Relatos de juventud libro 2: Cap 2

Ellas solo querían a un chico malo. Yo sería el chico malo que les haría desear a los buenos.

2

Me dirigí hacia el aula, ya que, tras escuchar la sirena, mis compañeros de clase no tardarían en llegar y no me apetecía llamar la atención ni ser la excusa que necesitan para meterse con alguien desde primera hora. No podría ver como Don Vicente se excusaba ante Marcel, pero le había advertido al profesor que su explicación debía ser creíble. Quizás el tono que usé fue demasiado directo, casi como si tirase con fuerza de la cadena con la que le mantenía atado. Su forma de mirarme dejaba claro que, si abusaba en exceso de mi manera de usarle, llegaría un punto en que me saldría caro.

Para mi desgracia, mis tratos con el depravado de mi profesor se tendrían que limitar desde aquel momento a solo un intercambio económico por mi silencio. Jugar demasiadas veces con una misma pieza de forma seguida es un error. Tu deja vulnerable a otros ataques y llega un momento en que esa pieza es un obstáculo más que una ventaja.

Le daría una tregua, pero algo me decía que llegaría el día en que tendría que volver a recurrir al viejo profesor y que, quizás esa vez, fuese yo el que tuviera que pagar un precio.

Llegué a la clase el primero, como siempre. Me senté en mi puesto y esperé. Aunque a primera hora debíamos estar en el aula de informática, era costumbre que el profesor viniera a buscarnos como si fuéramos críos y pasase lista para saber quién no había venido.

Al rato comenzaron a oírse voces en el pasillo y no tardaron demasiado en comenzar a llegar gente. Vi como entraban en grupos de dos o tres personas, charlando hablando de cosas tan importantes como un partido de fútbol, un programa sobre la vida de famosos que habían dado ayer o lo ansiosos que estaban porque era el último día de clases.

Algunos saludaban con un: “buenos días” al que yo correspondía con mi mejor sonrisa fingida e hipócrita. Les miraba y me preguntaba si la gente de la universidad sería de la misma manera o podría hallar en ellos gente que viera el mundo más allá del resultado de un partido, de las desgracias amorosas de personas que no saben nada de nosotros, pero que buscan que lo sepamos todo sobre ellos.

Fui incapaz de no suspirar mientras tenía la mirada perdida en mis compañeros y pensé lo desgraciado que sería compartir años de carrera con personas tan vulgares y poco exigentes con sus vidas. Sería como continuar estando solo.

“No tiene sentido pensar en algo que está a año y medio de distancia. Al menos podré librarme de ver sus caras durante un par de semanas.”

De pronto, vi como Leoni entraba en el aula. Llevaba un jersey negro y uno de esos pantalones deportivos que se ajustan a la piel y resaltan la figura. Su pelo rubio estaba recogido en una coleta que le colgaba del hombro izquierdo. Algunos la saludaron y ella hizo lo propio. Me miró al pasar.

Quise decirle algo, pero lo único que fui capaz de hacer era mirarla con la expectación de un jugador que espera a que el oponente mueva pieza. Leoni me miró, forzó una sonrisa y siguió su camisa hacia el pupitre que había tras de mí.

Sonreí desilusionado. Aquella era la respuesta que había obtenido por sincerarme con aquella inocente criatura y revelarle que me gustaba y me moría de ganas por besarla. Corrí un riesgo que había hecho retroceder el avance logrado. Pero no pensaba dejar que aquello me amilanara.

Me volví y la miré unos segundos hasta que nuestros ojos entraron en contacto. Era precioso el color miel de sus iris; la miraba y ya me embriagaba de ella. Si ya me tenía atrapado con una mirada, quien sabe la clase de frenesí en el que caerían en el momento en que mis labios disfrutaran de los suyos.

–¿Te gustó? –Leoni me miró como si no supiera de lo que le hablaba–. Supongo que eso quiere decir que no te has terminado el libro.

