Relatos Históricos: En bandeja de plata

Algunos autores de TR nos hemos animado a escribir relatos sobre la Historia. "En bandeja de plata" de CARLETTO. Isabel II de España fue una reina tan controvertida por su reinado como por su vida personal.

EN BANDEJA DE PLATA

(Recuerdos de Isabel de Borbón, La Chata)

Vaharadas de perfume –colándose por la ventana- forman una amalgama dulzona, casi empalagosa, junto con el humo de los cirios que crepitan en pesados candelabros. Rosas de abril, de textura aterciopelada, languidecen dentro de jarrones de fina porcelana, dejando caer los pétalos mustios sobre tapetes de ganchillo. Escudos borbónicos - por doquier - adornan cofres en cuyos vientres se apretujan costosas joyas. Enormes baúles rebosantes de telas preciosas, cuberterías de oro y plata que lanzan guiños resplandecientes en estuches entreabiertos, vajillas y cristalerías que ululan apenas las roza el aire. Alisado en la cama, junto al cuerpo de una anciana, espera un vestido lila y grana, adornado profusamente con encajes de Bruselas. La mujer está cansada. Muy cansada. Tan agotada, que casi está por pedir, a las monjas, que el vistoso traje lo usen como mortaja… y dejen, de una vez, reposar sus huesos.

Los monótonos rezos monjiles se animan de vez en cuando con cánticos y gorgoritos lanzados al aire gélido, de la cercana capilla, por gargantas virginales. Todo muy bonito, pero ella prefería los "olés" de la Plaza de Toros de las Ventas cuando toreaba Vicente Pastor, los pregones de las horchateras, de los vendedores de churros y la música alegre y pegadiza de los organilleros. La mujer suspira recordando su lejano Madrid. ¡Añora tanto a su Madrid!.

Cierra los ojos. El pensamiento, errático, retrocede a lo largo de su vida, conformando estampas de vivos colores. Algunas de ellas están grabadas de forma indeleble en su mente, en su alma, formando llagas humeantes, como si hierros al rojo las hubiesen marcado –ensañándose bien a fondo - para no olvidarlas nunca. Nunca, nunca, nunca… mientras le quede un hálito de vida.

Recuerda. Gime revolviéndose en el lecho, mientras resuenan en sus oídos viejas conversaciones, reviviendo antiguas agonías a la par que desfilan, bailoteando ante ella, los lejanos fantasmas familiares.


¡Calla Isabel! – musita mi hermanillo Alfonso - ¡No hagas ruido, torpona, que terminarán descubriéndonos!.

Y yo, siempre tan obediente, ando de puntillas pasillo adelante. Hace un frío glacial en Palacio. Inmensos retratos (barbillas prominentes, labios inferiores sensualmente gordezuelos) nos miran desde la penumbra: los Carlos, las Marías Luisas, los Franciscos, los Fernandos…Un soplo- casi fantasmagórico- apaga la llama titubeante que brillaba, hasta ahora, en la dorada palmatoria. Alfonso ahoga un inicio de tos seca, y se arrebuja, entre miedoso y friolento, contra mi corpachón de niña-adolescente poco agraciada. Ya estamos llegando. Una risa bronca, sensual, despierta nuestra curiosidad ya exacerbada. A oscuras en el pasillo, pegamos nuestros ojos – por riguroso turno- al agujero de la cerradura. Carne blanca, abundante y sensual. Largo cabello, negrísimo, desparramado por la espalda. Unas manos, escamosas y regordetas, aferran una tiara de brillantes y la colocan de cualquier forma ciñendo la frente regia, intentando ocultar el herpes que afea la frente. Pesados senos, ubres maternas de gruesos pezones, se bambolean bajo los embates de otro cuerpo. Gemidos, palabrotas soeces, profundos suspiros. La Reina hace el amor. Un amante más en la escalada sin final.

Noto el rubor ardiendo en mis mejillas. Estoy viendo fornicar a mi madre ante mí. Abrazada por un desconocido. Igual puede ser un gañán que un marqués, un primer ministro o un capitán de la guardia. Ella es la Reina y puede hacer lo que se le antoje. Una Reina que está casada, pero como si no lo estuviese, porque actúa con toda la desvergüenza de una ramera, de una ninfómana ávida de mitigar su hambre de amor.

