Relatos Históricos: 1929 en Wall Street
Algunos autores de TR nos hemos animado a escribir relatos sobre la Historia. "1929 en Wall Street" de SOCIEDAD. El pánico financiero estalla en Wall Street en el Crack de 1929.
Alan Grant estaba tumbado en la cama, mirando al techo con expresión satisfecha, con las manos en la nuca, mientras que el sol neoyorquino de finales del mes de octubre se iba filtrando poco a poco por las rendijas de la ventana de su dormitorio. De modo mecánico encendió su aparato de radio. "Son las diez de la mañana del 24 de octubre. El cielo está despejado en la ciudad de Nueva York y la temperatura es de 6 grados centígrados", sonó la voz del locutor de siempre.
El lujoso apartamento de Alan, a pocas manzanas del centro financiero del mundo, la sede de la Bolsa de valores de Nueva York, presentaba una temperatura agradable. No en vano era uno de los escasos edificios que poseía una buena calefacción, que si bien no era imprescindible para soportar el duro invierno neoyorquino, lo hacía mucho más llevadero.
En aquel selecto y elitista edificio no había lugar para gente de clase baja. Sus ocho apartamentos de lujo, distribuidos en cuatro plantas, estaban habitados por gente rica y exitosa. Varios abogados de prestigio, un banquero, el mejor cirujano de la ciudad, el dueño de una empresa maderera... Y el propio Alan, uno de los brokers de mayor reputación de la ciudad.
Se giró perezosamente sobre la almohada y pudo percibir el olor de la chica que había compartido cama con él esa misma noche. Se había ido hacía un par de horas, después de demostrarle lo mucho que le había echado de menos la semana que había estado ausente.
"Noticia de última hora - continuó diciendo la voz que salía de su receptor de radio -: las cotizaciones de Wall Street se están derrumbando esta mañana, a razón de 20 a 30 enteros en cada valor. El pánico en la bolsa es absoluto y todo el mundo trata de lanzar sus títulos al mercado, con lo que las bajadas se acrecientan a cada minuto que pasa". En el rostro de Alan se dibujó una amplia sonrisa. A fin de cuentas aquello tenía que pasar tarde o temprano. Por eso él había decidido vender sus acciones diez días antes. Y había convencido a sus principales clientes de que hiciesen lo mismo. A sus clientes más pequeños se lo había insinuado, pero en medio del clima de euforia nadie hizo caso. "Peor para ellos", pensó Alan, "se van a quedar sin un centavo y endeudados con los bancos".
Y es que en aquel clima de euforia todo el mundo compraba acciones "con margen". Es decir, sólo pagaban el 10% de su inversión, mientras que el 90% restante se cubría con préstamos bancarios, garantizados por las acciones adquiridas, pero en realidad era todo el patrimonio del inversor el que respondía. Bonito panorama se presentaba para muchos.
Alan había dado orden de venta de casi todas sus acciones y se había ido de viaje. Volvió la víspera y pensaba tomarse al menos otra semana de vacaciones, una vez que todos sus intereses estaban a buen recaudo. Como regalo de bienvenida tuvo a la hija del banquero que era su vecino, una estupenda joven de veinticinco años (siete menos que él), con la que tenía relaciones más que de amistad con bastante frecuencia.
El sonido agudo del timbre del teléfono le sacó de sus pensamientos. Dudó si descolgar el aparato negro que estaba en la mesita, pero finalmente lo hizo:
¿Si? - preguntó con cierta desgana.
Mierda, Alan, por fin te localizo. ¿No estás oyendo lo que pasa en Wall Street ahora mismo?
Sí, Harry, lo acabo de oír - había reconocido la voz de Harry Masseo, constructor de origen italiano que era uno de sus mejores clientes -. No te preocupes, tus acciones, lo mismo que las mías ya están en otras manos hace unos diez días. Te dije que esto acabaría por pasar - añadió, con un tono de autocomplacencia.
Pues algo debe ir mal. No tengo el dinero ingresado en ninguna de mis cuentas. Hace un rato hablé con Laura, tu secretaria, y no ha sabido explicarme que coño está pasando - dijo Harry, sin molestarse en disimular su irritación.
Tranquilo, seguro que es un error del banco. De todos modos ahora mismo iba a ir para el despacho - mintió Alan -. Te llamo en un momento.