–Lo cierto –dijo mientras sacaba algo de su mochila y me lo enseñaba. Era un ejemplar de Marina. Pude distinguir entre sus páginas cantidad de post-it de colores–. Lo acabé anoche. He ido marcando mis partes favoritas o frases que dejan mucho que pensar.

–Es lo que tienen las obras de Zafón. Te hacen pensar al tiempo que vives una aventura. Aún recuerdo alguna de las frases que hay en esa historia.

–¿Cuál es tu favorita?

–Tú primero.

Leoni me sonrió por primera vez en esa mañana.

–Deja que la busque –dijo mientras abría el libro y lo hojeaba–. Aquí está. “Todos tenemos un secreto escondido bajo llave en el ático del alma”.

Aquella frase me borró el buen humor de golpe. Me hizo pensar en las cicatrices que mantenía ocultas a ojos y conocimientos de todo el mundo. O al menos de todo el que podía. No fue agradable que uno de mis libros favoritos trajese a mi mente el recuerdo de mi padre y de cómo me había marcado antes de desaparecer de nuestras vidas.

–Gran frase –respondí, mientras trataba de mostrar mi mejor cara de póker–. Y una gran verdad.

–También lo creo. Dime. ¿Cuál es tu secreto? –la miré incrédulo de que me hubiera hecho aquella pregunta–. Tranquilo. Es broma. Además, sé que no me lo dirías.

Aquella era una oportunidad de seguir probando suerte y acercándome a ella.

–Tienes razón. No nos conocemos lo bastante como para confiarte algo tan importante, pero creo que eres de las pocas personas en este mundo ante la que no dudaría en revelarle mi secreto. No dudé cuando te dije ayer que –bajé la voz para no llamar la atención de los compañeros que había y seguían llegando–, me gustabas. Si fui capaz de eso, ¿por qué no sería capaz de compartir también el secreto que guardo en el ático de mi alma?

Leoni parecía abrumada por mi respuesta y por la intensidad con la que la miraba. Era como una oveja que no sabe cómo huir de las fauces de un lobo hambriento de ella. Cuando sentí que estaba a punto de romper el contacto visual, cogí el libro de sus manos sin pedirle permiso y lo abrí por una página en concreto. En ella no había post-it ninguno. Era lógico. Aquella no era una frase para una persona tan inocente y cariñosa como ella.

–Esta es mi frase favorita –dije mientras le devolvía el libro y señalaba donde se encontraba.

–El camino al infierno está construido de buenas intenciones –tras leerla me miró, con cierta timidez, causada por mi confesión anterior, más que por la frase–. Es una elección algo…

–¿Realista?

–Iba a decir pesimista.

–Me decanto por realista –defendí–. Muchas personas creen erróneamente que si llevan a cabo buenas acciones o viven como personas de bien la vida les acabará recompensando de la misma forma. Y eso es una fantasía. A la gente buena y noble les ocurre cosas malas –fui incapaz de no pensar en mi madre o en mí años atrás. Me costó más lograr que no se notara el tono personal en mi discurso y que Leoni no se diera cuenta–. Y en ocasiones, cuando ven que todo lo bueno que han hecho solo ha traído desgracias, se enfadan con el mundo y se apartan del camino del bien para ser la peor versión posible de ellos mismos.

Un pequeño silencio se produjo entre nosotros, mientras la clase seguía llenándose.

–Lo dices como si creyeras que eres uno de ellos –respondió.

Sonreí con sutileza mientras miraba el libro en sus manos.

–Puede que lo sea, puedo que no.

–Vuelves a hacerte el interesante.

–¿Y funciona? –pregunté con descaro mientras la devoraba con los ojos. Una sonrisa se perfiló en sus labios, mientras guardaba el libro y saludaba a su compañera de pupitre, quien acababa de llegar–. Ya retomaremos la conversación. Buena charla.

–Si. –dijo Leoni segundos antes de que dejásemos de estar solos–. Buena charla.

Tras saludar a su compañera me giré y vi que ni Maite ni Gabriela llegaban aún. La clase también estaba extrañada de que Don Vicente no llegase. Algunos decían que le habían visto y que debía estar por llegar. Cuando pasaban casi diez minutos de la hora, apareció Gabriela.

