Relatos de juventud libro 2: Cap 3

Ellas solo querían a un chico malo. Yo sería el chico malo que les haría desear a los buenos.

AVISO QUE SI NO HAS LEÍDO Y COMPRADO EL PRIMER LIBRO, LEER ESTOS CAAPÍTULOS PUEDO ESTROPEAR LA TRAMA Y REVELAR DETALLES DE LA TRAMA.

3

–Hola –dijo ella con una sonrisa tímida.

–Hola –respondí tratando a duras penas que no se notase mi mal humor.

–¿Va todo bien? He visto a Maite algo seria.

–Si. Cosas de la presentación. Nada que no se pueda resolver con un poco más de tiempo

–Seguro que os irá bien.

–Gracias. ¿Y qué te trae por aquí?

–Pues… venía a ver si tenían el segundo libro de la lista que me diste.

Traté de recordar cual era el título que había puesto en segundo lugar, pero no estaba seguro.

–¿Me refrescas la memoria y me dices cuál es?

–Marcelo en el mundo real.

–Cierto. Buena elección.

–No tendrá un final como el anterior, ¿no?

No pude evitar sonreír ante la expresión de su cara. Hasta ese momento no me había parada a ver lo próximo que estábamos el uno del otro. Hice como que meditaba una respuesta, pero en realidad quería sentir y embriagarme unos segundos en el perfume de su cuello de cisne. Ese olor a pera dulce, era un suplicio para mis sentidos.

–Si te refieres a que si tiene un final que deja huella, entonces sí. Es de esa clase de libros. Y su protagonista, no es alguien a quien llegues a olvidar fácilmente. Pero me temo que no es el mejor momento para devolver o sacar libros. El bibliotecario se ha ido y la clase de historia está por empezar.

–Ya lo he visto –dijo mirando hacia el mostrador vacío –intercambiamos miradas unos segundos hasta que ella se volvió para marcharse–. Supongo que volveré luego. Nos vemos en clase.

–Espera –respondí, logrando que se volviera a mirarme–. Hay un libro que quiero enseñarte.

Avancé hasta el fondo de la sala y me dirigí a las estanterías de la derecha. Ella me siguió. Sonreí como un demonio travieso que está a punto de hacer algo que no debería.

–Debería estar en los estantes de abajo –me incliné hasta quedar de cuclillas y fingí buscarlo–. Entre dos acabaremos antes.

–Claro –respondí mientras se agachaba a mi lado –¿Qué libro es?

Me giré y la miré con falso arrepentimiento.

–En realidad, no hay libro. Solo era una mentira para poder estar a solas unos minutos. Me disculparía por haberte engañado, pero ha valido la pena si la recompensa es tener un poco de privacidad a tu lado. Y creo que quizás, tú también querías lo mismo.

Ella, se colocó el cabello tras las orejas, miró a un lado por si veía a alguien, se pasó discretamente la lengua por los labios y luego clavó sus hermosos ojos sobre los míos.

–¿Por qué piensas eso?

–Has venido en cuanto sonó la sirena, no antes. Si querías sacar el libro, el mejor momento habría sido durante el recreo, no ahora. A eso se añade la forma en la que me miras.

Mi respuesta razonada pareció sorprenderla y avergonzarla.

–¿Cómo te miro?

–Con mucha curiosidad. Una curiosidad que no te resulta fácil de entender y a la que quieres dar respuesta. A mí me pasa lo mismo contigo. Cuanto más te miro, cuanto más hablamos, más me gusta tenerte cerca. Y al igual que te dije ayer, me muero por besarte, Leoni. Y es lo que voy a hacer.

Agarré su muñeca para tirar de ella hacia mí. Aquello nos hizo perder el equilibrio. Logré apoyar una mano en el suelo mientras Leoni prácticamente caía sobre mí. Tenía su boca a milímetros de la mía. Sentía su aliento rozar mis labios, mientras el interrogante de que pasaría a continuación nos tenía a ambos en vilo. Sin que se diera cuenta, mientras caíamos llevé la mano hacia la parte baja de su espalda. Estaba casi recostado con una de las chicas más hermosas de la clase entre mis brazos, con sus preciosos ojos color miel pendientes de mí.

