Relatos de Terror: Rojo y diabólico
Aprovechando la proximidad de Halloween, algunos autores de TR hemos decidido escribir una serie de relatos de terror. "Rojo y diabólico" por EDOARDO.
Y dieron las doce de la noche. Alejandra se había prometido no quedarse hasta esa hora, pero era tanto el trabajo pendiente, que ni siquiera notó el paso del tiempo. Estaba tan metida en el redactar de los informes, que no se dio cuenta de como la oficina se fue vaciando, el sol ocultando o la noche cayendo, envolviendo todo con su silencio. Se había prometido no quedarse sola en el edificio, no después de media noche, pero ya era demasiado tarde.
Al escuchar la primera campanada, todo su cuerpo comenzó a temblar. Olvidándose de los reportes, se puso de pie y miró por encima de su cubículo. Lentamente, giró su cuerpo para no dejar un solo espacio por revisar y, sintiendo como el miedo empezaba a correr por sus venas tensionando cada uno de sus músculos, comprobó que efectivamente era la única en el lugar.
Desesperada al saberse sola y como primera reacción, se metió debajo del escritorio, como si eso por lo que estaba asustada no pudiera encontrarla ahí. Conforme el reloj fue marcando las doce campanadas, fue acabando con sus uñas, su corazón latió más aprisa y su semblante se fue transformando. Al escuchar la última, la expresión de su rostro era el mejor ejemplo de terror. Estaba al borde del llanto y la locura.
Todos los que en la compañía trabajaban, habían escuchado el clásico rumor del fantasma de una anciana, penando por los pasillos del edificio. Algunos incluso decían haber visto su sombra o sentido su presencia, pero nadie podía confirmar la veracidad de la leyenda. Nadie, excepto Alejandra. Ella, en otra de esas noches de trabajo pendiente, supo que cada palabra que sobre ese espectro se decía, lejos de ser exagerada, no describía lo que era encontrarse con él. Haberse topado con el espíritu de esa anciana había sido, por mucho, la peor experiencia de su vida.
Desde entonces el dormir se convirtió en una pesadilla. Cada que cerraba los ojos, en la soledad de su cuarto, esa mirada de intenso, rojo y diabólico brillo aparecía, atormentándola, haciéndole recordar su terrible encuentro. Desde entonces el dormir era una tortura y el recurrir a medicamentos para soportarlo una adicción. Todas las marcas y fórmulas de pastillas contra el cansancio y el agotamiento, eran desde hacía una semana el producto más básico de su despensa.
Siempre había escuchado que los fantasmas eran seres que dejaron algún asunto sin resolver mientras estaban vivos, que vagaban entre ambos mundos, el de los vivos y el de los muertos, esperando que esos pendientes se resolvieran algún día. "No hay porque temerles", le decía su abuela, pero qué podría decir alguien que jamás había visto uno. Si se hubiera cruzado, al menos una sola vez, con el que a ella perseguía, con el que ella veía en todos lados: en el espejo, en las nubes, en los semáforos, en el café o en el cereal, seguramente no pensaría lo mismo.
Nadie que no hubiera experimentado en carne propia lo que ella, podría entender su miedo. Nadie que no hubiera visto ese espectro moviéndose sin tocar el piso, podría comprender ese siempre sentirse vigilado, ese siempre verlo en todas partes, asechando, esperando el momento de otro encuentro. Nadie que no hubiera sentido ese escalofrío erizando cada vello de la piel, ese querer gritar y no poder, ese sentir que el aire se agota porque algo que no puedes tocar se cierra sobre tu cuello, ese comprobar que hay cosas más allá de tu entendimiento, nadie que no lo hubiera sentido podría saber esa angustia que a cada minuto presionaba su corazón.
Era por eso que no podía comentar nada con sus compañeros. Cada vez que alguno de ellos sacaba el tema del supuesto fantasma que habitaba la oficina, ella se encerraba en el baño, a llorar por la desesperación de no poder abrir la boca sin arriesgarse a que todos la tacharan de loca y por la frustración de tener que guardarse su miedo, de saberse más sola que nunca.
Era en esos momentos cuando más extrañaba a su familia, cuando más se reprochaba el haber dejado ir a aquel hombre que en la playa y arrodillado a sus pies le propuso matrimonio y al que por temor, uno que no se comparaba al que en ese instante bajo su escritorio sentía, rechazó. Era en esos momentos cuando más necesitaba de alguien a su lado, alguien que fuera a recogerla cuando se quedaba a trabajar horas extras, alguien con quien compartir su zozobra. Pero ese alguien no estaba, se encontraba sola y así, sin la ayuda de nadie, tendría que sobreponerse de aquella ansiedad.