Una mujer que fue Reina desde niña, con mucha servidumbre y poco cariño a su alrededor. Con apetitos descontrolados y una falta de educación total. Expuesta-incluso-a las ansias paidófilas de profesores de música y de políticos de ringorrango. De genio vivo y, sin embargo, bobalicona y crédula. Santurrona y pecadora. Rodeada de monjas con "llagas", medio místicas y, a la vez, con un ansia sin fin de poder terrenal. De confesores que iban más allá de sugerirle un camino correcto para la vida eterna...

Una mujer, todavía niña, que tuvo que doblegar sus deseos y aguantar que todos vociferasen para proponer o denegar algún candidato- pretendidamente idóneo - que llegase a ser su esposo. Desde los politicastros españoles hasta las potencias extranjeras, desde el mismísimo Papa hasta los miembros de su propia familia. Lo que a unos parecía perfecto, a otros les olía a cuerno quemado, y viceversa. Y ella, que era una mujer que solo deseaba a un hombre a su lado, alguien a quien amar, a quien desear, en quien apoyarse, y a la que todos le parecían bien si cumplían unos mínimos requisitos, tuvo que gritar – llena de pavor - cuando, al final, se decidieron por el más inepto, el menos apropiado para una mujer como ella: su primo Francisco de Asís, Duque de Cádiz.

¡¡No, con Paquita no !!.- dicen que chilló, desesperada, cuando supo el nombre del "elegido", porque sabía que a ambos los iban a hacer unos desgraciados obligándoles a unirse. Y no se equivocó, porque todo separaba a la futura pareja: ella tenía tanto de espontaneidad como de timidez él. Si ella era divertida y gustaba de las fiestas, él no sabía bailar y detestaba cualquier barullo. Si él era ahorrador hasta la avaricia, ella era generosa y manirrota hasta límites extremos…Si ella era dicharachera, inculta, abierta y aficionada a mezclarse con el pueblo…él era retraído, culto, aficionado al arte y de muy pocos amigos. Si ella era asidua del restaurante Lhardy, donde pasaba horas interminables con sus damas – y otras compañías- quitándose hasta el corsé en el Salón Japonés… él era un triste y remilgado perro verde, con el lastre de haber nacido demasiado poco masculino en un país, en una cultura, donde el macho, sino era macho, no era nada.

Todo lo reunían para que el matrimonio no funcionase. Y ella se defendió con uñas y dientes, con lamentos y alaridos de hembra que sabe a ciencia cierta que será engañada, que le darán gato por liebre.

Al final, pobre niña, la convencieron. Pero no por delante, a cara descubierta, con argumentos políticos de peso. No. Los encargados de presionarla fueron sus "gurús" privados: La monja de las llagas Sor Patrocinio y su confesor privado, el Padre Claret. Ellos, bien aleccionados, destilaron en los oídos de la joven reina visiones amañadas de que Ella era la elegida para salvar a España, y de que – con su sacrificio – su amado País tendría una Paz duradera. Atosigada, la pobre bobalicona claudicó, y su sacrificio no sirvió para nada, excepto para introducir al trono de España en una espiral de escándalos y corrupciones pocas veces vistos antes.

Una ristra de amantes calentó el lecho de la Reina, y aquellos que creían que el problema español estaba solucionado porque los reyes no tendrían herederos, se equivocaron de medio a medio.

Una puerta chirría a lo lejos. Alfonso y yo nos apretujamos en un rincón, ocultos tras un pesado mueble de madera de ébano. Unos pasos gráciles se acercan. Una figura etérea alumbrada por una vela titilante. Crujidos de blondas y almidones. Puntillas perfumadas por doquier. Un rostro serio, ojeroso, demacrado, ocupa el mirador que acabamos de abandonar, y se inclina para atisbar entre temblores de rabia. Es nuestro padre, Francisco de Asis y Borbón, el Rey, "Paquito Natillas ", que crispa una mano sobre la empuñadura de un pequeño puñal, tan enjoyado y femenino como él mismo. No lo usará. El lo sabe y nosotros también. Tintinea el metal al brincar contra el mármol. Luego, entre sollozos apagados, el Rey rebusca entre las sedas de su salto de cama, como insinuando una caricia a su propio sexo… mientras espía a su augusta esposa revolcándose – con otro – en el tálamo nupcial.

