Relatos de juventud 5
Ellas deseaban a los chicos malos. Yo sería el malo que las haría desear a los buenos.
Eli salió de la biblioteca y se dispuso a cerrar la puerta. En ese momento quise quedarme contemplando sus caderas e ir bajando lentamente con la mirada, pero me volví y le di la espalda. La razón es que temí que viera mi reflejo en el cristal de la puerta y se diese cuenta de lo que estaba haciendo. Eso habría sido un error monumental. Debía seguir actuando con la delicadeza con la que lo estaba haciendo para que no sospechara de mí.
-¿Vamos?
-Claro. Y gracias de nuevo.
-No podía dejarte ir con esa cara que llevas. Aunque ahora que te miro pareces más relajado que antes.
Traté de no mostrarme sorprendido. Agaché la cabeza un instante y luego la miré a sus grandes ojos azules.
-Será porque sabía que esto iba a pasar. Bueno, no lo sabía con certeza. Tenía la… esperanza de equivocarme, ¿sabes? Pero al final no fue así. Cuando te pones en lo peor a veces no cuesta tanto dejarlo ir.
-Supongo que sí. No sé. La mayoría de los chicos se lo habrían tomado como algo personal y se habrían ido enfadados.
-No soy como la mayoría. Al menos espero no serlo.
-Bueno, siendo sincera. Tienes algo diferente a los demás.
-Pero diferente no quiere decir mejor.
Eli me sostuvo la mirada un instante. Noté como el corazón me latía más rápido.
-Eso es justo lo que iba a decir. Qué curioso, ¿no? En fin. Subamos empieza a hacer frío y pronto se hará de noche.
Entré en su coche y arrancó. Ninguno dijo nada durante un largo minuto. Yo me dedicaba a mirar por la ventana el paisaje, mientras me embriagaba con el aroma de su perfume y notaba un ligero cosquilleo en la entrepierna al sentirla tan próxima.
- ¿Cómo es ella?
Me volví a mirarla un instante y luego clave la vista en la carretera.
-Es inteligente y decidida. Cuando quiere algo que le importa va a por ello sin permitir que los problemas que le surjan en el camino la detengan. Es amable, simpática, y también tiene carácter. No deja que nadie la pisoteé o la humille <> –pensé–. Es fantástica.
-¿Y cómo se llama?
-Gabriela.
-Bonito nombre. ¿La conozco?
-No sé si ha pisado alguna vez una biblioteca pública. Es decir no es que no sea lista, solo que con internet ya nadie suele ir tanto como antes. Gira a la derecha.
-Tú lo haces –lanzó directamente, mientras daba un giro por donde le indiqué.
-Si… lo hago.
-Me pregunto por qué. Te conozco desde hace unos tres años y en ese tiempo te he visto sacar un montón de libros. ¿Es que no tienes ninguno en casa?
Aquello comenzaba a resultarme una mala idea. No debería haberme subido al coche.
-¿Dani?
-De hecho sí. En casa tenemos una biblioteca repleta de libros. Todas las paredes están cubiertas de estanterías a rebosar de todas las clases y temas más variados que puedas imaginar. ¿Puedes girar por esta calle?
-Claro. Y si tienes tantos libros, ¿Por qué vienes a buscar más?
La conversación que estábamos a punto de tener no me apetecía nada, pero si era sincero me ayudaría un poco a estar más cerca de Eli. No tenía ni idea si saldría como esperaba, pero valía la pena el intento.
-Desde los doce años no he tenido valor para entrar en ese cuarto. Allí fue donde mi madre me enseñó a leer y amar los libros cuando apenas tenía tres años. Siempre leíamos juntos en ese cuarto y me encantaba. Pero cuando tenía ocho, en ocasiones, al llegar mi padre del trabajo ella se asustaba cuando entraba en casa dando un portazo. Yo no entendía la causa. Luego me miraba con una sonrisa temblorosa y me decía: todo irá bien,cielo. Quédate aquí, y sigue leyendo tú solo como un hombrecito.
En aquel instante me detuve. Mis recuerdos estaban por dominarme. La rabia que sentía estaba pudiendo conmigo.
-Yo obedecía y me quedaba quieto, leyendo y leyendo. Hasta que con el tiempo los gritos que mi padre lanzaba eran peores y me impedían hacerlo. No sabía que pasaba, porqué le hablaba así a mi madre. Gira aquí. Al principio pensé que ella había hecho algo mal y que por eso se había enfadado, ¿pero todas las noches?
