Relatos de juventud 7

Ellas deseaban a los chicos malos. Yo sería el malo que les haría desear a los buenos.

No olvidéis preguntar vuestras dudas escribiendo a mi correo. Los hallaréis en la web de todorelatos,

Después de ese golpe de suerte recogí las piezas que quedaban y empecé a colocarlas en sus respectivas casillas. Primero los peones al frente. En las esquinas las torres, seguido de los caballos y alfiles. Los reyes en la casilla contraria de su color. Quedaban las Damas; las reinas del tablero.

Entonces miré la reina negra y tras colocarla en su lugar junto al rey la tumbé. La reina blanca la dejé en mitad del tablero.

Me dirigí a la salida, apagué las luces y cerré la puerta con llave. En ese momento noté como el móvil me vibraba. Me había llegado un mensaje.

Era de Gabriela.

En el aparecían los temas de sus cuatro trabajos  y los aspectos que debía desarrollar en todos ellos. No puso ni añadió nada más. Aquel había sido un mensaje que envió forzada por las circunstancias.

No pensaba responderle. Mi silencio sería bastante tortura por ahora.

Mientras me dirigía a casa sintiendo el intenso frío pensé:

-Ha caído una reina; pronto le tocará el turno a la otra.

Eran las once cuando finalmente llegué a casa. No había nadie. Mi madre seguía en ese viaje de negocios que su jefe le ordenó realizar y que no pudo retrasar por más que lo intentase. Era una oportunidad que si rechazaba le costaría un posible ascenso. No valía la pena perder esa posibilidad y un aumento de sueldo. Sobre todo cuando podía apañármelas solo.

Aunque la echaba de menos aún, tardaría unos días más en llegar. Días que aprovecharía al máximo tanto como me fuera posible.

Lo primero que hice fue subir a la planta de arriba y darme una ducha. Mientras el agua caía sobre mí no dejaba de pensar con una sonrisa en los labios lo que Maite y yo habíamos hecho. El placer que nos habíamos dado el uno al otro había sido la mejor experiencia que había vivido. El simple recuerdo de aquel tiempo que pasamos sintiendo nuestros cuerpos rozarse, despertaba en mí una dolorosa erección. Aunque deseaba llamarla y obligarla a venir hasta mi casa para tener más, debía aprender a controlarme. Si dejaba que la necesidad de volver a vivir intensamente el placer junto a una mujer me dominase, estaría perdido. Sería Maite, o cualquier otra la que tuviera poder sobre mí.

Eso no debía pasar.

Cerré el agua caliente y dejé que el agua helada me arrancase silenciosos gritos de horror con los que logré dejar de lado mis pensamientos de lujuria y frenesí. Cuando salí de la ducha noté como mi cuerpo recuperaba poco a poco su calor corporal y mi mente su serena impasibilidad. Me vestí con algo cómodo que abrigase y bajé a la cocina. En la mesa me encontré una nota de María:

”Te dejo algo de comer en el microondas. Mañana pasaré de nuevo”.

María. Un ángel en mi mundo cuyo cariño no merecía.

Abrí el microondas y me encontré un plato enorme de espaguetis con carne picada. De pequeño era uno de mis platos favoritos y no recordaba cuando fue la última vez que María me preparó aquel manjar. Lo puse a calentar mientras cogía los cubiertos y algo de beber de la nevera. Encendí la pequeña televisión que mi madre tenía en la cocina. Le gustaba ver las noticias mientras desayunaba antes de irse a trabajar. Busqué algún programa que me llamase la atención. Dejé un documental sobre astronomía y empecé a comer sin prisa, pero con apetito.

El plato de María estuvo delicioso. Subí el volumen de la tele mientras me levantaba de la mesa y me acercaba al fregadero a lavar los cubiertos y el plato. No me gustaba dejar nada sin limpiar y a mi madre aún menos. Cuando acabé de fregar, tiré la lata de refresco a la basura, cogí una manzana del frutero y disfruté de los últimos diez minutos que quedaban de programa. Apagué el televisor y subí al baño. Me lavé los dientes y cuando acabé, me empapé la cara con agua muy fría. Necesitaba despertarme más de lo que ya estaba.

Durante las próximas cuarenta horas debía hacer todo lo posible por mantenerme despierto. Cuando me encontrara con Gabriela el domingo por la tarde tenía que parecer a sus ojos que había estado trabajando sin descanso en los proyectos que había perdido.

Sí. He dicho: “ parecer que había estado trabajando” … porque no pensaba perder el tiempo en algo que ya tenía hecho.