No quiero que mi hermano, futuro Rey de España, siga mirando la figura patética de nuestro padre rebajándose ante nuestros ojos. Ladro una orden en su oreja enrojecida, a la par que clavo mis dedos en la carne de su antebrazo.

¡Vete a tu alcoba, Alfonso! – vuelvo a vocear en su oído, con la vergüenza y la lástima clavándose en mis sienes - ¡Ya has visto más de lo que debías!.

Alfonsito, mi pequeño, mi curioso, mi real hermano, se aleja entre toses e hipidos, sujetándose el brazo dolorido por el pellizco inmisericorde.

Nuestro padre, alertado por el ruido de las voces, deja en suspenso el acto apenas iniciado. Sujetándola con mano crispada, acerca la palmatoria hasta mi rostro – que pasa de la grana a la nieve en breves segundos – y con todo el veneno acumulado que destila su orgullo herido, con los ojos echando fuego, lanza hacia mi el insulto que más temo, el que lo transforma a él mismo en víctima y verdugo, en avergonzador y en avergonzado:

¡Ah, eres tú, la Araneja ! – y sus ojos vuelven a apagarse, quedando muertos de tristeza, a la par que él recoge con gesto cansado los bordes de su peinador, yéndose pasillo adelante con andares de reina.

Ese nombre, dicho entre dientes, se clava en mi alma, me abofetea, me repugna mucho más que si hubiese lanzado un esputo sobre mi rostro. Con ese nombre, mi propio padre, al que yo tengo como tal, al que quiero como tal, acaba de reconocer ante mí que yo no soy hija suya, sino de José Ruiz de Arana y Saavedra, hijo de los duques de Sevilla la Nueva. Mi mundo íntimo comienza a derrumbarse en estos momentos, y mi mente de niña, apenas adolescente, se rebela con un alarido ahogado antes de nacer en mi garganta, haciendo que me desplome en el suelo tan fláccida y desgarbada como una muñeca rota.

Un asco inmenso, un vómito inmisericorde, revuelve mi estómago: ¡Araneja, Araneja, Araneja…!. El insulto me hace recordar cuchicheos de fámulas, de mayordomos, de cocineras y mozos de cuadra. Vuelvo a tener, ante mí, una hoja de papel arrugado encontrado entre mis partituras de solfeo, abandonado por una mano "amiga" que quiso hacerme sabedora de los trapos sucios de mi familia. Aquél papel inmundo, aquella hoja envenenada que tanto me había hecho llorar a escondidas

En el umbral de la alcoba, como una bacante, semidesnuda, aparece mi madre. Todavía lleva reflejado en las pupilas el chisporroteo del último orgasmo. Al verme medio despatarrada en el suelo, con mi cara fea y chata mojada por las lágrimas, lanza un suspiro de fastidio y se inclina hacia mí. Intenta ser amorosa, maternal, pero no sabe. No puede improvisar un cariño que ella nunca recibió de su propia madre. Casi me ahoga incrustando mi rostro contra sus senos excesivamente abundantes, abrazándome con un ímpetu del que pronto se cansa, voluble y caprichosa en todo. Y yo… casi agradezco que me aparte de ella, porque intuyo un rastro de baba hombruna en el seno contra el que me agobia.

¡Isabelita, ¿qué haces aquí, chiquilla?

(No puedo mentir y barboto la verdad): Estábamos Alfonso y yo… mirándote. Luego vino Papá… ¡ me ha dicho Araneja!.

¡¡ ¿Cómo dices, imbécil?!! – farfulla loca de rabia - ¿Has dejado que Alfonsito me mirase, me espiase mientras yo estaba…?. (Luego su rostro-estragado por la gordura-se desfigura en una máscara de odio y repulsión más allá de todo límite) ¡¡ Y Paquita, ese… marica se ha atrevido hasta decirte, a insinuar…!!.

