Relatos eróticos morbosos 5

Menos mal que nuestro protagonista se toma las cosas con calma y con humor, porque la escena que se narra en este episodio es para poner los pelos de punta, especialmente los del vello púbico.

Hay algo que no deja de rondarme la cabeza. Esto no puede ser verdad, yo no  tengo tanta suerte, nunca la he tenido y nunca la tendré. ¿A qué viene esto? Busco en Internet y encuentro a Gilda, aquí pasa algo raro, mi nariz de informático, de hacker en ciernes me dice que esta mujer no es trigo limpio. Y rápidamente me vienen a la cabeza aquellas llamadas tan extrañas al fijo, cuando aún estaba casado. Nadie contestaba, pero a veces me parecía escuchar una respiración al otro lado. ¿Y cuando me las quisieron dar con queso en aquella supuesta llamada del centro de Microsoft en Berlin y toda aquella estúpida parafernalia de que me estaban haciendo pirshing y había generado un caos mundial? ¿Y cuando a pesar de mis precauciones de profesional me hakearon dos correos, uno privado y el otro que tengo para las emergencias? ¿Y aquel intento de timo cuando una supuesta alto cargo del ejercito USA en... contactó conmigo porque quería una relación sentimental, seria por supuesto, y al parecer yo era el mejor candidato que encontró? Todo aquello me estaba oliendo a chamusquina. ¿Estaría Gilda implicada? Tenía que estarlo porque una mujer como ella no se me ofrece a mí, al tonto del culo de turno, así como así y además no tengo que pagar al contado y quiere que la instale una alarma y... Demasiadas casualidades, tío, que esto me huele a chamusquina, repito.

Tuve que dejar de pensar en ello porque casi estaba empezando a oler a chamusquina el culo de Gilda, y eso no, aquello no era material, era divino, y los culos divinos no ventosean, en todo caso exhalan perfume de ambrosía. Me estaba sugestionando. Me centro en lo que estoy haciendo. Me empalmo a pesar de que mi dedo no es el pito y la yema no tiene la sensibilidad del glande, pero es tan delicioso, un monumento al erotismo cular. Me excito demasiado y le hago daño. Vuelve su cabecita, tan perfecta, tan dulce y me pide que por favor la lubrique. No recuerdo si ya me lo había pedido antes y traje de la cocina la botella de aceite de oliva y la mantequilla o solo lo pensé o... lo importante es que la botella está allí, en el suelo, y la mantequilla sobre la cama. Prefiero el aceite, me unto el dedo y elevo las nalgas de Gildita para echar un chorrito. No sé si estoy haciendo bien o mal pero lo estoy haciendo. Y sigo con  mi dedito hurgando en su culito y cada vez me excito más y más. Y pienso: esto no puede ser verdad, aquí hay gato encerrado. La cabeza me da vueltas hasta que recuerdo aquella penetración brutal, aquella sodomía repugnante que había presenciado en la que fue mi propia casa y mi propia esposa.

No me controlo, retiro el dedito, me yergo en toda mi estatura, que no es mucha, pero es la que tengo y miro hacia abajo donde mi pene se ha estirado y erguido tanto que casi no le reconozco. No pienso en mi glande morado y friccionado y en la sangre derramada en vano, con mis manazas acaricio la redonda maravilla que los dioses olímpicos acarician en sus sueños y abro las nalgas con cuidado, busco la puerta trasera del cielo e intento enchufar mi manguerita, no esas mangueras de bombero que suelen emplearse para los incendios abrasadores. Gilda, mi dulce Gilda, parecía excitada, pero lo normal en estos casos, no para perder la razón. Continuaba con la cabeza escondida en la almohada, esa cabecita que ya amaba y que mucho me temía amaría ya para siempre, como el adolescente que ha perdido la virginidad y no es capaz de pensar en otra cosa o vivir para otra cosa. Las piernas blancas y largas, tan perfectas como si el dios, quien quiera que fuera, que no me importaba en ese momento, se movían un poco, con un ligero temblor. ¿Quién soy yo para generar semejante efecto en esta diosa olímpica?  Si fuera uno de esos efebos famosos y tontos (¡perdón por la envidia!) que salen en los medios con esas sonrisas de plastilina, como diciendo aquí estoy yo y todas ábranse de piernas y exhiban sus popas el dios Neptuno va con el tridente; si la naturaleza me hubiera dotado de cuerpo efébico, entonces comprendería ese temblor de sus piernas. Me dije que era un idiota por desaprovechar el tiempo y de un fuerte envión hice que mi espolón entrara entre las colinas de Escila y Caribdis, los dos monstruos del estrecho de Mesina, los mitológicos peligros que a punto estuvieron de tragarse a Ulises y que ahora me devorarían a mí, transformándome en un demonio sin ética ni moral, sin consciencia del pecado ni temor al castigo. Escila me atraía y el remolino de Caribdis absorbería mi bajo vientre como una ventosa insaciable.