Y entonces, en una de esas veces, mi madre regresó conmigo al cuarto con el labio roto y sangrando. Ella se sentó a mi lado, me miró a los ojos y me dijo: no es nada Dani. Mami se ha enfrentado a un dragón para protegerte y ha ganado.
Se produjo un silencio en el coche.
-Dani yo…
-¿Puedes parar aquí? –pregunté interrumpiéndola. Ella se detuvo a pocos minutos de mi casa. Me desabroché el cinturón y abrí la puerta. La miré a los ojos y vi que sentía haberme preguntado–. Creo que el resto del camino lo haré a pie. Necesito despejar la cabeza y este frío me sentará bien.
-Dani. Lo siento –dijo lamentándose–. Yo no quería…
–Ya lo sé. Tranquila. No pasa nada. Gracias de nuevo por acercarme. Y como dije antes: cuídate.
-Tú también.
Cerré la puerta. Y me despedí con un ligero movimiento de mano mientras la veía alejarse.
Me gustaría decir que todo lo que conté a Eli no era más que una gran mentira con la que esperaba hacer que bajara la guardia al sentir compasión por mí. Pero era la verdad. Cada palabra. Por suerte había escapado de su coche antes de que oyera la peor parte.
Mi padre era un monstruo y yo que le odiaba más que a nadie en el mundo, pero era innegable que en aquel momento me había resultado de lo más útil. Vi en la expresión de Eli al alejarse que se sentía culpable. La culpabilidad era un arma poderosa y ahora ella era un poco más vulnerable. Si no fuera porque sentía rabia en aquel instante al ser incapaz de hacer desvanecer el rostro de mi padre de mis pensamientos aquello me habría parecido una gran victoria.
Me di media vuelta y avancé en la dirección opuesta por la que veníamos. No quería regresar a esa casa que en ese instante me traían malos recuerdos. Aún no. Cuando me sentía de aquella manera en la que no podía controlar mis emociones iba a un lugar a recuperar el sentido común.
El club de ajedrez.
Se trataba de un pequeño edificio que se hallaba a medio camino de mi casa. Tuve que desandar parte del camino que había hecho en coche, pero valía la pena. Desde crío el ajedrez lograba centrarme, dominar mis pensamientos y olvidarme de cualquier cosa que no fuera ganar.
Cuando llegué las luces estaban apagadas y las puertas cerradas. Los pocos jugadores que solían acudir al club habían viajado hacía una semana a competir a la capital. No volverían hasta la siguiente semana. Se disputaban varios torneos y algunos de los mejores ajedrecistas del mundo acudirían. Aunque me encantaba el ajedrez no sentía placer en competir por dinero y trofeos. Amaba jugar por el placer de hacerlo y eso es lo que pretendía hacer esa noche. Metí la mano en mi bolsillo y saqué mis llaves. Busqué la que tenía una A grabada y abrí la puerta. El presidente tenía tanta confianza en mí que me dio una copia para entrar cuando quisiera. El aire apestaba a cerrado. Le di a los dos interruptores de la luz y entré.
Las paredes eran blancas. Al fondo a la derecha había un escritorio enorme donde solíamos mirar partidas por internet. Justo al lado y a lo largo de toda la pared había estantes con premios, fotografías y recuerdos que los distintos jugadores habían ido consiguiendo desde que se fundó el club. Al otro extremo de la estancia había cuatro ventanas con puertas de madera. Descorrí el cristal y abrí una de ellas para que entrara aire fresco. Me volví y mires las dos largas mesas de madera que ocupaban el centro de la estancia. En una había cinco tableros preparados para ser usados, mientras que la otra permanecía vacía. Bajo las mesas, en el suelo se podía ver una gigantesca alfombra de cuadros negros y blancos que ocupaba casi toda la sala, representando las casillas de un tablero. Sobre las ventanas y en el resto de paredes a la misma altura había fotos enmarcadas de todos los campeones que se había hecho con el título de campeón mundial y el año en que lo habían logrado, empezando por Steinitz hasta llegar al joven Magnus Carlsen.
Antes de hacer nada saqué mi móvil y le envié un mensaje a Gabriela. Había olvidado decirme cuáles eran los temas de sus respectivos trabajos y sin eso no podría hacer nada. Sin esperar una respuesta inmediata por su parte me senté junto a la ventana para notar el aire frío de la noche.