Traía su clásica chaqueta deportiva blanca con una franja roja que iba de los hombros a las muñecas y unos jeans grises. Su pelo estaba recogido en una trenza sencilla, pero que, aun así, le quedaba bien. Cualquier pequeño cambio en ella, nunca era a peor.

Sabía que su mirada me buscaría, aunque fuera para fulminarme con ella. Aquellos dos segundos de desprecio eran vida para mí. Era como si con ello me dijera que estaba en sus pensamientos y que no podía sacarme de ellos.

Hoy era nuestro último día de clase y no pensaba irme a casa con una simple mirada de mi reina.

Pasó otro minuto y Maite seguía sin llegar. Comenzaba a pensar que se habría quedado en la biblioteca una vez más. Me preguntaba cómo habría reaccionado al saber que su tío Francis ya no estaba en casa. Al menos esperaba que así fuera. No estaría seguro hasta que ella me dijera algo y yo no podía preguntar nada sin revelar que tenía algo que ver con su repentina marcha.

Mientras me debatía entre aguardar unos minutos o coger el móvil para echarle la bronca, nuestro tutor apareció.

–Buenos días, clase –exclamó mientras cerraba la puerta–. A ver. Un momento de silencio que tengo algo que decir.

En ese momento, la puerta del aula se abrió y todos los presentes dirigimos la mirada hacia ella.

Nada más verla entrar me dejó sin palabras. Y no fui al único que le pasó lo mismo. Mi reina atrajo la atención de chicas y descerebrados hormonales por igual. Llevaba unos jeans blancos ajustados con cinturón, unos botines marrones, una blusa negra arremangada hasta los codos y abotonada hasta el escote y un pequeño reloj vuelto hacia el interior en su muñeca derecha. Y como colofón final, se había ondulado las puntas de su cabello y pintado los labios de una forma sencilla, pero que casi forzaba a cualquiera a mirarlos con curiosidad y deseo. Incluso los ojos de nuestro tutor se vieron tentados a mirar el contoneo de su trasero mientras se dirigía a su pupitre. Por suerte para él nadie además de mí, se percató de ese segundo de indiscreción que tuvo y por el que le vi bastante arrepentido.

Maite estaba deslumbrante y no dejó que los comentarios y silbidos a su paso la alteraran. Solo pude mirarla de refilón, pero lo cierto es que me moría de ganas de estar a solas con ella y poder contemplar aquella belleza que rezumaba con el más leve gesto.

–Atended todos –dijo el profesor, buscando recomponer el hilo de sus pensamientos, mientras evitaba mirar a la mesa de mis dos reinas–. Os informo que vuestra primera hora de clases no se dará. El profesor Don Vicente ha tenido una urgencia personal y se ha tenido que ir. Por lo tanto, durante esta primera hora estáis libres. Sé que es el último día de clases y que las notas ya están redactadas, pero os pido que os comportéis y no montéis un escándalo. Podéis estar en el aula, o en el patio, pero no en los pasillos ni cerca de las ventanas que den a las aulas de los pisos inferiores. Y nada de dedicaros a fumar a escondidas. Si pillo a uno solo de vosotros con un cigarro ya puede ir buscándose otro instituto para acabar el año. ¿Entendido?

Todos respondimos con el silencio. Cualquier otra cosa habría sido una idiotez. Pude ver perfectamente que alumnos se quedarían en el aula, y cuales se irían al patio a fumar mientras mataban el tiempo con conversaciones banales.

Aquella era una buena oportunidad para aprovechar y repasar con Maite el trabajo de arte. De hecho, era el motivo por el que me había desecho de Don Vicente. Sería casi el único momento del día en que podríamos practicar antes de enfrentarnos por fin con la desgraciada de Doña Elga.

