Relatos de juventud 8

Ellas deseaban a los chicos malos. Yo sería el bueno que les haría desear a los malos.

Hacía veinte minutos que habíamos dejado mi parada atrás. Yo seguía pendiente de aquel hombre, que no dejaba de mirar su reloj cada pocos minutos. Tal vez temiera no encontrar a su inquilina en casa; o que al estar tan cerca de llevar a cabo su plan la idea le pusiera nervioso. Lo mismo me pasó cuando le ordené a Gabriela desnudarse delante de mí. El mero recuerdo de aquel instante me estremeció y comencé a desear que el domingo por la tarde no tardase en llegar.

De pronto, el hombre se levantó y pulsó el botón de parada. Regresé a la realidad y aguardé a que bajará. Me levanté y antes de que las puertas cerraran salí del autobús. Me arrodillé y fingí atarme los zapatos, mientras el avanzaba por la avenida principal. Cuando consideré que había una distancia prudente entre él y yo, me levanté y empecé a seguirle. Saqué mi móvil y lo sostuve en mi mano. Era poco probable que sospechase que alguien le seguía, pero no podía estar del todo seguro.

Cuando estás tan cerca de abrir las puertas del paraíso, sueles mirar a todos lados por si hay alguna trampa oculta. Eso es lo que haría yo. Y aunque aquel tipo no parecía pensar más que con su entrepierna, no bajaría la guardia, ni siquiera ante alguien como él.

A veces uno debe ponerse en el lugar del otro y así predecir sus acciones. Pero aquello era diferente.

No me imaginaba siendo aquel hombre con medio siglo sobre los hombros, sino que aquel hombre era yo. Me veía siguiendo a alguien idéntico a mí con mi misma personalidad y visión de las cosas, con la agudeza y desconfianza que tanto me caracterizan.

Si creyera que alguien me sigue, una forma de engañarme sería fingir hablar por el móvil, o mirar la pantalla mientras avanzas y preguntar por algún lugar a otro transeúnte.

Podría explicar que haría a continuación si esa situación pasará; cómo actuar si eres tanto el perseguido como el que persigue; pero por suerte la mente de aquel hombre era simple; la de un perro en celo.

Cualquiera puede pensar que mi forma de pensar, de adelantarme a las cosas es algo completamente improbable para alguien de mi edad. Y así debería haber sido. No es algo con lo que uno nace.

En mi caso fue una especie de recompensa que adquirí. Bendición para mí; condena para el resto.

Tenía ocho años cuando regresamos al aula de clase después del recreo. La profesora nos pidió que nos pusiéramos en fila y salimos en dirección a la biblioteca. Pensé que sería una hora que dedicaríamos a la lectura y la idea me entusiasmaba, pero no íbamos allí a leer. Nada más entrar vi a un hombre que parecía un gigante. Con los brazos cruzados sobre el pecho nos miraba atentamente lanzando sonrisas a todos.

Perdí el interés en el cuándo vi sobre todas las mesas de la sala lo que parecía algún tipo de juego con piezas de color blanco y negro. Me acerqué a una de ellas y sin entender que me pasaba, quedé prendado. Era casi como si en secreto me llamasen y pidieran que jugara con ellas.

–Bien niños. Este señor tan grande se llama Arturo. Y hoy ha venido a enseñarnos como se juega al ajedrez.

Durante esa hora, no perdí detalle de lo que aquel hombre nos contaba. El movimiento del caballo, el enroque, la coronación del peón…

Me gustaría decir que lo asimile todo al instante, pero sería mentira. Me llevó tiempo aprender a dominar el juego, y aunque era bueno, no lo era lo bastante. Aun hoy día sigo siendo incapaz de ganar a los veteranos del club. Al menos no con la misma facilidad que ellos tienen para derrotarme a mí.

Lo importante de este fragmento de mi historia es que ese día en la escuela tuvo mucho que ver con quien soy hoy. Sin el ajedrez no vería tantas posibilidades sobre cada decisión que se me presenta. No me pararía a pensar: si hoy hago tal cosa puede pasar esto, o esto otro, sino que simplemente haría algo sin pensar más allá ni ver los posibles efectos de mis decisiones.

En el ajedrez te enseñan a prever el futuro de la partida; las consecuencias de una elección.