Colgó el auricular y maldijo su suerte. No pensaba pasar por la oficina en todo el día, pero aquel malentendido le haría darse una vuelta por allí. Totalmente desnudo se levantó de la cama y se dirigió a la ducha. Mientras se preparaba el desayuno con calma, el teléfono volvió a sonar. Lo cogió en la cocina, mientras tomaba el café. Cuando colgó empezó a pensar que algo podía ir mal. Tampoco Mark Cohen, otro de sus clientes estrella, tenía confirmación de que su paquete de acciones hubiera sido efectivamente vendido.
Alan aceleró sus movimientos para vestirse con su traje cruzado oscuro. Con rapidez anudó la corbata azul. Se colocó los gemelos de rubíes en los puños de la camisa y salió en dirección a su despacho, situado dos calles más abajo, al lado de Wall Street.
El espléndido carillón de su despacho daba las campanadas de la once cuando él entró. Laura, su secretaria, se levantó de la silla como impulsada por un resorte. Alan no tardó ni un segundo en percibir que en el rostro de ella la preocupación estaba muy marcada. Parecía más vieja que una semana atrás y las ojeras le llegaban casi hasta la barbilla. En ese momento se convenció de que algo iba mal.
Buenos días, señor Grant... No le esperaba hasta dentro de unos días - acertó a decir, con voz temblorosa.
Laura, ¿qué infiernos está pasando aquí? Me acaban de llamar Masseo y Cohen para decirme que...
El timbre de uno de los tres teléfonos que se alineaban en la mesa de Laura le interrumpió bruscamente. Hizo un gesto para que ella descolgase, temiéndose lo que iba a significar aquella llamada.
Sí... Acaba de llegar... Un momento, ahora se pone - dijo ella, para acto seguido tenderle el auricular -. Es Jason Harvey.
Estupendo, pensó Alan, otro de los clientes cuyas acciones tenían que haber estado vendidas hace días. Cogió el auricular, mientras dirigía una mirada asesina a su secretaria.
Dime, Jason.
¿Qué ha pasado con mis acciones, Alan? ¿Dónde coño está mi dinero? - bramó una voz al otro lado.
Tranquilízate. Acabo de llegar de vacaciones y no sé que está pasando aquí. Pero...
O sea que la bolsa se está hundiendo y tú me saltas con que has estado de vacaciones y con que no sabes lo que está pasando. Pues más vale que haya una buena explicación, porque las acciones de Studebaker están bajando 22 enteros y, en teoría, deberían estar vendidas.
Alan tapó con la mano el auricular y dijo a su secretaria: "Acércame el teletipo, de prisa". Ella lo hizo y él observó la cinta mientras seguía escuchando a su interlocutor telefónico:
Por el amor de Dios, Alan, dime que esas malditas acciones están vendidas y que mi dinero está a salvo.
Me pongo a ello, Jason. Cuando sepa algo te llamaré.
¿Cómo que cuando sepas algo? Maldito hijo de puta, como no se hayan vendido estoy arruinado y el banco me sacará las tripas, pero antes te mato, juro que te mato. ¿Me estás oyendo?
Alan colgó el teléfono en cuanto vio la cotización de Studebaker, una de las compañías más volátiles del mercado. Cotizaba a 32 enteros, frente a los 56 y medio de la víspera. Se tomó dos minutos para recuperar la calma y para interpretar todos los números que aparecían en la cinta de su teletipo. Era rápido en cálculo mental, por lo que no necesito más tiempo para darse cuenta de que, si las acciones no se habían vendido, sus mejores clientes perderían miles de dólares. Y él también los perdería. Además acabaría en la cárcel, víctima de varias denuncias por fraude, estafa y otros cargos. Todo esto sin contar el hecho de que los bancos le quitarían hasta la camisa que llevaba puesta.
Miró para su secretaria, que permanecía de pie y con una expresión que ahora ya era de auténtico terror, y dijo fríamente:
Laura, cierra la puerta de la oficina, con llave, y pasa a mi despacho.
Sí... señor... - balbuceó ella.
Entró y se dejó caer en su confortable sillón de cuero. Al girarlo enfocó la ventana y observó unos segundos la fachada del edificio de la bolsa, el lugar que en los últimos nueve años le había encumbrado y enriquecido, pero que aquel 24 de octubre parecía dispuesto a devorarlo sin piedad.
Giró el sillón bruscamente y su mirada chocó con la figura de su atemorizada secretaria. Laura tenía 30 años recién cumplidos y llevaba casi cinco trabajando con él. Era eficiente y de toda confianza, razón por la cual la había dejado al cargo del despacho la semana que estuvo fuera. Además conocía a todos los clientes y era agradable en el trato. Pero ahora hacían falta explicaciones. Y aquella mujer atractiva, de melena castaña ondulada, ojos grandes y marrones, alta de estatura y con las curvas en su sitio, iba a tener que darlas.