¡Oh, qué delicia de culo!, pensé mientras mis caderas se movían en un espasmo feroz. El ariete no encontró el agujero y rebotó con fuerza en el acantilado Escila. El dolor me laceró desde el glande hasta la raíz de mi único cabello y a punto estuve de soltar un grito horrísono. Me controlé y mordí la lengua, de forma literal, para evitar perderme aquel viaje iniciático hacia el interior del paraíso por la puerta trasera. Con cuidado la yema de mi dedo tanteé hasta encontrarlo y mi pene se deslizó detrás, como un gusano ávido de sangre. Entré con suavidad, el glande respiró hondo y se deslizó al abismo, con miedo, con prudencia, pero también con la premura del deseo. Y cuando todo el gusano entró en la cueva dejé de morderme la lengua porque el placer pudo al dolor como la vida a la muerte, de forma fugaz, pero efectiva. Y lancé un suspiro de amor al viento, que lo recogió y me devolvió el de Gilda, quien agitó las nalgas como pidiendo más guerra, pero Aquiles, el hijo de Peleo, estaba herido y sin escudo por lo que se detuvo un instante para tomar aliento, lo que mis manos aprovecharon para abofetear con cariño aquellas nalgas sonrosadas, sin ojos y con una sola boca por donde  ahora nada salía. Lo había visto en las películas porno y supuse que si a una le gusta, a todas les gusta. Error que ha precipitado en el abismo a tantos hombres que no quedan servicios de emergencia bastantes para tanto rescate. Por suerte esta vez acerté. Gilda dio un gritito y sin tiempo para mi pregunta inquisitiva me pidió que me apresurara que le gustaba y que podía abofetear su culo lo que quisiera, pero con cuidado, sin pasarse, que lo bueno es bueno y lo mejor empacha.

Entonces mis manos medrosas buscaron sus pechos bajo su torso y sobre la limpia sábana de satén, tan diferente a las de mi cama como la seda al hilo de cáñamo. Y tanto buscaron que encontraron aquellos pechos que mis ojos acariciaron como los pasteles con guinda con que la diosa Venus celebra sus cumpleaños y que envidian Diana y Artemisa y tantas diosas, tal vez más pechugonas pero no tan perfectas. Y mis manos se volvieron guantes de seda y acariciaron aquellos pechos y las yemas de los dedos recorrieron sin prisa los pezones enhiestos y retozones. Y el placer pudo más que el dolor y mis caderas se estiraron como muelles para comprimirse buscando el anhelado agujero donde mi gusano parecía sentirse tan a gusto. Y entré con fuerza y con la misma fuerza comencé a excavar buscando el tesoro escondido que no estaba allí, sino por delante, tras la puerta delantera del cielo. Y por eso mis manos dejaron lo que se traían y llevaban y ávidas se deslizaron bajo las caderas blanquísimas y perfectísimas de Gilda y buscaron los toboganes que llevan al bosque de Arcadia, que rodea la cueva de Venus. Acaricié el bosque y cada rama y busqué los labios que solo besan los benditos de los dioses. Con desmañado deseo mi índice se abrió paso, inundado por el dulce elixir de la ambrosía que se desprende de la cueva de la diosa  cuando ésta se entrega al placer, sin importarle cuándo ni dónde ni quien entra o debiera entrar; cuando entregada ya no pide ni busca ni reconoce. Y aquel líquidillo me excitó hasta el desenfreno. Entonces cometí un error, olvidado de aquella escena presenciada en el Hades como castigo por mis muchos pecados. Galopé con demasiada fuerza y demasiada prisa, excitado por los quejidos de mi diosa y por la constatación de su placer generado por mi cuerpo mediocre como mediocre era mi vida.

El placer se unió al dolor en un estrecho abrazo y supongo, porque no tenía a mano un microscopio, al menos en aquel momento, que la blancura nívea y pegajosa del semen se unió a la viscosidad sanguinaria de la muerte. Y Eros y Thanatos bailaron una desenfrenada danza hasta que se separaron y el semen se secó, pero la fuente siguió manando y manando. Gilda lo estaba notando porque su pregunta me pilló por sorpresa.

