Relatos de Terror: Lola no puede descansar en paz

Aprovechando la proximidad de Halloween, algunos autores de TR hemos decidido escribir una serie de relatos de terror. "Lola no puede descansar en paz" por TRAZADA.

Intentas tragar saliva. No lo consigues. El frigorífico. Tienes la boca seca. Se te arrastra un sabor metálico por el fondo de la lengua y el velo del paladar. Te tiemblan las manos. Tiemblas toda tú. Vuelves a fijar la mirada en la puerta del frigorífico. Los dos recortes de prensa siguen sujetos por los imanes. "Mata de un hachazo a su mujer". "Malhiere a su compañera". Los recortes no estaban un minuto antes. Trajinabas en la cocina y no estaban. Surgieron de la nada. ¿O habrá sido Alberto? Y, si fue él ¿cómo lo hizo? Corres al recibidor. La puerta de casa está bien cerrada: dos vueltas de llave y el pasador. Vives en un séptimo. Solo los pájaros podrían entrar por las ventanas. Penetras en la salita y te derrumbas en el sofá. Tranquila, Lola. Todo tiene explicación. Es fundamental conservar la calma. Recapacita. Estabas sola en casa y no había recortes de prensa. Sigues sola, y los hay. ¿Cómo aparecieron?

"Mata de un hachazo a su mujer". "Malhiere a su compañera". Alberto bebía y se le volvían el gesto torvo y la mano suelta. "Aparta, golfa", y puñada que lacera carnes y atormenta terminaciones nerviosas. "La sopa está fría, hija de puta", y golpes que, pese a la barrera de la ropa, amoratan los pechos y dejan las costillas lastimadas. Lo peor no es la sangre. Ni las magulladuras. Ni el dolor. Lo peor es el miedo que se agarra al alma. El miedo, Lola, te cambió el carácter y se enredó en tu corazón. El miedo deja un regusto de moho en la boca y huele a vientre descompuesto. Agota. Destroza. Corrompe. Mata sin dejar morir.

Los recortes de prensa. Alberto lo juró por sus muertos en la puerta del Juzgado: "¿Una orden de alejamiento? ¿Qué no puedo acercarme a dónde tú estés? Además de puta eres estúpida. Te mataré ¿me oyes? Ya estás muerta aunque todavía no lo sepas".

No consigues relajarte. Necesitas compañía. Decides telefonear a tu hermana. Levantas el auricular. Aguardas a que dé tono. No hay línea. El teléfono está muerto. Queda el móvil. En la cocina. Vas. Batería descargada. Buscas el cargador. Lo guardas en el primer cajón del aparador. Lo viste ayer mismo. No está. Desapareció. Quizá se trasmutó en recortes de prensa, trepó por la puerta del frigorífico y se vistió de imanes. Te encuentras incomunicada. Mejor que salgas de casa, Lola. La compañía alivia el miedo. Lo aminora. Lo mengua. La soledad lo agranda. Te pones el chaquetón. Corres a la puerta. Despasas los cerrojos. La puerta no se abre. La sujeta un extraño mecanismo que ni conoces ni controlas. No consigues salir. Estás encerrada. Prisionera. Apartada del mundo. Intenta abrir las ventanas. Imposible. Están encajadas. Eres un pececillo en la pecera. No hay salida. "Lasciate ogni speranza".

¡El ordenador! ¿Cómo no lo pensaste antes? Messenger, chat, e-mail. Tres caminos por los que asomarse al exterior. Tres escaleras por las que emerger del pozo. Conectas el ordenador y aguardas a que se ilumine la pantalla y muestre los almendros en flor que tienes como fondo de escritorio. Se forma la imagen. Quedas paralizada. La pantalla no se llena de almendros. La ocupa la fotografía de tu propio rostro deformado: Tienes el ojo derecho cerrado y rodeado de carne violácea, y los pómulos anormalmente hinchados. Muestras una brecha en la ceja izquierda, la nariz se ve torcida, rota y bañada en sangre y lívidos verdugones cruzan tu cuello. No sabes nada. No entiendes nada. No comprendes nada. El miedo crece, se ensancha, se convierte en terror. Ensucias las bragas, no puedes remediarlo. Se te han aflojado los esfínteres. Domínate, Lola. Entra en Internet. Le das al ratón. "No está conectado al servidor". No hay chat. No hay messenger. No hay e-mails. Hay recortes de prensa. Está tu encierro. Está tu cara malherida en la pantalla del ordenador. Eres tú y tu circunstancia. Flotan en el aire, ponzoñosos, omnipresentes e invisibles, los puños de Alberto.

