Relatos Históricos: El beso

Algunos autores de TR nos hemos animado a escribir relatos sobre la Historia. "El beso" de Carletto. La Guerra Civil Española enfrentó a amigos y a familiares.

¿Recuerdas, Juana, cuando éramos amigas? Espera, no hace falta que me contestes. Simplemente, por lo menos, mírame cuando te hablo. Te lo pido, te lo ruego, por la amistad, por el cariño, por todo lo que tuvimos hace tantos años.

Setenta años… ¿no es demasiado tiempo? Incluso para el rencor. ¿No te cansas, jamás, de fruncir la boca en ese gesto agrio, destemplado, mortalmente frío? ¿Acaso no caes en la cuenta de que los demás también sufrimos, de que nuestras vidas se hicieron añicos a la par que las vuestras, y de que nuestra agonía fue doble… porque fuimos los vencidos, los arrastrados y vilipendiados, los que tuvimos que apretar los puños dentro de los bolsillos, tragando lágrimas y rencores en un eterno vagar por el desierto de la falta de libertades? Tú y los tuyos, por lo menos, pudisteis alzar los brazos hacia el cielo. Clamasteis venganza… y la tuvisteis. Solicitasteis honores… y os llegaron a manos llenas. Vuestras heridas fueron untadas con el bálsamo del reconocimiento, de las lápidas conmemorativas, de las coronas de laureles…y de las tumbas dignas para vuestros muertos. ¿Qué nos quedó a nosotros? Llanto y rechinar de dientes.

Bien se que me culpas de la muerte de Miguel. Nunca quisiste que te explicase el porqué y el cómo. ¡Fueron tantas cosas de golpe, una tras otra, como puñetazos en el estómago, en el rostro, en el alma…! Pues ahora quiero que lo hablemos. Quiero decirte -hasta donde sé- lo que ocurrió aquél 18 de Julio de 1.936. Sí, Juana, sí. El día en que ambas cumplíamos 20 años. El último día de nuestras vidas en que fuimos felices. El último día en que me dirigiste la palabra. El final de una época y el comienzo de un Calvario.

¿Sigues sin mirarme? Ya imagino que te cubrirías los oídos… si pudieses. Pero no. No te alcanzan las fuerzas. Eres vieja, muy vieja. Tan vieja como yo. El próximo mes de Julio cumpliremos los 90. ¡Noventa años! ¡Quién lo hubiese dicho entonces!

En la umbría de la añeja alameda paseábamos los grupos de mocitas. Las ráfagas de aire –todavía caliginoso- hacían ondear nuestros ligeros vestidos, pegándolos indecentemente a nuestros muslos, a nuestros bustos, a nuestros vientres palpitantes. Chillábamos tapándonos las unas a las otras, en un intento hipócrita de ocultar nuestras curvas a las miradas ávidas de los muchachos. Íbamos erguidas, dándonos el brazo, cuchicheando –entre risas– al cruzarnos con uno o con otro. Conforme avanzábamos se escuchaba, más y más, la música de la Banda en el florido cenador atacando los primeros compases de una zarzuela muy conocida. Algo más lejos – en la explanada- el griterío de los niños venía trenzado con los sones festivos de la Feria de Verano. Una mirada de refilón, un guiño imposible de detectar por alguien ajeno a nuestro grupo de amigas, y nuestra fila experimentaba un sutil cambio: en las inmediaciones se había detectado la presencia de un admirador… deseado por una de nosotras, por lo que – la agraciada- pasaba de estar en el centro del grupo, a figurar en uno de los laterales, bien predispuesta a que el chico –acomodando su paso al nuestro- pudiese pasear un trecho junto a ella. En caso contrario (o sea: que el chico no fuese del agrado de la "homenajeada") se daba el cambio al revés: desde el lateral, la muchacha pasaba a ocupar el centro del grupo, bien protegida desde ambos lados hasta que el desdeñado se daba por aludido y dejaba la plaza libre.

Ya casi estábamos junto a la Banda. Nuestro grupito se disgregó, tomando asiento en las sillas de tijera. De un pequeño bolso sacaste un rosario de cuentas de nácar, regalo de tu padre en el día de tu cumpleaños. Yo te hablé de un librito de versos, regalo del mío por el mismo motivo. ¡Veinte años! Notábamos la sangre burbujear en las venas. Ahora recuerdo un detalle como si lo estuviese viendo: con el alto tacón de tu zapato, distraídamente, dibujaste en el suelo arcilloso un pequeño corazón. Suspiraste y te miré. Abriste la boca en un intento de decirme algo, pero un loro cargado de anillos se adelantó a tu frase, dándome un papirotazo con un largo abanico y pidiendo silencio.

Casi nos ahogamos de la risa. Salimos zumbando de allí, dándonos de manos a boca con tu primo Miguel. Paramos en seco, avergonzadas de parecer dos chiquillas ante él. Aprovechando un descanso de la música, Miguel se ofreció para traernos un refresco de horchata, cosa que agradecimos con grandes gestos de asentimiento. Mi corazón galopaba por las colinas de mis senos. Lo vimos alejarse, tan apuesto, tan sereno, tan hombre.