Al principio de mi historia, dije que había empezado a planear mi conquista sobre Gabriela desde el inicio del curso.

El primer paso de mi plan era averiguar cuáles serían los temas que ella había elegido o le habían sido asignados para realizar sus trabajos y anotarlos.

No era difícil.

Estaban todos en el tablón de clases. Nuestros nombres y tareas a realizar según que asignatura. Una vez supe esto y tuve acabados mis propios proyectos meses antes de su entrega, pude dedicar mi tiempo a realizar los trabajos que usaría para chantajearla. Dos semanas antes de mí actuación de hoy en clase, ya los tenía terminados y preparados. Era bueno, pero ni con tres manos habría logrado hacer cuatro proyectos en dos días. Como mucho tres y no pasarían de un bien bajo. Mis copias eran casi de sobresaliente. No podía hacer trabajos con la calidad que tenían los míos. Sería raro. Tuve que bajar mi nivel y pensar como lo haría una persona común. Averigüé que lo único que tenía que hacer era poner un poco menos de empeño en lo que estaba haciendo para que resultara creíble que no era mío.

Estaba convencido de que darían el pego a los profesores y creerían que los había hecho ella.

El mensaje que le había enviado a Gabriela en la tarde, preguntándole sobre los temas de sus proyectos, era necesario para hacer mi plan más creíble y evitar cualquier sospecha.

Tal vez pueda parecer demasiado rebuscado. Tal vez otro hubiera recuperado el USB de Gabriela de donde lo escondí y se lo habría devuelto después de divertirse con ella. Pero con esa pésima idea saldría perdiendo.

Al descubrir ella la verdad, que soy la causa de su sufrimiento, me odiará y con lo orgullosa que es no pararía hasta verme destruido ante todo el pueblo. Con mi plan en cambio, verá no solo el increíble trabajo que he acabado en apenas dos días, sino el esfuerzo que le he puesto para cumplir mi promesa y que ella no salga perjudicada. Seguirá odiándome, pero también será más fácil de manejar.

Entre estas dos opciones escojo la mía.

Me acerqué a un pequeño estante con libros que tenía sobre el escritorio y cogí un USB negro que había escondido detrás de ellos. Lo enchufé al ordenador y uno a uno fui abriendo los cuatro archivos que contenía, para asegurarme de que estaban perfectos. Pasé toda la noche leyéndolos en busca de fallos o erratas. Descubrí varias docenas que habían logrado escapar a mis anteriores correcciones.

No era un ser perfecto. Solo más despierto que la mayoría.

Cuando eran casi las nueve había terminado mi quinta y última lectura. Estaba casi perfecto. Dejé media docena de errores gramaticales en todos para que fuera plausible que eran de ella.

Tenía la vista agotada y notaba como el sueño me invadía con intención de doblegarme. No me quedó otra opción que darme una nueva ducha fría que me cortó la respiración durante algo más de un instante. Me costó un poco acostumbrarme y recuperar el calor corporal. Nada que una taza de café recién hecho no ayudara.

Después de vestirme tocaba ocultar el USB, ventilar y ordenar mi cuarto. Al acabar bajé a la cocina a tomarme una taza bien cargada y algo con más sustancia que lo acompañase. Necesitaba recargar energías. Durante la noche se me había ocurrido algo interesante que haría durante mi encuentro con Gabriela el domingo. Solo que para ello, necesitaba comprar algunas cosas. Tanto para ella como para mí.

Aquello sería algo tan especial como lo que improvisé con Maite.

Mientras untaba mermelada en mis tostadas, me acordé de Maite y de lo que le había pedido que hiciera por mí. Fui al salón. Abrí un viejo mueble donde con los años había ido guardando mis viejos y rotos tableros de ajedrez electrónicos de los que tenía que deshacerme tarde o temprano. Los empujé hacia mí para dejar a la vista un móvil que tenía allí oculto.

Aquel móvil era el que tenía antes de empezar el curso y que ya apenas usaba. Lo había ocultado porque le había dicho a mi madre que lo había perdido para que así me comprara uno nuevo. A partir de aquel día lo guardaría en mi cuarto. Lo encendí, pues aún debía quedarle batería. Apenas hacía unos días lo había estado actualizando y quitando todo lo que no fuera necesario. Esperé a que saltara alguna señal de mensaje pero nada. Miré el reloj de mi muñeca. Eran más de las nueve y Maite no había enviado su foto.

