Relatos Históricos: La maja y el motín

Algunos autores de TR nos hemos animado a escribir relatos sobre la Historia. "La maja y el motín" de ALESANDRA. Siglo XVII, el Marqués de Esquilache, ministro del rey Carlos III de España, no es un hombre popular...

El entramado de callejuelas se ceñía a los alrededores de la Puerta del Sol. Estrechas y mal empedradas acumulaban basura en sus rincones, invadiendo el centro de la villa un hedor difícil de soportar para peatones e inquilinos. En la plaza nacía una de las vías principales, la calle Mayor, que llevaba directamente hasta el nuevo Palacio Real. Treinta años de reconstrucción, ni más ni menos, tras el incendio que lo había devastado años atrás la misma noche del 24 de diciembre. Ahora lucía con un aspecto mucho más afrancesado, en un intento de imitación al Palacio de Versalles. A sus alrededores el "enano" Manzanares, navegable a coche o caballo.

La vida en ese entorno paseaba presumida, con damas enfundadas en vestidos de encaje y ostentosas gargantillas de oro y piedras preciosas. Nobles carrozas y el eterno pensamiento de obtener, al precio que en ese momento se rifara en el mercado, títulos nobiliarios que tintaran casi de añil la sangre que corría por sus venas.

Tanto la calle Mayor como Alcalá parecían el curso de un vivo río por donde navegaban todo tipo de vehículos, carrozas, carruajes, caballos y un sin fin de humanidad diversa que formaba un alboroto casi insostenible. Solo medio centenar de iglesias eran capaces de, como si de una prescripción médica se tratara, silenciar las voces de granujas, y bribones, repicando simultáneamente el Ángelus tres veces al día. Los parques, palacetes y fuentes adornaban los paseos.

Carlos III tan solo llevaba unos años como Rey de España. En Madrid apenas pasaba setenta días al año, prefería alojarse en el Palacio de Aranjuez.

A pocos metros, en la maraña que formaba el casco urbano, la picaresca discurría entre carreras por los callejones. Vagabundos, holgazanes, ladrones, mendigos, vendedores y un sin fin de malhechores se escondían por los rincones en las más estrechas vías.

Así se había criado Ramón, que vagaba, casi sin rumbo, tropezando con los irregulares adoquines desnivelados, tan solo acompañado por esas ropas que se perfumaban del mismo aroma que el nauseabundo olor de la villa.

Cierto es que desde comienzos de años los madrileños andaban descontentos, se quejaban del excesivo poder del que gozaba un siciliano llegado a España en el séquito del nuevo monarca, y a quien, había regalado el cargo de Ministro de Hacienda y Guerra, conocido como el Marqués de Esquilache (Marques de Squilace). El descontento por las medidas tomadas tanto por él como otros ministros se escuchaba a través del eco de cada callejón.

Mientras Ramón descansaba con la espada apoyada en la pared blanquecina, por la puerta salía un cuerpo invadido de curvas que llamaba su atención, sus andares casi chulescos despertaron una sonrisa en el mendigo. Hablaba alto, con gran seguridad en sí misma.

¡Que no! Que no, que no me gusta Rodolfo, y no intentes convencerme más porque no tienes razón...

Detrás de ella, un mozo, coronado por un sombrero de tres picos, pantalones ceñidos sobre la rodilla, y un fajín que dejaba asomar una afilada navaja, la perseguía bajo una nube negra que formaba su enorme cigarro negro.

Ramón no pudo por menos que guiñar descaradamente un ojo a aquella chicuela.

-¿Qué?- respondió ella, encarándose al granuja...

Ese careo de aquella fémina le dejó sorprendido.

¿Qué, de qué?- fue lo único que se le ocurrió contestar, casi avergonzado e intentando disfrazarse de una notable superioridad, que ella derrumbó al darse media vuelta y continuar habando en alto con su acompañante.

Va a venir el siciliano ese a decirnos lo que podemos y no podemos llevar Rodolfo, que no, que no me gusta y punto... Ni más ni menos que seis ducados por infringir tan absurda norma y doce días de cárcel. No, no me gusta el extranjero ese, no entiendo porque este Rey nos trae ministros no españoles Rodolfo

Se quejaba casi con furia de la medida establecida por Esquilache, que derrumbando una arraigada costumbre había dejado terminantemente prohibido el uso de capas largas y sombreros de amplias alas (chambergos) con el pretexto de que servía para cubrir el rostro de los facinerosos y ocultar armas.