Apenas eran las ocho y media cuando desplacé por el tablero mi primera pieza. No estaba librando una partida contra mí mismo. Solo repasaba los movimientos iniciales de algunas aperturas. Trataba de recordar cómo debía responder tanto si jugaba con blancas como con negras. Practiqué la apertura española que tanto le gustaba a Bobby Fischer. La italiana era básica para los que empezaban en este juego. Probé la defensa siciliana, la Caro-Kann, la defensa francesa. Pero después de repasar esquema tras esquema, partida por partida, no lograba sentirme mejor. El sonido de mi padre gritando a mi madre diciéndole que no valía para nada no se iba. Movía piezas sobre el tablero una detrás de otra mientras aquellas palabras se repetían como un eco sin fin.
Perdí el control y con un golpe rápido con la palma de mi mano arrojé por los suelos todas las piezas del tablero. Me llevé las manos a la cabeza y suspiré. Después de tantos años mi padre seguía atormentándome.
-¿Una mala partida?
Sorprendido, levanté la mirada. No esperaba que nadie fuera por el club a esa hora y menos un viernes. Me sorprendí más al descubrir de quien se trataba.
-Maite –exclamé. Traté de recuperar la calma y la compostura, mientras ella me clavaba los ojos con rabia contenida–. ¿Qué te trae por aquí?
-Vaya –dejó escapar, mientras dabas tres palmas lentas una detrás de otra–. Eres impresionante. En un instante has pasado de un ataque de rabia descontrolada a la calma más absoluta. ¿Cuánto tiempo te llevó?
Decidí seguirle el juego.
– ¿A qué te refieres?
–Aprender a fingir. Aparentar lo que no eres.
Me puse en pie mientras la miraba detenidamente. Llevaba una chaqueta de cuero negra cerrada del todo. Las mangas las tenía arremangadas un poco por debajo de los codos; unos vaqueros ajustados de un negro algo descolorido que llegaban hasta los tobillos y unas zapatillas blancas con calcetines rosas. Pocas habían sido las veces que había hablado con Maite, pero ninguna de ellas fue a solas. No como ahora. Me resultaba de lo más interesante aquella situación.
– ¿Qué es lo que no soy según tú?
–No eres el chico bueno y amable que todos se han tragado todo este tiempo.
Me arriesgué y di unos pasos hacia ella. Tenía que mirar hacia abajo para hablar con ella. Como mucho llegaba a medir 1,55 en comparación a mi 1,80.
– ¿Qué soy entonces?
Admito que no vi venir la bofetada.
–Eres un asqueroso cabrón, un cerdo degenerado que se ha aprovechado de mi familia. ¿Cómo pudiste hacerle eso a mi prima?
La miré, mientras notaba como la mejilla me ardía.
–No sé de qué me estás hablando. No le he hecho nada a nadie.
–Primero la encerraste. Luego la chantajeaste y la obligaste a desnudarse delante de ti. La humillaste.
La miré fingiendo sorpresa. Aunque sabía que no lograría convencerla, no iba a ser tan estúpido para confesar así como así.
– ¿Estás loca? ¿Gabriela te dijo que eso es lo que pasó?
-Déjate de intentar hacerte el inocente. Sé lo que eres. Admítelo. Admite de una vez lo que le hiciste.
Estaba cada vez más furiosa.
Desvié la mirada hasta el reloj de la pared. Pasaban de las nueve y media.
–Lo siento Maite. No sé por qué Gabriela diría que hice esas cosas, pero…
–No te atrevas a decir que miente. No te atrevas.
–Mira –dije, mientras me acercaba a la ventana que había abierto y la cerraba–. Es tarde. Tengo que volver a casa para acabar los trabajos de tu prima. Creo que deberías irte.
–No pienso irme hasta que confieses –dijo metiendo sus manos en los bolsillos de su chaqueta.
La miré desafiante. Era normal que estuviera enfadada, pero se empeñaba en querer oírme decir que hice todo de lo que ella me acusaba.
Me acerqué y Maite retrocedió un paso. La cogí de las muñecas y saqué sus manos de los bolsillos.
–Suéltame.
La empujé contra la pared para controlarla mejor. Detuve sus piernas con las mías para evitar que tratase de darme alguna patada. Sujeté sus manos en alto con una de las mías, mientras que con la otra mano tanteaba los bolsillos de su chaqueta. No me sorprendió lo que encontré.
