Relatos Históricos: Alejandro en Persia

Algunos autores de TR nos hemos animado a escribir relatos sobre la Historia. "Alejandro en Persia" de SOCIEDAD. Nos sitúamos en el Imperio Persa a finales del siglo IV ac. Alejandro Magno consigue una victoria tras otra...

Año 331 a.c. Alejandro Magno, al frente de un ejército de 50.000 aguerridos macedonios, ha derrotado al rey aqueménida Darío III en la batalla de Arbela. La resistencia persa se desmorona. Tras la batalla, el conquistador marchó sobre la gran urbe de Babilonia, que se entrega sin resistir. El siguiente objetivo es Susa, una de las capitales del imperio persa, que también es tomada sin resistencia.

Continúa más allá, hacia Persépolis, y fuerza con audacia el desfiladero de las Puertas Pérsicas. La ciudad más importante de Persia ya está a la vista. Para intimidar a sus habitantes y disuadirlos de cualquier intento de resistencia, la falange macedónica avanza en perfecta formación, con las picas de las temibles sarissas brillando bajo el sol. A ambos lados de la falange, los escuadrones de caballería macedonia y tesalia, también perfectamente formados.

El joven rey de los macedonios, que tenía en ese momento 25 años, cabalgaba junto a los escuadrones de su caballería, los "compañeros", como él los llamaba. La mayor parte de ellos tenían la misma edad que Alejandro y se conocían desde niños. Juntos habían aprendido a montar a caballo y a combatir. El rey sonrió a la vista de la ciudad:

  • Así que ésta es la capital de los Persas, la ciudad de Jerjes, el incendiario de Atenas.

  • La verdad es que es imponente – dijo Clito el negro, a la vista del tamaño de la gran ciudad.

  • Que pena que no sea el propio Darío quien nos la entregue – comentó Ptolomeo.

  • Bah, a estas alturas Darío debe seguir aún corriendo y rumiando la zurra que le dimos en Arbela –respondió Hefestión, el más íntimo de los amigos de Alejandro.

  • Lo último que sabemos es que estaba en Ecbatana, intentando reunir un nuevo ejército – dijo Seleuco-. Aunque lo tiene difícil. El centro del imperio persa ya está en nuestro poder y es poco probable que encuentre soldados en otras partes.

  • Da igual, lo cazaremos más tarde o más temprano. De momento vamos a disfrutar del oro de Persépolis. Según Eumenes los persas tienen buena parte de su tesoro aquí, miles de talentos de oro – intervino Alejandro, al cual no parecía preocupar lo más mínimo que Darío intentase reunir otro ejército.

  • Y también tenemos que disfrutar de las chicas persas –apuntó Seleuco, quien acostumbraba a perseguir a todo lo que tuviese pinta de mujer y se moviese -. Dicen que las persas de pura raza son bellísimas. La verdad es que ya me estaba cansando de las sirias y babilonias.

  • Tú te cansas pronto de todo – rió Ptolomeo.

  • Dejad de decir sandeces y venid conmigo. Nos van a entregar la capital del imperio persa, no es momento de hablar de mujeres –concluyó Alejandro, segundos antes de encaminarse hacia el grupo de nobles persas que les esperaban.

Un buen rato después Alejandro y sus amigos se encontraban en la sala principal del palacio real de Persépolis, en la rutinaria ceremonia que seguía a la capitulación de una importante ciudad del imperio persa. El eficiente Eumenes les iba presentando a las personas más notables de la ciudad y el rey macedonio recibía su vasallaje. Las caras de aburrimiento entre los macedonios eran cada vez más visibles, pero se tornaron en caras de sorpresa y admiración cuando vieron a las dos últimas "personalidades", aquellas dos jóvenes y bellísimas persas. A juzgar por su vestimenta y su porte no podían ser otra cosa que lo que en efecto eran.

  • La de la derecha es Roxana, la hija del rey Darío – explicó Eumenes en voz baja-. La otra es Stateira, hija del rey Artajerjes, antecesor de Darío. Como puedes ver ambas son princesas aqueménidas, de pura cepa.