Decidí dejarlo estar por el momento. No le había dicho que quisiera que la mandase a una hora concreta, solo cada día. Y mi día apenas acababa de empezar.

Terminé de comer, asearme y de arreglarme. Tras comprobar que todo estaba en orden, cogí algunos billetes del dinero que mamá guardaba en el interior de un jarrón de su habitación. Lo había escondido allí para los gastos que surgieran durante su ausencia. Cogí dos de cincuenta y los metí en mi cartera. Entré en mi cuarto y oculté el móvil viejo junto al USB y cogí el nuevo. Bajé las escaleras cogí las llaves de la entrada y me dispuse a salir para realizar mis comprar.

Puede que a mi madre mis compras no le hubieran parecido nada urgentes, pero para mí eran de vital importancia.

Mi primera parada fue en una tienda de ropa situada a unos quince minutos de casa. Nada más entrar un joven de no más de veinticinco años con buen porte y bien vestido se acercó a mí. Llevaba una camisa a cuadros de tonos claros nada barata metida por dentro del pantalón; una corbata, pantalones gris oscuro y zapatos negros. Tuve envidia de su deslumbrante físico. Su forma de vestir no me habría sentado ni la mitad de bien.

–Bienvenido, caballero. Por favor, si tiene alguna duda con la ropa que busca no dude en avisarme.

Le di las gracias y me dirigí a la sección de hombres. Solo quería una cosa. Cuando llegué a los percheros donde estaba lo que iba buscando empecé a pasar los diferentes modelos hasta que di con uno que me convenció y que era justo lo que necesitaba. Me acerqué al probador y me dispuse a entrar. Entonces vi el gran espejo y me vi. Me quedé allí plantado durante algo más de medio minuto. Comencé a sentirme mal. Noté como la rabia que había experimentado ayer regresaba.

– ¿Va todo bien señor? –Escuché su voz detrás de mí. Era el dependiente.

Me di la vuelta y le mostré la prenda.

–Cóbreme –exclamé mientras me acercaba al mostrador sin esperar por él.

– ¿No quiere probársela antes?

–No hará falta. Es de mi talla.

–Como desee.

Una vez detrás del mostrador le hice una pregunta.

– ¿Solo tiene ropa para hombre?

–En esta planta, sí. Si busca la sección femenina está bajando las escaleras. Pase por ese pasillo. Le guardaré esto si lo desea y en el caso de que piense adquirir algo más le cobraré todo junto.

–Gracias. Muy amable.

–Un placer señor.

Bajé a la planta de abajo y allí encontré a varias mujeres comprando. Ninguna lo bastante interesante para mi gusto. No porque no fueran bellas, pero su belleza no me atraía ni despertaba ninguna parte de mi cuerpo.

Di un paseo sin mostrar demasiado interés hasta que distinguí al fondo de la sala lo que había ido buscando. Me imaginé a Gabriela con ello puesto y entonces sí que noté una ligera excitación. Regresé al piso de arriba dejé mis adquisiciones junto a mi prenda y pagué por todo.

Salí de la tienda pensando en cómo debería llevar a cabo la siguiente parte de mi plan. Lo había imaginado en muchas ocasiones, pero después de la noche que pasé con Maite, me moría por probar cosas nuevas y diferentes. Siempre había oído decir que la repetición es mortal para la mente; no cometería ese error. Gabriela era otro mundo y su cuerpo necesitaba una clase de motivación distinta. Lo primero sería averiguar la manera de hacerlo despertar.

Mi segunda parada quedaba algo lejos. Casi a las afueras del pueblo por lo que tuve que coger un autobús. En menos de veinte minutos llegué. Caminé durante otros diez antes de encontrar el escondido local.

Se trataba de una tienda de libros de segunda mano.

Solía ir allí el tercer y cuarto sábado de cada mes. Y aquel no iba a ser una excepción.

Más de uno se preguntará: ¿Qué tiene que ver una tienda de libros con tu plan para dominar a Gabriela?

La respuesta es nada de nada.

No estaba allí por ella, sino por mí.

Cuando tienes que pasar dos días enteros despierto debes mantenerte ocupado. No pensaba hacerlo encerrado en una casa que me traía tan malos recuerdos cuando pasaba en ella solo demasiado tiempo. Tampoco podía dedicar cada minuto a elaborar al milímetro mi plan con la única mujer por la que sentía mucho más que deseo. Ya tenía un esquema bastante completo de lo que pasaría. La parte de improvisación llegaría cuando Gabriela perdiera el control sobre sí misma.