Sin más opción que tragarse su aflicción, salió de su escondite, tomó su bolso y corrió hasta la salida. Ya hacía tiempo que la última campanada había sonado juntando los dos mundos, abriéndoles el portal tanto al fantasma de sus pesadillas como a todos los demás. Tenía que darse prisa, abandonar el edificio antes de que su peor obsesión la encontrara. El primer paso ya estaba dado, pero aún faltaba lo peor: cruzar el largo, estrecho y oscuro pasillo que la llevaba hasta el ascensor.
Para darse valor, sacó de su bolso el rosario que le había regalado su abuela. Tratando de hacer el menor ruido posible y rezando el Ave María en su mente, inició el angustiante recorrido. Con cada paso que se acercaba a su meta, se sentía a la vez más aliviada y más ansiosa. La puerta del elevador estaba cada vez menos lejos, pero el tiempo pasaba y ese ser de transparente apariencia podía aparecer en cualquier momento.
Su corazón se aceleraba con cada centímetro recorrido y su respiración era tan agitada que rompía el silencio que reinaba en el lugar. Cada que pasaba por la puerta de otra oficina sus ojos se cerraban instintivamente, como si no quisiera ver lo que por ella pudiera salir, como si un espectro necesitara de una puerta para entrar. En su pensamiento seguía repitiendo las líneas del Ave María y mantenía un paso sigiloso, cubriendo ya su nariz y boca, buscando callar su agitada respiración.
Pero los fantasmas no se guían por ruidos o sonidos, les basta percibir esa vibración que ellos mismos tenían antes de la muerte, ese aro de luminosidad que rodea a toda persona y que aún en la más profunda oscuridad es visible para quien ya no lo tiene. Por esa razón la cautela de Alejandra, más que ayudarle, fue su peor enemiga. Si hubiera corrido hasta el ascensor en lugar de caminar lenta y calladamente, habría salido del edificio sin más problema que su miedo. Si en lugar de ponerse a rezar, pensando que con eso ahuyentaría a los malos espíritus, se hubiera dado prisa, se habría encontrado ya en casa, pero no era así. Estaba a la mitad del pasillo y la otra mitad, ya no podría recorrerla.
De repente, el aliento que escapaba por los huecos de entre los dedos de la mano con que cubría su boca y nariz se tornó visible, hecho que no podía deberse a otra cosa que no fuera la disminución de la temperatura. El frío comenzó a envolver su cuerpo sumándole intensidad al temblor de sus piernas, manos y dientes. La velocidad de su respiración aumentó al saber que de un momento a otro su peor pesadilla saldría a su encuentro y se transformó en un desesperado jadeo cuando finalmente sucedió lo que tanto temía.
En el otro extremo del pasillo, en ese donde se encontraba el acceso al elevador y proveniente del techo, apareció el causante de días sin dormir, el culpable de que viviera en un constante terror. Ahí, a unos cuantos metros y con esa mirada llena de odio y resentimiento, se encontraba ese fantasma que tan miserable le había hecho la vida. Volando sobre el piso, se acercaba hacia ella, transmitiéndole toda esa tristeza y toda esa rabia de la que estaba hecho, paralizándola de terror, imposibilitándole el siquiera mover la lengua.
Cada vez estaba más cerca y Alejandra no podía separar sus pies del suelo. Era tanto el miedo que viajaba por su sangre, que su cuerpo había aumentado de peso y no podía hacer nada por escapar. Su frecuencia cardiaca era tan alta que empezó a preocuparse por la posibilidad de sufrir un infarto, aunque para como estaban las cosas, esa idea no le resultaba tan mala.
En su mente, las frases del Padre nuestro iban y venían, como último recurso para librarse de aquella presencia de ultratumba. Reuniendo toda esa fe que desde una semana atrás, desde la noche que se topara por primera vez con aquel fantasma de la anciana, había comenzado a sentir, repetía sin cansancio la oración, viendo como el espíritu continuaba su andar de manera paciente, como queriéndola torturar por más tiempo. Los rezos en poco o nada ayudaban y la distancia entre ella y la muerte era cada vez más corta, así como su miedo era cada vez más grande.