  • Pues no tienen mala pinta este par de princesas bárbaras – comentó entre carcajadas Seleuco, que no se caracterizaba por sus modales refinados.

  • Vigila tus modales, extranjero – le respondió Stateira, atravesándole con la mirada-. Como puedes ver, hablo griego tan bien como tú y no tengo ganas de oír insolencias.

Se hizo un espeso y tenso silencio sobre aquella estancia. Roxana miraba al suelo asustada, temiendo que la arrogancia de su prima les acarrease consecuencias indeseables a manos de aquellos macedonios con fama de brutos. Alejandro se recreó unos segundos observándolas.

Ambas tenían cierto parecido físico, por el cabello liso y negro, la piel canela y los ojos grandes y verdes. Iban cubiertas con unas coloreadas túnicas de seda oriental, que si bien no marcaban sus curvas, las insinuaban a la perfección. Roxana tendría unos veinte años, tres o cuatro menos que Stateira, y era de menor estatura. En su rostro traslucían con claridad la timidez y el miedo. No así en el de la otra chica, que se mostraba orgullosa y desafiante.

El rey detuvo con un gesto a Seleuco, que con cara de pocos amigos ya avanzaba hacia Stateira, con intenciones nada pacíficas.

  • Soy el rey de Macedonia y dentro de poco seré rey de toda Asia. El Imperio Persa me pertenece por derecho de conquista.

  • No lo has tenido muy difícil, extranjero – replicó Stateira-. Si mi padre reinase aún, en lugar del inútil de Darío, tú y todo tu ejército habríais sido pisoteados hace mucho tiempo por la caballería del imperio.

  • Tienes mucho carácter, muchacha – respondió Alejandro, mientras sonreía-. No me cabe duda de que tu padre debía ser un hombre enérgico y que con él las cosas habrían sido aún más complicadas.

  • Lo era. Y no habría huido en medio de las batallas. Todo el mundo sabe que Darío salió corriendo en Issos y en Arbela a las primeras de cambio.

Roxana la miró con cierto resquemor. No le gustaba que hablasen así de su padre, pero poco podía hacer en aquella situación. Y sabía que era cierto que había puesto pies en polvorosa en ambas batallas, pese a contar con un ejército cinco o seis veces superior en número al de Alejandro. Ahora le tocaba soportar el odio de su prima Stateira, que nunca había perdonado a la familia de Darío el asesinato de su padre, Artajerjes III.

  • Sea como fuere – dijo Alejandro de nuevo -, lo cierto es que esta ciudad y la mitad del imperio persa me pertenece ya. Y dentro de poco tendré la otra mitad. Es el destino de los dioses, nadie podrá impedirlo.

  • Y nosotras ¿qué somos? – quiso saber Stateira-. ¿Tus prisioneras de guerra?

  • No. Yo no hago la guerra a las mujeres. Sois libres de quedar en Persépolis o de marchar donde más os plazca. Mientras estéis aquí, yo me encargaré de que se os dé el trato que merecen dos princesas persas.

  • Gracias por tu magnanimidad. Pero recuérdalo: algún día tú y tu ejército acabaréis pisoteados en alguna llanura.

Los compañeros de Alejandro murmuraron. Estaban algo descontentos ya que ellos pensaban dar otro "tratamiento" menos real a aquellas dos preciosidades. Por otro lado les parecía demasiado desvergonzado el modo en que aquella bárbara hablaba a su rey. En medio de los murmullos la expresión de Alejandro se mostró algo descolocada. ¿Cómo se atrevía aquella joven a decir que él, hijo de Zeus y futuro rey de Asia, iba a ser pisoteado?

  • Recuerda tú lo siguiente: soy invencible en el campo de batalla. Nadie ha logrado derrotarme desde que pisé Asia.

  • Lo sé. Pero todo el mundo es invencible hasta su primera derrota – puntualizó ella, mostrando con su sonrisa unos dientes tan perfectos que parecían puro marfil.