Durante unas horas quería paz y tranquilidad. Pensar solo en mí y en lo que me gustaba.

Todos tenemos nuestro rincón de la soledad. El mío era la tienda de libros usados de Marcos.

Aquel lugar era el paraíso para un amante de la literatura. Muchos de los mejores libros que había leído a lo largo de mi corta existencia los había encontrado allí, enterrados bajo bestsellers que no valían nada y novelas románticas que daban ganas de arrancarte los ojos. Con el tiempo entablé amistad con Marcos, el dueño. Un hombre de unos cincuenta años que abrió su tienda para mostrarle al mundo que la magia de los libros podía conseguirse a muy poco precio. Tenía el pelo canoso y la piel bronceada. Vivía cerca de la playa y cuando no trabajaba pasaba las horas muertas en el agua y la arena. Era ligeramente obeso, pero en mis últimas visitas le veía más delgado. Pensé que este mes lo estaría algo más.

Nada más entrar me encontré el mismo bello panorama de siempre; estanterías por todos lados. Frente a mí se abrían tres largos pasillos a rebosar de obras más actuales y modernas. Elegí tomar el del centro, puesto que en los otros dos había personas ojeando varios ejemplares y estantes. No podía pasar por aquellos espacios sin chocar. Avancé hasta el mostrador y escuché a Marcos trabajar debajo de él, ordenando algún que otro pedido.

–“El conocimiento es poder” –exclamé con una sonrisa.

De pronto me quedé sorprendido.

La persona que había tras el mostrador no era Marcos. Era una chica. Me miró mientras se levantaba con cara de no entender nada.

– ¿Cómo has dicho?

–Lo siento, pensaba que eras Marcos.

–Eso no explica lo de que el conocimiento es poder –respondió con un tono que me resultó molesto, aunque no lo aparentase.

–Ya. Se trata de una cita de Sir Francis Bacon –respondí yo creyendo que así quedaría claro.

–Sigo sin entenderlo. ¿Qué tal si te esfuerzas un poco y lo haces mejor para explicarte?

Aquella conversación comenzaba a sacarme de quicio. ¿Dónde se habría metido Marcos y quién era aquella chica?

–Verás, es un juego que Marcos y yo tenemos. Cuando llego, digo una cita célebre de alguien importante y el tiene que averiguar de quién era. Si acierta, pago el doble de lo que valen los libros que me llevo. Si no lo hace, pago la mitad.

Me miró fijamente y apoyó las manos sobre una pila enorme que tenía sobre la mesa. La miré detenidamente. Tenía el cabello de un rubio oscuro que le llegaba por encima de los hombros. Sus ojos eran de un bello azul grisáceo que resultaban tan atrayentes como misteriosos. Nunca había visto unos ojos iguales. Noté que su labio inferior era más ancho que el superior, pero no por ellos perdían belleza. En el lado izquierdo de la barbilla, cerca de su boca, tenía un pequeño lunar que parecía el toque final hecho por un artista a su obra para que quedase perfecta.

En ella así era. Lo único que el artista se había olvidado añadir era firmar añadiendo una personalidad agradable.

–Tú debes de ser Daniel –exclamó como si acabara de despertar de un sueño.

–Prefiero Dani.

–Muy bien, Dani. Como ves yo no soy Marcos y ese jueguecito que te traías con él estará en punto muerto hasta que él regrese. Que no será pronto.

–Perdona, pero ¿puedo saber quién eres tú?

–Soy su sobrina. Fayna. Me ocuparé de la tienda durante algún tiempo.

Fayna. Aquel era un bonito nombre y una bonita cara para una pésima actitud. Apenas habíamos hablado y ya tenía ganas de irme solo para no tener que escucharla.

–Perdona mi insistencia, pero ¿y Marcos?

–Ya te he dicho que no está.

–Eso es lo que te estoy preguntando. ¿Dónde está? ¿Adónde ha ido?

–No es asunto tuyo –me lanzó sin dudar.

La miré fijamente sin dejar que su actitud me alterara. No era la primera mujer con carácter que me hablaba así. La única forma de domarlas era responderles de una manera que ellas no esperasen; con amabilidad y caballerosidad absolutas.

–Mira, no quiero molestarte ni quitarte más tiempo del que ya te he hecho perder, pero de verdad me gustaría saber dónde está Marcos. No se trata de un capricho. Para mí es más que un vendedor de libros; es un amigo al que aprecio y respeto. Tal vez no puedas decirme donde está, pero al menos te suplico que me digas si está bien. Al menos eso me lo debes.