Laura, ¿qué ha pasado con las órdenes de venta firmadas que te dejé antes de irme?
Están... están... están aquí, señor Grant - acertó a decir ella.
Vamos, que no se las entregaste al corredor y las órdenes no se ejecutaron, ¿verdad?
Eso es, señor - respondió ella, con los ojos fijos en el suelo.
¿Podrías explicarme por qué hiciste eso? - quiso saber Alan, tratando de contener la ira que le iba invadiendo.
Yo... Verá usted... Pensé que la bolsa no caería al menos hasta fin de año. Creí que si esperábamos unos días o semanas para vender, los resultados serían mejores.
¿Creíste? ¿Pensaste? - intervino él, ya sin contener su tono de cabreo -. Yo no te pago para eso. Eres una de las secretarias mejor pagadas de la ciudad, pero no necesito que pienses ¡demonios!
Lo siento... - trató de disculparse ella, mirando de nuevo al suelo.
Ahora ya no basta con sentirlo - en ese momento se oyó un teléfono que sonaba fuera del despacho -. Seguramente será alguno de los clientes a los que tu maravillosa iniciativa acaba de mandar a la ruina. O peor aún, puede que sea Clement, el presidente del National City Bank, que a buen seguro querrá unos miles de dólares para cubrir nuestros valores, que se despeñan sin que nadie pueda evitarlo.
¿Lo cojo?
No, por favor. No quiero ponerme de peor humor. Ya tenemos bastantes problemas... y los que nos quedan - comentó Alan, con cierta resignación en la voz.
De forma mecánica encendió el otro teletipo, el que siempre estaba sobre su mesa de caoba y que a tantos clientes había impresionado favorablemente. Miró la cinta con cierta indolencia, pero pudo percibir claramente que las acciones seguían cayendo en picado aquel jueves.
No lo entiendo, no lo entiendo... - comentó sin apartar la vista de aquella maldita cinta llena de números -. ¿Cómo te ha dado por hacer algo tan insensato, Laura?
¿Quieres saber por qué lo hice? - respondió ella, cambiando bruscamente de tono, pasando a tutearle, sentándose en uno de los sillones y cruzando las piernas -. Pues lo hice porque necesitaba algo que hiciera que te fijases en mí.
¿Cómo dices?
Lo que oyes - la voz de ella se había vuelto más segura, típica de alguien que ya no tiene nada que perder -. Mi única opción era sorprenderte con unas ventas que te reportasen mayores beneficios de los esperados. Sin eso ya sé que una simple secretaria no puede competir con esa abogada con la que has pasado esta semana por ahí, ni con la hija del banquero Lewis, ni con otras. Pero este maldito mercado - añadió, mirando con amargura la fachada de Wall Street - lo ha echado todo a perder.
Alan tardó unos segundos en reaccionar, tratando de asimilar las palabras que acababa de escuchar, intentando colocarlas en su cabeza. Al fin dijo:
Con que era eso... No creo que tengas queja de como te he tratado todos estos años. Tu valía siempre ha sido bien considerada aquí.
Mierda, no entiendes nada. No me refiero a mí como profesional, sino a mí como mujer - replicó ella, casi con violencia.
No seas estúpida. ¿Acaso crees que no me gustas? Eres joven, atractiva e inteligente, y yo no soy de piedra, pero siempre he intentado tratarte con el máximo respeto. Pero veo que me equivoqué y que debí tratarte como a un puta...
¿No será que te da miedo hacer eso? - replicó ella, en tono desafiante.
Tanta insolencia acabó por sacar a Alan de sus casillas. Era un tipo templado, pacífico, reflexivo, pero aquello era demasiado. Por su mente pasaron rápidamente una serie de secuencias: las acciones de Studebaker y de Global Steel bajando en vertical, sus clientes pidiéndole cuentas, los banqueros embargándole todo y la fría cárcel, que sería su destino final. Se levantó del sillón de un salto y se colocó al lado de su secretaria.
¡Bien, pues al final vas a tener lo que querías, zorra! - aulló, cogiéndola del pelo.
En ese momento sonó uno de los teléfonos de aquella mesa, pero él lo apartó de un manotazo, haciendo que cayese al suelo y dejara de sonar. La resistencia de Laura fue más testimonial que real y él no tuvo especiales problemas en hacer que se inclinase sobre la mesa, con los pechos aplastados sobre la madera de caoba.