–Me vuelve loco la forma en que me miras.

–Dani. Creo que…

Esperé hasta que dijera mi nombre para actuar.

Me lancé sobre ella y la besé suavemente. Noté el calor de sus labios contra los míos. Me detuve y observé la reacción que tuvo. Estaba perpleja, como si estuviera a punto de verse arrastrada a un sueño del que no veía forma de despertar. Nuestras bocas aún seguían próximas, exhalando el mismo pensamiento, el mismo deseo. Mi tímida reina no sabía qué hacer y arriesgué a ir a por un segundo beso más prolongado. Apreté el cuerpo de Leoni contra el mío. Sentí una de sus manos en mi pecho, buscando no perder aún más el equilibrio. Su beso estaba lleno de dulzura y me dejó claro que no era el primero que los había probado. No me importaba mientras pudiera seguir disfrutando de ellos y de mucho más.

Para mí sorpresa, no solo noté como la mano que ella tenía en mi pecho, tiraba de mi camisa, sino que, de pronto, sentí como su lengua buscaba abrirse paso y no se lo impido. Me dejo llevar y le cedo el control mientras trato de recordar cada pequeño detalle. El perfume que emana de su cuello, su cabello acariciando un lado de mi cara, el leve sonido de nuestras respiraciones frenéticas, el ansia con la que jugaban nuestras bocas en una especie de ritual de fuego y la excitación comenzaba a despertar mis más bajos instintos y, quizás, los suyos también. De pronto la intensidad comenzó a ralentizarse cuando llevé mi mano a su trasero. Sentí como aquello alejaba a Leoni, la devolvía poco a poco a la realidad. Antes de que escapara del todo, lancé un mordisco en su labio inferior. Nos miramos. Sus ojos eran un incendio que podían desbocarse pero que también sabían cómo contenerse. Sentí su respiración entrecortada, sus dedos soltaron mi camisa. Ninguno dijo nada. Ambos habíamos quedado igual de sorprendidos.

–¿Qué está pasando aquí?

Leoni se sobresaltó, mientras yo miraba la cara tensa y furiosa de uno de los profesores de Historia y, además, la persona que llevaba la biblioteca.  Mi reina escapó de mis brazos y se puso en pie. Yo hice lo propio, mientras saboreaba el recuerdo que tenía pegado a los labios y me había hecho temblar de placer.

–Lo siento mucho, profesor Lorenzo –dije mientras me colocaba la camisa y trataba de actuar con normalidad y lógica. Lo cual no estaba siento nada fácil, ya que mis sentidos seguían bastante inmersos en el delirante beso con Leoni–. Perdí el equilibrio y mi compañera cayó sobre mí al intentar ayudarme.

–¿Acaso me tomas por tonto? –dijo con tono molesto–. Esto es una biblioteca. No un lugar para besuquearos como colegiales. Que sea el último día de clases no significa que tengáis derecho de ir por ahí haciendo lo que os plazca. Tendríais que estar en clase.

–Tiene toda la razón, profesor –dije con las manos cruzadas detrás de mi espalda, para mostrar arrepentimiento. No se repetirá. Le aseguro que no volveremos a besarnos… en la biblioteca –dije mientras miraba a Leoni, quien no dio crédito a mis palabras, a la sonrisa traviesa con la que la miraba. Un ligero sonrojo inundo sus mejillas, mientras se mordía el labio y contenía una pequeña risa. Risa que se apagó cuando vio la furia en los ojos del profesor Lorenzo.

–Vaya. Tenemos todo un galán por aquí. Un galán que se ha ganado un parte por mala conducta hacia un profesor y una institución sagrada como esta. Además de una visita al despacho de la directora. Señorita, vuelva a su clase a menos que quiera unirse a su compañero en el castigo.

Leoni me miró sin saber qué hacer. Le hice un gesto con la cabeza para que se fuera y le guiñé el ojo para hacerle entender que no pasaría nada. El profesor Lorenzo me miró a través de sus enormes gafas de pasta negra, mientras estaba con los brazos en jarra.

