poco porque jamás podría escapar a aquel abrazo. Los brazos de Leila alrededor de su piel desnuda eran cadenas tan suaves como formidables. De ella no podía escapar, porque había descubierto, a lo largo de aquellas semanas, que sólo Leila podía encender aquel inteso fuego dentro de su cuerpo y apagarlo después una y otra vez… También era la única que podía consolarla.

  • ¿En qué piensas? –le preguntó la morisca, tan desnuda como ella, mientras abrazaba su cadera.

Alba no respondió enseguida. Se sentía perezosa después del placer y miraba en silencio aquellos ojos aceitunados que le parecían luminosos en la semipenumbra de la habitación.

  • Pienso que nunca había querido a una amiga como a ti.

  • Eso es porque también somos amantes...

Leila la atrajo hacía sí y Alba respondió abrazándola también. Luego las bocas se juntaron y se refrescaron en aquélla sofocante noche en Argel, y ¡qué fácil era encender el deseo de la otra en sus labios! Luego los labios siguieron por los hombros y el cuello. En la habitación apenas iluminada no había mucho que ver y cada caricia llegaba por sorpresa. La vista pasaba a un segundo lugar y las manos despertaban los sentidos al rozar la piel mientras se embriagaban con los penetrantes aromas de sus cuerpos perfumados y se dejaban arrastrar por algo más que el placer.

Los dedos de Leila eran finos y delgados como ella. Se arrastraron por los muslos de Alba y abrieron con suavidad el divino umbral del placer antes de que sus labios besaran el suave monte de Venus. Alba se dejó llevar, otra vez más, hasta el éxtasis y después, cuando todo su cuerpo se hundió por el agotamiento, fue ella la que devolvió a su amiga cada uno de sus besos, de sus caricias...

Ya jamás podría escapar de Argel.