Su rostro, sonrosado con los placeres del amor hace apenas unos instantes, se ha tornado cárdeno, casi apopléjico. Al levantarse, los rollos de grasa tiemblan gelatinosos, libres del corsé que los aprisionan durante el día. Masculla unas imprecaciones y divaga frases inconexas, totalmente ajena a mi presencia.

¡ Este primito mío, este marido que entre unos y otros me endilgaron, no ha debido de tener bastante con el millón de reales que le he ido soltando cada vez que ha tenido que llevar la bandeja de plata!. ¡ Y luego haciéndose el ofendido, mirando el parecido de cada niño, por si semejaba a alguno de mis amigos!. ¡Armándome esos espectáculos, en público, para tender la mano en privado!.¡Qué asco, Dios mío, qué asco!. ¡Por lo menos podía tener la boca cerrada, o abrirla solamente para besar a su querido Meneses!.

Aterrorizada, con los ojos desorbitados, me cubro los oídos con las manos. ¡No quiero seguir escuchando!. Quiero deslizarme – lejos de allí – sin que me vea. Que no se acuerde de mí, ni de mi existencia.

Pero su voz, todavía rabiosa, bronca y sonora, retumba en el lóbrego pasillo por el que me alejo dando traspiés:

¡¡ Y tú y yo, Isabelita, ya hablaremos mañana !!.


Me revuelvo en la cama. Tengo miedo a mamá, a su genio abrupto, a esa forma de mirarme … como si no me viese, como si siempre esperase de mí algo que soy incapaz de darle.

Tengo setenta y muchos años, estoy en el exilio de Francia, pero mi mente, mi sueño, me lleva a mis quince años, a mis temores, a mis vergüenzas propias y ajenas.


Sueño, lloriqueo, protesto. Recuerdo

Ya hace unos meses que mamá "habló" conmigo. Y me contó muchas cosas, demasiadas. Y me acusó de envidiar a mi hermano Alfonso, porque él había ocupado mi puesto de heredera de la corona en cuanto nació. ¡ Celos yo, de mi Alfonso!. ¡Qué poco nos conocía, que poco sabía de mí , nuestra propia madre!. ¡Si prácticamente a mi hermano lo había criado yo, le había dado todo el cariño que ella no había sabido ofrecernos!. ¡ Hasta "papá", con toda su seriedad, con todo su cariño que reservaba íntegro para su amigo Meneses, nos había dado más migajas de afecto que ella misma!. Pero no le dije nada. Simplemente la miré con mis grandes ojos pardos, casi sin verla por las lágrimas que se agolpaban intentando desbordar mis lagrimales y que salían moqueando por mi nariz excesivamente chata. Ella se explayó a su gusto y, al terminar, así, como de pasada, me habló de mi próxima boda.


¡No, no quiero casarme!. Y lo digo con mi boca desdentada, oliendo los pétalos casi tan mortecinos como yo. Entreabro los ojos. No veo la realidad, sino una capilla adornada con mucho boato. No estoy en una alcoba de convento, metida en el cuerpo de una septuagenaria, sino en una capilla real, mirando a través de los ojos de una adolescente desgarbada, vestida de lujo y de tristeza.

Me siento fea. A pesar de lucir el traje de moaré blanco, con blonda de plata y mantón de crespón. A pesar de la diadema de brillantes y del ceñidor de piedras preciosas con dos lazos largos cuajados de diamantes. Sí. Me siento fea, con mi nariz chata y arremangada, y la tristeza que me reconcome por dentro. Hoy es el día de mi boda, y me siento fea. Llevo el mismo traje de novia de mamá, como si –inconscientemente-ella quisiera traspasarme la maldición de su propio matrimonio. No soy nada, nada feliz. Más bien estoy asustada, desesperada por tener que abandonar España, a mis hermanos

¿Será porque mi madre me casa sin tener en cuenta mi voluntad?. Para ella el negocio ha sido redondo: me quita de en medio, casándome con Cayetano de Borbón, Conde de Girgenti, para hacerle la pelota (en un gesto político de sumisión fuera de toda duda) al Papa. Quiere hacer penitencia de sus propios pecados, entregando a su hija de 16 años – a mí – en un matrimonio en el que nunca existirá el amor, el entusiasmo y – ni siquiera – el interés.


