Relatos Históricos: El juicio de Friné

Algunos autores de TR nos hemos animado a escribir relatos sobre la Historia. "El juicio de Friné" de NIEVES. Un cuadro nos descubre a Frine, la modelo del escultor Praxíteles.

Me encanta este cuadro. Nunca vi el lienzo original. Desconozco si se exhibe en un museo o si pertenece a una colección particular. Tanto da. Me encanta, y eso que solo conozco reproducciones. Lo pintó un francés, Jean-Leon Gérôme, y representa el juicio de Friné, aunque su título es "Friné en el Aerópago" o algo parecido. Ahí tenéis a Friné, en pelota picada, ante un montón de vejestorios vestidos con ropajes rojos que notan de seguro cómo se les endereza la entrepierna, y junto a un hombre vestido de verde que parece torear de capa. Una maravilla. ¿Por qué me encanta? Muy sencillo. El exhibicionismo es mi fantasía - y en ocasiones mi realidad - favorita. He escrito en estas páginas unos cuantos relatos sobre el tema; no sé si habréis leído alguno. Me pone a mil inclinarme hacia delante, como al descuido, y sentir – porque las siento, lo juro - como las miradas de los tíos se cuelan por mi escote. Exhibirme es lo que me pone más cachonda. No os sorprenderá, viendo este cuadro, que suela fantasear con Friné. Cuando he jugado a ser personaje histórico, la he elegido a ella sin dudar. Aprovechando que hay un ejercicio sobre relatos de historia, voy a escribir sobre mi heroína. Seguro que se cuelan en la narración errores de bulto. Sé poco sobre cómo vivían los atenienses del sigo III AC. Algo he leído, pero resulta complicado escribir sobre época tan lejana. Un ejemplo: Una desea decir que Friné se arregla el cabello. Parece fácil y no lo es. Primera duda: ¿Cómo eran entonces los peinados? ¿Cómo eran los peines? ¿De qué material estaban hechos? Luego pretendo contar que se desnuda. Nuevo parón. En los libros que he leído se habla de túnicas y de mantos, pero no hay una palabra sobre ropa interior. ¿Llevarían braguitas las atenienses? Y, si lo hacían ¿de qué colores eran?

La prudencia me aconseja desconectar el ordenador, ir a mi cuarto, cambiarme de ropa y calentar al vecino de la puerta dieciséis que se pasa la vida espiándome desde su ventana para verme desnuda, pero no soy prudente. Tozuda sí. Me he propuesto escribir sobre Friné y lo voy a hacer, aunque tampoco desdeñe calentar al vecino. Cierro los ojos y me trasporto. Entro en situación. Ya no soy Nieves, sino Friné la hetaira. ¿Que qué es una hetaira? Es como una puta pero en fino, o sea, una mujer liberada que está de morirse de buena y que igual recita a Homero de corrido como te consigue una corrida previo pago, aunque a veces lo haga gratis. Soy la hetaira Friné y estoy en el taller de Praxíteles. Poso para él. Soy su modelo, su amante, su todo. Está loco por mí. Estoy posando desde mediodía. Praxíteles - Praxi le llamo yo - se afana trabajando el mármol. Lleva el torso desnudo y, a cada golpe de cincel, saltan esquirlas. Algunas le dan en el pecho, pero ni pestañea. Está acostumbrado. Se ha anudado un paño en la frente con el fin de enjugar el sudor e impedir que le caiga a los ojos. Golpea el mármol unas veces con fuerza, otras con delicadeza, y, al hacerlo, se marcan más, si cabe, sus poderosos bíceps. Se me ha dormido el pie izquierdo, pero no importa. Adoro ver trabajar a Praxi. Mientras esculpe guarda silencio. Tampoco le gusta que le hablen. Se concentra en su trabajo. Toma cincel y martillo y se trasfigura: parece semidiós más que hombre. Tiene el don en sus manos. Convierte la piedra en hermosura. Procuro permanecer inmóvil, en postura forzada, el pie derecho adelantado, los brazos contra el cuerpo, el busto erguido, la cabeza levemente ladeada. No veo la estatua. Solo diviso un enorme trozo de mármol sin labrar, porque Praxi está trabajando la otra cara del bloque.

"Puedes descansar un rato".

Me relajo, me cubro el cuerpo desnudo con la túnica y muevo brazos y piernas para activar la circulación. Voy al hogar y sirvo aceitunas, cebollitas, higos y vino aguado. ¿Por qué dará tanta hambre estar sin moverse?