Sin darme cuenta un día convertí mi vida en una partida real. No dejaba nada, absolutamente nada al azar. A menos que el azar fuera algo que elegí por ser la única o la mejor opción de las que había ideado.

Jamás habría pensado que un juego sería la llave para tener a la mujer de mi vida y a tantas otras como me fuese posible.

En ningún momento de los cinco minutos que duró el paseo se volvió. Terminó entrando por una calle repleta de coches aparcados a lo largo de la misma. Con cuidado avancé por la acera de enfrente. Terminó deteniéndose al final de la calle, delante de una pequeña casa de paredes verde claro. Di unos pasos más y logré ocultarme tras un coche aparcado a muy poca distancia de donde se encontraba el casero. Llamó a la puerta con fuerza. Estaba tan impaciente que volvió a llamar casi al instante sin esperar una respuesta.

Me apoyé sobre una rodilla y discretamente miré a través de la ventanilla del auto. Desaté mi zapatilla por si alguien llegaba y me veía en aquella posición tan sospechosa.

Fue entonces cuando vi como la puerta de la casa, de un blanco sucio y descorchado por el calor y el tiempo, se abría para dejar paso a esa supuesta belleza de mujer.

Contuve la respiración cuando la vi.

No era bella.

Era tremendamente hermosa. Apenas la pude ver con detalle unos segundos desde donde estaba, pero su rostro, aunque mostraba desagrado ante su visita, cuando sonreía o se dejaba llevar por el placer, debía ser digno de recordar en la intimidad más solitaria. Describirla en este momento en el que apenas era capaz de atisbar una décima parte de su atractivo sería un error. Pensé en aventurarme un poco más y acercarme otro par de pasos, pero era demasiado arriesgado. Ya tendría tiempo de contemplarla cuando la tuviera frente a mí.

–Buenas tardes, Doña Sara ¿Cómo le va? ¿Me permite pasar para que hablemos de ciertos asuntos?

Ella dudó unos segundos y se cruzó de brazos. En muchas series de televisión y libros que había visto y leído decían que cuando alguien hacía ese gesto era por una clara incomodidad. Era una manera de ponerse a la defensiva.

–Verá Don Pedro, preferiría que hablemos aquí en la entrada. Mi hija está dentro durmiendo y no quiero despertarla.

Se produjo un instante de silencio. Estaba claro que aquello no le sentó bien al casero. Al menos eso me pareció al ver como cerraba sus dedos en el interior de la mano hasta hacerlos dos puños llenos de enojo; puños que liberaba y cerraba una y otra vez.

–¿Durmiendo? ¿A esta hora del día?

–Si es que…  le dolía la cabeza y no se le pasaba ni con calmantes. Por eso prefiero que charlemos en la entrada. Espero que lo entienda.

–Bueno, como prefiera. Tampoco quiero molestarla más de lo necesario. Solo he venido a recordarle que mañana debe pagar el alquiler de este mes.

–Ya… lo sé.

– ¿Pasa algo? –preguntó con tono de preocupación. Admito que no era malo fingiendo, pero tampoco era nada del otro mundo.

–Verá… es que no me ha ido muy bien este mes y quería pedirle que me diera un poco más de tiempo. Al menos dos semanas. Le prometo que tendré el dinero.

–Ojalá pudiera hacer algo, pero me temo que no puedo ayudarla. Si mañana no tiene el dinero deberá coger sus cosas e irse. Hay gente que estaría encantada por alquilar esta casa por una renta tan baja con los tiempos que corren. Imagínese que hay alquileres que alcanzan hasta setecientos euros. Los cuatrocientos que ofrezco son una ganga.

–Por favor Don Pedro… No puedo llevarme todas mis cosas en un día. ¿Y a dónde me las iba a llevar? No tengo otro sitio. Se lo suplico. Piense en mi hija. No… no puedo hacerlo esto. Se lo suplico. Deme una semana. Solo una semana.

Pobre Sara. Había expresado todas sus debilidades delante de su cazador. Si él era lo suficiente listo ese sería el momento en el que debía actuar.