En cuando el profesor se despidió de nosotros y salió por la puerta, la mayoría cogió su mochila y se dispuso a salir por la puerta. La mayoría de las chicas se quedaron el l aula, salvo las tres que fumaban. Era el único chico que quedaba. Miré el reloj. Teníamos el tiempo justo para un ensayo rápido. Me levanté de mi sitio junto con mis cosas y me acerqué al pupitre de las encantadoras primas. Miré un segundo a Gabriela y su expresión ardió de enfado al sentirme cerca.

“Yo también me alegro de verte –pensé mientras le lanzaba una sonrisa breve antes de centrarme en Maite. “

–Voy a la biblioteca a repasar. Quisiera hacer un ensayo para asegurar que todo está claro.

Maite se llevó los dedos al pelo y se colocó unos mechones detrás de la oreja. Pude sentir el aroma de su perfume. Era embriagador. Incluso el tono de labial que había usado hacía difícil evitar que los ojos se fueran a su boca. Era una tentación provocativa que casi logra salirse con la suya.

–Creo que con los ensayos que tuvimos ayer dejamos claro que estamos más que preparados –Gabriela miró a su prima. Al parecer no le había dicho nada de que nos habíamos visto–. No necesito ensayar.

–Tener confianza es bueno –le dije–. Es un punto a tu favor. Pero un exceso de ella puede jugar en nuestra contra. Si crees estar preparada, demuéstramelo con un único y perfecto ensayo y te dejaré en paz hasta que nos toque exponer.

Mi reina me sostuvo la mirada con el desafío y el temple que la tarde anterior habíamos estado practicando en aquella misma aula. Había tanto fuego y seguridad que no era de extrañar que todos la mirasen al llegar. Estaba seguro que incluso sin llevar aquella ropa hecha para destacar y deslumbrar, más de uno habría notado el cambio que había en ella. Cuando una mujer posee una seguridad abrumadora en sí misma y no deja que nada ni nadie perturbe su mente, es imposible que no llame la atención.

Maite deslumbraba, pero si no tenía cuidado se cegaría a sí misma y el golpe que recibiría no sería fácil de olvidar.

–Está bien –dijo mientras se levantaba exasperada y empezaba a recoger sus cosas–. Acabemos con esto cuanto antes. Lo siento, Gaby. Nos vemos en un rato.

–¿Segura? Puedo ir a veros practicar.

Una vez más, buscaba interponerse entre su prima y yo. Era enternecedor ver como las primas se protegían entre ellas. Si fuera mejor persona, me sentiría fatal por tener sentimientos por ambas. Por suerte, no lo era.

Justo cuando iba a decir algo, Maite se me adelantó.

–Es que, si lo ves ahora, luego no te sorprenderé de la misma forma cuando expongamos. Créeme. La espera valdrá la pena. Volveré enseguida.

Maite me atravesó con la mirada al pasar a mi lado. Me quedé quieto unos instantes. Lo justo para no llamar la atención de las compañeras que aún seguían allí. Miré a mi amada Gabriela y le sonreí como un diablo travieso que ha logrado salirse con la suya.

Me giré y seguí los pasos de Maite, que seguía llamando la atención de los presentes. Tuve cuidado de no mirarle el trasero y de mantener la vista al frente mientras estuviéramos en el aula. Aunque un segundo antes de situarme a su lado me deleité con su figura e imaginé revivir el delirio que experimentamos en clase, en el autobús y en el salón de mi casa una vez más esa misma mañana.

–Bonita actuación –le dije–. Me has llegado a convencer incluso a mí de que hablabas en serio.

–No bromeaba –dijo en todo seco, pero no molesto–. He repasado esta mañana y no he cometido un solo error.

–En ese caso nuestro ensayo terminará pronto. Vamos. El tiempo corre y siempre juega en nuestra contra.

Por suerte, la biblioteca estaba vacía, por lo que podríamos hablar en voz alta sin que nos echaran la bronca por ello.

Maite dejó su mochila sobre la mesa y abrió su carpeta para buscar sus tarjetas de práctica. El simple hecho de querer tenerlas a mano era prueba de que no estaba tan segura como me había hecho creer momentos antes. Miré exasperado hacia los estantes y vi el hueco que había dejado la ausencia de un libro en la zona de novela detectivesca. Era el ejemplar de Sherlock Holmes que había estado leyendo ayer y que mi compañera allí presente se había apropiado. Me pregunté si lo llevaba consigo, si había leído algún relato y si eso le habría despertado el interés por la literatura.