Comemos. Praxi me da un ligero beso en la boca.

"Ve al otro lado y ponte de espaldas".

Al pasar junto al bloque, echo una ojeada al frontis del mármol. Soy yo misma. Es la forma de mis ojos, de mi nariz, de mi boca, de mis pechos. Es la cuevecilla de mi ombligo. Soy yo hecha piedra, apresada por un hechizo de los dioses. Me saco la túnica y me coloco cara al muro. No veo a Praxi, aunque oigo el chascar del mármol al ser mordido por el bisel doble del cincel e imagino, en mi voluntaria quietud, que las manos de Praxi me roban a distancia la motilidad y el alma y las van insuflando en la piedra de modo que mármol y yo, gracias a la genialidad de mi amante, mudamos y cambiamos nuestra esencia y la estatua late y comienza a vivir en tanto yo me mineralizo.

"¿Sabes, Friné? Esta es mi mejor Afrodita".

Afrodita. La diosa del amor. Mi diosa. Soy, en mármol, diosa de mí misma, más viva, cautivadora y hermosa que en carne y hueso.

Alguien entra en el taller. Oigo sus pasos. No vuelvo la cabeza ni me cubro el cuerpo. Noto en la piel el tacto invisible de una nueva mirada que se pasea por mi dorso y se detiene en los glúteos, saboreando su blancura. ¡Cómo adoro esa sensación de saberme manchada por el deseo de unos ojos de hombre!

"Descansa un rato".

Me vuelvo y me llevo una desilusión al reconocer al visitante. Es el filósofo Aristóteles. Un plomo. Aburrido como la más tonta de las vírgenes vestales del templo de Artemisa y más viejo que el Erecteón. Si será aburrido que su discípulo Alejandro Magno habla de emigrar con sus amigos a Persia o a la India porque no lo soporta. Aristóteles solo habla de estupideces que no interesan a nadie y, como la mayoría de los filósofos, prefiere el culillo de un efebo a sentirse abrazado por mis muslos. No lo aguanto. A Praxi le cae bien, pero lo que es a mí

Un momento. No voy por buen camino. Lo que estoy diciendo del taller de Praxíteles no tiene gracia. Al revés. Mustia y aplana al más alegre. Empezaré de nuevo la historia aunque escribiéndola de distinto modo. Doy por sabido que Friné era amante de Praxíteles, lo que no era obstáculo para que la nena se beneficiara a los tipos que le cayeran en gracia y le hicieran magníficos regalos. Tampoco contaré que la Afrodita que esculpió Praxíteles, teniendo a Friné por modelo, triunfó no solo en Atenas sino en la Ática entera, ni que los griegos quedaron maravillados ante su belleza. Diré solo que Friné presumió, ante quien quiso oírla, de que ella era muchísimo más hermosa que Afrodita y fue acusada de impiedad, lo cual no era una fruslería, ya que la pena por delito tan nefando era a la sazón la condena a muerte.

(Estoy escribiendo y noto movimiento en la ventana de mi vecino, el de la puerta dieciséis. No iría mal un poco de animación. Me quito la blusa y sigo dándole al teclado. Llevo el sujetador azul pálido. Seguro que el tío se está desojando. Mejor. Así me pongo en situación. Sigo con la historia de Friné). Hipérides, que no me olvide de Hipérides. En la antigua Grecia los abogados no eran como hoy en día. Hipérides no era socio de "Hipérides, Hipérides y asociados, despacho colectivo". Él trabajaba por su cuenta y era de lo mejorcito de Atenas. Solo Demóstenes se le podía comparar, aunque al hablar soltara perdigones en el sentido más literal del término. Yo, Friné la hetaira, escogí como abogado a Hipérides. Lo conocía de antes, que Atenas no es grande, y si quitas a esclavos y metecos, no quedamos tantos y, además siempre somos los mismos quienes triunfamos en la Acrópolis, vamos a los estrenos del Odeón y ocupamos los mejores asientos en los juegos de Olimpia. Incluso me acosté con Hipérides un par de veces. Él quedó con ganas de más y es que, no es por presumir, pero una sabe qué hacer en la cama para dejar contento a un hombre. Cuando le pedí que me defendiera en el juicio, aceptó entusiasmado. Y el juicio empezó.