–Una grabadora –dije, mientras la apagaba y la arrojaba al suelo. Metí la mano en el otro bolsillo y saqué su móvil. También estaba grabando–. Detener grabación. ¿Si quiero borrarla? Claro. Listo –dije. Luego dejé el móvil sobre un estante cercano y bajé la mano hasta su pantalón.
– ¿Qué coño crees que haces?
Su resistencia me divertía.
–Solo voy a comprobar que no llevas más cosas que no deberías llevar encima.
Pasé la mano por su cadera y acaricié la zona del bolsillo delantero derecho. Luego el izquierdo.
–Dos menos. Quedan otros dos.
Sin dejar de mirarnos llevé la mano hasta su trasero y lo acaricie de lado a lado sin notar nada raro, aparte de la excitación que comenzaba a notar.
Una vez seguro de que no me encontraría con más sorpresas la solté. Y retrocedí unos pasos.
–No te saldrás con la tuya. Se lo diré a todos.
Aquello comenzaba a cansarme. Iba siendo hora de que Maite conociera al otro Dani. El mismo que había logrado que Gabriela se rindiera.
¿Lograría someterla a ella?
Era hora de averiguarlo.
–Di lo que quieras, Maite. No puedes demostrar nada. ¿Y sabes por qué? Porque no he hecho eso de lo que me estás acusando. Sólo hablamos. Es lo único que pasó.
-Mentiroso.
–Cree lo que quieras. Me da igual. La que debería preocuparte no es tu prima, sino tú misma. ¿O es que acaso te piensas que no sé lo que haces el instituto?
Maite calló y retrocedió uno paso.
– ¿De qué hablas?
–Hablo de esas famosas mamadas que vas vendiendo a cualquier dispuesto a pagar por ellas.
Maite cerró los dedos de sus manos en dos puños llenos de rabia.
–Lo que yo haga con mi vida no es asunto tuyo.
Asentí con impasibilidad a sus palabras.
–Tienes todo la razón. Pero, ¿cómo le sentaría saber a tu familia que su querida e inocente hija no solo se dedica a chupar pollas por dinero sino también a complacer a profesores durante las clases?
La expresión que mostró al oír mis palabras la hicieron palidecer.
–Eso es mentira.
– ¿De verdad? –llevé la mano al bolsillo de mi sudadera y saqué mi móvil. Aquel era el único video que no había borrado porque sabía que tarde o temprano lo necesitaría. No esperaba que fuera a usarlo el mismo día en que lo grabé. ¿Te suena algo de esto?
-No sabes cómo te echaba de menos, zorra. Ni diez putas juntas la chupan como tú.
-Lo tomaré como un cumplido.
-No te pares, cariño. Pronto te daré algo para que te lo tomes. Ohh! ¡Dios! No sabes las ganas que tengo de follarte. ¿Por qué no mejor te quitas la ropa y lo hacemos?
-Solo la chupo. No…
Detuve la grabación. Ya no hacía falta ver más.
– ¿Sabes lo más curioso de todo? Que no pensaba utilizarlo, ni enseñárselo a nadie –mentí–. Pero la bofetada que me has dado y esas acusaciones tan injustas me han hecho cambiar de idea. ¿Qué te parece? ¿Se lo envío a toda la clase? No creo que tarde más de una hora o dos en que la mitad del pueblo te vea en acción. Solo espero que en esa mitad no estén tus padres.
–No lo hagas. Por favor, Dani. Siento haberte pegado, pero te lo suplico no lo hagas. No me hagas eso.
Me di la vuelta y paseé hasta la entrada del local. Cerré la puerta y eché el cierre para no recibir más interrupciones. Aquello la asustó. Volví a acercarme hasta ella y la miré.
–Podemos llegar a un acuerdo que nos beneficie a los dos.
Maite se mordió el labio mientras apartaba la vista y me preguntaba.
– ¿Qué quieres?
–Lo mismo que le has dado a esos otros chicos: quiero sentir el placer. Nada más. Y gratis, claro.
Maite me miró con rabia.
–Si hago lo que pides, ¿borrarás el video?
–No –respondí al instante de forma seca–. Pero te dejaré el móvil para que lo borres tú misma. ¿Tenemos trato?
Maite suspiró ligeramente y asintió resignada.
–Bien. Antes de empezar…
Me acerqué al escritorio y metí en el mi móvil. Cerré con una pequeña llave que tenía, la cogí y la coloqué en lo alto de un estante al que supe que ella no llegaría.
–Por si te ves tentada de querer borrarlo antes de tiempo.