  • Bien, podéis retiraros, tengo otras cosas que hacer –concluyó Alejandro, algo incómodo.

Cuando las dos princesas persas se hubieron retirado estalló la tormenta.

  • ¡Maldita jovenzuela! –rugió Clito-. Tendríamos que haberla violado todos hasta que se mostrase más humilde.

  • Mejor aún, que fuera azotada y después violada – intervino Hefestión.

  • ¡Basta ya! –gritó Alejandro para cortar aquello-. Tenemos trabajo. Eumenes, vamos a ver como está el tesoro persa.

Aquella noche, después de una copiosa cena bien regada con abundante vino persa, Alejandro se fue a acostar. Le costó hacerse a las enormes dimensiones de la cama, en la que seguramente antes que él habían dormido varios reyes persas. Su sueño fue agitado, inconstante. Se vio a él mismo al frente de su ejército en un paraje llano y desconocido. De todos los lados empezaron a salir enormes caballos, por millares. Aquellos jinetes vestidos de negro y armados con lanzas y espadas iban pisoteando sin piedad a sus soldados. Los cadáveres de sus hombres cubrían el suelo, primero por cientos, luego por miles.

Vio a algunos de sus amigos sucumbir a aquellos implacables jinetes. Finalmente se vio solo, aislado, armado con sus espada y tratando de encarar a decenas y decenas de aquellos caballos que galopaban hacia él para aplastarlo... En ese instante se despertó súbitamente, con la respiración agitada, el corazón acelerado y cubierto de sudor. No pudo volver a conciliar el sueño por más que lo intentó.

A la mañana siguiente preguntó a Eumenes por las dos princesas persas.

  • Roxana está en el palacio de la reina, señor. Stateira abandonó la ciudad al amanecer, con rumbo desconocido.

  • Gracias Eumenes –respondió Alejandro secamente.

En los días sucesivos se fue olvidando de ellas y de su sueño. Conquistó la vecina ciudad de Pasagarda, necrópolis oficial de los reyes persas, donde visitó la tumba de Ciro el Grande, el fundador del imperio persa. También observó satisfecho el enorme tesoro que habían recogido, donde las piezas de oro, las joyas y los objetos preciosos se contaban por millares.

Tres semanas después de su llegada a Persépolis, se celebró una cena con los principales oficiales macedonios. Como de costumbre comieron y bebieron inmoderadamente. Alejandro estaba disfrutando de aquello, pero de repente una imagen le atravesó la cabeza. Eran aquellos jinetes, que de nuevo galopaban hacia su ejército. Palideció de repente y se llevó las manos al rostro, tratando de apartar aquella imagen de su cabeza. Pero fue imposible. Cada vez veía más cerca aquellos caballos y hasta podía oír el sonido de sus cascos al golpear el suelo.

Arrojó su copa de oro al suelo con violencia, al tiempo que desenvainaba su espada. Sus compañeros trataron de sujetarle y apunto estuvo de herir a alguno.

  • ¿Qué te pasa Alejandro? – preguntó angustiado Ptolomeo.

  • ¡Es esta ciudad, esta maldita ciudad!

  • ¿Esta ciudad? ¿Qué le pasa?

¡Está maldita! ¡Hay que acabar con ella! – continuó gritando el rey.

Sus amigos no entendían nada, pero esperaron con paciencia a que se le pasara aquel estado de excitación tan infrecuente en él. Fue el propio Alejandro, ya más calmado, quien rompió aquel silencio:

  • Hay que prepararlo todo, partimos al amanecer.

  • ¡¿Al amanecer?! Pero si no hay tiempo... – protestó Seleuco.

  • He dicho que nos vamos al amanecer – le cortó Alejandro, con voz gélida-. Hefestión, coge cincuenta hombres de toda confianza. Quiero que prendas fuego a la ciudad.

¿Por qué quieres hacer eso? –preguntó el propio Hefestión-. La ciudad ya te pertenece. Estarías destruyendo algo tuyo.

Es una orden. Cúmplela.