La expresión de su cara se relajó y me miró con cierto aire de culpa, pero no estaba seguro de si habría bastado.

–No te conozco, Dani. Y como no te conozco no te debo nada. Pero mi tío está bien. Solo necesitaba unos días libres para descansar –Su respuesta me alivió y alegró. Marcos era una gran persona y si algo malo le ocurriese me dolería. Fayna pareció ver mi preocupación, tal y como quise–. Debes de tenerle un gran cariño a mi tío.

Asentí, desviando la mirada una fracción de segundo para volver a clavar los ojos en los suyos.

–No todos los días encuentras a alguien que disfrute tanto de los clásicos como lo hace él y que además sepa jugar tan bien al ajedrez. Sé que esto te puede resultar algo molesto, más que el tiempo que ha durado esta conversación, pero ¿podrías acercar ese tablero que hay en el estante detrás de ti? Llevamos años jugando esa partida. Cada vez que vengo hago un nuevo movimiento y quería saber si Marcos había hecho el suyo antes de irse.

–Si hago lo que pides, ¿prometes dejarme trabajar en paz y comprar algún libro antes de irte?

La miré y sonreí. Compraría libros lo hiciera o no.

–Me parece justo –dije ofreciéndole mi mano para cerrar el trato.

–Confiaré en tu palabra –dijo dándose la vuelta y tomando el tablero con sumo cuidado. Aproveché la oportunidad para mirarle el trasero, pero para mi desgracia llevaba puesta una sudadera holgada que le cubría por debajo de las nalgas. La miré de nuevo, mientras ella se acercaba y dejaba el tablero sobre la pila de libros.

Miré la posición de la partida fijamente y sonreí satisfecho. Después de más de treinta movimientos Marcos por fin se había enrocado. Durante un largo minuto pensé cual sería mi mejor opción.

En realidad ya la sabía.

Tenía la respuesta a su jugada pensada hacía semanas. Mi duda estaba en que sabía que no era la mejor opción, pero si la que abriría más posibilidades a futuros ataques que debilitarían su posición. Eso si Marcos no se fijaba.

–¿Me dejas un bolígrafo y algo para escribir?

Fayna me miró resignada y me facilitó lo que le pedí. Anoté algo lo doblé y se lo di.

– ¿Podrías hacérselo llegar a tu tío?

Fayna lo desdobló sin preguntar si me importaría.

–Cg5? –preguntó.

–Quiere decir caballo a g5 –dije mientras cogía la pieza y la colocaba en la casilla mencionada.

–Ya veo. ¿Tenéis algún otro hobby más a parte del ajedrez y las frases?

–No. Solo esos dos. ¿Por qué?

–Porque ahora por fin podré dejar de perder el tiempo y hacer cosas de provecho –dijo cogiendo el tablero y devolviéndolo al estante. Luego sin mirarme se agachó bajo la mesa y se puso a ordenar libros–. Si ves algún libro que te interese tráemelo.

–Claro –respondí aguantándome las ganas de decirle algunas cosas. No me resulto fácil hacerlo, pero era la sobrina de Marcos. No tuve elección. Un arrebato no merecía perder un buen amigo y menos cuando él era el único al que podía llamar de esa manera–. Gracias por tu paciencia; y lamento haberte hecho perder el tiempo.

–Compra algo y habrá valido la pena –respondió antes de volver a arrodillarse bajo el mostrador.

Si te tratan con desprecio págales con amabilidad. Así ellos serán los que al final se sientan perdedores. Puede que la primera vez no lo noten, pero con el tiempo verán su error. Y si son mujeres descubrirán que actuar como zorras puede tener consecuencias graves cuando bajan la guardia. Por suerte Fayna no sabría nunca lo que se siente al ser sometida. Ella era terreno vedado. Ser sobrina de Marcos la había salvado. Además, por muy bonita cara que tuviera, su cuerpo no se podría haber igualado. Eso no quitaba de mi mente quitarle la ropa para comprobar si estaba en lo cierto o no.

Decidí olvidarme de Fayna y comenzar de una vez lo que había ido hacer allí.

Comprar libros.

Empecé como siempre. Con los estantes de la entrada. En ellos tenían las novedades del momento. La mayoría era basura pero a veces se colaba entre ellos algún tesoro inesperado. Aquella no fue una de esas ocasiones. Luego pasé a las secciones que más me llamaban la atención. Libros sobre psicología, filosofía, historia y arte.  Encontré media docena de buenos ejemplares entre ellos y decidí cogerlos. Luego pasé al siguiente pasillo y al siguiente.