Maite se indignó, pero lo aceptó. Se acercó hasta mí y me miró. Llevó sus manos a mis brazos y sin dejar de mirarme comenzó a inclinarse lentamente hasta quedarse de rodillas. Cuando su cara estaba a la altura de mi entrepierna, trató de tirar del pantalón hacia abajo, pero la detuve agarrándola por las muñecas.
– ¿Qué crees que estás haciendo?
Me miró confundida.
–Lo que querías. Darte placer.
Sonreí burlón, mientras tiraba de ella para que se pusiera en pie. La agarré de las caderas y la hice retroceder hasta la mesa de juego que estaba vacía. La ayudé a sentarse sobre ella, mientras me miraba sin entender nada.
–No es mi placer el que busco sentir. Sino el tuyo.
La sorprendí. No se esperaba eso para nada.
–Espera. No. Esto no era lo que creía.
– ¿Prefieres que envíe el video? –Si hay algo que me excita es ver la impotencia en los ojos de una mujer. Pasé mis manos por sus muslos y los acaricié, primero suavemente y luego con algo de fuerza. Me acerqué a su oído y le susurré–. No pienso hacerte daño. Has hecho disfrutar a muchos hombres, ¿verdad? Pero apuesto que ninguno te ha devuelto el favor. Creo que va siendo hora de cambiar eso.
–Dani, no...
Llevé un dedo a sus labios. Y la miré impasible. Debía comprender que ya no me interesaba lo que tuviera que decir.
–Si dices una sola palabra más se acabó. Lo enviaré sin dudar ¿Lo entiendes?
Maite asintió desolada.
Por fin podíamos empezar.
Lo primero que hice fue acariciar de forma suave su mejilla. Llevé mi dedo índice a su barbilla y la levanté para que me mirara y antes de que reaccionara la besé. Lo hice con fuerza y deseo al principio para así cogerla desprevenida. Luego pasé a besos cortos y suaves. Abrí ligeramente mis labios para poder atrapar los suyos con mi boca. Ella se retiró para atrás.
–Más vale que colabores. Finge que disfrutas como haces con esos chicos. Te prometo que en un rato dejarás de hacerlo y disfrutarás de verdad. Ahora escúchame bien lo que voy a decirte. No se te ocurra moverte hasta que te lo ordene.
Maite no dijo ni hizo ningún gesto. Se estaba rindiendo por completo.
Llevé las manos ante la cremallera de su cazadora y la bajé del todo. Debajo llevaba una de esas blusas escotadas de hombros desnudos. Era blanca con pequeñas flores azules por todos lados. Le quité la cazadora y me deleité con lo que veía. O mejor dicho. Con lo que no veía. No llevaba sujetador. Acaricie sus hombros desnudos y fui bajando por sus brazos hasta llegar a las tiras de la blusa. Agarré de ellas y comencé a bajarlas, deseoso por lo que iba a encontrar. Pero justo antes de que descubriera aquellas pequeñas joyas me detuve. Pasé mis manos por sus muslos, mientras clavaba los ojos en Maite.
Quería que me viera. Quería que me sintiera.
Levanté una de sus piernas y le quite la zapatilla y el calcetín. Todo muy despacio. Repetí lo mismo con la otra. Luego me dirigí al cierre de su pantalón. Lo bajé aún más lento. Deslicé mis manos por sus muslos hacia arriba y pellizqué sus nalgas. Las estrujé con fuerza antes de agarrarla del pantalón.
–Agárrate a la mesa.
Maite obedeció sin más opción, mientras yo tiraba del pantalón hasta quitárselo por completo. Llevaba unas pequeñas bragas blancas con encajes a los lados. Eran elásticas y su forma se amoldaba a la piel como si fuera parte de ella. Me acerqué un poco más. Pasé mis manos por sus piernas desnudas, acariciándolas con la dulzura que un cuerpo como el suyo merecía. Cuando llegué a sus muslos hice que me rodeara con sus piernas. Ella supo lo que quería y pasó también obedientemente las manos por detrás de mi cuello, mientras yo llevaba mis manos a su cadera e iba subiendo por su espalda.
–Bésame –ordené.
Como una autómata incapaz de desobedecer una orden, llevó su boca hasta la mía. Volví a intentar atrapar sus labios con mi boca y esta vez no se resistió.