Acababa de amanecer cuando la larga columna de macedonios se puso en marcha, en dirección al norte, a Ecbatana, donde se suponía que aún seguía refugiado el propio Darío. A sus espaldas ardía Persépolis. Roxana y otros nobles persas se habían marchado a Pasagarda unas horas antes. El resplandor del incendio les acompañó un rato, hasta que perdieron de vista la ciudad, destinada a convertirse en un montón de ruinas humeantes.

Diez días después el ejercito macedonio se encontraba a sólo tres jornadas de Ecbatana, capital de la provincia de Media. No habían encontrado ningún tipo de resistencia en el camino.

Por la mañana, muy temprano, mientras tomaban el desayuno, llegaron a la tienda de Alejandro unos jinetes macedonios, comandados por Clito, al cual le había tocado aquella noche hacer de avanzadilla del grueso del ejército.

La pregunta de Alejandro, mientras disfrutaba de los quesos de la zona acompañados con pan y vino, fue de lo más rutinaria:

  • ¿Alguna novedad Clito?

  • Sí, unas cuantas – respondió, mientras se sentaba a la mesa para comer algo-. La primera es que hay noticias de Darío.

  • ¿Ya no está en Ecbatana? –intervino Seleuco.

  • No. Ni Ecbatana ni en ninguna otra parte. Nuestros espías aseguran que está muerto.

  • ¿Cómo puede ser eso? ¿Alguno de sus generales, por ejemplo Besso, lo han asesinado? –preguntó Ptolomeo, sorprendido.

  • Eso es lo más raro de todo – dijo Clito sin dejar de masticar-. Dicen que lo ha asesinado una mujer, concretamente su sobrina.

  • ¡No puede ser! – exclamó Alejandro, poniéndose en pie de un salto-. ¡Esa mujer es diabólica! Tenía que haberla dejado en Persépolis, para que se quemase viva.

  • Bueno, tampoco eso es una mala noticia. Muerto Darío la posible resistencia persa no hará más que desmoronarse más aún –apuntó Seleuco.

  • Aquí entra la otra novedad, la más grave e inmediata –dijo Clito mientras se servía una copa de vino. Tomó un largo trago y continuó-. Esa mujer no se ha conformado sólo con matar a Darío.

  • ¿Qué más ha hecho? –quiso saber Alejandro, cuyas manos se iban crispando sobre la mesa.

  • Pues ha sido capaz de unir a todas las facciones del imperio persa, incluso a las opuestas a Darío. Parece ser que ha logrado reclutar un ejército considerable y que todo el mundo se une a ella.

  • ¿Dónde está ese ejército? ¿En el mar Caspio? ¿En Bactria? –inquirió Ptolomeo, llevando de modo involuntario la mano a la empuñadura de su espada.

  • No, mucho más cerca –continuó Clito, con total tranquilidad-. Está entre nosotros y Ecbatana, a no más de dos jornadas.

  • ¿Qué tamaño tiene ese ejército? –preguntó Alejandro.

  • Los exploradores me han dicho que ha crecido con rapidez. Esa mujer cuenta con los restos del ejército que derrotamos en Arbela, como mercenarios griegos y escuadrones de caballería bactriana. Además de nuevas levas, por supuesto.

  • Bueno, pues tendremos otra buena batalla. Lo agradezco, ya se me estaba empezando a oxidar la espada. ¿No te alegras Alejandro? –preguntó Seleuco.

Pero Alejandro no contestó. Sombríamente se dio la vuelta y empezó a caminar sin rumbo aparente. Sus compañeros se miraron extrañados, ya que nunca habían visto así a su rey.

Al día siguiente, acabando ya la mañana, ambos ejércitos se encontraron. Era un lugar desolado, totalmente plano. El mismo lugar que Alejandro había visto en su sueño.

Frente a ellos se desplegaba el ejército persa, en el que abundaban formaciones de jinetes, por supuesto vestidos de negro y con grandes caballos. En las filas macedonias todos estaban tranquilos. A fin de cuentas no iba a ser más que otra batalla contra los persas y aunque aquel ejército parecía numeroso y ordenado, se disolvería al primer choque de la falange. Después vendría la típica carnicería y otra batalla en el haber del gran Alejandro.