Pasé en ellos cerca de hora y media, mirando uno a uno cada libro. Y aquello solo había empezado. Lo mejor estaba en el sótano de la tienda. Pero eso tenía que esperar un rato.

Cuando me aseguré que no quedaba ninguno interesante, me acerqué al mostrador donde Fayna parecía preocupada. Delante de mí había un hombre de unos cuarenta años algo enfadado.

–No lo entiendo. Me llamaron hace unos días asegurándome que habían recibido un ejemplar de 1945 del Conde de Montecristo y ahora me dices que no lo tienes. ¿Qué clase de broma pesada es ésta?

-Dumas –pensé con grato recuerdo–. Uno de mis favoritos.

–Lo siento, señor pero mi tío no me dijo nada al respecto. He mirado en los estantes de reservas pero no está.

– ¿Por qué no miras en el cuarto? –Le sugerí. Ella me miró confundida al igual que el tipo que pretendía comprar el libro. Tenía aires de superioridad. Odiaba a los tipos como él–. Prueba a mirar en el estante pequeño que hay bajo la mesa.

Fayna asintió e hizo lo que le dije. Escuché como desenvolvía algo y al poco la vi aparecer con un bello ejemplar de una de las mejores obras que se han escrito.

–Aquí tiene señor. Lo que andaba buscando. Puede llevárselo por cuarenta.

– ¿Qué? ¿Cómo que cuarenta? Acordé con el dueño veinte.

–Dudo que mi tío aceptase vender una primera edición con setenta y ocho años de antigüedad por ese precio. Y aunque fuese tal y como ha dicho, en su ausencia soy yo quien hace y cierra los tratos. Si quiero aumentar el precio de un libro lo haré. Y yo digo que vale cuarenta. ¿Lo toma o lo deja?

Vi la expresión de desagrado del comprador cuando se llevó la mano a la cartera. Al abrirla vi que solo llevaba dos billetes de cuarenta. Tenía la cantidad justa para llevárselo. Dejé los libros y la bolsa con mis compras sobre una caja y me llevé la mano al bolsillo.

–Te ofrezco cincuenta por él –dije mientras daba un manotazo en el mostrador, enseñando el dinero. Fayna me miro sorprendida, pero no más que aquel tipo que no daba crédito a lo que veía.

–¿Quién coño eres tú? –Exclamó colérico–. ¿Cómo te atreves a pujar por algo que es mío?

–El libro no es suyo aún –dijimos al mismo tiempo Fayna y yo. Nos miramos sin dar crédito a lo que había pasado. Ella sonrió ante aquella casualidad, mientras yo la miraba con la seriedad que me caracterizaba. Era la primera vez que la veía sonreír y me gustó. Dejé que siguiera hablando–. El libro está en reserva, pero si en el momento de la venta surge otro comprador interesado y ofrece un precio mayor al fijado se lo queda. Pero es cierto que usted tiene prioridad. Por lo tanto, si iguala su oferta, será suyo.

Sabía que no podría. Esperaba que no pudiera.

El hombre salió encolerizado de la tienda y sin decir nada. Había ganado. Aunque a un alto precio.

– ¿A qué ha venido eso? –preguntó Fayna.

–Es un libro demasiado bueno para que un cretino como él se lo quede –dije dejando el dinero sobre el mostrador para que lo cogiera.

–Todo tuyo –exclamó, mientras deslizaba el libro hacia mí con cuidado.

– ¿Podrías devolverme la nota que te di antes?

Extrañada asintió y se metió su mano en el bolsillo.

Abrí la cubierta del libro y metí la nota en él. Lo cerré con cuidado y se lo di a Fayna que me miraba sin seguir entendiendo nada. Tenía talento para los negocios, pero muy despierta para otras cosas fáciles de entender no era.

-Ya tengo un ejemplar de este libro. No tan genial, es cierto, pero prefiero el mío. Cuando veas a tu tío Marcos dáselo. Dile que espero que regrese pronto para poder seguir con nuestros juegos.

-¿Te gastas toda esta pasta en un libro y encima lo regalas a la primera sin más? ¿Eres rico o qué?

-Para nada. De hecho ese era prácticamente todo el dinero que me quedaba –mentí. Las compras en la tienda no habían sido tan costosas y aún me quedaba un billete de veinte y otro de cinco–. Tengo lo justo para coger un autobús y volver a casa.

