Relatos de Terror: La puerta negra

Aprovechando la proximidad de Halloween, algunos autores de TR hemos decidido escribir una serie de relatos de terror. "La puerta negra" por TRAVEN.

Todo ocurrió el último día de las vacaciones de navidad. Mi primo Marcos llevaba toda la semana insistiendo en que nos escapásemos a la isla. Sabía que nuestros padres nos lo tenían prohibido, pero tanto él como María, su hermana, querían ir allí, y cada vez que yo intentaba disuadirlos, se burlaban de mí llamándome cobarde y paleto.

Los días anteriores había conseguido evitarlo gracias al mal tiempo, ni siquiera los adultos se atrevían a atravesar aquel brazo de mar en un bote con ese tiempo. Pero esa mañana, el tiempo cambió, amaneció un día completamente despejado y el mar parecía auténticamente una balsa.

Fuimos los tres a escondidas hasta el embarcadero viejo y, cuando comprobamos que nadie nos veía, cogimos un bote y nos aventuramos en el mar camino de la isla. Era un trecho corto y no tardamos mucho más de media hora. Al llegar, escondimos la barca entre unas rocas junto a la playa, seguramente igual que durante años habían hecho los contrabandistas que utilizaban la isla y sus cuevas como escondite.

En cuanto desembarcamos, mis primos me pidieron que les llevase hasta la cueva de los muertos, querían ver la puerta negra. Mi padre me había llevado allí en un par de ocasiones y me había contado su leyenda. Al parecer la puerta la mandó poner unos cincuenta años antes el cacique del pueblo, Don Severo. Sus hombres habían llegado hasta la cueva persiguiendo a uno de los más famosos bandidos y contrabandistas de la época, "El Rubio", quien se habría escondido entre los pasadizos de la cueva sin que lograsen encontrarlo. Enfermo de rabia por no poder atraparlo, Don Severo, después de dos días buscando en el interior de la cueva, ordenó que la cerrasen en el último punto en el que se había encontrado su rastro.

Jamás se volvió a saber del "Rubio", muchos dicen que murió en la cueva y que su espíritu vaga en pena por sus pasadizos, otros, mi padre entre ellos, aseguran que la cueva tenía otra salida por alguno de sus innumerables pasadizos que únicamente "El Rubio" conocía, y que, cuando los hombres de Don Severo pusieron la puerta, él ya se encontraba fuera de la isla disfrutando de todo lo que les había robado al propio Don Severo y a sus amigos.

Nunca debí abrir aquella puerta. Mi padre me lo había advertido innumerables veces, pero a los trece años la prudencia no es una virtud demasiado valorada, y ante Marcos y María, mis repelentes primos de la ciudad, no podía aparecer como un cobarde. Así que, cuando Marcos me dijo que no me atrevería a entrar allí, al tiempo que sonreía maliciosamente y guiñaba un ojo cómplice a su hermana pequeña, no me quedó más opción que abrir y aventurarme a entrar en el maldito túnel.

La puerta era pesada, debía ser de plomo o algún material parecido, y se notaba que hacía años que nadie la abría, por lo que me costó bastante empujarla lo suficiente para poder entrar. Estaba oscuro y el ambiente era húmedo y frío, no se veía más allá de un par de metros por delante, encendí el mechero que llevaba en el bolsillo para alumbrarme y me di media vuelta para decir a mis primos que me siguieran, pero allí ya no había nadie y la puerta estaba cerrada. Me habían encerrado en aquella maldita cueva. Mientras golpeaba la puerta, imposible de abrir desde dentro, pude oír sus risas alejándose, al tiempo que me gritaban "Adiós paleto, a ver si tenía razón tu padre y encuentras el camino de salida".

Aquello no podía estar pasando, el cabrón de Marcos me la había jugado, no sé como podía haberme fiado de él.

Era culpa de mi madre, siempre insistiendo en que jugase con mis primos, en que me llevase bien con ellos, en que Marcos era muy buen chico y muy listo y que María era un primor, en que los pobres estaban muy tristes desde la muerte de su madre y en el pueblo del abuelo no tenían más amigos, y que lo hiciera por ella, que ya vería como al final terminábamos llevándonos bien. Todas las navidades la misma cantinela y siempre acababa siendo un desastre, pero esta vez la cosa había ido demasiado lejos.

Al principio pensé que sería una broma y que después de un rato volverían a sacarme, por lo que me quedé sentado junto a la puerta. Pero el tiempo pasaba y al cabo de más de tres horas seguía allí, completamente solo y encerrado. Se acercaba la hora de comer, tenía hambre y cada vez hacía más frío, la humedad empezaba a calarme los huesos y en un momento me di cuenta de que no pensaban volver a buscarme. Sólo quedaba esperar que me echasen de menos en el pueblo y mis padres decidiesen salir en mi busca. Pero eso podía no pasar hasta la cena, en el pueblo era habitual que muchos de los chicos comiésemos el último día de las vacaciones en la tahona de Manuel, donde ese día ponían una empanada y una tarta que a todos nos volvía locos. De seguro que nadie me echaría de menos hasta la cena.

En ese momento fue cuando empecé a asustarme de verdad, necesitaba volver a casa antes de las ocho para ponerme la insulina, sino lo hacía y no me encontraban a tiempo, ese podría ser mi último día.

Decidí que tenía que buscar la otra salida de aquella cueva, la que según mi padre había usado "El Rubio" para escapar de Don Severo. Afortunadamente tenía mi mechero y estaba con la carga casi llena, por lo que podría iluminarme algo el camino y buscar las corrientes de aire que me llevarían a la salida. En todo caso, no podía mantener la llama encendida todo el tiempo, la búsqueda de la salida podía durar horas, no debía olvidar que los hombres de Don Severo buscaron al "Rubio" durante dos días en aquella cueva y ni le encontraron a él ni dieron con ninguna salida.