-Me estás inundando. Debes tener huevos de avestruz. No me había fijado.

Su cabeza estaba vuelta hacia mí y su boca pronunciaba palabras que no deberían haber salido de su boca, solo gemidos y grititos. Ergo, deduje, no está entregada al placer, como yo pensaba, o al menos se ha tomado un descanso para saciar su curiosidad. Yo también estaba intrigado y mucho, porque el gusano saltarín había dejado de estremecerse e intentaba recluirse en su jaula de piel, pero algo seguía manando por aquella boquita de piñón, diminuta como una hormiguita que se quedara con la boca abierta. Y el glande dolía. ¡Cómo dolía el glande!

Comprendí lo que estaba pasando. Busqué con la mirada algo para taponar y encontré unas servilletas de papel que seguramente había traído con la botella de aceite. Y saqué mi glande dolorido y el resto del gusano. Rápidamente puse la servilleta por donde manaba y un color rojo intenso se extendió por el blanco níveo. Empapé servilleta tras servilleta y busqué algo más sólido. Una toalla me sirvió de momento. Gilda no miraba. Era una suerte, por Tutatis. Pero la suerte no duró, porque esperando tal vez que el gusano reptara de nuevo, dejando que el río inagotable de saliva viscosa inundara la cueva, y como esto no llegara volvió la cabeza y me vio afanado en algo que no comprendió. Y como no comprendió pregunto. Muera Sansón con todos los filisteos. Me entregué con armas y bagaje.

-¿Se puede saber qué te pasa?

Se lo dije, balbuceante, medroso. No me pude extender mucho porque ella se levantó como un tiró y miró con ojos desorbitados la sangre en las servilletas de papel y en la toalla que yo llevaba entre las piernas.

-Sujeta, sujeta fuerte. No sé cómo has podido ocultarme algo así. Tú eres tonto, cariño.

-Lo siento, pero no quería perderme tu cuerpo.

-¡Pero hombre! Por favor, mi cuerpo te esperará siempre.

-Eso es lo que decís todas y luego, sino aprovechas el momento, te quedas sin nada.

Me miró, yo creo que con dulzura. Me acarició el cráneo un poco y me siguió, compungida hasta el servicio. Allí abrió cajones, buscando algo. Encontró una botellita de plástico y antes de que pudiera darme cuenta me había echado el líquido sobre el glande, que sacara con manos expertas. Pude ver las estrellas, antes el sol y la luna, después de las estrellas galaxias y supernovas y mi gusano se escondió aterrorizado en su agujero de gusano. Todo lo contemplé en tecnicolor y cinemascope, hasta el rostro de Gilda que me miraba asustada antes de que la noche cayera sobre mi y mi cabeza se inclinara hacia atrás.

Creo que ella llegó a tiempo, pero no podría jurarlo porque al despertar me dolía la nuca y el cráneo parecía abierto como un melón que cae al suelo desde gran altura. Gilda me estaba haciendo la respiración artificial sobre el suelo. Había colocado algo bajo mi nuca, tal vez una toalla enrollada, y se afanaba como una posesa en insuflarme aliento a través de los labios. Yo la dejaba, cerraba los ojos cuando me miraba y los abría cuando ella los cerraba, siempre al apoderarse de mis labios, como si temiera que de mi boca saliera algo malo. Intenté recordar mis comidas, si me había lavado los dientes, si… Pero en lo que más pensaba era en las tetas de Gilda, erguidas, deliciosas, moviéndose con cadenciosa armonía, con sensualidad desatada cada vez que se agachaba hasta mí. Me rozaban el pecho, la cara a veces, y a punto estuve de resucitar y lanzarme sobre ella. Me lo impidió el dolor que aún se extendía desde el glande por todo el miembro, por los testículos o huevos de avestruz, como había dicho ella, por el bajo vientre, por el alto vientre hasta llegar al corazón. Notaba sus palpitaciones como una patata lanzada contra la pared, algo así como una pelota de tenis rebotando en el frontón, sin ritmo, cuando al pelotari le da la real gana.

Sin ese dolor hubiera resucitado y me habría arrojado sobre ella, la hubiera montado y galopado hasta los confines de Orión y más allá del universo, como dicen en Blade Runner, creo, sino recuerdo mal. Pero ante tal dolor decidí seguir haciéndome cómodamente el muerto y dejar que ella me besara y me besara y me besara…¿Estoy en el cielo?

Continuará.