–Bueno tal vez… es posible que podamos llegar a algún tipo de acuerdo. Algo que le dé tiempo suficiente para pagarme lo que debe y que así no tenga que irse de aquí ni usted ni su hija –Vi como llevaba su mano derecha y la acariciaba el codo–. La verdad es que no me gustaría ver a dos princesas como ustedes durmiendo en la calle. Ya sabe la de delincuentes que hay por aquí. A saber lo que podrían hacerles.

–Si… –dijo mientras daba un paso atrás y se alejaba del contacto de su mano.

Aquello al casero no pareció agradarle, pero se contuvo, sabedor de su éxito.

–Bien. Entonces me pasaré mañana por la noche y podremos hablar más tranquilamente sobre este asunto. ¿Por qué no le pide a su hija que… se quede a pasar la noche con alguna amiga? Es posible que lo que tengamos que hablar dure bastante.

Sara no respondió. Le mantuvo la mirada tratando de no provocarle ninguna reacción.

–Bueno, como parece que ya todo ha quedado claro –dijo el casero mientras se acercaba hasta ella y posaba su mano en su trasero–, la dejaré que vuelva a sus cosas. Hasta mañana en la noche Doña Sara. Disfrute de la tarde. Parece que va hacer buen tiempo.

Me agaché y esperé a que la puerta de la casa cerrara con Sara dentro. Oí al casero reírse de forma discreta. No había sido un gran plan, pero parecía haber causado el efecto esperado. Cuando ya estaba a bastante distancia de mí. Me até la zapatilla de nuevo, me levanté y cogí el móvil. Hice una foto al número de la casa y otra al de la calle. Nunca había estado antes por aquella zona y no quería olvidarme de donde estaba la casa de la que sería mi primera mujer. Más valía prevenir que luego no recordar.

Me alejé de allí y seguí al casero de nombre Pedro, pues aún no era el momento para actuar. En un principio tenía pensado seguirle hasta su casa. Si tienes enemigos o competidores, no te haría mal alguno saber dónde encontrarlos. Es importante conocerse a uno mismo, pero en una partida de ajedrez es mejor conocer a los demás. Buscar sus debilidades. Saber que casillas del tablero explotar y cuales evitar.

Si mi plan salía bien, el casero no se daría por vencido. Si yo era incapaz de renunciar a la idea de no tener algún día entre mis brazos y mis piernas a Eli, aquel tipo tampoco lo haría con su inquilina.

Cuando un hombre tiene poder lo utiliza. Ambos teníamos ese poder. Quedaba saber cuál lo utilizaría mejor.

Para mi desgracia ocurrió lo que tanto imaginaba. Se detuvo en la misma parada en la que ambos nos bajamos y aguardó a que llegara otro autobús. No podía seguirle. Si me veía entrar y me reconocía podía sospechar. Lo mejor era dejarle ir y evitar que su mente asimilara el recuerdo de mi cara.

Algo que siempre me ha caracterizado es que cuando veo o escucho alguna historia, anécdota o chisme sin sentido más de una vez, soy incapaz de olvidarlo. Y si eso me pasa a mí, ¿por qué no a otros?

No puedes ir por la vida pensando que eres el único que ve las cosas diferentes a los demás. Eso es un error. ¿Cuántos delincuentes cometieron crímenes perfectos y acabaron cayendo porque sentían la imperiosa necesidad de compartir su hazaña ante otros menos que ellos? Si, Goliat era gigantesco, pero David lo derrotó con una piedra.

Nunca subestimes a un enemigo. Trátalo como a un igual, sobre todo en su derrota.

El casero subió al autobús y se marchó rumbo a saber dónde. Lo imaginé llamando a su amigo para contarle las buenas nuevas.

No importaba que se me hubiera escapado. Estaba seguro de que aquella no iba a ser la última vez que nos viéramos.

Cruce a la acera de enfrente y tras caminar durante diez minutos me senté en la primera parada que vi, me puse los cascos y encendí mi mp3. Abrí la bolsa con las compras que hice en la tienda de ropa y me imagine a Gabriela llevándolo puesto. No era un pensamiento lascivo. Al menos no con la intensidad de otras veces. Era más bien algo sensual. Deseaba verla vestida de aquella manera, porque estaba completamente seguro que se vería hermosa. Cuando la viera con ello puesto sería un auténtico reto contenerme y no abalanzarme sobre ella.