Pero el rey era el único que no lo veía así. Llevaba toda la mañana en un silencio sepulcral, sin hablar con nadie, sin oír a nadie. No podía quitarse de la cabeza a los grandes caballos orientales aplastando a su ejército. Alguien le habló, sacándole de golpe de sus pensamientos.

  • Estamos preparados Alejandro – le dijo Hefestión.

  • Preparados... ¿para qué?

  • Para que va a ser, para la batalla. Esa mujer es una osada, nos ha cerrado el camino hacia Ecbatana, pero los aplastaremos con facilidad.

  • No va a haber batalla, nos vamos – dijo Alejandro, sin que cambiase el tono de su voz.

  • ¿Cómo que nos vamos? – preguntó Clito, alzando la voz-. Los hombres están dispuestos, a una voz tuya atacarán y derrotarán a los persas.

  • Nos vamos al oeste de nuevo, al Eúfrates.

  • Alejandro, escúchame –intervino Ptolomeo-. Hemos llegado hasta aquí con muchas fatigas. ¿Vamos a dejar que una simple mujer nos impida seguir adelante? ¿Y tus proyectos de llegar a la India?

  • Tengo malos augurios, muy malos... No podemos arriesgarlo todo a una batalla... La India puede esperar... –respondió Alejandro, de modo algo incoherente-. Dad la orden de retirada.

La orden se dio. El invencible ejército macedónico giró hacia el oeste ante la sorprendida mirada de los persas. Gritos de júbilo salieron del ejército de Stateira, vitoreando a la mujer que, sin saber muy bien como, había puesto en fuga a los invasores griegos. El mito de la invencibilidad de Alejandro se derrumbaba en ese mismo momento...

Un mes más tarde el ejército macedonio descansaba a orillas del Eúfrates. Nadie podía entender aún por qué habían retrocedido. Alejandro nunca hablaba de eso, ni de casi nada. Pero una carta de Eumenes le hizo volver a recordar el tema. Acababa de traerla un mensajero persa y venía firmada por "Stateira, reina de reyes". Todos se sorprendieron al ver que aquella osada mujer había tomado el título de los reyes persas.

En la carta proponía un trato a Alejandro: las tierras al oeste del Eúfrates serían para el macedonio. Se incluía un listado de las provincias cedidas: Lidia, Frigia, Capadocia, Siria, Egipto, entre otras. También se le daría un tributo en oro. Eso a cambio de que Alejandro devolviese los rehenes persas que tenía consigo y que se abstuviera de invadir el territorio persa. La carta finalizaba con una velada advertencia:

"Si cumples el tratado que te ofrezco, te consideraré mi aliado y mi hermano. Si lo incumples, no cejaré hasta ver tu ejército pisoteado por mi caballería".

Alejandro sonrió al leer aquello. Después llamó de nuevo a Eumenes:

  • Redacta una carta de respuesta. Aceptamos el tratado...

  • ¿Estás seguro de eso señor?

  • Sí, totalmente. Ah, otra cosa. Añade en la carta que quiero casarme y había pensado en una princesa persa.

  • ¿No pretenderás casarte con esa Stateira? – pregunto Eumenes sorprendido.

  • ¿Con Stateira? No, para nada – respondió Alejandro riendo-. Esa mujer o me volvería loco o me cortaría el cuello y no me interesa ninguna de las dos cosas. Había pensado en Roxana.

  • Me parece una mucho mejor elección – dijo Eumenes, respirando aliviado-. Creo que es mucho más manejable.

  • Sí, yo también lo creo. Redacta las cartas, quiero que salgan lo más pronto posible –concluyó Alejandro, con cierta tristeza en la voz.

Así fue como una mujer impidió a Alejandro destruir el imperio persa y conquistar toda Asia. No sería él quien atravesase el Eúfrates. Al menos no mientras Stateira fuese la reina de los persas.