  • En vez de preocuparse por el precio del pan... Hace cuatro años, siete cuartos me costaba una libra, y ahora doce. Cada día pasamos más hambre, cierto que ha alumbrado las calles, que está construyendo fuentes, paseos, ¡pero yo de eso no como, no como!- El chico que la acompañaba se limitaba a escucharla, y a ratos intentar calmarla diciendo que él se ocuparía de eso...

Se notaba en el país, y por tanto también en la villa, los momentos de escasez que se vivían a causa de la política experimental del gobierno de Carlos III, que a pesar de a largo plazo resultar beneficiosa, en el corto plazo, aboliendo las tasas de los granos y obstáculos a la circulación incrementaron el descontento general.

El bamboleo de aquellas caderas enfundadas en un clásico vestido madrileño descubría una feminidad asombrosa tras esa maja, que en ocasiones podía ser envidiada por damas de la alta nobleza por la seguridad en si misma que desprendía.

Ramón pasó el día vagando por los rincones, charlando con unos y con otros, siempre alrededor del mismo tema. Olía a revolución callejera. En los últimos días, desde que se publicó el edicto municipal, los soldados paseaban por las calles obligando al cumplimiento de la nueva norma, y a veces ejerciendo el abuso de autoridad. Ramón, en cambio, nunca había manifestado el más mínimo interés por nada relacionado con motivaciones sociales, ni políticas, la indiferencia con la que se regía su vida se trasladaba a cada uno de los planos de interés que pueda despertar el ser humano...

En cambio, aquel 22 de marzo de 1766, víspera del Domingo de Ramos, algo parecía haberse adueñado de él. La imagen de aquella mujer, de tono bravío, se tatuaba en su pensamiento, a la vez que el eco de voces, quejas y tumultos resonaba en su conciencia mientras que, simultáneamente, observaba desde un rincón como un par de soldados acortaban, en el centro de la calle, una de las largas capas de un viandante que paseaba pacíficamente por el lugar, entre risotadas y gritos, encendiéndole unas ganas de venganza que jamás había conocido.

A la tarde, de nuevo estaba frente a la puerta de aquella casa, a la espera de encontrar de refilón el movimiento más encantador que jamás había conocido.

Ramón, ¿te has enterado ya?

Le sorprendió, interrumpiendo su sueños de hechizado, la voz de un conocido suyo, que se dedicaba a la picaresca sin ningún pudor, decía ser brujo sanador.

¿De qué me tengo que enterar? Y baja el tono que no estoy sordo...- replicó Ramón

Tomás se acercaba con la cara algo ennegrecida, y una camisa casi hecha jirones al lado de Ramón con fatiga y cara de aceleración.

De la revuelta, creo que va a ser en la Plaza de Antón Martín, se rumorea que un vecino va a pasear desafiante con la capa y el chambergo ante los guardias...

Las voces de Tomás se adherían al estrecho callejón en una noche que cada vez quería cerrarse más.

Dicen que probablemente se prepare una revuelta...

¿Vamos, Tomás? – preguntó enérgico Ramón, sin saber muy bien si realmente era él quien pronunciaba esas palabras...

Interrumpió, la alterada conversación de los dos, el sonido de una contraventana de madera que se abría articulada por unas bisagras oxidadas. Ambos giraron la cabeza casi de forma simultánea, y elevaron la mirada con cierta curiosidad...

¿Vosotros? -Una voz femenina se dirigía a ellos con cierto desprecio e incredulidad-. ¿Vosotros decís que vais a ir a la plaza? , mira que me cuesta creerlo, con la poca vergüenza que tenéis... Sobretodo tú -dijo esto apuntando con su dedo índice y sin ningún pudor a Ramón- ¡Sobretodo tú, granuja!

Con el escaso resplandor de la luna colándose en la calle, Ramón aun veía más encantadora a aquella mujer de aparente mal carácter.

Se puso en pie sacudiendo la mugre de sus telas y apartando el castaño pelo de sus ojos para sacar la voz más segura que poseía:

Tomás y yo, Ramón, vamos a ir allí, señorita, a defender nuestro chambergo y la capa de todos ustedes...

Tomás miraba con ironía el rostro de su compañero, y esbozaba una leve sonrisa.

No me lo creo -dijo ella de forma provocadora

En esos momentos un jovenzuelo apareció de forma precipitada, cubierto con una capa, que casi no dejaba intuir su rostro. Era joven, quizá mucho más de lo que ellos podían imaginar...

Pepa, abre la puerta -gritó desde abajo...

Ramón sintió los celos gritando desde su estómago, cuando escuchó los pasos de ella escaleras abajo y la vio aparecer tras la puerta de madera. Un cruce de miradas intenso pareció paralizar el tiempo durante unos segundos, mientras que el chaval entraba con naturalidad en la casa y se desprendía de su ropa.