Alcé la vista y escuché un bocinazo. El chófer del autobús me estaba avisando de su llegada. Subí con intensión de regresar a casa para relajarme, comer algo y elaborar de forma detallada mi plan sobre mi siguiente víctima.

Cuando metí la llave en la cerradura de casa me extrañó que el cierre no estuviera echado. Hasta que de pronto noté un olor de lo más agradable que provenía de la cocina. María estaba allí. Cuando me vio se sorprendió y me sonrió.

–Buenas tardes, Daniel.

–Buenas, María –dije mientras miraba el plato que esperaba recién hecho sobre la mesa.

–Dime que es tu famosa tortilla de patatas con relleno de jamón y queso.

–La misma.

–Eres un tesoro María –dije, mientras le daba un beso en la mejilla.

–Zalamero. Venga. Lávate las manos y al lío.

–Voy un momento a mi habitación y regreso. No te olvides poner otro plato para ti.

–No se preocupe. Ya comeré algo cuando regrese a casa.

–Vamos María. Esa tortilla es tan grande que da para dos. Además, ¿cuánto hace de la última vez que comimos juntos? Hazlo por mí.

María se resignó. Se acercó al armario y sacó otro plato.

–Vaya a lavarse. Le espero.

–Dos minutos.

Subí a mi cuarto y oculté mis compras detrás de los libros del estante. El mismo sitio donde tenía el USB con los trabajos de Gabriela y el móvil viejo. Cogí este último y miré a ver si había llegado algún mensaje. Noté como al poco de encenderlo me vibró en la mano. Me había llegado un mensaje de Maite.

Cuando lo abrí no pude evitar sonreír de satisfacción mientras contemplaba a la querida y protectora prima de Gabriela totalmente desnuda, acuclillada contra una pared de tonos celestes con las piernas abiertas, mostrándome con detalle su sexo, mientras se llevaba a la boca un dedo y hacía como que lo mordía de placer con una sutil sonrisa pícara. Noté como mi pene empezaba a despertarse con ganas de juego, pero no podía complacerle, todavía no. Eché un último vistazo a la imagen y apagué el móvil antes de volver a guardarlo.

Maite había cedido. En la foto parecía de lo más cómoda. Como si no lo hiciera porque se lo ordenaba, sino porque tal vez le daba morbo y la ponía cachonda el hacerlo. Sí era así no tardaría mucho en descubrir si se había sometido del todo.

Fui al baño a lavarme las manos y a enfriarme la cara. Nada apaga los instintos más bajos como un poco de agua helada.

Bajé a la cocina y allí estaba María, esperándome con la comida y los cubiertos listos.

-Hacía tiempo que no comíamos juntos –dije, mientras me sentaba y le daba el primer bocado a la tortilla. Sentí la ternura y el sabor de la patata, mezclados con el del jamón y el queso calientes. Aquello era un manjar que si no habéis probado va siendo hora de que os pongáis al día–. Nunca me cansaré de decírtelo María. Nadie cocina como tú.

–Me alegro que disfrutes tanto de mis comidas. Aunque no te vendría mal que aprendas a hacerte tus propios platos.

–Uhmmm… Mi madre me ha estado enseñando algunas recetas este verano.  Aún no soy muy bueno, pero lo que preparo resulta la mar de decente.

– ¿En serio? Qué buena noticia. Eso me deja un poco más aliviada.

Miré a María extrañado.

– ¿Aliviada? ¿Qué quieres decir?

–Verás, Daniel. Me temo que ya no podré seguir viniendo más por aquí.

Miré a María sorprendido. Aquello debía ser una broma.

–Pero ¿por qué? ¿Es que ya no quieres trabajar aquí?

–No es eso, cariño. Es que la señora de una de las casas donde limpio me ha ofrecido el puesto de ama de llaves. Dice que he trabajado tanto y tan bien durante los últimos años que me lo he ganado. El sueldo es mucho mejor. Más de lo que gano limpiando en varias casas juntas.

Lamentaba oír aquella noticia, pero María se lo merecía. Siempre me quiso como a un hijo y yo a ella como una segunda madre.

–Lo entiendo –asentí con cierta congoja. Odiaba perder a alguien que me importaba. Sobre todo cuando la lista era tan corta–. Si hay alguien que se haya ganado esa oportunidad eres tú. Puede que mi madre y yo te perdamos, pero otra familia te gana.