Tiemblo en la fría madrugada francesa. Estoy aterida bajo la colcha liviana que me han proporcionado las monjas. Pero casi no lo percibo: mis pensamientos, errantes, se han detenido en los felicísimos días de mi vuelta a España, a Madrid. Ahora tengo veinte años, soy viuda y –me avergüenza decirlo-estoy tan alegre como unas castañuelas :

¡Qué Dios me perdone, pero hoy estoy feliz!. Libre otra vez. Aquí, en mi Madrid, en el palacete de la Calle Quintana, con tres damas de compañía, el servicio imprescindible y un par de gatos.

Me acaban de comunicar que el Archiduque de Austria, Luis Salvador, no ha querido aceptar el casamiento conmigo. ¡ Qué alivio !. Bastante tuve con mi efímero matrimonio con Cayetano. ¡ Pobre Cayetano!. Con sus ataques epilépticos y sus intentos de suicidio… que, al final, llevó a buen fin. Ahora me da lástima, al recordar la vez que se quiso tirar por el balcón. Incluso llegué a pensar que era por mi culpa, debido a lo fea que me encontraba. Pero no. El chico era así de depresivo desde antes de conocerme. Hasta que se pegó el tiro en Lucerna. Tres años de luto, y en el exilio, dando lástima a todo el mundo. Una vida agostada, sin futuro, cuando apenas tengo veinte años. Eso es lo que piensa la gente de mí, pero nada más lejos de la realidad: ahora, precisamente ahora, es cuando podré hacer lo que me de la real gana. Dentro de lo que cabe, claro.


Mamá está que trina. Parece mentira que, con lo espléndida que es para derrochar los bienes materiales-a diestra y siniestra-, sea tan mezquina con el cariño que demuestra para las cosas de sus hijos.

Se empeña en seguir dirigiendo nuestras vidas, organizando lo que hemos de hacer en base a sus propios criterios. No se hace a la idea de que su turno ya pasó, de que –desde su derrocamiento en 1868, el posterior exilio de todos nosotros, el periodo efímero del reinado de Amadeo de Saboya- ella ya no tiene poder alguno, ya no reina en España, y que –tras la Primera República- la Restauración de la Monarquía se realizó en la persona de Alfonso, previa abdicación de mamá y teniendo mi hermano solamente doce años. No se hace a la idea de que ella es la única persona de la familia real que tiene la prohibición –expresa- de pisar suelo español. Sin embargo quiere "tirar de los hilos" desde la sombra, utilizar y mangonear a mi hermano Alfonso tal y como fue ella usada – en su día – por mi abuela Maria Cristina. ¡Pues no, no, y no! : Por una vez, uno de nosotros le ha salido "rana", y mi hermano Alfonso-que se ha enamorado como un colegial de nuestra prima María de las Mercedes- no quiere dar su brazo a torcer. Y yo le apoyaré, caiga quien caiga.

El flechazo surgió en Sevilla, cuando Alfonsito y yo visitamos a nuestros tíos, Luisa Fernanda y el Duque de Montpensier. Un idilio que estoy disfrutando como propio, ya que la vida me ha negado esas cosas.

Mamá, en sus cartas, me acusa de Celestina. Yo, sin embargo, me siento como la vieja aquella que "tapaba" los amores de Romeo y Julieta. Con la salvedad de que- a los de Verona- les duró muy poco la alegría, y Alfonso y Mercedes serán felicísimos para siempre jamás

La Basílica de Nuestra Señora de Atocha, cuajada de flores y pendones reales, está abarrotada de gentío. El Rey espera ante el Altar, atusándose una patilla, intentando disimular- en vano - el brillo húmedo que nubla sus ojos. Desde mi reclinatorio, mientras paso las cuentas del rosario, me parece escuchar los golpes de su corazón dentro del pecho rebosante de condecoraciones. Aguarda a su Merceditas. En las paredes de la basílica rebotan las notas del órgano. Una ola multicolor de plumas, amplios sombreros y vistosos velos, se gira hacia la puerta de entrada: llega la novia.