"Yo os declaro marido y mujer". Bailasteis "El Danubio azul" y los invitados aplaudieron. Maldita la hora en que luciste el traje de novia, Lola. Maldita la hora.

¿Qué hacer? Una última esperanza. La ventana y la finca de enfrente. Tal vez te vean.

Mueves los brazos tras el cristal. Los agitas hasta que te duelen. Una niña te saluda desde un balcón del otro lado de la calle. Redoblas la energía de tus movimientos. Sigue saludándote. Luego se va.

En los relatos de terror, suele relampaguear y ser noche cerrada. La realidad no necesita ambientación. Afuera hay color y luz. El sol da en las fachadas de la otra acera y el cielo se ve azul y limpio. De puertas adentro, en la pantalla del ordenador, estás tú, masacrada, martirizada, destruida.

Tal vez si rompieras los cristales

Corres al armario en el que guardas las herramientas. Rebuscas hasta dar con el martillo. Aprietas fuerte el mango. Atizas un martillazo al cristal de la ventana. Lo rompes, pero sin alboroto. Está hecho del mismo material que los parabrisas de los coches. Se hace trizas, pero no cae.

¿Gritar? Los muros son gruesos. Además nadie se preocupa por nadie en vuestra finca. Cada cual va a lo suyo, y a los demás que los zurzan. No hay solución, Lola. Estás atrapada.

Comienzas a sollozar, sacudida por hipidos que te remueven los cimientos del cuerpo. El terror es rapaz de pluma embetunada. Clava sus garras en tus hombros y te tantea las carnes con la punta de las alas, despertando temblores que te agitan rodillas, pulsos y sesos y desdibujan tus ideas. Respiras rápido. Un frío intenso te hiela los entresijos del cuerpo. Te rindes.

Llega, desde la cocina, la risa de Alberto. Tu marido grita "¡mala puta!" y se acerca, grandón, por el pasillo. Ni te mueves. Permaneces ajena y sentada en el sofá, los brazos yertos y los ojos vacíos. Alberto convierte sus manos en puños y, sabiéndose amo, te atiza el primer golpe.

..

No sucedió así, Lola, aunque esa sea tu versión de hoy. Aquella mañana de hace siete meses y cuatro días te proponías comprar en el supermercado. Alberto te esperaba en el portal. Gritó "¡mala puta!". Te dio dos puñetazos y te asestó cinco puñaladas, una de ellas mortal de necesidad. Te enterraron el sábado siguiente en un nicho de segunda tramada. Tu hermana lloró desconsolada. Tus sobrinos se miraron las punteras de los zapatos. Asistió mucha gente que no conocías. Acudió la televisión, y una locutora pelirroja habló de ti como la última víctima de la violencia de "género".

Pero tú no está muerta. Al menos no del todo. Creen los poetas que solo el amor trasciende de la muerte. Se equivocan. El amor muere con las personas, el terror no. Quien agoniza aterrorizado es inmune a la muerte total. Las neuronas cerebrales se deterioran a los ocho minutos del paro cardiaco. Las vísceras aguantan algún tiempo más. Uñas y cabellos tardan en morir. El terror ni muere ni deja morir enteramente a quienes lo padecen. El terror anida y late en los cementerios. Los perros lo ventean en noches de aullidos. Las gentes sencillas lo intuyen y evitan acercarse de noche a las tapias del camposanto. No has muerto del todo, Lola. Lo impide el terror. Hoy te encerró en casa e inventó recortes de prensa para que sigas sufriendo –el sufrimiento es el alimento del terror-. Mañana escarbará en tu nicho e hilvanará otra historia distinta. Seguirá martirizándote eternamente en ese duermevela en el que malmueres, atascada en el vértice del tránsito entre vida y más allá.

Es imposible descansar en paz si el terror persiste.

Tú lo sabes bien, Lola: Ese es tu infierno.