Relatos de Terror: La pesadilla

Aprovechando que se acerca Halloween, algunos autores de TR hemos decidido escribir una serie de relatos de terror. "La pesadilla" por CARLETTO.

Oscuridad. Solamente oscuridad.

No puedes moverte. Tu pequeño corazón golpea con ruidos de pelota contra las costillas. ¡Púm! ¡Púm! ¡Púm!. Cerca de ti, demasiado cerca, un aleteo eriza tu piel desnuda. Estás cansado, muy cansado.


¿Vienes, Dani? – te grita tu amigo. Y corréis los dos por el Parque, libres como la brisa, las frentes sudorosas, los flequillos al viento, chillando como salvajes, como niños. Sí, como niños a su libre albedrío. Como niños que juegan sin ninguna cortapisa, sin ninguna madre, o abuelo jubilado, o niñera que los vigile por unos euros. Tiene ciertas ventajas esto de ser pobre, esto de que tu madre tenga que trabajar de sol a sol, para que tú puedas corretear a tu antojo, triscar como una bestezuela, mirar admirado la vida de tu alrededor con tus preciosos ojos azules. Tus ojos.

-¡Qué ojos más bonitos tienes, niño!- te dijo el señor aquel, tan raro. Raro pero simpático. Y tú, por una vez en tu vida, te sentiste orgulloso de algo tuyo.

Lo viste, otras veces, rondar por el Parque. Con su gabardina oscura, las manos siempre en los bolsillos. Mirando, siempre mirando


Has despertado otra noche gritando, sollozando. Con los ojos anegados en lágrimas, frotándotelos con el dorso de las manos, queriendo espantar el sueño, la pesadilla terrible. Los pájaros, siempre los pájaros.

Temes dormirte de nuevo. No quieres, no, no, no. Sientes los miembros laxos. El ruido eterno del grifo goteando se amortigua. En la otra habitación, la única, ronca mamá. Agotada. No pudiste ni contarle lo del señor raro, ese que te da caramelos para que te los comas, mientras él te mira como si quisiera comerte a ti. Recuerdas lo buenos que estaban. Los tiene de todas clases. Sus bolsillos son pozos sin fondo, repletos de dulces que tú jamás puedes comprarte. Y él te los da... gratis. ¡Qué buenos están!.Sacas la lengua y te relames los labios, rememorando el sabor delicioso. Tu cuerpo se desploma en una nube.

Sientes terror. Sabes lo que va a ocurrir. Lo presientes en todo tu ser. Alas que se mueven muy cerca, tan cerca que levantan jirones de niebla mientras una luz te deslumbra. Quieres cerrar los ojos, pero no puedes. Quieres huir, pero tu cuerpo no te obedece. Correas invisibles te atan a la nube, a la niebla, al sueño.

Tus ojos desorbitados, horrorizados, tienen que mirar lo que no quieren. Ojillos ladinos, crueles, fríos, horribles. Notas sobre tu pecho el peso liviano de su cuerpo, de sus garras arañando tu carne.

Miras sus ojos amarillentos… y su pico curvo, duro, feroz. ¡Su pico!. Con un pequeño salto se posa sobre tus labios. Te repugna el olor fétido de su plumaje, pero no es a su olor a lo que más temes… no.

Intentas cerrar, frenético, tus ojos. Pero ya es tarde. Ya está – otra vez – entreabriendo el pico, mostrándote la punta de la lengua insaciable, acercándose más, y más, y más hacia tu ojo derecho.

Gritas, aúllas, lanzas alaridos de dolor, de miedo y de pena. Sí, de pena. Pena por ti y por tus ojos. Sabes que, sin ellos, el hombre raro no te dará dulces.


Hoy tu amigo Renato te ha contado una historia extraña. Habló de hombres que buscan a niños como vosotros, que les ofrecen caramelos, que les hacen "cosas feas". Tú has temblado. Has pensado que sabe algo. Que ha descubierto que tu amigo raro te da caramelos y te dice cosas bonitas. Seguramente es envidia, porque Renato no tiene los ojos bonitos y no le dice nadie nada agradable. Has reñido con él, sin ni siquiera saber él, el porqué de la riña. Tú sí.

Te has marchado corriendo. Enfadado con Renato y con todos. Con unas ganas enormes de llorar. Tienes la impresión de que ya no verás otra vez al hombre raro. Que ya no se atreverá a ir por el Parque. Nadie te dará caramelos nunca más.

Llevas un cordón desatado en las viejas deportivas. Tropiezas y caes cuan largo eres. Solo te faltaba eso. Ahora si que lloras con ganas. Oyes un coche frenar a tu lado. Temes que te riñan y comienzas a levantarte. Te chistan desde el coche. Levantas tus ojazos azules, agitando las pestañas húmedas sobre lagos de pureza intachable. Olvidas de golpe tu rodilla sangrante: es ÉL.

Sentado a su lado masticas un caramelo. Le sonríes a través de los ojos velados todavía por las lágrimas. El coche corre mucho. Le quieres decir que tú no vives por allí, pero ya te has dormido.


Calor. Notas un calor agobiante en el rostro. Luz. Mucha luz. ¿Estás soñando? Ahora no estás en la nube, sino sobre algo duro. No puedes cerrar los ojos. Como en el sueño. Llevas algo que te impide cerrarlos, como unos ganchitos, como si las garras del pájaro hiciesen fuerza para impedir que bajes los párpados. Algo se interpone entre el foco y tú. No puedes ver bien la cara con tus ojos deslumbrados, pero notas algo familiar en el rostro, en los ojos de quien te mira muy de cerca. Si. Son ojos amarillentos, como los del pájaro de la pesadilla. Y sus labios te sonríen. ¡Es tu amigo raro! Te relajas. No temes. Sabes que no te hará nada malo. Estás tan seguro, que no te asustas cuando acerca hacia tu ojo derecho una cosa dura y brillante. Tan dura y tan brillante como el pico del pájaro.


Oscuridad. Solamente oscuridad.

No puedes moverte. Tu pequeño corazón golpea con ruidos de pelota contra tus costillas. ¡Púm! ¡Púm! ¡Púm!. Cerca de ti, demasiado cerca, un aleteo eriza tu piel desnuda. Estás cansado, muy cansado.

Finalmente puedes levantar una mano, arrancando la venda que cubre tus ojos.

No. Tus ojos no.

Te duele el costado. Palpas un costurón reciente que no sabes lo que significa. Piensas que ya se lo preguntarás a tu amigo raro.

Vuelves a dormirte en el arcén. Los pájaros, esta vez reales, se posan sobre tí, curiosos, hambrientos, acercando – cada vez más – sus picos insaciables a tus cuencas vacías.