Era cierto lo que decían sobre sus labios. Eran de otro mundo. O tal vez no. Puede que solo me parecieran que lo eran porque era el primer beso que daba de verdad. Había leído sobre cómo hacerlo, había visto videos, pero hasta este momento nunca lo había sentido. Aquello solo era el comienzo de algo mucho mejor.
Rocé sus labios con la punta de mi lengua. Ella los abrió para facilitarme el paso y así chocar con su lengua. Ambos hacíamos movimientos circulares y pausados. Era un juego en el que ella me ganaba. Me sentía morir de placer dentro de su boca, mientras nuestras lenguas se entrelazaban.
Sin aguantarme más bajé las manos hasta su trasero y la levanté de la mesa. Sin dejar de besarnos la llevé hasta una esquina vacía de la habitación. Me aparté de su boca y la miré fijamente. Maite se sentía incapaz de aguantarme la mirada mucho tiempo. Apreté con suavidad sus nalgas, mientras trataba de arrodillarme sin soltarla. La senté en el suelo, sobre la alfombra de cuadros gigantes y me lancé a su cuello. Pasé mi aliento por él, seguido de besos cortos y sensuales. Volví a besarla en la boca y la obligué a mirarme. Puse las manos en la parte baja de su blusa y comencé a subírsela. Al principio pensé en bajarla, dejar al descubierto sus pechos con la blusa colgando de su cadera. Pero para lo que estaba por hacer era mejor si estaba completamente desnuda. Maite se resistió un poco. La agarré de las muñecas y las sostuve en alto con una mano, mientras que con la otra le quitaba la blusa. Me volví a agachar y por fin los tenía frente a mí. Eran como los había imaginado. No. Eran mucho mejores porque eran reales.
Eran pequeñas, pero eso no me importaba. Pasé los pulgares por sus pezones y comencé a rozarlos, mientras dibujaba círculos con ellos.
–Que bellezas. Supongo que soy el primero en verlas, ¿no es así? –Maite me miró avergonzada–. Menudo honor. Entonces también seré el primero en probarlos. Túmbate.
Maite se dejó caer hacia atrás y clavó la vista en el techo. No me importaba donde mirara. Solo que no perdiera detalle a lo que sintiera. Abrí sus piernas un poco y las coloqué a horcajadas. Acaricié su estómago y me detenía en aquellos lugares que provocaban en ella alguna reacción que la excitara. Luego me incliné hacia delante. Besé su tripa y continué subiendo hasta llegar a sus pechos. Le masajeaba uno y chupaba el otro con delicadeza, mientras con mi mano libre le tanteaba el muslo y el trasero con caricias suaves y fuertes. Noté como su respiración se aceleraba. Seguí jugando con sus pechos un poco más. Luego llevé la boca a su pezón derecho, lo cubrí con mis labios y comencé a dibujar círculos sobre él mientras me embriagaba de su sabor. Noté como el culo de Maite se tensaba y la espalda se contraía de placer.
Había llegado el momento de pasar a la siguiente fase.
Volví a besar y acariciar su abdomen, mientras bajaba. A veces lanzaba un pequeño mordisco juguetón, para hacerla sentir más placer. Cuando llegué hasta su entrepierna descubrí que los labios de su vagina se marcaban y veían a través de las bragas. Tenían la forma de una pequeña herradura hinchada. Me humedecí la lengua y di un largo lametón por el centro de aquel pedazo de tela blanca, rozando sus abultados labios. Maite no pudo evitar regalarme otra respuesta de placer inmediato. Sin aguantar más, llevé los dedos hasta los laterales de sus braguitas de encaje y comencé a quitárselas. Ella levantó ligeramente ambas piernas. Sorprendido la miré a la cara y vi que tenía los ojos cerrados y fijos en el techo. Se había dejado llevar por el placer. Cuando por fin se las saqué ya no aguantaba más. Notaba como mi pene se moría de ganas de salir y ver lo mismo que veía yo. Más que verlo, quería tocarlo, jugar con ello; sentirlo. Pero debía resistir.
Abrí sus piernas para poder ver mejor aquella cueva del tesoro. Volví a acariciarla con mis dedos. Comencé en sus pies, pasé por detrás de sus piernas torneadas. Me incliné y me agarré a sus piernas como si fueran dos columnas. Intercalaba caricias, besos y pequeños mordiscos mientras me dirigía con ansias hasta sus otros pequeños y apetecibles labios. Cuando al fin lo tuve delante de mí, respiré su aroma para luego lanzarle pequeños soplidos que hicieron que Maite cerrara las piernas sobre mí como si quisiera retenerme allí. Pasé la punta de la lengua por un lado de su vulva. Luego por el otro. De pronto noté una mano en mi pelo. Miré a Maite que seguía sin abrir los ojos. Jugaba con mi cabello con la esperanza de que supiese lo que quería. Pero no iba a darle lo que ella buscaba más que cuando yo lo deseara. Aparte su mano y la puse a un lado para hacerle sabe quien mandaba y quien obedecía. Seguí torturándola con soplos y caricias durante unos minutos más.