El teletipo seguía su chirriante labor, vomitando sin cesar la cinta de papel con números. Cuando apareció de nuevo Studebaker, Alan dio un violento empujón a aquel aparatejo, que fue a parar al suelo, emitiendo un chisporroteo. Después se concentró en la mujer que tenía en frente, a su disposición, y que era la misma que le había llevado a aquella situación desesperada.
Sujetando con firmeza su espalda, con la otra mano levantó su vaporosa falda (por la rodilla, que era lo que estaba de moda) y observó un instante su redondo y bien formado trasero, que se insinuaba bajo las bragas blancas. Sin pensar agarró dicha prenda con su mano derecha y le propinó un violento tirón. El sonido del algodón al rasgarse se superpuso al de uno de los teléfonos de fuera del despacho.
El la mente de Alan se mezcló todo: ira, frustración, deseo, ... Por una vez aquel hombre sereno y con nervios de acero no podía controlar sus emociones. Actuaba de modo instintivo, visceral, sin pararse a medir lo que iba a hacer ni las posibles consecuencias. Deseaba a aquella mujer, pero no podía precisar si la odiaba por el lío en el que le había metido o si en el fondo la amaba.
Aunque no había tiempo para tan profundas disquisiciones. Colocó su mano en las suaves nalgas de su secretaria y se deleitó unos segundos acariciando aquella suave piel. De pronto sintió el deseo de azotarla y así lo hizo. Su mano descargó un fuerte azote en una de aquellas nalgas, seguido de otro y de otro más. El teléfono de fuera seguía sonando, pero ninguno de los dos lo oía. Sólo percibían el sonido seco de los azotes y los gemidos que se escapaban de la boca de ella.
Se detuvo cuando la mano empezaba a dolerle. Observó con algo de sorpresa las nalgas de la chica. Tenían un color rosa fuerte, casi rojo. Pero ella no había intentado escapar de aquel improvisado castigo, dando la impresión de que gozaba más que sufría.
Las ganas de penetrar aquellas carnes firmes y apetecibles eran demasiado fuertes para poder frenarlas. Ni siquiera se molestó en comprobar si ella estaba lubricada o si deseaba aquello. Simplemente se desabrochó el pantalón y sacó su pene, que estaba tan duro como hacía mucho tiempo no recordaba. Separó las piernas de Laura, lo colocó en la abertura de su sexo y empujó sin miramientos.
Evidentemente ella debía estar muy mojada, a juzgar por la facilidad con la que sus sexos se acoplaron. Alguna vez había fantaseado con su secretaria, pero desde luego que no fue de ese modo. Fue un polvo breve, salvaje, sin contemplaciones, en el que él la follaba con fuerza, agarrándola de las caderas, de las nalgas, de los pechos... Hasta que al final explotaron entre gemidos, acompañados del sonido de los teléfonos que sonaban sin parar...
Diez minutos después los dos estaban sentados en dos sillones del mismo despacho, charlando tranquilamente. Fumaban cigarrillos de la Phillip Morris, otra de las empresas que se estaba despeñando en la bolsa de valores, a pocos metros de ellos.
¿Qué vamos a hacer ahora? - preguntó ella.
No tengo ni idea - respondió él. Tras reflexionar unos instantes añadió -. ¿Qué quiere decir eso de "vamos"?
Pues quiere decir que mi futuro no es muy halagüeño tampoco. Si te procesan, tarde o temprano mi nombre saldrá a la luz y también saldrá el hecho de que no cursé adecuadamente esas órdenes de venta. En esa hipótesis no nos iría muy bien a los dos, ¿no crees?
No, desde luego que no. Me temo que no nos queda otra que poner tierra de por medio. O mejor aún, agua por medio. ¿Tienes algo de dinero ahorrado, Laura? - preguntó él sin andarse por las ramas.
Sí, tengo unos miles de dólares en el NY East Bank. Y unos cientos en casa. Pero ¿estás seguro que esto no será un desplome de un día? ¿No pudiera ser que la bolsa se recuperase después?
No, no lo creo. El mercado estaba loco desde hace meses. Hasta ahora ha vivido de sueños. Me temo que a partir de ahora empezará a vivir de pesadillas. La euforia se transforma en pánico y ese proceso es irreversible - concluyó él, con una sonrisa forzada.
Me has convencido. Dime que quieres que haga - dijo ella, sin el menor síntoma de temor.
