Relatos Históricos: Al-Andalus

Algunos autores de TR nos hemos animado a escribir relatos sobre la Historia. "Al-Andalus" de TRAZADA. Siglo VIII: la España visigoda está a punto de ser conquistada.

No era gran cosa. En verano, apenas hilillo de agua, en época de lluvias casi río, si bien su estrechez permitía a los críos de una y otra orilla descrismarse a pedradas. En la margen izquierda los olivares, que se extendían hasta la parda mole de la serranía, pertenecían al obispo Migecio. La margen derecha, una inacabable sucesión de choperas y sembrados, era propiedad del conde Didimio, perseguido durante el reinado de Witiza y reivindicado al conseguir Don Rodrigo la corona. Ambos señores eran buenos vecinos. También se llevaban bien sus colonos y esclavos, algunos demasiado bien. Martia y Fluxio, por ejemplo.

Martia recién había cumplido los dieciséis años y no era virgen. Ninguna esclava núbil lo era en las tierras del obispo Migecio que, siendo varón de misa diaria, sabía más de traseros de mujer que de jaculatorias e introitos.

Martia no era virgen, pero su desfloración no le había impactado ni para mal ni para bien. El mismo obispo la confesó todavía en el lecho y la absolvió del pecado de impureza con una mano que olía a sexo y a revolcón. Impuso a la muchacha severa penitencia por haber despertado la lujuria de un dignatario de la iglesia, la despidió y volvió a sus asuntos.

Martia conocía a Fluxio desde siempre. Él era del otro lado del río, un esclavo agrícola del conde Didimio. Martia era lavandera como lo fueron su madre y su abuela que, apresada en una aldea bretona, fue vendida y revendida hasta recalar en la Bética. Cada día, cuando Martia bajaba al río a hacer la colada, buscaba con la mirada a Fluxio. El se acercaba a la orilla, cambiaba unas palabras con la muchacha y volvía al trabajo antes de ganarse unos varazos en el lomo.

Fluxio y Martia no podían saberlo, pero la noche en que se escabulleron de sus respectivos barracones por vez primera y se amaron junto al río, llegaron cuatro navíos a las costas del sur y esa llegada iba a cambiarles el futuro. Las embarcaciones cruzaron y descruzaron el estrecho que separa las tierras de Mauritania de la Bética. Venían repletas de guerreros musulmanes y regresaban a África de vacío para cargar de nuevo. Hasta siete mil hombres pasaron de uno a otro continente en sucesivos desembarcos. Los mandaba Tarik-Aben-Ziyad, lugarteniente del poderoso Muza. Le acompañaba don Julián, el gobernador bizantino de Ceuta, deseoso de sacar provecho, a la menor ocasión, a favor del Imperio Romano de Oriente.

En el mismo instante en que Fluxio amasaba los pechos de Martia con manos callosas, el noble Abdalmalic, de la tribu de Moafir, oficial del ejército musulmán, ordenaba a sus hombres montar el campamento y disponía los turnos de guardia. A la luz de la luna creciente, el peñón, bautizado horas antes como Gebal-Tarik, tapaba medio cielo con su inmensa mole. Él inspiró con fuerza. Las ventanillas de sus narices se dilataron y llenaron sus pulmones de aromas entremezclados de mar y de jazmines. "Alá es grande –pensó- y hoy nos muestra un sendero de gloria."

En el segundo exacto en que Abdalmalic comprobaba si cada hombre de la guardia seguía en su lugar, Martia, la espalda en la hierba de la margen izquierda del río, abrazaba los costados de Fluxio con sus muslos y sacudía la pelvis recibiendo al hombre y encelándole al tiempo, exigiéndole más y más con los rítmicos latidos de su cuerpo. Él se derramó en ella y quedaron abrazados en silencio.

Si Fluxio hubiera sido un hombre libre, si al menos fuera colono y perteneciera a un estamento a medio camino de cualquier sitio, ni libre ni esclavo, se hubiera sentido feliz. Así no. Martia y él no pertenecían al mismo amo y no podían formar una familia. Según las leyes visigodas les estaba prohibido casarse y si tenían hijos habían de dividirlos entre ambos dueños.