–¿Te he dado clases verdad?

Asentí.

–Hará unos tres años. También soy alumno de su esposa.

–Ya te recuerdo. Dani. Mi mujer me ha hablado a veces de ti. Dice que eres bueno en latín, y que también te crees el mejor de la clase.

“Vaya con la vieja profesora Juani. Con lo callada que parecía”.

–No me creo el mejor –dije mientras miraba mi camisa y me aseguraba de que volviera a verse presentable. Luego clave los ojos en Don Lorenzo–. Sé que lo soy. Después de su encantadora mujer, claro está.

–¿Crees que te vas a librar de esta con palabras? Porque si es así, ya puedes ir olvidándote.

Era el momento de utilizar mi carta secreta. Nunca esperé tener que usarla. Claro que tampoco esperaba nada de lo vivido la última semana. El juego de la vida es impredecible, pero a medida que avanzaba por el tablero de mi enrevesada partida, comprendí que, sin importar las consecuencias finales de mis actos, el simple hecho de jugar lograba hacerme sentir más feliz de lo que recuerdo haberlo sido en los últimos ocho años. No puedo decir que lo que experimentase fuera felicidad, pero el desafío, esa lucha continua por salirme con la mía, por capturar la pieza hostigadora y amenazante que tenía frente a mí, se estaba convirtiendo en una especie de adicción.

Por eso respondí con osadía al profesor. No solo para comprobar si había el fuego de un diablo travieso dentro de Leoni, sino sobre todo por el reto de un posible cara a cara con Don Lorenzo. Con el carácter de hombre dominante que gastaba, sabía que mordería el anzuelo.

Había llegado el momento de recoger el sedal y sacar al pez del agua. Hora de salir de allí raudo, con suerte alcanzar a Leoni de vuelta a clase, de intercambiar algo más que unas breves palabras y de proseguir con el resto de mi plan.

–¿Va en serio lo de llevarme a ver a la directora por darle un beso a una chica? ¿Acaso usted no besó a escondidas a alguna chica a mi edad? Me resultaría raro, con el físico que tiene seguro las tenía locas.

“Veo que los halagos y la empatía no funcionarán con él. Al final no me dejará otra opción que usarlo.”

–Si has terminado con tus inútiles intentos por salirte con la tuya…

–¿Seguro que no quiere reconsiderarlo? –pregunté mirando el reloj. Pasaban cinco minutos de la hora. Lucia ya debía haber comenzado la clase de Historia–. Me parece que no seré el único que salga perdiendo con su decisión.

Don Lorenzo me miró ceñudo.

–¿De qué estás hablando?

–De nada importante. Solo digo que, si sigue insistiendo en que vayamos a ver a la directora por algo tan trivial, quizás luego me dé por buscar a la profesora de biología y decirle quien fue la persona que golpeó su coche hace unos meses y le rompió una de las luces traseras –la cara del profesor era de auténtica sorpresa. Miró a la salida, esperando que nadie me hubiera oído–. Estamos solos, profesor.

–¿Quién te ha contado esa patraña? –arguyó con tono de ofendido.

–Nadie. Estaba allí cuando pasó.

–Eso es mentira. No había… –en aquel momento se cayó, al darse cuenta de su error.

No pude evitar mostrar una ligera sonrisa condescendiente.

–Tiene razón. No había nadie. Pero aún, así sé que fue usted. Siempre ha tenido la costumbre de aparcar el coche en la misma zona, pero de pronto, al día siguiente del incidente comenzó a dejarlo justo en la otra punta del aparcamiento. Como si no quisiera que alguien pudiera notar la ligera abolladura que tiene en el costado derecho de su Seat. Sí. La he visto. Imagino que si no lo ha ido a reparar es por la misma razón por la que no confesó su crimen. No le apetece gastar dinero en minucias.

En realidad, ese día había llegado algo más temprano de lo normal y al entrar vi como Don Lorenzo llevaba su coche al otro extremo del parking de profesores. Fue extraño y al pasar por la plaza que siempre ocupaba vi restos de cristales rojos y naranjas en el suelo y el golpe que le habían dado al vehículo de la profesora. Creo que fui el único que ató cabos y conocía la verdad.