–¿Se puede saber que miras? –preguntó mientras me pillaba ensimismado en mis pensamientos que giraban en torno a ella y a sus sentimientos por mí. Vi como desenvolvía un chicle de limón y se lo llevaba a la boca. No pude evitar sonreír al ver como hacía todo lo posible para que la presentación saliera de perlas.

–Miro a una chica que dice estar preparada, pero se muestra insegura –dije mientras le quitaba las tarjetas de la mano y las arrojaba al aire. Una docena de folios cortados en cuadrículas se dispersaron por el suelo como una nevada efímera.

–¿Qué has hecho?

–No las necesitas –repuse serio–. Cualquier otra dependería de apuntes. Tu eres una reina y ayer me lo demostraste. Todo lo que necesitas lo tienes aquí –dije mientras acercaba el dedo índice a un lado de su cien–. Ahora, céntrate mientras digo mi parte. En cuanto acabe, demuéstrame que lo que dijiste delante de tu prima no era una bravuconada infantil. Empecemos.

Tras acabar mi primera intervención, Maite cerró los ojos un instante, respiró hondo y me miró fijamente mientras soltaba su discurso. Había comenzado segura y solo había tenido dos ligeros errores de pronunciación. Dos fallos más de los que había tenido en los ensayos de anoche. Lo dejé pasar y seguimos. Por desgracia, a medida que avanzábamos, sus errores iban a más.

–Para –dije mientras ella se cruzaba de brazos–. No me andaré con sutilezas y seré directo. ¿Qué coño es esto? ¿Dónde está la chica que no cometió un solo error ayer cuando ensayamos en el aula y en mi casa? ¿Qué demonios te pasa?

Me miró con fuerza y seguridad. Fue entonces cuando comprendí que sus errores no se debían a la presentación, sino a que había algo en su cabeza que le impedía centrarse en el proyecto de arte.

–¿Fuiste tú?

Supe a lo que se refería en cuanto lo preguntó.

–Vale. Necesito algo más de información para saber a qué te refieres –lancé con enojo y falsa confusión–. Y date prisa.

–Mi tío se fue ayer de casa. Una hora antes de que yo llegara.

Su mirada inquisidora buscaba el menor atisbo de verdad en cada ligera expresión de mi rostro y movimiento de mis ojos.

–¿Acaso crees que he tenido algo que ver con eso?

–Ayer te confesé lo que hizo y lo que me dijo –dijo en voz baja–. No pensaba irse a ningún lado. Y hoy ya no está. Fuiste insistente para que me quedara en tu casa a ensayar hasta tarde, incluso me invitaste a cenar. Necesito que me respondas a algo. ¿A dónde fuiste cuando me dejaste con tu madre?

Sabía que aquella conversación terminaría pasando. Era inevitable que no atase cabos. Sobre todo, cuando eran tan evidentes. Mentirle parecía que no serviría de nada, pero tampoco podía confesarle la verdad que me había llevado a hacer lo hice. Estaba en un dilema.

Cerré los ojos un instante y suspiré con fuerza.

“Te toca –me dije a mi mismo mientras volvía a ser mi peor versión”.

–Te daré la respuesta que buscas, si me aseguras que a última hora no me dejarás en ridículo en la presentación.

–Si cometo un solo error haré cualquier cosa que me pidas sin preguntar ni oponerme.

–Tentador –dije frío y cortante–, pero prefiero que no eches por tierra todo el esfuerzo que hemos puesto estos días.

–Respóndeme y no lo haré.

Dejé pasar unos segundos. La miré fijamente.

–Ayer por la tarde te dejé en mi casa para ir a otro sitio –Maite me miró expectante–. Pero no fue a tu casa ni para reunirme con tu tío. Quedé con la limpiadora que nos pilló ayer.