Luego, por fin, notó como mis dedos la acariciaban y comenzaban a separar sus labios. Noté como cruzaba los pies para impedir que escapara. Lancé un último soplido que la hizo contraerse de placer. Sentí la presión que sus piernas ejercían sobre mí. Mojé la lengua en suficiente saliva y comencé a introducirla entre sus labios con suavidad. Esta vez Maite llevó las dos manos sobre mi cabeza. Permití que se divirtiera jugando con mi cabello. Se lo había ganado. Separé un poco más sus labios interiores y decidí pasar a un ritmo más acelerado.
–¡Aaaaahhhhh! –exclamó. Levanté la mirada para mirarla, mientras la acariciaba con mis dedos. Se había llevado un brazo a la cara y con él ocultaba los ojos. Vi cómo se mordía el labio de placer. Decidí aventurarme y meter un dedo en el interior de la vagina para ver qué pasaba–. ¡Ummmmm! –Maite bajó el brazo hasta sus labios para evitar que cualquier sonido saliera de su boca.
Saqué el dedo de su interior y noté como se relajaba de placer. Noté su humedad en mis dedos y me los llevé a la boca. Por fin había probado el sabor más profundo de Maite. Me llevé una mano a la entrepierna, mientras con la otra hacia caricias entre sus labios para seguir torturándola de placer. Deshice el nudo de mi pantalón y metí la mano para acariciármela. Ahora era yo quien se mordía el labio de lujuria. El dolor me devolvió un poco de cordura. Sabía que no dudaría mucho y antes de perderla yo, tenía que hacer que Maite la perdiera primero. Abrí sus labios y separé con cuidado la parte superior para dar con su clítoris. Si era cierto todo lo que había leído, en cuanto estimulara con mis dedos o con mi lengua aquella diminuta zona no podría controlarse del placer que sentiría. Pasé la punta de mi lengua por encima y el resultado no se hizo derogar. Seguí dibujados círculos diminutos mientras me deleitaba con los gritos de Maite.
– ¡Aaaaahhhhh!, ¡aaaaahhhmmm! –Miré su cara y vi cómo se llevaba las manos a la boca. Cada vez se movía con más intensidad.
Decidí aumentar sus sensaciones. Acaricié el clítoris con la yema de mi dedo índice, mientras abría más sus labios vaginales e introducían entre ellos mi lengua. La moví de arriba abajo, mientras con el dedo hacia círculos. Sentí los dedos de Maite clavarse en mi pelo y tirar con fuerza y sus piernas se enredaron en mi espalda. Yo seguí dándole placer, aumentando el movimiento con la lengua y manteniendo el ritmo lento de mi dedo sobre su clítoris.
Y entonces Maite lanzó un grito que sintió incapaz de contener.
–¡Ummmmm! –Noté la tensión de sus muslos y piernas durante unos instantes hasta que me detuve. Poco a poco comenzó a relajarse y lanzó un suspiró de placentero alivio. Había logrado que sintiera el placer de un orgasmo.
Bajó las piernas y las dejó ahorcajadas. Me apoyé de rodillas, mientras acariciaba sus piernas subiendo y bajando los dedos. Miré su vagina y ya no podía seguir manteniendo el control por más tiempo. Tiré de la goma de mi pantalón y de mi bóxer y dejé que mi pene viera los resultados de la batalla que había librado. Lo acaricié un par de veces mientras tanteaba con la mano libre los labios de su empapada vagina. Tiré del prepucio hacia abajo para descubrir el glande. Lo acerqué hasta la entrada y antes de hacer lo que me moría de ganas por hacer, miré a Maite. Había abierto los ojos y se quedó sorprendida.
No sé si era por lo que pretendía hacer o al verme el miembro. No era enorme. Más bien normal, aunque algo grueso. De pronto las ganas de seguir jugando volvieron a despertar en mí.