Que duerman bien, granujas -dijo sonriente y sarcásticamente ella a la vez que cerraba la puerta frente a los rostros de ellos.

Ramón, Ramón... no te fijes en ella, hazme caso... -La voz de Tomás le aconsejaba cuerdamente, mientras unas palmaditas de compadreo rebotaban en su espalda.

Emprendieron un paseo silencioso, dirección la Puerta del Sol, entre el gentío que se agolpaba en rincones rumoreando el futuro cercano que auguraba el día siguiente.

Nunca antes había sentido la viveza de la carne de una forma tan obsesiva en su pensamiento. Había trasladado su espacio de Lavapies a las calles colindantes a la Puerta del Sol, y allí, en su otro barrio, lleno de "manolas" nunca había encontrado mujer tan bella y puesta como la propietaria de aquella cabellera azabache. Sus pensamientos eran más rápidos que su realidad, y mientras que la población parecía prepararse para un motín, su entrepierna se inflamaba bajo las harapientas prendas.

Al cruzar la esquina, chocó de frente con una cara que le era familiar, fue a disculparse cuando descubrió al chico que por la mañana perseguía a aquella mujer. Ese al que le brillaba la navaja asida al fajín. Éste, casi ni le prestó atención, de un empujón le echó a un lado y continuó su camino, liderando a un grupo de seis o siete hombres dirección Antón Martín.

Vamos Tomás, por una vez, vamos a hacer algo de lo que nos sintamos orgullosos...- Obtuvo el silencio por respuesta - ¿Tomás? ¿Tomás?...

Cuando giró la cabeza se encontró a su amigo de rodillas en el suelo y con la lengua dilatada mientras relamía el gemelo de un hombre, de aspecto poco salubre...

Alguien tan poco escrupuloso como él de golpe sintió la repugnancia en su piel, Tomás en carne abierta introducía la lengua sin ningún pudor, arrastrando con ella todas las impurezas, bacterias y sangre fruto de la mordedura de un perro enfermo, mientras el hombre arrojaba unas monedas al suelo.

Giró la cabeza poseído por unas irrefrenables ganas de vomitar y sin volver la vista atrás intento seguir los pasos de aquel majo, amigo de su musa.

Ramón, no vayas... -Se escuchaban los gritos de Tomás desde el otro lado de la calle mientras él aceleraba el paso- ¿Qué nos importa a nosotros?

En ese instante paró en seco para volver la vista atrás, se encontró un pedazo de carne de aspecto mugriento con los labios manchados de sangre hablarle desde el otro lado de la calle.

Ven conmigo... -musitó, pero su voz sonaba baja, sus labios casi no se movían mientras pronunciaba estas palabras. Sentía la obligación de pronunciarlas, pero su corazón no deseaba que lo hiciera.

Las rodillas de Tomás no se levantaban del suelo, mientras hacia un cuenteo de las escasas tres monedas que le habían dado. Se dio media vuelta y emprendió una leve carrera en busca del muchacho con el que había chocado unos instantes antes. Mientras corría resonaban las palabras de aquella mujer llamándole granuja, y la imagen de aquel pobre hombre relamiendo las heridas.

Perdió la consciencia del tiempo que estuvo callejeando hasta encontrar a ese grupo de siete u ocho hombres, bajaron unas escaleritas y Ramón siguió en silenció sus pasos hasta un rincón bastante protegido de la vista de curiosos.

Mañana por la tarde, me pondré las prendas que nos prohíben, y buscaré a un soldado. No podemos permitir que venga ningún extranjero a decirnos qué podemos ponernos y qué no, menos aun, a hacernos pasar hambre. Creyó que al imponérselo primero a los funcionarios nosotros lo aceptaríamos, pero estaba equivocado y se lo demostraremos.

Interrumpió en ese momento Ramón, su presencia causó asombro y un malestar notorio en los primeros instantes

Yo también quiero ir con vosotros

Fue lo único que dijo con la mirada perdida en los adoquines del suelo. El líder de aquella agrupación, tras unos segundos en silencio comenzó a reír de forma alocada, impulsando al resto a sonreír tímidamente.

¿Tú? No creo que tengas lo que hay que tener para hacer algo así, si ante una mujer, como esta mañana, se te sonroja la cara cuando se dirige a ti...- Resonaron carcajadas de multitudes.

Ramón encendido y sacando un espíritu que él desconocía, se acercó al joven chico y le plantó cara. Pegados ambos rostros se escuchaba la voz grave de él

Quiero salir contigo en busca de los soldados, hablo en serio.