–No fue culpa mía –aseveró–. Ilena tiene la maldita costumbre de aparcarlo como le da la real gana. Tarde o temprano algo así…

–Llego tarde a clase profesor. ¿Qué le parece si olvidamos los pequeños deslices que ambos hemos tenido y hacemos borrón y cuenta nueva?

–¿Ni una palabra?

–Ni una –dije mientras le ofrecía mi mano.

El profesor miró mi gesto con el mismo desafío con el que un espartano se enfrentaría a una tregua indeseada.

–Vete a clase antes de que me arrepienta.

No me moví ni bajé la mano. Aunque aquello me hiciera perder otro minuto más, no iba a permitir que el juego acabase en unas tablas forzadas. Quería ganar e iba hacerlo.

–Mi madre me dijo una vez que un acuerdo se cierra con un apretón de manos. Una muestra de respeto hacia la otra persona y por la palabra dada. Estoy seguro, profesor, que entiende muy bien el valor de una promesa.

Don Lorenzo, viendo que solo le quedaba una forma de poder librarse de mí, acercó su mano a la mía y la estrecho con la rudeza de un hombre al que han doblegado de la forma más miserable y simple. Con un chantaje.

Cuando al fin, nos soltamos, sonreí con gratitud mientras, recogía mi mochila de la mesa, pasaba a su lado y salía de la biblioteca. La mano la notaba dolorida, pero era una molestia pasajera. En cambio, mi victoria sobre él, duraría mucho más.

K me enseñó en una ocasión la regla de oro de la vida.

Observar con detenimiento a todas las personas de mi alrededor. Sus nombres, las personas y familiares que podían cruzarse en mi camino, detalles de sus vidas, por cotidianos y vulgares que pudieran resultar. Cuanto más observase a los demás sin que ellos fueran conscientes, más posibilidades había de que los pillara con la guarda baja haciendo algo que no querrían que nadie más supiera.

De esa forma llegué a tener información muy interesante de muchas personas. Tenía una foto en la que se veía a la hija quinceañera de la directora fumando marihuana en un parque de niños pequeños, otra en la que Ignacio, uno de mis compañeros de clase, fiel seguidor de Chano y el resto de imbéciles del aula, además de sobrino de la profesora de religión, se besaba con otro chico en los jardines más aislados del instituto y terminaba por meterle la mano en el pantalón. Aquella era una información que seguro no querría que nadie supiera. Y aquello no era más que un par de pinceladas de lo que había descubierto desde que empezó el curso.

Hacía mucho más que sabía, pero nunca usé nada de lo descubrí casi de casualidad.

–“Tienes que ser un ladrón y un guardián de secretos –me dijo K un día–. Atrápalos sin que lo sepan y ten siempre una prueba de su desliz que poder usar para conseguir lo que quieras de ellos.”

K también me enseñó otra cosa. Que nunca debía abusar de la información que tenía o usarlo por capricho. Jugar con las vidas ajenas por el simple hecho de tenerlas bajo tu control era algo propio de escoria, de ineptos y fracasados que buscan sentirse bien con su miserable y patética existencia, destruyendo a personas con mejores posibilidades que ellos. Debía ver a mis presas como piedras en el camino cuya única forma de quitarlas y seguir adelante sin tropiezos era usar lo que tenía contra ellos.

A diferencia de Don Vicente o Francis, aquellas eran cartas de un solo uso. Si abusaba de ellas, el golpe me volvería con más fuerza y aquello era algo que no estaba dispuesto a permitir que me ocurriera.

Proseguí mi camino a grandes pasos, para no llegar más tarde a clase y no pude evitar alegrarme cuando vi a Leoni casi entrar al edificio de los estudiantes de penúltimo y último año. Agarré su mano para hacer que se girara y me mirara. Se quedó sorprendida de verme.

–¿Qué ha pasado? ¿Te llevó al despacho de la directora?

–Al final me ha dejado marchar con solo una pequeña regañina. Comprendió que besar a una chica no era razón para un castigo. Menos tratándose de una tan increíble como tú.

Leoni desvió la mirada avergonzada.