Maite frunció el ceño. Vi como sus labios se separaban ligeramente.

–¿Con la limpiadora? –preguntó incrédula–. ¿Para qué?

–¿Tú para qué crees? Para darle dinero a cambio de su silencio. ¿Acaso pensabas que iba a mantener la boca cerrada con lo que vio sin recibir algo a cambio? Le di mi número. Ella me envió un mensaje con una dirección y me dirigí allí para pagarle.

–Estuviste más de una hora fuera de casa ¿Todo ese tiempo para un simple chantaje?

–No vive precisamente cerca y a esa hora los autobuses no pasan todo el tiempo. No sé por qué tu tío se fue, pero a diferencia de lo que tu creas, no he tenido nada que ver con eso.

–Si lo que dices es verdad, ¿por qué no me lo contaste?

–¿Contarte qué? ¿Qué alguien me había chantajeado de la misma forma en la que yo lo hice contigo? No es precisamente fácil reconocer que alguien te ha sacado ventaja en tu propio juego. Por eso no te dije nada.

–¿Es eso cierto?

Me acerqué a ella hasta dejar un paso de distancia entre ambos. Ella tuvo que alzar la mirada para verme.

–¿Acaso creías que era una especie de héroe justiciero que va por ahí salvando a damiselas en apuros? Ya te lo dije. Cada persona tiene su propio monstruo, su dragón. No esperes que nadie plante cara al tuyo por ti. Esa es tu batalla. Yo acabé con el mío. Nunca te quitaría la oportunidad de vencer al tuyo. Si se ha ido mejor. Eso te dará tiempo.

–¿Tiempo para qué?

–Para prepararte, ser mejor y tener una oportunidad de derrotarle cuando vuelva. Porque estoy seguro de que volverá y cuando lo haga serás tú contra él. En vez de pararte a pensar por qué se ha ido deberías pensar en cómo lo encararás cuando regrese.

–Así que no fuiste tú –dijo como si no fuera capaz de creerse lo que decía.

–Una mujer como tú, no necesita que ningún hombre la salve. Eres una superviviente, una luchadora, una reina. Jamás me atrevería a herir tu orgullo y mucho menos a jugar a ser el chico bueno. Tú y toda la clase me enseñasteis que el bueno siempre acaba perdiendo. Puede que los malos no se salgan siempre con la suya, pero, aunque tengan que pagar el precio, acaban consiguiendo lo que quieren. Ahora ya sabes la verdad.

–Eso parece –dijo con tono indiferente, casi decepcionado. ¿Realmente esperaba que hubiera sido yo? Si era así, mantenerla engañada era la mejor opción de todas. Quizás de esa forma dejara de verme como alguien con quien comparte algo más que un vínculo físico.

–Si ha quedado claro, Tenemos tiempo para repasar una parte del trabajo –dije tratando de devolver la conversación a su cauce original–. ¿Te ves capaz?

–Soy más que capaz –dijo con seguridad, aunque en un tono que dejaba claro que su mente seguía algo distante.

–Eso ya lo veremos –dije mientras sacaba un billete de cinco de mi cartera y se lo daba–. Ve a tomarte un café o lo que te apetezca y cuando tengas la mentalidad de una reina, regresa. Tienes cinco minutos. Eso nos deja quince para practicar.

–Puedo hacerlo ahora –arguyó.

Dejé pasar unos segundos.

–Eso es genial. Si puedes hacerlo ahora, en cinco minutos deberías ser capaz de hacerlo aún mejor. Ve a tomarte algo y no vuelvas hasta dentro de cinco minutos.

Maite se dio la vuelta y salió de la biblioteca. Cuando me quedé solo, volví a ser el de siempre. Miré al suelo y comencé a recoger cada una de las notas que había tirado.

“No puedes seguir así, Dani”.

“Cállate”.

“Mírate. Sigues aferrándote a jugar a los héroes mientras tratas de ser el chico malo de la historia. ¿Cuánto tiempo crees que podrás seguir llevando esa doble vida?