No tardó mucho en resultar convincente.

Esa noche prácticamente no durmió. Rodolfo acabó intimando con él, los dos sentados en un escalón hablando de variedades, entre ellas, Pepa.

Unas horas más tarde se dirigían a casa de ella, tras ultimar los detalles y la hora con el resto, Rodolfo le ofreció la posibilidad a Ramón de tomar algo en casa de su hermana mayor y descansar un rato.

El amanecer de aquel domingo no parecía augurar el futuro desenlace que se avecinaba. Algún gato esquivo atravesaba la calle unos metros antes de llegar, a la ya familiar casa, de la musa de sus sueños. Cuando se abrió la puerta, Ramón sintió que le daba un vuelco el corazón...

Rodolfo, ¿qué hace este aquí? -dijo ella mirando con enojo a su hermano.

Pepa, este hombre, nos va a ayudar...

Ramón bajaba la cabeza, se sentía tremendamente avergonzado de lo que, hasta hace unas horas, nunca le importó, su presencia. La puertecilla de madera se abrió con desaire, mientras que de nuevo las caderas de ella se alejaban con cierto disgusto e indiferencia. Miró un par de veces al interior del lugar, contrastando con el aroma que se respiraba en el exterior, en esa casa se respiraba un ambiente fresco. Las sábanas blancas colgaban por los barrotes de la escalera.

Rodolfo le mostró a Ramón un lugar en el que asearse. Se desnudó en aquel pequeño cuarto con un recipiente lleno de agua calentada en el fogón y una toalla flotando en su interior, algo perdido, desorientado, sin saber muy bien quien movía los hilos del nuevo Ramón. En ese ritual que hacía años que no practicaba, la forma brusca de abrirse la puerta le asustó. Detrás, el pelo moreno y oscuro de Pepa le sorprendía...

Intentó cubrirse con rapidez, pero ella aun fue más rápida a la hora de cerrar la puerta tras dar un pequeño chillido, algo ridículo.

Ya sentado en la mesa al mediodía el silencio se adueñaba del cuartito. Apenas unas libras de pan, unos trozos de tocino y algo de vino vestían el mantel. Pepa iba y venía con muchísimo talante sujetando con las manos un par de capas y sombreros de ala ancha.

Es la hora Ramón, es la hora... -dijo seriamente Rodolfo.

Ambos se levantaron supervisados por la atenta mirada de la bonita mujer, se enrollaron en la capa y enfundaron en sus sombreros. Pepa besó a su hermano en el carrillo, y Ramón se acercó a ella y dejó los labios pegados a la dulce y a la vez afilada boca de aquella mujer, quien se quedo quieta y se dejó hacer...

Eran cerca de las cuatro de la tarde cuando llegaban a la Plaza de Antón Martín, la pareja encontró a un soldado, y fueron frente a él paseando presumidos y altivos ante su mirada. No era un único hombre, se trataba de varios soldados que les dieron el alto:

¡Alto! ¿Podrían decirnos cual es la razón por la cual van vestidos así, con la desobediencia que implica tal hecho al edicto publicado por el Marques de Esquilache Ministro del Gobierno de su Majestad Carlos III Rey de España?

Se encargó Ramón, sin muchos rodeos, de dejar claro que no había más razón, que la simple apetencia de indumentarse como ellos lo deseaban.

Esa actitud enfureció a la guardia que fue sorprendida, cuando en su intento de arrestarles, un silbido salió de los labios de Rodolfo, a la vez que desenfundaba su espada. El murmullo se hizo creciente y de callejuelas colindantes empezó a asomar una banda armada obligando los militares a huir.

La satisfacción de verlos correr dio seguridad al pueblo madrileño, que no dudó en asaltar el cuartelillo que había en la misma plaza para abastecerse de fusiles, sables y diversas armas. La población se fue sumando, Ramón, más feliz que nunca en su vida se sentía héroe de masas, cuando veía que los cientos de personas iniciales se iban convirtiendo en unas dos mil, que se dirigían desde Atocha a la Plaza Mayor insultando al Marqués sin ninguna piedad. A ratos, asomaba la lengua sutilmente por sus labios intentando captar además del sabor del éxito, el de la mujer que atolondraba sus pensamientos...

La tarde fue una locura, en su camino chocaron con el Marques de Medinacelli, a quien no dudaron rodear y obligar a llevar a su Majestad una serie de exigencias. La primera, el destierro de Esquilache, la segunda que todos los ministros deberían ser españoles, la tercera extinguir a la Guardia Valona, bajada de precios de comestibles, supresión de las Juntas de Abastos, retirada de las tropas de los cuarteles, además de que se permitiera el uso de capa y chambergo, y que el Rey saliera a vista del pueblo para comprometerse a cumplir estas peticiones

El tiempo pasaba, mientras la revolucionara villa se hacía oír. Ramón, más crecido que nunca, destruía con rabia diferentes faroles de las estrechas callejuelas, de repente...