¡Qué bonita está mi prima con la larga mantilla y los adornos de flores de azahar!. ¡Cómo una dalia, como una rosa de té.¡Y se está casando con la persona que más quiero en el mundo, mi hermano Alfonso, tan real mozo, con sus patillas y su uniforme de gran gala. Dieciocho años tiene nuestra primita, y el novio pocos más. ¡Qué sofoco me entra al pensar lo felices que serán en su alcoba!. Deja que me haga aire con este abanico, que me ha regalado no se quién, montado a la inglesa con varillajes y padrones de madreperla al estilo veneciano. A mamá ( como era de esperar ) no la veo que esté muy contenta , según leo en sus cartas ( venenosas) que me llegan desde Francia …¡ y eso que Merceditas es hija de su propia hermana Luisa Fernanda!. Pero, es que mamá, si no se sale siempre con la suya


¡Este maldito clima francés!. Un escalofrío recorre mi espinazo. Pero… ¡alto!. No es frío lo que me hace temblar, sino el recuerdo, amargo como la hiel, de la efímera felicidad de la joven pareja. Un sollozo rompe contra el acantilado de mi viejo pecho, deshaciéndose en espumas con sabor a lágrimas. Mis encías añoran los dientes perdidos, con el solo afán de poder rechinarlos, de hacer patente el desconsuelo que me produce el rememorar aquellos tiempos

¡¡No!!.¡No puede ser!!. Mercedes… muerta. De la noche a la mañana, casi sin darnos cuenta. ¡¡ Maldito tifus, que nos la ha quitado apenas seis meses después de casada!!. Mi hermano no tiene consuelo.¡Cómo va a tenerlo, con lo enamorados que estaban!. Madrid, España entera la llora. De tener toda la felicidad del mundo… a nada de nada. Sin esposa, sin heredero… ¡Hasta mi madre creo que se ha enjugado, en su exilio de París, una lagrimita!.. Pero, estoy segura, ya está haciendo gestiones para que Alfonso no esté mucho tiempo solo en el trono. Pronto le encontrará una esposa "perfecta" – esta vez a su gusto – aprovechando que a mi hermano ya le da igual todo.


Sí. Todo le daba igual a Alfonso XII. Sin Merceditas, sin su rosa de té, la vida no tenía sentido para él. Ahora, tantísimos años después, lo tengo presente en mi memoria, llorando por los rincones de Palacio como un angustiado adolescente. Visitando sigilosamente la tumba de su amada, desparramando camelias frescas, cada día, sobre la blanca y fría lápida. Tan fría como me encuentro yo ahora, en este camastro endoselado, provisionalmente colocado en una alcoba conventual. Mucho boato y poca comodidad. Y la sangre que se hiela en mis venas al recordar

¡Qué lástima me da mi nueva cuñada, Maria Cristina de Habsburgo-Lorena!. Sabe que el Rey, mi hermano, no la quiere, que solo tiene el corazón y la mente para recordar a su Merceditas. ¡Qué triste tener que hacer el amor, simplemente buscando desesperadamente un heredero!. Ocupar un lecho que fue de otra, sabiendo que el corazón del hombre está cerrado a cal y canto, sometiéndose a un acto frío y concreto, con la única finalidad de quedar embarazada. ¡Horrible destino el de tantas reinas que, como las abejas, solamente son elegidas y usadas para perpetuar la especie!. La pareja, la triste pareja, ya ha tenido dos hijas, pero el ansiado varón no llega

Y Alfonso, que apenas come desde la muerte de Mercedes, empieza a preocuparme. Otra vez está tosiendo demasiado. Mucho más que cuando era pequeño. Esa tos, seca y terrible…La tuberculosis planeando, una vez más, sobre nuestra casa.