–Dani, escucha. Lo de antes fue…

–Genial. Fue un beso genial. Lo único malo que tuvo es que tuviera que acabar.

Otra sonrisa tímida.

¿Cómo podía actuar como un corderito teniendo tanto fuego y pasión?

–No puede volver a ocurrir –expresó seria–. Eres un chico genial, encantador y me gusta hablar contigo.

–Pero soy Dani.

–¿Qué? ¿Qué quieres decir?

–Justo eso. Soy el chico raro de la clase. El solitario, el sabelotodo, al que le encanta demostrar lo que sabe. El chico bueno y callado que nunca ha roto un plato. La clase de persona que la mayoría evitaría tener cerca o que le vieran con él. ¿Es eso? ¿Te preocupan que te vean conmigo y surja el rumor de que puede haber algo?

–Claro que no. ¿Crees que es eso lo que iba a decir? ¿Me crees tan superficial?

–¿La verdad? Me habría sorprendido que lo fueras –era mentira. Estaba casi seguro que era su razón para decirme todo aquello de la mejor manera sin ella quedar mal ni yo salir demasiado herido–, pero tampoco me habría extrañado. Lo siento si te he ofendido.

–Lo has hecho –dijo cruzándose de brazos y desviando la mirada. Ambos llegaríamos tarde a clase y solo yo era consciente de ello.

Cogí su mano para hacer que rompiera su escudo defensivo y me mirara. Sin soltarla mantuve el contacto visual hasta verla relajada.

–¿Por qué no podemos volver a besarnos? No creo que sea porque te haya besado mal. ¿No será que tienes miedo?

–¿Por qué iba a tenerlo?

–Porque puede que una vez descubras todo lo que tengo que ofrecer ya no haya vuelta atrás para ti.

Me miró con curiosidad.

–¿Quién eres?

Aquella pregunta me sacó un poco de lugar. Me recompuse al instante.

–¿Qué quieres decir?

–Nunca te he visto así. Tan seguro, directo, creído –dijo con un tono bromista con pinceladas de verdad–. Es casi como si fueras otro Daní. Muy distinto al que todos vemos.

“Tiene buenos ojos –pensé mientras revivía nuestro beso e imaginaba el sabor de labial que había quedado prácticamente eliminado de sus labios–. Es tan dulce que, si no fuera por la rebeldía y la intensidad casi descontrolada con la que nos besamos, sentiría algo de arrepentimiento por llevarla al mal camino”.

“¿Mal camino? –dijo mi otro yo casi como si le hubiera ofendido.

“Para los que no puedan ver más allá de las ideas que les han inculcado, la forma en la que he elegido vivir mi vida, sería la de un cafre, un loco o un mujeriego. Creo que Leoni dudará, pero con el tiempo y no forzando las cosas, creo que podré hacerle ver las cosas de la manera en que lo hago”.

Agaché la sonrisa y miré la mano que aún le sujetaba. Dibuje círculos con el pulgar sobre ella. Me sorprendió que no buscara soltarse o que yo no lo hubiera hecho ya.

–Soy el Dani de siempre –“Mentiroso”–. Puede que me veas diferente o quizás has empezado a verme como realmente soy. Como escribió el autor del Principito –llevé su mano a mi pecho–: solo con el corazón se puede ver bien; “lo esencial, es invisible a los ojos”. El chico que se sienta delante de ti en clase o el que te sujeta la mano mientras se resiste a volver a besarte, créeme que ambos son el mismo. Y cualquiera de los dos te diría que por mucho que digas que lo de antes no puede pasar, pasará. Puede que no hoy, ni mañana, pero algo me dice que esto entre tú y yo no ha acabado –Me lancé hacia ella, pero no para besarla. Acerqué mi boca a su oreja y le susurré, acariciándola con mi aliento–. Puedes negarlo cuanto quieras, pero cuando una chica tan increíble se cruza en tu camino, solo un necio se daría media vuelta sin hacer nada.