–Cielo –dijo, mientras me agarraba de la mano–. No vas a perderme. Trataré de venir tanto como me sea posible a visitaros.

– ¿Lo prometes?

–Lo prometo. Ahora terminemos de comer. Y dime. ¿Cómo te va todo en el instituto?

Pensé en todo lo que había pasado y experimentado desde la mañana de ayer viernes. Las últimas treinta horas de mi vida más excitantes.

–Va… bien. Como siempre. Trabajos, exámenes. Nada que digamos que pueda destacar.

– ¿Tienes buenos amigos?

Una triste sonrisa se dibujó en mi cara mientras cortaba un nuevo pedazo de tortilla y lo atrapaba con el tenedor.

–No necesito amigos, María. Me va bien por mi cuenta.

–Todos necesitamos amigos.

–Soy la prueba de que no –dije metiéndome otro trozo de aquel manjar en la boca.

–Daniel. No es bueno que pases tanto tiempo solo, hijo. Te iría bien conocer gente de tu edad, salir con ellos y divertirte.

–Mi idea de la diversión es completamente diferente a los chicos y chicas de mi edad. Ellos prefieren salir a bailar y emborracharse, actuar como si no fueran más que niños grandes. No quiero eso en mi vida. Me quedo con mis libros, mis hobbies y mi tranquilidad. Mientras ellos pierden el tiempo yo me preparo para el futuro.

–Ellos también lo hacen –trató de defenderles. Así era ella. Siempre veía el lado bueno de la gente. Yo era igual que ella. Deseaba con todas mis fuerzas que nadie la despertase de su ilusa fe–. Solo que no tienen tanta prisa como pareces desearlo tú. Deberías darles una oportunidad y confiar en ellos.

Solté los cubiertos y miré a María.

– ¿Crees que no quiero hacerlo? Claro que sí, me gustaría tener amigos de mi edad, pero me cansé de que la gente se acercase a mí y fingieran ser algo solo para aprovecharse de mí.

–Sé que has tenido mala suerte muchas veces. Pero no todos son así Daniel. Hay gente buena. Solo tienes que arriesgar un poco el corazón y al final podrás distinguir los buenos de los malos.

–Ya arriesgué demasiado durante años. No me queda bastante corazón para otro intento. Tengo la sensación de que si lo hiciera, si confiase en alguien y luego me traicionara, acabaría volviéndome loco. Puede que incluso acabase siendo como mi padre.

María dio un fuerte manotazo sobre la mesa. La miré sorprendido.

– ¡No! Eso no. Tú no eres ni nunca serás como él. Siempre has sido un buen chico y algún día serás un buen hombre. No tengo ninguna duda sobre eso.

–María…

–Y aunque creas que estando solo estás mejor –dijo interrumpiéndome–, ya verás como con el tiempo las buenas personas acabarán encontrándote, aunque tú no las busques.

No pude evitar sonreír. No dije nada. Mi mirada le dijo todo. Cogí los cubiertos y terminamos de comer.

Mientras limpiábamos los platos juntos me hizo otra pregunta.

– ¿Qué hay del amor? ¿Hay alguna chica que te interese? ¿O… algún chico?

A María aún le costaba aceptar que dos hombres o dos mujeres pudieran enamorarse y que fuese de lo más natural del mundo.

–Hay una chica, pero no creo que le interese.

–Bueno, tú insiste, pero sin agobiarla. Trátala como una dama. A las mujeres les gusta que los hombres sean galantes y caballerosos.

Tal vez eso fuera cierto, pero Gabriela no era ni una mujer, ni una dama. Era una chica de diecisiete años que le gustaba emborracharse y liarse con el primer macarra guaperas que se le cruzara en el camino.

–Seguiré tu consejo y lucharé por ella.

De pronto escuché el timbre de la entrada.

–Debe ser mi marido. Le dije que me pasara a recoger sobre esta hora.

–No te preocupes. Ya terminó yo de limpiar. Lo que queda.

–Gracias, cielo. Y gracias por la comida.

–A ti por prepararla.

María recogió sus pertenencias y me miró.

–Voy a echar de menos venir por aquí tan a menudo.