Una advertencia: No me explicaron en la Facultad cómo eran los juicios en la antigua Grecia, así que casi todo lo que sigue es inventado, pero ¿por qué no pudo ser cómo voy a contarlo? Imaginaos el Aerópago o, mejor todavía, mirad el cuadro de Gérôme. Se me juzga en una sala amplia. En su centro, hay una estatuilla de Palas Atenea, por supuesto no esculpida por Praxi, que resulta tan tosca como diminuta. Junto a la estatuilla, un brasero, y, sentados en círculo, los jueces, que no son uno ni dos, sino todo un ejército. Los jueces llevan uniforme de juez: cinta blanca alrededor de la cabeza con un extremo suelto que cuelga graciosamente hasta el hombro, túnica roja que llega a los pies, no marca el talle y deja un brazo y parte del pecho al descubierto y sandalias del mismo color. Hipérides va vestido de abogado: elegante túnica amarilla que alcanza hasta el tobillo siguiendo la moda macedonia, capa verde de corte perfecto y sandalias a juego. Yo llevo túnica de un color crudo –en el cuadro Gérôme no acertó con el tono exacto- anudada con un gran lazo a la altura de mi hombro izquierdo.

"Caso trescientos veinte uno: La ciudad-estado de Atenas contra la hetaira Friné. Preside el Aerópago el honorable Tetrapópides".

Trago saliva. Hipérides me pone una mano en el brazo. Lo agradezco. Me tranquiliza su contacto.

"El Ministerio Público tiene la palabra".

Esquines se levanta, carraspea y me mira de arriba abajo. Le sonrío, pero no se da por enterado. Se le ve imbuído de su importancia y consciente del papel estelar que desempeña en la obra. Ningún parecido con el Esquines que yo me sé, el que baila desnudo con ramillas de olivo entretejidas en los cabellos y grita "¡soy un fauno, soy un fauno!" mientras me persigue por el dormitorio dando cabriolas y zapatetas al aire.

"La acusada –habla con voz campanuda y grave-ha ofendido a los dioses y es rea del delito nefando de impiedad. La acusación probará más allá de toda duda razonable, que la hetaira Friné profirió el día de carros diversas blasfemias que ningunearon y ofendieron a la diosa Afrodita, y demostrará que afirmó en plena Acrópolis que era más hermosa que la diosa".

Se alza un murmullo de escandalizado asombro entre los jueces. Es el turno de Hipérides. Mi abogado se pone en pie, compone capa y túnica, y con verbo elegante y contenido – este Hipérides es un sol de hombr e- comienza a hablar:

"Jamás mi defendida faltó al respeto a la diosa. Sí, reconozco que dijo que era más hermosa que Afrodita. No podría negarlo, se la oyó en toda Atenas, pero demostraré que tal afirmación no es blasfemia ni ofensa, sino la simple constatación de un hecho evidente".

Hay movimiento en la ventana de mi vecino de la puerta dieciséis. ¡Pues claro! Hoy es sábado y tiene partida de póquer con los amigos. Son mis noches preferidas. Tengo más público. Si seré golfa… Pero no te distraigas, Nieves. Sigue con tu historia. Recuerda que eres Friné y te están juzgando. ¿Por dónde ibas? ¡Ah, sí! Mientras te distraías con el movimiento de la casa vecina, han declarado los testigos de la acusación. Vuelvo a ser Friné y los testigos me han puesto como un trapo: que si sonreía torcidamente mientras hablaba, que si hice un gesto de aojamiento al nombrar a Afrodita…La declaración de Cefisodoto no me sorprende - no simpatizamos, el aliento le huele mal y jamás he consentido en acostarme con él pese a que me ha ofrecido buenas monedas de oro-, pero lo de Pitias me ha dejado atónita. ¿Cómo puede acusarme así el buenazo de Pitias? ¡Si es mi amigo! O, al menos, hasta ahora creía que lo era.

Hipéridas me habla al oído:

"Esto no marcha bien, Friné. Hay que hacer algo y pronto".

"¿Desea la defensa presentar su lista de testigos?"

Tetrapópides está muy en juez. Ha hecho la pregunta con ceñuda autoridad.

Hipérides se adelanta y se pone a mi altura. No me llega la túnica al cuerpo. La mayoría de los jueces evita mirarme a los ojos y eso es mala señal.