Fluxio renegaba de su suerte. Veía a Martia cada noche, incluso cuando la muchacha sangraba entre los muslos, y eso era todo. La vida parecía no correr: El río, los sembrados, los olivos, los chopos, las colinas, la parda serranía…Trabajar de sol a sol, unos latigazos por el más nimio motivo, un mendrugo de pan reseco en verano y quizá florecido en época de lluvias, y con suerte alguna liebre cazada con engaño a hurtadillas del amo. Una vida contada en un instante. Y ¡si fuera una vida! Eran muchas, muchísimas vidas de hombres y mujeres de Hispania, era la vida anquilosada, rutinaria y dolorosa que hacía de la Hispania visigoda un algo sin sentido y sin estímulos.

Tarik-Aben-Ziyad sí se sentía estimulado. Las noches de julio tienen un no sé qué que cosquillea el alma, enerva los sentidos y presenta sencillo lo imposible. Tarik sentía hervir energía en sus venas. Muza-Aben-Nosair, gobernador de África, le había dado instrucciones muy precisas. Demasiado precisas. No debía entrar en combate, sino tantear el terreno, saquear unas cuantas aldeas y retornar a África con las tropas. Él quería más. Mucho más. Obedecer le parecía un crimen. Podía hacerse con Hispania entera. No le habían engañado sus espías. Tampoco los del Imperio Romano de Oriente. Unos pocos –nobles y dignatarios de la Iglesia- lo tenían todo. Los demás –judíos, curiales, colonos y esclavos- malvivían y eran carne de revuelta. Resultaría sencillo ganárselos, y, hecho esto, sería fácil eliminar de un manotazo a los nobles y a los obispos. Se acercó a la puerta del la tienda y miró hacia el norte. Allí estaba Mizar, la perla del Carro. Junto a ella, Alcor. Tarik amaba las estrellas porque jamás titubeaban. Cumplían con su destino con humildad y pulcritud. ¡Ojalá se les parecieran las mujeres!

Se levantó el viento. Era extrañamente fresco. Tarik no pudo reprimir un tiritón. También Martia, a millas de allí, sintió un escalofrío. Y Fluxio. Y el rey Rodrigo. El rey era consciente de que se acercaba el momento de la verdad. No se fiaba de su propio ejército. Ni de sus generales –los hijos de Witiza- ni de sus soldados –los siervos-. Los dados estaban en el aire. Había que frenar a los musulmanes como fuera. Asumiendo riesgos. Jugándosela. Poniendo toda la carne en el asador. Tarik venía acompañado por Julián, el padre de Florinda, la muchacha que se bañaba desnuda en el Tajo sin importarle que la espiara el rey. Y el rey la espió. Y la requebró. Y la forzó cuando ella apretó las rodillas y se negó a escucharle. Una coincidencia con la invasión. Una mujer forzada más no importa a la Historia ni puede cambiarla.

En julio se recoge el trigo. También los ajos y las judías verdes. Es tiempo de trabajo duro en huerta y secano. Llega la trilla. Fluxio terminaba la jornada derrengado. Solo el amor le daba fuerzas para llegar al río. Aquella noche, una como tantas, luego de acariciar el cuerpo cuyas curvas y pliegues sabía de memoria, tras preguntar a Martia si había bebido el cocimiento de hierbas para evitar la preñez, se vació en ella. Cuando iban a separarse, la muchacha hizo el primer comentario sobre los musulmanes.

"Tanto da un amo como otro"- se encogió él de hombros.

Ella había oído aquí y allá cuchicheos, medias palabras, retazos de conversación: Habían llegado guerreros del desierto que destrozaban, quemaban y mataban y el rey estaba reuniendo un ejército.

"Peor que estamos no estaremos, Martia".

Dos semanas después surgió una noticia que se extendió como el fuego. Nadie supo de dónde venía, pero la novedad galopó por trochas, desmontes y senderos. El rey Rodrigo había sido derrotado. Lo que no explicaron los rumores fue el por qué de la derrota. No dijeron que Tarik era todavía mejor político que guerrero y supo sacar provecho de las rencillas de las familias visigodas. No desvelaron el pacto concertado con los hijos de Witiza –que fue el rey anterior a Rodrigo y muerto por éste-, pacto en cuya virtud las alas derecha e izquierda del ejército visigodo dieron media vuelta y abandonaron el campo de batalla nada más comenzó ésta. Rodrigo quedó solo y sus tropas fueron aplastadas.

Tampoco hablaron los rumores de las lágrimas de dicha que derramó Tarik en la hora del triunfo, ni de sus agradecidas oraciones a Alá el Misericordioso. Ahora nada se oponía al avance de sus jinetes. El Islam dominaba el este y el sur del Mediterráneo. Él había abierto la puerta del oeste. ¿Quién sabe si también estaba destinado a expandirse por el norte?