–No más que yo a ti –dije mientras le daba un fuerte abrazo. Era poca recompensa después de tantos años, pero ella sabía que solo daba abrazos cuando alguien me importaba de verdad.

María se separó y comenzó a alejarse hasta la puerta. Se volvió y me miró.

–No te rindas con el mundo.

La miré con la ternura que se merecía y asentí sin decir nada. Ella se giró y la vi desaparecer tras la puerta.

Noté como el silencio me rodeaba. Cerré los ojos durante unos instantes mientras lanzaba un largo suspiro.

–No me rendiré –exclamé en un susurro, mientras me dirigía al fregadero a terminar de limpiar.

Esa cierto.

No pensaba rendirme.

No pararía hasta elaborar un plan perfecto con el que lograr que aquella belleza de madre fuera mía.

Miré el reloj. Eran las tres. Tenía hasta las cinco. A esa hora pondría en marcha mi plan.

Eran las cinco y veinte cuando llamé a la puerta de su casa. Notaba como el corazón me palpitaba nervioso. No iba a convencer a una muchacha con más temores que seguridades en si misma de que se acostase conmigo.

Sara era toda una mujer. Y que mujer.

Aquella no sería una partida nada fácil, pero la sola idea de poder jugarla era excitante.

A los pocos segundos la puerta comenzó abrirse y allí estaba ella.

Oscar Wilde escribió en una ocasión que la mejor forma de librarse de una tentación era caer en ella.

Teniendo a Sara delante de mí me moría de ganas de caer encima suya sin pedir permiso.

Sara tenía unos ojos grandes y despiertos de un marrón claro. Eran bonitos, pero en comparación con otros resultaban vulgares. Lo más llamativo de ellos es que parecían estar en continua vigilancia, sin bajar nunca la guardia. Sus labios eran finos y alargados. Me moría de ganas por ver como de bella se volvía si lograba hacerla sonreír. Su pelo era largo y castaño, recogido en una coleta que fácilmente se podía deshacer. Llevaba además un flequillo que le tapaba el lado izquierdo de la cara. Sin duda para resaltar su perfil bueno. Su piel era rosada y apetecible. Deseaba probarla más que ninguna otra cosa.

– ¿Si? –Preguntó sacándome de mi ensimismada descripción mental.

–Buenas tardes. ¿Es usted por un casual, la señorita… Sara; inquilina de Don Pedro?

Sara se cruzó de brazos.

–Sí, lo soy. ¿Quién eres tú?

–Me llamó César –Obviamente no pensaba darle mi verdadero nombre. Si mi plan no salía bien no convenía darle demasiada información sobre quién era. Aunque confiaba en que conseguiría lo que había ido a buscar allí–. El señor Don… cof cof… me envía para decirle que el asunto… cof cof –comencé a toser, mientras me llevaba la mano hasta el cuello– del alquiler se ha… cof cof

– ¿Estás bien?

–Lo siento mucho. Cof cof. ¿Podría darme un vaso de agua?

Ella dudó un instante, pero al final pareció confiarse. Tal vez se creyera que no era una amenaza o quisiera saber cuál era el mensaje que le traía de parte de don Pedro. La seguí hasta la cocina, manteniendo mi fingida tos mientras me deleitaba con su figura. Me encantaba el movimiento tan sensual que hacían sus nalgas con cada nuevo paso que daba.

Sara llevaba unos vaqueros ajustados con un cinturón pequeño y unas sandalias negras y una blusa de manga larga con aberturas en los hombros y un escote en V la mar de llamativo. Escote semi-cerrado por cordones en un patrón cruzado que para mi suerte te dejaba ver el canalillo y el principio de sus pechos. Cuando me acercó el vaso con el agua pude contemplarlos durante otro segundo. También noté que llevaba una cadena de plata en la muñeca izquierda con dos corazones. Uno grande y otro pequeño. Tal vez fuera un símbolo de una madre y su hija. Aunque solo era una teoría.

Me bebí el agua con premura y lo dejé en la mesa.

–Muchas gracias. No sabe el mal rato que estaba pasando.

–No es nada. Ahora ¿puedes decirme que te ha dicho Don Pedro? –preguntó angustiada mientras se ponía nuevamente a la defensiva.