“Tanto como me sea posible”

“Pobre. Engañas a los demás mientras te engañas a ti mismo. En algún momento tendrás que elegir un bando. Y los dos sabemos cuál es el bando ganador”.

Recogí la última nota y las dejé todas en la mesa.

“Esta es mi partida y tú solo eres otra pieza más que utilizo a mi antojo para salirme con la mía. No lo olvides.”

“No olvides el motivo por el que has hecho que Maite se vaya.”

Miré su carpeta. Allí estaba su móvil.

El silencio se hizo en mi mente. El tiempo corría en mi contra y Maite podía aparecer en cualquier momento. Desbloqueé su móvil, escribí un mensaje. Tras enviarlo, lo borré.

“Tienes razón en algo. Soy una pieza. En tu tablero, soy el rey. Y ambos sabemos que sin el rey no habría partida”.

Antes de que pudiera responderme, mi reina apareció con una lata de coca cola en la mano. Su mirada había cambiado, incluso la manera en la que se movía y se aproximaba hacia mí era más segura. Parecía estar centrada, pero solo había una forma de saber si quien había ante mí era una reina o solo la sombra de una.

–Tenemos tiempo para repasar tu parte del trabajo –dije mientras arrastraba una silla haca atrás y me sentaba–. De los dos es la única que pongo en duda. Así que, veamos de lo que eres capaz. Cuando quieras, puedes empezar.

Maite dejó la bebida sobre la mesa y luego se sentó frente a mí. Me desafiaba con la mirada. Dejó pasar un largo silencio en el que sentí una enorme interrogación recorrer cada recoveco de su mirada. ¿Eran dudas sobre ella o tal vez sobre mí?

Antes de que me diera tiempo a pensar en ello, comenzó con su discurso.

Tal y como me aseguró no hubo ni un solo error de pronunciación. Cada enunciado, cada apartado era tal y como las últimas veces que lo habíamos ensayado. En varios momentos saqué el móvil y le mostré la foto de perfil de Chano y del resto de chicos de la clase. Aquello la confundió un segundo, pero no permitió que la distrajera ni la sacase de su discurso.

Habría sido perfecto de no ser por una falla.

No había pizca alguna de pasión y entusiasmo en sus palabras. Era como la chica de ayer solo fuera un recuerdo y hubiera sido sustituido por una máquina sin vida.

–Hoy te sentarás conmigo en clase –dije mientras miraba el reloj y luego a ella–. En todas y cada una de las clases.

–¿Para qué? –preguntó mientras fruncía el ceño.

–Somos compañeros de trabajo hasta que hagamos el trabajo y hasta ese momento no nos separaremos –dije serio y algo enfadado–. Y menos ahora que veo que no eres ni la mitad de increíble de lo que fuiste ayer. Ensayaremos en cada clase. En historia, en educación física, en el recreo. No te perderé de vista hasta que vuelvas a exponer como ayer. Quiero a la reina, no a un autómata. ¿A dónde crees que vas?

–A clase. Está por sonar la sirena –dijo mientras recogía sus cosas y se marchaba sin decir nada más. Nada más salir de la biblioteca sonó el timbre.

–Joder. Más me habría valido decirle la verdad –pensé mientras me dirigía a la salida.

En ese momento vi aparecer a Leoni. Aquello fue una sorpresa inesperada y quizás la oportunidad que tanto tiempo había estado esperando. Puede que llegase un poco tarde a la siguiente clase, pero una reina como ella bien merecía pagar ese precio.

Continuará…

Gracias a los que apoyáis la serie. Recuerdo que esto son borradores y que haré modificaciones, aunque mantendrán la esencia de los personajes y de la trama.

También informar que cometí un error en el episodio anterior sobre las fechas de subida. Miércoles y domingo nuevos capítulos del segundo libro y los viernes del primero libro.

Cualquier duda o pregunta escribidme al correo a mi ig o por aqui. Todo está en mi perfil.

Gracias de nuevo por continuar leyendo relatos de juventud.

Prometo que los próximos capítulos tendrán más emoción.

Saludos.