Quité los dedos de sus labios y estos se cerraron. Puse mi pene sobre su raja y comencé a moverme hacia delante y hacia atrás muy despacio sin desviar los ojos de Maite, mientras me agarraba al interior de sus muslos. Yo la miraba a la cara, pero ella solo tenía ojos para mi pene.
– ¿Lo quieres? –Me miró como si hubiera despertado de un sueño. Vi que estaba confusa. No sabía lo que quería. Apoyé una mano al lado de su cara y me acerqué a ella. Unos centímetros separaban su boca de la mía, mientras mi pene seguía jugando con su entrepierna. Le di dos ligeros golpecitos sobre su raja depilada y agarrándomela con firmeza besé sus labios vaginales con mi glande –Te he preguntado si lo quieres– repetí, mientras besaba su cuello. Como no recibía respuesta, cerré los ojos de placer y comencé a presionar para abrirme paso entre sus piernas.
De pronto me agarró del brazo. Abrí los ojos y supe que tenía miedo. Lancé un suspiró exasperado y retiré mi pene. Apoyé mi otra mano también en el suelo y me arrastré un poco hacia delante. Lo suficiente para que mi pene alcanzara su boca. Me apoyé sobre las rodillas, y comencé a sacudírmela, mientras ella observaba. Me detuve y la puse delante de su boca. Primero golpeé su mejilla con delicadeza, luego la otra, roce su nariz y al final dejé descansar la punta de mi glande sobre sus labios.
–Te lo preguntaré otra vez –dije, mientras movía mi miembro de lado a lado sin separarlo de sus labios – ¿Lo quieres?
Maite intentó levantar una mano, pero la agarré de la muñeca y la apoyé en el suelo sin soltarla. Me miró. La miré. Y de pronto lo sentí. Noté la suave y húmeda caricia de su lengua. Solo fue la punta, pero la sensación me estremeció de placer.
–Ahhhh! ¡Diosss! Hazlo otra vez.
Maite lo repitió un par de veces más y sentí que estaba a punto de reventar.
Vi que había abierto los labios y trataba de enderezarse para metérsela en la boca, pero antes de que lo lograra le quité su caramelo de la boca. Ella me miró molesta. Yo sonreí y me puse en pie. Comencé a masturbarme mientras ella seguía pendiente de mi pene. Eso era lo que quería. Hacerla sufrir por no lograr salirse con la suya. Contemplé su boca su cuello perfecto, sus pechos tiernos y aquellos rosados pezones que me volvían loco. Miré su entrepierna y vi como ella llevaba una mano hacia allí y comenzaba acariciarse. Aquello era más de lo que podía soportar.
Noté como la tensión y la lujuria que me invadían salían disparadas de mi interior y caían sobre el cuerpo desnudo de Maite. Ráfaga, tras ráfaga notaba el alivio que da el placer real junto a una mujer. Miré a Maite. Disfruté al ver mi semen repartido por sus pechos, sus brazos y su ombligo. También le había caído sobre el pelo y sobre la barbilla, pero no sobre los labios.
Di un paso adelante y apunté mi pene hacia abajo. Lo acaricié hacia delante y las últimas gotas que quedaban cayeron sobre sus labios.
Ella me miró sin hacer un movimiento. Parecía estar esperando a que le diera una orden.
–No pienso ordenártelo –dije con seriedad–. Puedes probarlo. O puedes no hacerlo.
Aquella era su prueba. Si abría la boca y pasaba su lengua por los labios estaría un paso más cerca de domarla. Significaría que el placer para ella es más importante que su dignidad. Si por el contrario se lo limpiaba con la mano, entonces tendría trabajo por delante.
Me alegré al ver como sus labios comenzaban a separarse y lentamente su lengua emergía en busca de su recompensa. Lanzó un lametón alrededor de su boca y arrastró todo el semen que pudo de nuevo al interior. Vi como los músculos de su cuello se contraían al tragárselo. Luego levantó su mano derecha y se llevó dos dedos al semen que había caído sobre su barbilla. Lo cogió y se metió los dedos en la boca sin perder detalle de mi reacción. Sus ojos lanzaban pura lujuria.
Aquello me la había vuelto a poner dura.
Acaricié una de sus rodillas, mientras ambos veíamos como mi pene volvía a empinarse en busca de más batalla.
– ¿Segundo asalto? –Pregunté deseoso de ver qué haría.
Maite me miró con picardía, mordiéndose el labio y sonriéndome a la vez.
Estaba claro que aquello no había hecho más que empezar.
Continuará…
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