-¿Y por qué lo has hecho?

-Porque el libro se merece un mejor dueño que lo aprecie de verdad. Y también porque tu tío vale el precio que ha costado y más. Cuando algo o alguien vale la pena lo sabes cuándo lo ves.

Fayna me miró intensamente. Sentí que me estaba evaluando. Trataba de averiguar si creía lo que decía o si simplemente soltaba frases con la esperanza de que colarán y hacerla bajar la guardia.

Lo cierto es que ambas eran ciertas.

–Oye, yo…

–Lo siento, pero debo irme ya –respondí, mientras miraba mi reloj y comenzaba a alejarme hacia la salida. Antes que nada tomé mi bolsa con mis compras y di un golpe sobre la pila de libros que pensaba llevarme–. ¿Podrías reservarme estos de aquí? Son seis. Vendré pronto a por ellos. Ha sido… interesante conocerte, Fayna. Nos veremos el sábado que viene si sigues por aquí. Hasta luego.

Noté que Fayna pretendía disculparse, pero no quería oír un perdón que no sabía si era sincero y que en verdad no me importaba nada. Preferí dejarla con la palabra en la boca. Aquella era mi forma de devolverle un poco de su seca y molesta actitud.

Salí de la tienda por primera vez en mucho tiempo sin llevarme un solo libro y sin sentir la calma y tranquilidad que había ido buscando. Sin Marcos aquello no era lo mismo. Necesitaba alguna forma de distraerme a lo largo de la tarde. Solo que no tenía idea de cómo hacerlo.

Me detuve al final de la calle y miré el móvil. Abrí mi lista de contactos y busqué el número de Maite. Me sentía tentado de enviarle un mensaje, pero sabía que hoy día la gente tenía la costumbre de hacer capturas de pantalla de conversaciones y pasárselas entre ellos. Si Maite se relevaba contra mí, no pensaba permitir que tuviera pruebas que pudieran demostrar que sus acusaciones eran ciertas. Llamarla tampoco era una opción. Podía poner el manos libres para que alguien más me escuchase o incluso grabar lo que dijéramos. No podía tener la certeza de que la grabadora que llevó al club fuera la única que tuviera.

Puede que parezca que veo conspiraciones por todos lados. No voy a negarlo. Lo hago. Salvo unos pocos, el resto del mundo es mi enemigo. Desconfiar de ellos es lo más sensato que he hecho jamás, porque sé que la confianza y sobre todo el exceso de ella es una hoja de doble filo y a mi nadie iba a cortarme.

La vida no es un camino que hay que recorrer. Es una maldita partida de ajedrez en la que un error, un movimiento precipitado puedo dictar tu sentencia.

No podía dejar que el juego acabase cuando apenas había hecho un par de movimientos.

Me mordí el labio inferior y guardé el móvil en el bolsillo del pantalón.

Crucé la calle y realicé mi tercera y última parada antes de volver a casa.

La farmacia estaba vacía cuando entré. Tras el mostrador había una mujer de unos cuarenta años con unas gafas de pasta y el pelo corto leyendo una revista que ocultó al verme. Me saludó con una sonrisa seria. Le devolví el saludo y empecé a mirar en los estantes hasta dar con lo que estuve buscando. Miré las diferentes marcas y tamaños. Opté por comprar los más baratos que había. Cogí tres cajas y los llevé al mostrador. La mujer me miró sorprendida. No debía ser la primera vez que alguien le compraba preservativos, pero semejante cantidad debió cogerla por sorpresa.

– ¿Hay algún problema? –pregunté sin tapujos, sosteniéndole la mirada.

–Ninguno –respondió de forma seca–. ¿Va a querer algo más?

–Solo esto. Cóbrese de aquí –dije mostrándole un billete de veinte que cogió y llevó a la máquina registradora para buscar el cambio.

Regresó con él y lo dejó sobre el mostrador. Lo cogí y tras revisarlo lo metí en el bolsillo. La dependienta me miró.

–Que pase un buen día.

Sonreí con malicia.

–Es justo lo que pienso hacer. Gracias. Disfrute usted de su revista.

Y sin quedarme a mirar la expresión de su cara abandoné la farmacia y me encaminé a la parada de autobús más cercana.

Me puse los cascos y encendí mi mp4 hasta que a los pocos minutos llegó un autobús que pasaba cerca de mi barrio. Subí y solo había dos pasajeros. Una mujer mayor que estaba sentada detrás del chofer y un hombre que hablaba de forma escandalosa por su móvil situado en la parte de atrás. Decidí sentarme al fondo, dos asientos por detrás de los de aquel tipo, pero en la fila opuesta. Cerré los ojos y dejé que la música me relajase.