Había desobedecido las órdenes de Muza, pero el éxito borraba la falta. Ya no era tiempo de armas, sino de palabras. Era hora de promesas, de aprovechar el descontento de los judíos, el hambre de los colonos, la inopia de los esclavos, y convertirlos en sus aliados para aislar a los nobles.

Zoilo, el hermano mayor del obispo Migecio, visitó a éste a últimos de julio. Buscaba refugio. Le acompañaban sus colonos y sus esclavos, que nunca habían salido de la heredad en que nacieron y se mostraban desorientados al pisar otra tierra y contemplar un distinto paisaje. Zoilo había salido por piernas de sus posesiones junto al lago de la Janda. Huía de los musulmanes. No hubo fiestas en su honor. Los tiempos no estaban para músicas y bailes. El miedo se mascaba en el aire.

Fue entonces cuando Fluxio decidió escapar. Le costó mucho convencer a Martia para que le acompañara. Era el mejor momento, argumentó él. Los amos tenían la cabeza en otras cosas. No les perseguirían. Era estúpido no aprovechar la oportunidad. Los tiempos revueltos eran buen portillo de huída. Minó la resistencia de la mujer palabra a palabra.

La noche siguiente partieron hacia Lusitania. Iban ligeros de equipaje: agua y pan. Nunca tuvieron nada. Se guiaban por las estrellas. Esquivaron caminos y senderos. Les echaron en falta en sus respectivas heredades al amanecer. Dos esclavos no eran nada y lo eran todo. No podía tolerarse su fuga. Si lo hacían, escaparían otros. Y otros. Y otros más. El conde Didimio y el obispo Migecio decidieron actuar juntos. Se propusieron capturar a los fugados aunque se escondieran en las montañas. Se valdrían de los perros.

Fue sencillo seguir el rastro. Martia y Fluxio no se esforzaron en borrarlo. Los cazadores de hombres –seis en total- tenían que arrear a los caballos para seguir a la jauría que iba acortando distancias con los huidos.

Al caer la tarde del primer día de fuga, Fluxio y Martia oyeron los ladridos de los perros. Apretaron el paso. Cuando la oscuridad les impidió el avance, mal durmieron un par de horas. Reemprendieron camino con el alba. Los ladridos. Otra vez los ladridos, cada instante más próximos.

También Tarik-Aben-Ziyad oyó a los perros. Había salido muy temprano del campamento, acompañado por cuatro escoltas de su guardia personal. Le agradaba cabalgar antes de que el sol de julio cociera la tierra. Disfrutaba del dar de la brisa en el rostro. Saboreaba la sensación de libertad. Llegaron a un regato. Los caballos abrevaron. Solo después de que los caballos saciaran su sed, descabalgaron los musulmanes y bebieron unos sorbos. Entonces oyeron a los perros.

Montaron y aprestaron las armas. Una mujer y un hombre corrían hacia ellos. Les cortaron el paso. La mujer se refugió en los brazos del hombre.

"¿Os persiguen?"- chapurreó en latín.

Fluxio afirmó con un gesto.

"¿Sois esclavos fugados?"

Nueva afirmación.

Esclavos. Como siete de cada diez hispanos. Hombres y mujeres desesperados, sin salida. Tarik entornó los ojos y se encomendó a Alá, porque se apercibía de la importancia del momento. Sí. Eso era. Habló con firmeza:

"Repetid conmigo: No hay más que un solo Dios y Mahoma es el enviado de Dios".

Martia y Fluxio repitieron sus palabras.

"Bien –sonrió Tarik-, ya no sois esclavos. Sois libertos de Alá".

Los cazadores de hombres se detuvieron a unos pasos. Un cazador no es un guerrero. Retuvieron a los perros.

Tarik se dirigió a ellos:

"Nadie toque a esta mujer y a este hombre, ya que no son esclavos sino libertos de Alá, como lo será también cualquier otro siervo que profese la doctrina del Islam".

Aquellas palabras corrieron de boca en boca y llegaron a oído de muchísimos esclavos que muy pronto dejaron de serlo. Tarik-Aben-Ziyad, magnífico guerrero y mejor político, había conseguido, solo con palabras, enterrar la España visigoda y alumbrar Al Andalus para la mayor gloria del Islam.

Loado sea Alá.