Desde lejos, oteamos su silueta acercándose al kiosco de la horchatera. Un niño pasó berreando, llevado a tirones del brazo por su joven madre. Unas cuantas personas se levantaron entre el público. Cayeron al suelo varias sillas, con estrépito escandaloso. De repente, la Banda dejó de tocar. Un mar de cuchicheos burbujeaba entre islotes de personas serias. Muy serias. Caras lívidas. La vieja del abanico pasó a nuestro lado, casi empujándonos, murmurando oraciones entrecortadas. Poco a poco, como el agua y el aceite, dos grandes grupos se fueron separando: unos a un lado, otros al contrario. Y en el centro, con un vaso de horchata en cada mano, pasó tu primo Miguel dirigiéndose hacia nosotras, con el andar pausado y sonriente de un galán de cine.

Ninguno de los tres nos habíamos enterado. Un amigo de tu primo – con alegría y un cierto miedo pintados en el rostro- se acercó a vosotros (ignorándome olímpicamente) diciendo en un susurro:

-¡Por fin estamos en guerra!

Siempre recordaré la tensión de las mandíbulas de Miguel, ofreciéndonos su brazo a ambas y llevándonos a nuestras casas respectivas por las calles desiertas. El taconeo de nuestros zapatos, golpeteando sobre el suelo empedrado, auguraba repiqueteos de ametralladoras.

En un eco festivo, totalmente fuera de lugar en aquellos momentos, el aire nos trajo la música pegadiza de un carrusel sin niños.

¿Qué ocurrió en las siguientes horas, en los siguientes días, en los siguientes años…?

La locura. La debacle. El baño interminable de sangre.

¿De donde salió tanto rencor, tanto odio soterrado, tanta inmundicia? ¿Quién había tirado la primera piedra? ¿Porqué los hombres se olvidaron de que eran seres humanos, y se lanzaron a una lucha fraticida que volvió nuestro mundo del revés? Nunca lo sabré.

A tu primo, a tu padre, y a muchos otros, los mataron el día de San Jaime, apenas una semana después. A unos los habían encarcelado la misma noche del 18 de Julio. A otros -como Miguel y tu padre- los fueron sacando como a conejos de sus guaridas, echándoles los hurones de la delación y la venganza. ¡Tu padre! ¡El mejor hombre que había pisado la capa de la Tierra! La persona más buena del pueblo, más creyente sin llegar a beaterías de ningún tipo, más buena gente y sensato que imaginarse pueda. Y los mataron a los dos en el borde de un camino, muy cerca de la vieja alameda, sin más culpa que sus creencias religiosas. No había derecho. Ni lo había entonces…ni lo habrá jamás.

No dejaste que yo te ayudase. Los cargaste sola –no sé como- en el carro tirado por la mula mansa, mientras tu madre enloquecía y tocaba las campanas a rebato… antes de tirarse torre abajo.

¿Por qué me miraste de aquella forma cuando fui a ofrecerte mis condolencias? ¿Qué habíamos hecho, yo y mi familia, para que apartases tus ojos enrojecidos… como si estuviésemos apestados? ¿Acaso la razón estribaba en que éramos republicanos? ¿Nos achacabas la muerte de tu familia -llevada a cabo por una manada de incontrolados sin dos dedos de frente y mucha rabia- por el simple hecho de ser de izquierdas? ¿No os habíamos dado suficientes muestras de afecto, incluso poniendo en riesgo nuestras vidas al ocultar a Miguel y a tu padre en nuestro sótano? ¿De qué teníamos la culpa, salvo en que apoyábamos al Gobierno legítimamente constituido? ¿Por ventura piensas que los vendimos, que los arrojamos en brazos de la barbarie para sacar algún provecho de ello?

La muerte de vuestra gente fue injusta, muy injusta. Pero ¿qué me dices de las nuestras? ¿Qué mal hizo mi padre, salvo intervenir –siempre que pudo- para salvar lo salvable, para apaciguar los ánimos, para intentar llevar la razón a las mentes en las que dominaba la sinrazón?

Lo eligieron alcalde, y lo pagó con la vida. Cayó en la primera oleada de fusilamientos, en cuanto entraron los "tuyos". Y quedé sola. Simplemente con el recuerdo de mi padre y del tuyo, de Miguel… y de tu odio.

Aborté, en mi pajar, tres meses después de la "liberación". De hacerme el niño se habían encargado dos, o tres, o cuatro chicos muy jóvenes, con los escapularios colgándoles del cuello. Luego me habían rapado la cabeza. El feto lo enterré en el cementerio, junto a la tumba de Miguel. ¡Me hubiese gustado tanto que él fuese el padre!