Una monja ha entrado en el aposento entre grandes reverencias. Gestos serviles y mirada dura. Acomoda la colcha sobre el triste bulto que forma mi cuerpo bajo las sábanas. Con tanto moverme, el vestido grana y oro está por el suelo. Lo recoge, lo alisa palpando la textura de la soberbia tela. Quizá esté comparándola con su propio sayo. La luz de un candelabro arranca, de los carbones de sus ojos, un chispazo de codicia cuando éstos se posan sobre la riqueza desparramada por doquier. Solo han sido breves segundos, al término de los cuales parece recordar sus votos de pobreza. Lanza un hondo suspiro, quizás a medias entre la irritación y la sumisión, y arrastrando sus pies casi desnudos, desaparece de mi alcoba con el aspecto oscuro y frágil de un pájaro de mal agüero.

Malos augurios. Mi mente divaga, retorna y gira, hasta quedar el recuerdo en una foto fija color sepia: la enorme puerta de la alcoba real. Médicos entrando y saliendo de allí, con el "No hay nada que hacer" pintado en sus caras. Por la puerta entornada se oyen toses, ahogos, ruidos espeluznantes de órganos diluidos que quieren salir por la boca del enfermo. Y yo fuera, arrodillada en el reclinatorio que no he abandonado en muchísimas horas. En una mano apretando el rosario de nácar de Maria de las Mercedes. En la otra, marchita, una camelia que fue blanca y que ahora está teñida con la sangre de Alfonso.

Un revuelo de sotanas, un incremento de sollozos y , avanzando por la gran antesala, cubierto ya su ajado escote por un tupido velo negro, mi madre – la que fue Reina Isabel II – atraviesa los grupos de cortesanos que le dejan paso, a la vez que se inclinan por el talle , doblegándose como maizales ante una fuerza telúrica.

Su nuera, Maria Cristina, mi cuñada, asoma – inmóvil- en el umbral de la alcoba. Demacrada y de luto riguroso. Tiende su mano izquierda hacia su suegra, imitando un ademán en busca de apoyo, a la vez que esboza un gesto de pleitesía. Pero su mano derecha -posada sobre su vientre incipiente- señala bien a las claras, aunque de forma sutil, que su deber ya fue cumplido.

Mi madre, durante unos instantes, deja de ser, lo que normalmente es, para dejar salir, simplemente, la hembra que ha perdido a su cría. Yo avanzo, junto con ellas, hasta arrodillarnos las tres ante el lecho mortuorio. Nuestros sollozos son apagados por los cañonazos, a la vez las campanas de todas las iglesias y conventos de Madrid doblan a difuntos.

Solamente unos días, apenas unas horas: ese es el tiempo que los políticos de turno le han dado a mi madre para pisar suelo español. Lo justo, lo imprescindible, para asistir a la agonía y el entierro de su hijo Alfonso XII. Volverá a Francia sin saber que, el mismo día del entierro de su hijo, también había fallecido el otro hombre de su vida, o, por lo menos, uno de los más queridos: el General Serrano, su "General Bonito", el que fuese uno de los primeros en sustituir a mi "padre", Francisco de Asis, en el lecho de la Reina.

Sin consuelo. Así estoy yo ahora. De un plumazo me han quitado mis dos cariños, mis hijitos. La Muerte me engañó. Imaginé que podría seguir jugando por siempre jamás, viéndolos felices y comiendo perdices, engañando al destino de Romeo y Julieta; pero no ha sido así. Alfonso muerto también, muy pocos meses después que su María de las Mercedes. Y yo sola otra vez. Como cuando era pequeña.


Ahora todo pasa rápidamente ante mí. De nuevo los cañonazos atronando el cielo madrileño, pero esta vez son salvas de alegría: ha nacido el nuevo Rey, el que será, el que es desde el mismo momento de su nacimiento Alfonso XIII.

Lo veo tambalearse por los mismos pasillos que correteó su padre, mi Alfonsito. Hacerse mocito y casarse. ¡ Dios mío, mi sobrino casado ya!. ¡ Y el disgusto, el susto tan enorme del día de la boda, con la bomba que tiró aquél loco dentro de un ramo de flores!.