Saca todo el dinero que tengas y prepara una buena maleta, para un viaje largo - miró su reloj y añadió -. A las cinco nos vemos en los muelles, en un bar llamado Fisherman. Coge un taxi y estate allí puntual, ¿entendido?
De acuerdo, allí estaré. ¿Y a ti te ha quedado algo? - quiso saber ella.
Digamos que he ido colocando unos pocos dólares en distintos bancos, por si acaso. Creo que es hora de utilizarlos. No puedo ir al National, porque si Clement me ve es capaz de llamar a la policía.
El sonido de otro de aquellos malditos teléfonos les sobresaltó un segundo. Laura se levantó del sillón que ocupaba, caminó elegantemente hacia una de las paredes y dio un fuerte tirón al cable de entrada de la compañía de teléfonos, arrancándolo de la pared y haciendo que el aparato dejase de sonar. Se miraron con complicidad y él dijo:
Así me gusta, que hagas lo que yo te iba a decir que hicieses.
Forma parte de mi trabajo, ¿no?
Chica lista. Vámonos, no tenemos mucho tiempo.
A las 19:30 horas el lujoso barco de pasajeros "Oceanic Spirit" zarpaba del muelle de Nueva York, rumbo a Londres. Entre sus pasajeros figuraban Alan y Laura, registrados como Señor y Señora Carpenter. Pagaron sus billetes al contado y nadie les preguntó nada. Ella llevaba una maleta grande, repleta de ropa y otras cosas y un bolso de mano con casi 5.000 dólares. Él dos maletas, llenas de trajes, zapatos y camisas caras, además de su aparato de radio. Y un maletín más pequeño con la nada despreciable cantidad de 50.000 dólares, que había sacado de al menos una docena de bancos, entre ellos del Lewis' Bank, el banco propiedad del padre de su encantadora vecinita.
Cuando la Estatua de la Libertad se empequeñecía a medida que el barco se alejaba de la costa, Alan pensó que todo su mundo quedaba atrás. Sólo conservaba su ropa, parte de su dinero... y a ella. Una nueva vida se abría paso para él en el horizonte, al final del túnel, al otro lado del Atlántico. Al ver la sonrisa de Laura, pensó que tal vez no había hecho un negocio tan malo.
Cinco días más tarde, más o menos a mitad de camino entre Nueva York y Londres, Alan tras varios intentos fallidos logró que su radio sintonizara la emisora de la ciudad de la que había partido. La misma voz de siempre dijo: "Los descensos vuelven a golpear con fuerza a Wall Street. Este martes 29 de octubre pasará a la historia como uno de los días más negros para el mercado de valores. Tras la ligera tregua de los últimos días, la confianza en la recuperación de las cotizaciones se ha esfumado y miles de títulos se han lanzado al mercado, en una loca carrera por intentar vender las acciones al precio que sea. A media sesión la mayoría de valores ven paralizada su cotización al carecer de órdenes de compra. Se han sucedido escenas de pánico y aglomeraciones, saldadas con al menos una docena de heridos. El apoyo bancario e institucional ha sido totalmente barrido por la ingente cantidad de acciones puestas a la venta. Inútil tratar de estimar las pérdidas, aunque está claro que miles de millones de dólares se están evaporando hoy sobre el parquet".
Laura salía en ese momento del cuarto de baño del lujoso camarote que ambos ocupaban, envuelta en una toalla y con el pelo húmedo. Había oído la noticia y tras reflexionar unos segundos dijo:
Tenías razón. Es el pánico.
Me imaginaba que iba a pasar esto. Dios sabe como acabará.
De buena nos hemos librado - añadió ella, con un suspiro de alivio, mientras se sentaba en la cama, al lado de él.
Debo estar loco - apuntó él, entre risas.
¿Por qué dices eso?
Bueno, porque estoy en un barco en mitad del océano, medio prófugo de la justicia, después de haber arruinado a la mayoría de mis clientes y de haber perdido yo mismo una buena parte de mi fortuna. Y encima, con la mujer que me ha llevado a esa situación. Lo curioso del caso es que soy más feliz que nunca.
Su mano desató la toalla que cubría el flexible y deseable cuerpo de aquella mujer. Después se inclinó y empezó a besar con suavidad sus pechos, descendiendo por su estómago poco a poco.
No sé si te servirá de algo, pero yo también soy feliz - dijo ella -. Es más, me atrevería a decirte que...
La lengua de él, aplicándose en la caliente y sedosa entrepierna de ella, interrumpió su discurso.
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