– ¿Le importa que nos sentemos? –Sara respondió agarrando una silla y sentándose en ella. Yo la imité–. Verá, estoy al tanto de la situación económica por la que está pasando y el problema que está teniendo con su casero. Y creo que tengo una manera de ayudarla.

Sara me miró sin comprender nada.

–No lo entiendo. ¿Te manda mi casero para ayudarme?

–No; he venido a ayudarla. Nadie me lo ha pedido.

Vi el miedo en la cara de Sara.

– ¿Quién eres tú?

La miré fijamente y luego llevé mi mano a uno de mis bolsillos. Dejé sobre la mesa un billete de cincuenta que ella no perdió de vista.

–Ese dinero puede ser suyo. A cambio deberá hacer una cosa.

Sara volvió a mirarme con más desconfianza que miedo, pero albergando aún temor.

– ¿Qué?

–Escuchar lo que tengo que decir sin interrumpirme hasta que yo se lo diga. Si cumple, doblaré la cantidad que hay en la mesa. Sé que esta situación no es nada normal y sentir lo que usted está sintiendo en este momento es de lo más normal del mundo. Un desconocido logra entrar en su casa, le ofrece dinero sin saber por qué y no sabe qué hacer o decir.

Lo más lógico es actuar como lo está haciendo. Si le hace sentirse más tranquila puedo hacerle una promesa. Le aseguro que si después de escuchar lo que tengo que decir quiere que salga de su casa, así lo haré. No he venido a hacerle daño. Aunque no me conozca de nada, le aseguro que en toda mi vida jamás he roto una promesa. No voy a empezar hoy. Dicho esto si quiere que me vaya también ahora, sin oír nada más, también lo haré. Pero si quiere librarse de su problema con el casero no pierde nada en dejarme hablar. Cien euros por unos pocos minutos bien lo valen. ¿No cree?

Sara tardó un rato en procesar todo lo que le había soltado. Me miraba a mí y al dinero que tenía delante. A sus cálculos mentales tampoco se le escapaba el otro billete que esperaba oculto en mi bolsillo.

–Está bien –exclamó–. Habla.

–Antes de nada quisiera saber si es seguro hablar aquí. Sé que tiene una hija y no quisiera que supiera lo que ocurrió con… ya sabe.

–Estamos solos. Ha salido de compras.

Aquello era un regalo del cielo. Con la hija en casa tenía menos posibilidades de salirme con la mía. Estando solos, entre un cincuenta y sesenta por ciento. Debía jugar mis mejores movimientos.

–Es mejor así.  Bueno como he dicho he venido a ayudarla con el problema que tiene con el casero. Sé que debe pagar su alquiler antes de que termine su plazo o la echará de la casa. También sé que ese hombre le ha ofrecido una forma alternativa con la que poder ganar algo de tiempo para conseguir el dinero –Sara desvió la mirada–. Por eso estoy aquí. Puedo ayudarle a conseguir el dinero y evitar que esa situación tan desagradable ocurra.

Sara me miró como si no pudiera creer que aquello fuera real. Vi la desconfianza en sus ojos. No era tonta. Ahora quedaba saber cómo de lista sería.

–¿Cómo? –preguntó.

–¿Puedo preguntarle cuánto dinero le debe?

–Cuatrocientos veinte euros.

–Es una cantidad importante, pero –dije mientras me levantaba y llevaba la mano a mi bolsillo trasero y sacaba un sobre doblado. Saqué de él tres billetes de diez que me guardé nuevamente y dejé el sobre la mesa– dispongo de esa cantidad. Puede abrirlo.

Sara llevó las manos al sobre y vio su contenido. Sacó los billetes y los contó. Luego me miró y lanzó una pregunta cuya respuesta ya debía de haber intuido.

– ¿Qué es lo que quieres?

Pensé en mantener la actitud desafiante y descarada que tuve con Maite y con Gabriela, pero como ya he dicho, Sara no era una niña sino una mujer madura y con cabeza. Si quería ganármela -mejor aún, derrotarla-, debía hablarle con la misma madurez y seguridad. Desarmarla con palabras.

–No me andaré con rodeos. Quiero exactamente lo mismo que su casero le ha propuesto. La quiero a usted. Y la quiero ahora.

Sara se mordió el labio de indignación y arrastró el sobre y el billete de cincuenta euros hacia mí, mientras se ponía en pie.

–Fuera de mi casa.