"Señores del Aerópago –comienza mi abogado-, mucho se ha hablado aquí de cuanto ocurrió en el día de carros; se ha repetido hasta la saciedad que Friné afirmó ser más hermosa que la diosa, pero nadie ha agarrado al minotauro por los cuernos. Nadie se ha preocupado de constatar si Finé dijo verdad cuando dijo lo que dijo".

Dos de los jueces se mesan los cabellos al escuchar tan osado parlamento.

"Pienso -prosigue Hipérides- que es el momento de resolver el enigma. Juzgad vosotros mismos si Friné mintió al asegurar que es más bella que Afrodita".

Y, en tanto habla, mi abogado deshace el lazo que me sujeta la túnica y la retira, dejándome totalmente desnuda a la vista de los jueces.

Vuelvo a ser Nieves. Tengo dos posibles modos de terminar la historia. Puedo centrarme en los jueces, contar que prorrumpieron en aplausos al ver el cuerpo serrano de Friné y la sacaron en hombros del Aerópago absolviéndola con todos los pronunciamientos favorables o convertirme realmente en mi heroína y narrar lo que pudo sentir en el momento exacto que describe el cuadro de Gérôme, la túnica recién retirada del cuerpo, todavía conservando el aroma de mujer, y el rostro cubierto por los brazos, no por pudor sino para no ocultar ni un átomo de piel cálida de pechos y vientre a las miradas de los jueces.

La cosa está clara. Optar por el primer final es algo así como terminar diciendo "Y colorín colorado, este cuento se ha acabado", o sea, echar el cierre en plan chato y mediocre. La segunda opción es ciertamente mejor, aunque más complicada. He de motivarme para abordarla. ¿Cómo? Pues muy fácil, y más con la partida de póquer que hay montada en la puerta dieciséis. Solo he de llamar la atención de los jugadores.

Estoy de suerte. Ni siquiera hace falta que llame su atención. Hay alguien observándome tras la cortina. Deben haber hecho un descanso en la partida. Me levanto de frente al ordenador y me desperezo. Luego, de espaldas a la ventana, me quito el sujetador. Sé que me miran. Y no es uno, no, son varios. Las miradas me tocan la espalda. Me la lamen. Me bajo la cremallera y me quito el pantalón. Friné no llevaba braguitas ¿por qué he de llevarlas yo? Braguitas fuera. Hago ver que me afano en un cajón de la cómoda inclinando el torso y sacando el trasero. Qué bueno es esto…Me horrmiguea el estómago, se me erizan los pezones y el sexo se me llena de jugos. Se acerca el momento de la verdad. Me doy la vuelta y quedo cara a la ventana. Simulo luchar con el cierre de un sujetador que tengo entre las manos procurando que mis brazos no estorben las vistas desde la vivienda dieciséis. Me tiemblan los dedos de excitación. Así de excitada estaría Friné al mostrarse desnuda ante los jueces. Así me siento, desnuda en el Aerópago, Hipérides al lado, Tetrapópides y los demás comiéndome con los ojos. Cincuenta, sesenta, cien ojos de hombre resbalan por mi vientre, se enganchan en los pelillos de mi pubis –no sé por qué no los pintó Gérôme, los llevo arreglados en forma de corazón-, me amasan los pechos, me pellizcan los pezones, se adentran en las hondura caliente de mi sexo. Casi no puedo ni respirar. Los jueces quieren llenarse de mi imagen, grabarla a fuego en su memoria. Esta noche se masturbarán recordándome. Cierro los ojos e imagino el vaivén de tantas manos, cada una en torno de la propia verga, vaivén que se acelera y acelera hasta resolverse en estallido de semen disparado y caliente. Soy yo. He sido yo, Friné la hetaira. Esta noche Atenas entera se masturba porque yo lo valgo. Ni siquiera Afrodita podría conseguirlo. Yo sí. De Likavittos a la Acrópolis, de Keramikos al templo de Hefesto, toda Atenas es un inmenso falo que se hincha e hincha y eyacula, porque soy más hermosa que Afrodita, pese al arte de Praxíteles. Éste es el remate que yo deseaba para la historia, y ahora mismo, en cuanto ponga el punto final, me masturbaré frente a la ventana, abierto el compás de los muslos, ante las miradas furtivas de esos hombres sin rostro que prefieren mirarme a jugar al póquer, que prefieren mirarme a dedicarse a sus asuntos, ante las miradas de esos hombres que acaban de absolverme de la acusación de impiedad porque, sabedlo todos, yo, Friné la hetaira, soy mucho más hermosa y atractiva que la mismísima Afrodita.