Deberíamos ir a la Casa de las Siete Chimeneas, y arrasar con todo lo que tiene... -Ramón gritaba estas palabras bajo los vítores de más de un millar de personas que no dudaron en iniciar la carrera hasta allí.

No contaban con chocar con un servidor del Marques, cuya lealtad le costó la vida, cuando murió acuchillado a manos de Rodolfo, mientras que el resto saqueaba la despensa y tiraba el mobiliario por las ventanas de la Mansión del Marqués. Desde ésta, Ramón vio a Pepa correr con una sonrisa de oreja a oreja, disfrutando de la revuelta.

La noche había caído en la Plaza Mayor, ardía un retrato de Leopoldo de Gregorio Squilache en el centro, Ramón cogía la mano de Pepa, entrelazando fuerte los dedos, mientras al fondo un harapiento hombre lamía el brazo de un armado combatiente. No quiso verlo, giró la vista para no reconocer de nuevo a Tomás, mendigando cuatro monedas y besó los labios de su nueva vida.

Llegando el amanecer Rodolfo despertó a Ramón, quien sentado al lado de una pared dormitaba con la cabellera azabache de Pepa sobre sus hombros:

Ramón, Ramón, despierta -la mano de Rodolfo daba suaves golpecitos en su hombro con un tono de voz susurrante -.Esquilache está en Palacio con el Rey.

Sin saber bien dónde estaba, abrió los ojos, el rumor que le había susurrado su nuevo amigo, ya corría de boca en boca enardeciendo el ambiente en cuestión de segundos. Y sólo en minutos, una multitud encabezada por ellos tres, se encontraba frente al Arco de la Armería de Palacio para hacer llegar directamente sus protestas al Rey.

Pepa crecía en insultos, imparable plantó cara a las tropas españolas y valonas que defendían la fortaleza, quienes no dudaron en prender fuego a los alrededores para ahuyentarlos.

Ramón se dio cuenta tarde, cuando fue a girar la vista ya no veía esas suntuosas curvas agitarse envalentonadas frente a nadie, las llamas vivas crecían a pocos metros. Diversas personas señalaban con su dedo una bola de fuego, en movimiento, que se cebaba en el cuerpo de alguien. Gritos, algarabías. La cabeza de él miraba para todos los lados, intentaba buscarla, pero ella no aparecía. Bajó la cabeza unos instantes, y distinguió una morena melena consumirse entre las llamas.

Pepaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa...

El grito atravesó el fuego, atravesó la piedra, los corazones, el ruido, el gentío. Hizo añicos el alma de él, quien cayó de rodillas, casi rozando las llamas, al suelo...

Unos minutos después la atención sobre su drama se había desvanecido. Los miles de personas insultaban de nuevo al Marques, y amenazaban a gritos con hacer astillas el nuevo palacio.

Ramón se sintió solo, abandonado, derruido por si mismo, buscando el sentido a todo aquello sin encontrarlo. Su mirada buscaba a Rodolfo, que desde lejos se limpiaba las lágrimas mientras alzaba la espada al viento.

Sus piernas se dejaron llevar por paso lentos en dirección opuesta al de la multitud. Caminando por la Calle Mayor, dejó caer la capa y el sombrero en el suelo, retornó a la callejuela a la que daban las ventanas de madera de bisagras oxidadas, y se sentó. Cerró los ojos, y recordó el sonar de aquella voz chulesca, el de una maja llamada "Pepa".

Pasó un tiempo, quizá un par de horas, al abrir los ojos descansaba a su lado Tomás...

Te lo dije Ramón, no te fijes en ella... -Mientras decía esto, pasó su mano llena de sangre y suciedad por la cara del abatido.

Ramón, tenía la mirada perdida, asomó la lengua aun con la esperanza de poder saborear el dulzor de la boca de ella, pero al hacerlo lo único que encontró fue el gusto a óxido de la sangre...

Bueno, pues con el permiso de todos me gustaría dedicar este relato a alguien que no va a participar en el ejercicio directamente, pero que de alguna manera lo hará aunque sea a través de esta historieta, ya que aquí, la inventora de la misma, la lleva en su corazoncito cada día. Así que Doro (Pandora), para ti va esta dedicatoria, mi niña. Ánimo. Besazos.