Llegaron los años del hambre. Los animales morían en las cuadras, porque nosotros -todos- nos comíamos las algarrobas que eran su alimento. Los niños masticaban los gajos de cebolla a falta del pan que casi no habían conocido. En cada casa se albergaban huérfanos y desplazados procedentes de Madrid, de Zaragoza, de España entera. Eran los restos del naufragio. Los leños más frágiles, los desubicados, los que esperaban con los ojos –enormes y hambrientos- la llegada de la carta salvadora, la que les indicase que alguien de su familia todavía vivía…Algunos quedaron integrados con las gentes del pueblo. Otros volvieron, felices, con sus familias, con una deuda de gratitud eterna prendida en sus corazones. Otros –los más- se perdieron en asilos y colegios de huérfanos, tratados con todo el rigor que las mentes fanáticas pueden llegar a poner con los retoños de las "malas hierbas" vencidas.

Pero un denominador común hacía tabla rasa –y la hizo durante interminables años- en aquella España herida, en aquél toro que se lamía las llagas, las mataduras de su piel castigada de Norte a Sur: el Hambre.

Tú desapareciste durante varios años. Una vez me pareció verte en el NO-DO, con la mano alzada –entre la multitud- en una muestra de adhesión.

Cada 18 de Julio había una fiesta. Poco a poco, agónicamente, como serpientes que se quitan las pieles viejas para revivir con las nuevas, fueron cayendo los lutos. Las ricas siguieron luciendo sus joyas. Las pobres siguieron sirviendo como criadas. El mundo siguió girando y girando. Me casé, no pude tener hijos, enviudé… Y volviste tú. Ahora eras Maestra. La ilusión de nuestra juventud… salvo que yo no pude conseguirla. Nos hemos cruzado-cada día- durante decenas de años. Nunca más he podido ver el brillo de tus ojos, ni la sonrisa de tu boca. Aquella sonrisa que se apagó-para siempre- en el 18 de Julio de 1.936, entre sorbo y sorbo de horchata.


¿Duermes, Flora? Sigue durmiendo, pero deja que te susurre mi verdad. Quiero que sea un sueño para ti. No abras los ojos, pues no puedo soportar tu mirada. La vergüenza, la pena, el arrepentimiento, han podido más que mi voluntad. Jamás te diré a la cara esto, pero me hace falta decir esta confesión en voz alta.

Nunca supiste que yo también amaba locamente a Miguel. A mi primo, a nuestro adorado. Los corazones que dibujaba en el suelo, con el tacón, aprovechando cualquier cosa, eran incompletos. Realmente quería poner "J" y "M". Juana y Miguel. Eternamente, por los siglos de los siglos. Yo te quería mucho, te sigo queriendo Flora. Pero mi locura de entonces era mucha.

Tras el levantamiento de Franco, apenas unos días después del 18 de Julio, los hombres de mi casa habían escapado. Mi padre no quería marcharse. No podía abandonar a mi madre, pues la razón de ella ya estaba bastante deteriorada, pero al final accedió a ponerse a salvo. ¿Dónde? Yo no lo sabía. Tampoco sabía donde estaba Miguel, y eso, Flora –para vergüenza mía- me preocupaba más que la suerte de mi propio padre.

Una tarde, casi de noche, escapé a tu casa. No podía más. Quería contarte, hablarte de mi loco amor por mi primo. Yo sabía que él te gustaba, pero –pensaba- tu amor, tu deseo, no podía hacer sombra al mío, de tan inmenso que era.

Entré a hurtadillas. Tu padre trabajaba en su despacho, seguramente luchando para poder excarcelar a algún inocente. Oí voces. Luego el silencio más absoluto. Y te vi. Os vi a Miguel y a ti, enlazados por el talle y besándoos con pasión. ¡Un beso! ¡Un único beso que me volvió loca de atar! En mi garganta se atoró un gemido. Quedasteis estáticos, atentos como lebreles esperando una señal. Miguel se escurrió por una trampilla, hacia las entrañas de tu casa. Cerraste la entrada, incluso colocando un pesado mueble que arrastraste a empujones.

Salí a trompicones de tu casa. Arramblé-de un tendedero- un pañuelo rojo como la sangre puesto a secar por una miliciana, y lo anudé a mi cuello. Sabía que en la cárcel del pueblo no había ningún conocido que pudiese descubrir mi identidad, por lo que me dirigí a grandes zancadas hacia allí.

Los milicianos del comité apenas entendieron lo que les dije. El odio me hacía tartamudear, la locura se atragantaba en mi garganta. Hablé de Miguel, de su filiación política y de su catolicismo a ultranza. Luego, con dedo firme, señalé un punto en el plano del pueblo, en el callejero utilizado por el Ayuntamiento para el cobro de las contribuciones. Apreté hasta romperme la uña, dejando una manchita de sangre en el lugar marcado por mi traición: el lugar donde estaba oculto Miguel.

Desde la esquina, como Judas, espié la turbamulta que entró en tu casa. Poco después sacaron –a rastras- a dos figuras masculinas: Miguel y mi padre. Mi padre, del que no sabía nada desde hacía varios días.

Después… terminé de volverme loca. Una locura que agobió mis noches y mis días, que me impidió mirarte a la cara y que ha hecho de mi vida un inmenso vacío hasta hoy.

Hasta hoy, Flora, en que –por casualidades de la vida- nos han puesto en la misma habitación, en la misma Residencia de Ancianos , para esperar –juntas- nuestro próximo 18 de Julio. Nuestro cumpleaños. Quizá el último.