Un revoltijo de imágenes se mezclan sin ton ni son. Veo a mi madre recibiendo una puñalada, justamente el día que me iba a presentar a la Virgen, siendo yo recién nacida. El puñal resbalando en las ballenas de su corsé, salvándole la vida. Ese corsé que se quitaba, a las primeras de cambio, en las veladas privadas del restaurante Lhardy. Ella siempre tan llana y tan castiza. Tuteando a todo el mundo. Pero, calla, eso … ¡fue hace muchísimos años!.¡Mucho antes de nacer el rey Alfonso XIII, e , incluso, antes de nacer su padre Alfonso XII !. No, no. La cabeza ya no me rige.¿Estaré volviéndome loca?. ¡ Sí mamá ya murió en 1904!. Mucho después, en 1.910, fue cuando estuve en Argentina en la "misión política" más importante de mi vida. ¡ Qué gratos recuerdos tengo de aquel viaje!.¡Como vitoreaban a "La Chata" española!.

La Chata, siempre la Chata. Lo prefiero un millón de veces antes que "Araneja". Yo, Isabel de Borbón, educada para ser reina, y condenada a permanecer eternamente en segunda fila. ¡Qué digo segunda : tercera o cuarta!. Por dos veces Princesa de Asturias y Heredera al Trono de España. Luego… un paso atrás, cediendo el sitio a los varones para que gobernasen. Y, yo, de romería en romería, lanzando "olés" en las plazas de toros y oyendo música de organillos en las verbenas. Comprando botijos y comiendo churros, tocando el piano y montando a caballo. La "manola de sangre azul", que organizaba tumultos, e inspiraba piropos a los "chulapos" a su paso por la Calle de Alcalá. ¡Piropos a mí, Dios mío!. Con mi cara feúcha , mi triple papada… y ese gesto entre serio y burlón que tanto gustaba a los madrileños

Sé de buena tinta que bastantes extranjeros (e, incluso, muchos españoles), me han confundido siempre con mi madre. Es lógico: las dos con el mismo nombre de Isabel. Pero ¡ cuán distintas hemos sido!.


Llevo cuatro días en este convento de Auteuil, en el corazón de Francia, tras un éxodo de barcos, trenes y automóviles, desarraigada de mi palacio, de mi Madrid, de mi España, y no me hago a la idea. Las cosas fueron de mal en peor en el terreno político. Mi sobrino, mi Alfonso, no hizo las cosas tan bien como hubiese debido. Quizá no lo dejaron… o no supo. Al final, tuvo que dejarlo todo en manos de esos republicanos, de esos rojos que han expulsado de nuestra Patria a toda mi familia… En fin, a todos… menos a mí, puesto que me comunicaron que YO si que podía permanecer en Madrid, si así era mi deseo. Pero mi deseo no era, no es, ese. Mi deseo es seguir, allá donde vayan, a estos Borbones de mi corazón, a mi sobrino Alfonso XIII, a su esposa y toda la parentela.

¡Qué cansada estoy!. Vieja y enferma. ¡ Y solo me faltan estas monjas, venga rezar y entonar lamentaciones!. Tengo los pies tan helados que no los noto. Es un frío intenso que avanza por mis piernas doloridas y está agarrotando mi corazón. El aire huele a cera, a flores mustias, a muerte. Una neblina difusa cubre mis ojos: polvo de arena de plazas de toros. ¡Olé, Vicente Pastor!. Ninguno como tú. ¡No hagas eso, mamá!. ¡No lo hagas, que está Alfonsito aquí conmigo, mirándote!. ¡Araneja! ¡¡No me llames así, Papá, por favor, que me matas!!. Alfonso, Alfonso, querido hermano…¡Qué guapo te ves ahí, sujetando de la mano a Merceditas, tan blancos los dos…!. Estás tan bonito como el día que Papá te presentó a la Corte de Madrid, en bandeja de plata.

Sí, en bandeja de plata.


Isabel Francisca de Borbón, la Chata, falleció el 23 de abril de 1931, en el Convento de Auteuil (París), a los cinco días de partir hacia el destierro. Contaba 79 años de edad.


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