Me aparté para observar su reacción a mis palabras. Allí estaba otra vez esa forma de mirarme. Mezcla de cielo y llamas que luchaban de la misma forma en que yo lo hacía con mis pensamientos. Desde que comencé mi juego con Maite en el club, desde que casi hago caer a Gaby en el salón de mi casa, no había sentido aquella emoción de ver caer a una reina en las redes de mi juego. Ella había dado el paso para entrar de forma oficial al tablero y ya no podría escapar de él.

Quería imaginar tantas cosas. Dónde lo haríamos la primera vez. Cuándo, cómo, cuantas veces. La manera en que empezaría y acabaría. Quería dejarme llevar por delirios inútiles que solo me excitarían y causarían un bienestar plácido y temporal. Buscaba algo duradero y lo conseguiría y movía con destreza mis piezas. Hasta el momento, Leoni no se había dado cuenta de que buscaba rodearla y evitar que huyera por cualquier apertura que viera.

Noté que quería que le devolviera su mano y la dejé escapar.

–Llegamos tarde a clase.

Sabía que era verdad, pero no podía importarme lo más mínimo.

–Yo diría que ha merecido la pena. ¿No crees?

Leoni se volvió sin decir nada y se dirigió a la clase. Después de un largo minuto silencio lleno de esa clase de tensión que surge de una conexión y no buscas que termine.

Me paré frente a la puerta de nuestra aula y le bloqueé el camino.

–¿Qué haces? –preguntó en un susurro para no llamar la atención.

–No me has dado una respuesta.

–¿A qué?

La miré con deseo y pregunté en un tono serio:

–¿Ha valido la pena llegar tarde?

–Dani.

–No te dejaré pasar hasta que respondas.

Mueca de enojo fingido, suspiro de rendición. Ojos de querer saber a dónde llevaría aquella locura comenzada minutos atrás.

–Ha valido la pena.

Satisfecho, sonreí y me alejé de la puerta.

–¿Adónde vas?

–llamaría mucho la atención si llegásemos a la vez. Ve tú primero. Así la peor parte de la bronca me la llevaré yo.

Leoni me regaló un último choque de miradas. Su mirada era tan dulce que parecía echa con ambrosía, fruto de dioses y anhelo de meros mortales. Cuando atravesó la puerta y me quedé a solas, suspiré como si acabase de haber librado una ardua batalla. Y en cierta manera lo había sido. Pero había valido la pena porque había descubierto que, en mi nueva aspirante a reina, había una fiera, quizás no una leona, pero si una gatita a la que le encantaba jugar. Aunque eso ella, no lo sabía o pretendía desconocerlo.

Recordé la erección que había tenido en la biblioteca con un beso suyo y eso hizo que me preguntara cómo de increíble tendría que ser pasar una noche haciendo el amor con ella. Ya quería que ese momento llegase, pero tocaba ser paciente y no dar más de lo que había dado esa mañana.

Otras piezas requerían mi atención.

Era el momento de centrarme en Maite y más tarde en la encantadora y lujuriosa profesora Lucia.

Dejé pasar varios minutos y fingí entrar al aula con apuro. Como si hubiera venido corriendo. Fingí que me faltaba el aliento y de nuevo, me convertí en el foco de atención. Odiaba aquello. Sabía que era un pequeño precio por todo lo que conseguía a cambio, pero había llamado demasiadas veces la atención en una semana, cuando en años era prácticamente un ser que pasaba desapercibido. Por suerte con el viaje y las vacaciones, al comienzo del curso, volvería a ser el fantasma de la clase.

La profesora me dejó pasar con una simple mirada de reproche por mi retraso. Mientras me dirigía a mi mesa, descubrí con agrado que Maite había hecho justo lo que le había pedido y se había sentado en el pupitre contiguo al mío. Hice como si aquello no fuera la gran cosa. Intercambiamos una mirada en la que noté la frialdad e indiferencia con la que me observaba avanzar hasta ella. Tampoco me pasó desapercibido el odio con el que Gabriela trataba de fulminarle usando solo sus ojos. No debió sentarle nada bien que le hubiera robado a su querida prima.