Faltando poco para el choque, cuando las plegarias se hacían más dolidas y faltas de esperanza, la respiración más agitada y el latir más acelerado, esa especie de sombra fue tomando forma. Esa especie de telaraña flotando por el cada vez más frío ambiente, se fue transformando en el cuerpo de un hombre, desmintiendo los rumores de que el espíritu de una anciana era el que habitaba el edificio. Pero ese detalle a ella poco le importaba. Hombre o mujer, ese ser que inundaba el lugar con su sed de venganza estaba ya frente a sus ojos, mirándola de manera profunda, haciendo que el terror entrara hasta en sus huesos.
Con un suave, escalofriante y casi imperceptible toque, acarició una de sus mejillas, robándole un poco de vida y regresándole la movilidad a sus piernas, que comenzaron a temblar como pescados fuera del agua. La aterrada mujer cerró los ojos, como buscando escapar un poco de todo aquello, pero ese par de rojos y diabólicos destellos por los que había dejado de dormir empezaron a taladrar su mente, al mismo tiempo que esa fría caricia bajaba de su rostro a sus senos y después a su entrepierna.
Su sangre se fue helando, el bronceado de su piel fue desapareciendo para darle paso a una extrema palidez y su cabello, tan oscuro y largo como aquel pasillo, se llenó de canas. Las caricias subían de tono, atemorizándola aún más, acercándola a esa locura a la que tantas veces había pensado llegaría. En su pensamiento los rezos eran cada vez más débiles y cuando finalmente pararon, el rosario que con todas sus fuerzas apretaba entre sus dedos se desmoronó, formando un pequeño montículo de tierra que, al igual que sus esperanzas, se dispersó con el frío del viento.
Entonces, en el instante en que la última partícula de polvo se perdió en la oscuridad de aquel pasillo, las oraciones en su cabeza fueron reemplazadas por la voz del fantasma, que sonaba como un intenso eco que la quemaba por dentro. Por sus oídos no entraba sonido alguno y los labios del espectro no se movían, pero esa voz se clavaba en su cerebro, diciéndole cosas que no entendía. Cosas que no comprendía, pero aumentaban su terror y su desesperanza.
Las caricias en su sexo, esas que la penetraban con lamentos que corrompían sus órganos y mataban sus células, se detuvieron, pero dieron paso a algo peor. Alrededor de su cuello, como un velo invisible que apenas y podía percibirse, se postró esa sensación de falta de aire. Nada había que estuviera presionándola, pero su garganta se cerraba poco a poco impidiendo el paso del aire a sus pulmones, que se fueron inflamando lentamente. Todo su cuerpo temblaba, los huesos le dolían, la voz en su cabeza no paraba de atormentarla y su corazón parecía haberse detenido. El final estaba cerca, lo sabía.
Entonces abrió los ojos y miró a su verdugo, olvidándose del temor que le causaba ese rojo y diabólico brillo por el que se había vuelto adicta a las pastillas. Pensando en lo que su abuela le había comentado, en eso de que todas las almas en pena lo son porque dejaron algún pendiente a su partida del mundo de los vivos, sacó fuerzas de su extrema flaqueza y, con una enorme dificultad por la falta de aire, trató de averiguar el asunto sin resolver de la que en esos momentos intentaba acabar con su existencia.
¿Hay...hay algo en lo que te pueda ayudar? ¿Algún asunto que quieras concretar? - Preguntó Alejandra.
Claro que sí. Cuando estaba vivo, cuando mi corazón aún latía como el tuyo débilmente lo hace ahora, tuve un sueño que nunca pude cumplir. - Respondió el espectro directo al cerebro de la chica.
Dime cuál...cuál es ese sueño. - Pidió la agonizante mujer.
Ese sueño que nunca pude cumplir...es asesinar a alguien. - Dijo el dueño de esos ojos de rojo y diabólico brillo, antes de, finalmente, hacer lo que tanto había anhelado.
Alejandra sintió que sus pulmones explotaron y sus ojos comenzaron a llorar sangre. Se despidió de la vida con un grito de una mezcla de dolor y miedo tan profunda y horrible que se grabó en todas las paredes, esas en las que su espíritu, desprendiéndose de ese cuerpo tirado a mitad del pasillo y al dar ya la una de la madrugada, se ocultaría hasta la siguiente media noche, hora en que, sustituyendo al espectro que ella misma acababa de liberar, saldría con la intención de aterrorizar a alguien más con el blanco de sus cabellos, la expresión de infinito odio en su rostro y el rojo y diabólico brillo de sus ojos. Con la esperanza de encontrarse con alguno de sus compañeros, al menos uno a quien pasarle la estafeta de su penar.