Comencé a andar encendiendo el mechero a cada cinco pasos y tanteando las paredes con las manos, sin lograr evitar con ello golpearme unas cuantas veces en las piernas y también en la cabeza con los innumerables salientes de roca. A unos veinte o veinticinco metros de la puerta, di con la primera bifurcación, con ayuda del mechero que parecía indicarme que de allí venía el aire, me dirigí hacia la derecha. La operación se repitió unas cuatro o cinco veces más, en alguno de los túneles me veía obligado a desplazarme casi tumbado y empezaba a estar lleno de arañazos. Al cabo de casi dos horas de camino, parecía que la corriente de aire era cada vez más fuerte, pensé que había acertado y me acercaba a la salida. Avancé arrastrándome unos cuatro o cinco metros más y conseguí salir a una cavidad bastante mayor, podía ponerme de pie, encendí el mechero para ver donde me encontraba y, al girar mi cabeza, me encontré de nuevo con la puerta negra.

Me caí al suelo y empecé a llorar, llamando a mi padre entre sollozos, parecía el fin. Pero todavía era pronto, no eran más que las cuatro de la tarde, tenía cuatro horas más para intentar salir de allí antes de que la falta de insulina me afectase y pudiese sufrir un coma diabético, debía volver a intentarlo.

Volví a adentrarme en la cueva, al tiempo que secaba mis lágrimas y restregaba la manga del jersey por la nariz. Esta vez, al llegar a la primera bifurcación, tomé el túnel de mi izquierda. Al igual que en el primer recorrido, a cada pocos metros me encontraba con nuevos túneles y nuevas decisiones que tomar, sólo que ésta vez, ya casi desde el principio, los pasadizos eran más estrechos y me era prácticamente imposible incorporarme en ningún momento. El tiempo pasaba y no parecía acercarme a ninguna salida, durante casi dos horas, el camino elegido descendía más y más al interior de la cueva, el aire se hacía a cada paso más irrespirable, lo que hacía que mi avance fuera también cada vez más lento.

En un momento, me pareció empezar a oír una voz, ¿Sería posible? Tal vez ya venían a buscarme. Pero no, eso no era posible, aquella voz o lo que demonios fuera que estaba oyendo, sonaba demasiado cerca de mí, tendrían que estar a tan sólo unos pasos y, de ser así, ya estaría viendo la luz de sus linternas. Seguramente sería algún animal, ratones, murciélagos, o cualquier otro bicho que pudiera andar por allí metido…, pero no, lo que yo oía era una voz, no podía distinguir palabra alguna, pero sin duda sonaba humano..., grité, llamando por si alguien me oyera, nada, no había respuesta..., era absurdo, allí no había nadie. Mi imaginación debía estar jugándome una mala pasada.

Seguí avanzando con esa voz ya casi metida en mi cabeza, convenciéndome a mí mismo de que no era más que una alucinación. El sonido era claro, pero no entendía lo que podía estar diciendo, sin duda era fruto de mi propio cansancio.

El pasadizo en el que había entrado era cada vez más estrecho, avanzaba arrastrándome, completamente tumbado, había agua en el suelo y mis ropas estaban empapadas. El frío era intenso, tiritaba al tiempo que me dolían las heridas que ya se repartían por casi todo mi cuerpo, sangrando sin remedio. Avanzaba por que no podía hacer otra cosa, pasaban las horas, hacía tiempo que pasaron las cuatro horas que faltaban para mi inyección, mi reloj marcaba ya más de las diez de la noche y la carga del mechero estaba a punto de agotarse.

Empezaba a sentirme mareado, me costaba respirar. Sabía que, como muchas veces me habían advertido los médicos, eran los primeros síntomas, pronto la fatiga y la sed intensa darían paso a los vómitos, y estos, al dolor y el agarrotamiento muscular de la cetoacidosis, que se uniría al producido por las heridas.

Ya casi no me quedaban fuerzas para seguir arrastrándome, estaba a un paso de entregarme, cuando me pareció que a lo lejos, en el túnel, se veía una pequeña luz, una rendija que filtraba la luz de la luna llena. Me arrastré como pude por encima de mis propios vómitos que se pegaban a mi cuerpo y a mi ropa ya empapada, logré avanzar en dirección a lo que creí que sería la salida, pero a falta de tan solo dos metros, cuando ya el limpio aire de la noche llegaba hasta mi cara, mi cintura se quedó encajada entre las rocas, intenté tirar de mi cuerpo agarrándome con las manos en un saliente de la roca y moviendo los pies absurdamente, como un conejo atrapado en un cepo.

Gasté todas las fuerzas que me quedaban y me rendí, desmayé mi cuerpo ya a un paso de la inconsciencia...

No recuerdo el tiempo que pasó hasta que vi a mi padre, iba acompañado de uno de los guardias del pueblo y llevaban linternas, se les veía nerviosos y agotados, debían llevar horas buscándome. Le vi acercarse a mi cuerpo y agacharse junto a él, gritaba y maldecía, y sus gritos se confundían con su llanto. Intenté hablarle y no entendía por que no podía escucharme, hasta que a mi derecha pude oír, ésta vez con nitidez, la voz del "Rubio" que me decía, "no te esfuerces, Javier, ya no formas parte de su mundo".

Después vimos como venía más gente desde el pueblo, como desencajaban mi cuerpo de la roca y a mi padre alejándose con él entre sus brazos.

Han pasado veinte años desde entonces, y aquí seguimos los dos, detrás de la puerta negra, esperando que un día vuelva mi primo Marcos.