Mientras ocupaba mi puesto, recaí en Leoni. Fue una fracción de segundo lo que pude verla, pero su expresión era la de alguien que había hecho una locura que se moría de ganas por contar o volver a repetir. Estaba seguro de que no diría nada a nadie de lo ocurrido. Al menos por el momento. Como me había dicho, por alguna razón no quería que volviera a pasar y me quemaba la curiosidad si su motivo tenía que ver conmigo o si quizás se trataba de ella.

Comencé a sacar las cosas de la mochila, mientras atendía a la explicación de la profesora Lucia. Al parecer dedicaría la clase a dar las notas finales y explicar por encima los contenidos que nos tenía reservados para el siguiente trimestre. Algunos de los chicos giraron las miradas hacía donde estaba. No creo que fuera el centro de su interés, sino más bien la chica que complacía sus pervertidos deseos a cambio de unos billetes y que ahora estaba sentada conmigo, el raro de la clase.

Aunque pudiera parecer que lo había hecho para molestar a Gabriela, que también, o llamar la atención de todos, lo cierto era que quería seguir practicando con Maite todo lo que fuera posible. No podríamos hablar, pero si comunicarnos por escrito.

Escribí una pregunta relacionado con el contenido de Maite y se lo enseñé.

Su respuesta fue contundente.

“¿En serio? ¿Ahora?”

Tomé la libreta y volví a escribir.

“Coge un chicle sin que te vean. ¿O no te ves capaz de ensayar de esta forma?

Después de eso, Maite cogió la libreta, se llevó un chicle de limón a la boca cuando la profesora se volvió hacia la pizarra y empezamos un continuado intercambio de preguntas y respuestas, breves y directas.

La hora pasó rápido y ninguno de los dos cometió un solo error durante el reto de repaso y ensayo. Estaba claro que la preparación era perfecta. Lo único que jugaría en nuestra contra sería la actitud que Maite tenía. Estaba claro que la razón de su disgusto fue la charla que tuvimos sobre su tío la hora anterior. Tendría que reparar aquella situación durante el recreo o la clase de educación física. Después de eso, sería demasiado tarde.

La clase finalizó. Vi como Lucia abandonaba la clase. Llevaba unos pantalones vaqueros ajustados, aunque discretos, unos zapatos de tacón bajo un jersey rojo con cuello alto y sus clásicas gafas, su pelo recogido en un moño simple invitaba a mis demonios a entrar de improvisto en su despacho, arrinconarla contra la pared y dejar que la fiera fogosa y lujuriosa que llevaba dentro saliera a la luz mientras su cabello se liberaba de la apretada prisión a la que estaba sometido.

“Una melena roja como el atardecer merece que lo vean, no que lo oculten”.

Cuando se hubo ido, Maite se levantó dispuesta a recoger sus cosas y volver a su sitio.

–Debemos ensayar –fue lo único que pude decir sin llamar la atención. Tampoco quería que Leoni me viera en plan autoritario. No podía darle la impresión de que mi forma de ser cambiaba de una persona a otra con tanta facilidad–. Quedan cosas pendientes.

–Hoy tenemos lo de los malditos poemas. ¿Lo has olvidado? Gaby y yo tenemos que repasar juntas. El trabajo irá bien.

No dijo nada más. Se dio la vuelta y ocupó su sitio de siempre junto a su querida prima.

“Definitivamente no irá bien. Si no soluciono esto durante el descanso, estamos jodidos. Esa desgraciada de Doña Elga se saldrá con la suya.”

“No puedes contarle la verdad.”

“Tampoco es que quiera hacerlo, pero la muy… no me está dejando muchas opciones.”

–Buenas tardes clase –dijo el profesor de literatura–. ¿Listos para escuchar algunos poemas? Porque yo sí.

“Mientras ellos pierden una hora de su tiempo yo tendré que hallar la manera de convencer a Maite de que actúe como ayer y sea la reina que necesito. Mi reputación y mis notas están en juego. Y por primera vez en mi vida, ambas dependen más de otra persona que de mí.”

“Pensemos. Pero si no damos con algo al terminar la hora…”

“Daré con algo. Me niego a que sepa la verdad. Soy su rey, no un estúpido príncipe de cuento. Hay tiempo. Puedo hacerlo”

Continuará…