Pensé en Maite. En la noche que pasamos en el club. Noté el recuerdo de sus labios jugando con los míos; de sus muslos y sus brazos rodeándome con el ansía de no dejar de sentir placer; el aroma de su sexo y el sabor de sus pechos mientras mis manos notaban la tensión de su cuerpo al arrancarle un orgasmo. Su cuerpo no mintió ante lo que le hacía, pero no era solo  su cuerpo lo que quería controlar.

Sabía que no hablar con ella durante dos días era un riesgo; que debía atarla en corto, pero no podía mostrarme débil. Ella podía percibirlo como temor y eso no podía suceder. Una cosa es sentir miedo; otra es dejar que otros sepan que lo sientes. No dejaría que Maite viera nunca mis temores. No dejaría que nadie lo hiciera.

No hasta que la partida hubiera acabado.

Si jugaba bien, con paciencia, sangre fría e inteligencia pasaría mucho tiempo antes de que eso ocurriera.

De pronto la canción que estaba oyendo acabó y antes de que pasase a la siguiente pista de audio, oí algo que me llamó la curiosidad.

–Ya la tengo arrinconada, Julián. De mañana no pasa –Dijo en un tono más moderado que el que había estado usando hasta ese momento. Lleno de curiosidad, apagué el mp4 y decidí seguir escuchando. Mantuve los ojos cerrados y me dejé los cascos puestos por si se volvía a mirarme. No quería que sus sospechas de que pudieran oírle se confirmaran–. Que va. No ha encontrado trabajo. Es imposible que pueda pagarme el alquiler este mes. Y si no puede entonces solo le queda una forma de asegurarse de que no la eche ni a ella ni a su querida hijita. No sabes las ganas que tengo de… –en ese momento de silencio supuse que me estaría mirando. Yo permanecía con los ojos cerrados, mientras movía mis labios como si tararease una canción–. ¿Qué? Si, sigo aquí. Como te digo. Mañana es el gran día. Ahora iré a darle un pequeño aviso de que si no paga no me quedará más remedio que echarla. Luego cuando se vea entre la espada y la pared le dejaré ver una posible solución que nos satisfaga a los dos. Bueno, más a mí que a ella. Jaja. No te preocupes. Lo grabaré todo para poder chantajearla con enseñárselo a su querida niña si se niega a que sigamos viéndonos. Luego, cuando se vuelva sumisa, podemos compartirla. Pero no te saldrá gratis. Una hembra como esa no se encuentra todos los días. Ni amigos ni leches, Julián. Cuando la veas, no te importará pagarme lo que te pido. Voy dejándote. Tengo que avisar a mi mujer que llegaré tarde. ¿Qué va a sospechar esa? La tengo comiendo de mi mano. Y pronto tendré otra. Aunque no será mi mano lo que coma. Te dejo. Ya hablamos. Hasta pronto.

Aquella era una conversación de lo más interesante. Me había topado con un cincuentón repulsivo que trataba de hacer lo mismo que yo. Buscar la vulnerabilidad de una mujer para que no tuviera más opción que entregarse y hacer lo que le pidieran. Pero había varias diferencias entre aquel hombre y yo.

Primero, la edad.

Segundo, la discreción; de la cual él carecía; contaba su plan antes de haberlo realizado y ya presumía de su victoria sin haber hecho aún nada. Aquel tipo era una advertencia para mí de en lo que podía acabar convirtiéndome si dejaba que el deseo me controlara; en un hombre ridículo y patético que tarde o temprano pasaría de chantajista a posible e indudable violador, en el caso de que no lograra su propósito.

Y la tercera diferencia; solo uno de los dos lograría tener a esa mujer que le tenía encandilado y que tanto interés había despertado en mí.

No sabía si me gustaría cuando la viera, pero no me importaba. Necesitaba matar el tiempo de alguna manera y no se me pudo presentar mejor plan para hacerlo. ¿Qué mejor forma de complacer a unas novatas como Maite y Gabriela que recibir una clase práctica con una mujer madura que además es madre? ¿Cuántas cosas podría aprender en una sola sesión con ella?

Estaba decidido.

Pasara lo que pasara, no tenía pensado ser el perdedor en esta historia.

Observaría, y esperaría el momento adecuado para actuar.

Continuará…

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