Aquello era algo que cabía esperar. Solo que había calculado que tardaría un rato más en suceder. Cogí el dinero y me di la vuelta dispuesto a marcharme. O eso quería que pensara.

Había llegado el momento de que nuevamente Dani se fuera y el chico malo entrara en juego. Me volví y arrojé el sobre la mesa y la miré desafiante. Había ido hasta esa casa a por ella y no pensaba irme sin haberla tenido.

Cuando empiezo algo es para hacerlo bien y no a medias.

La mediocridad no va conmigo.

–Me iré cuando termine de hablar. Normalmente habría sido fiel a mi palabra, pero no esta vez. No sabiendo lo que está en riesgo.

Si me voy los dos sabemos lo que pasará mañana, ¿no es así? Su casero vendrá, usted le dejara entrar y también le permitirá hacerle todo lo que le dé la gana con usted. Quien sabe cómo la tratará. Tal vez la humille, se ría y la insulte mientras la toca. Puede que no le baste con una vez y desee repetir. Si es eso lo que quiere sentir me iré. Pero dudo que sea así. Lo único que le pediré… no. ¿Sabe qué? No pienso pedirle nada más. A partir de ahora escuchará. Cuando acabe tomará una decisión y depende de lo que elija me quedaré o me iré.

Lo quiera o no está atrapada en una situación que no desea y la única forma que tiene de escapar es elegir. Acostarse con su casero… o conmigo. No hay una tercera opción oculta. Esto es todo.

Si elige a su querido Don Pedro esto es lo que pasará. Estoy seguro de que coincidirá con mis pensamientos.

Después de que acaben de acostarse o incluso durante, el tomará alguna foto de usted a modo de recuerdo, tanto si lo quiere como si no. Luego la chantajeará con enseñársela a su hija o sus conocidos para que ese encuentro que debía ser solo una vez vuelva a ocurrir. Usted se resistirá, pero cuando él le amenace con echarla de nuevo, no le quedará más remedio que aceptar. Con el tiempo usted aceptará esa situación como algo tan normal como inevitable. Se acostará con él tantas veces como él quiera y todo por el bien de su hija. Cuando eso ocurra, cuando se rinda, Don Pedro la venderá a otros hombres. Se convertirá en una mercancía que le dé tanto placer como dinero. Y mientras usted se dedica a otros hombres, el tratara de que su amada hija siga los pasos de su madre. Que lo consiga o no… eso es algo que no puedo prever. Y aunque pudiera no sería agradable de imaginar. ¿No cree? –Sara me miraba totalmente inmóvil. No decía nada, pero sentía cada una de mis palabras como si fuera una horrible verdad que había escapado a sus pensamientos. Lo cual era de lo más normal. Nadie se para a pensar que dentro de las personas más cercanas a nosotros hay auténticos monstruos que llevan máscaras de bondad y buen corazón.

Luego estoy yo. Un desconocido que ha sabido de su situación por un golpe de suerte. Si, suerte. Tanto para mí como para usted. Le guste o no soy lo único que evitará que a usted y su hija les pase lo que le he contado. Tal vez piense que ahora que es consciente de lo que ese hombre hará puede evitarlo, pero si algo he aprendido de su casero es que no es alguien que se rinda cuando quiere conseguir algo. O a alguien. Esta es mi propuesta. Solo quiero pasar una tarde en la intimidad de su cama junto a usted. Después de eso, me iré de su vida y no volverá a verme. Usted se librara del acoso de su casero otro mes y tendrá tiempo para marcharse de aquí y ponerse a salvo con su hija.

Como he dicho antes, está atrapada; atrapada entre dos males. Pero al igual que el resto del mundo, cuando se debe elegir entre dos males uno siempre tiende a escoger el mal menor. Ese soy yo.

Sara seguía mirándome sin saber qué hacer. No tenía tiempo para sus dudas.

–Tiene un minuto –dije mirando mi reloj–. Si acepta mi oferta coja el sobre. Si no lo hace me iré y tendrá que vérselas con Don Pedro.

Cincuenta segundos.

Cuarenta y un segundos

Veintisiete segundos.

Once segundos y Sara seguía sin moverse

Siete segundos y su mano se abalanzó despacio y resignada sobre el sobre.

Continuará…

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