Relatos de juventud 28

Ellas solo querían a un chico malo. Yo sería el chico malo que les haría desear a los buenos.

No sé cuánto tiempo pasó desde que me quedase dormido por el agotamiento hasta el instante en que abrí los ojos doloridos y ansiosos por seguir cerrados. Miré a mi lado y encontré a Maite sumida en un sueño apacible. Me habría sentido un monstruo  de haber hecho algún movimiento que le privase de esos momentos mágicos en los que la realidad del mundo no puede hacernos daño. Yo bien sabía lo que era buscar cobijo en el descanso y tras conocer su historia, ella lo necesitaba. Su cabeza reposaba sobre la larga almohada y su mano seguía posada en mi pecho, como si hallara consuelo y comprensión en mis cicatrices. No pude evitar sorprenderme al encontrar mi mano agarrada a su antebrazo. Sin brusquedad, la separé de ella y no contuve el deseo de lanzar un silencioso y exasperante suspiro.

“¿Qué demonios estoy haciendo? –Pensé confundido–. No puedo perder el tiempo jugando a ser un trapo de consuelo donde ella pueda derramar sus lágrimas o lamentos. Yo solo quiero su cuerpo y su lascivia, sus caricias y su fuego. Ser su amante, su rey; no su novio.

“Era necesario, Dani –exclamó la voz en mi cabeza–. Un pequeño sacrificio temporal para afianzar el pacto que hicisteis. Ahora confía en ti. Quién sabe si te verá con otros ojos. Lo bueno de todo esto es que al fin es tuya. Te pertenece para hacer con ella lo que quieras y ella no se resistirá. Y si lo hace… bueno, no creo que nos cueste demasiado convencerla para convertir un no en un agradable y placentero sí. Dime ¿Qué se siente al ser al fin un rey con una reina fiel a tu lado?”.

Me volví a mirarla una vez más y no aparte la vista de su cara dormida ni de sus labios ligeramente separados, mientras escuchaba el tenue sonido de su respiración.

“Será una reina y me satisface a rabiar que sea mía, pero no es Gabriela. Era a ella a quien quería tener a mi lado; con quien esperaba compartir las noches y los sueños”.

Era verdad.

En un tablero cada oponente posee una reina; solo una, genuina y autentica. Cuando uno de los peones llega a coronar y se transforma, normalmente en otra reina, eso pone a ambas piezas al mismo nivel. Pero en mi partida, en el mundo real, una reina surgida de un peón no tenía el mismo valor que la reina original. Por muchas mujeres que permitiera cruzar mis líneas todas serían peones coronados al lado de Gabriela. No por ello pensaba amarlas menos, ni trataría de evitar satisfacer sus deseos más humanos y primitivos, pero al mirarlas siempre sabría que por bellas que fueran, por mucho que me complacieran y yo a ellas, no serían la razón que me llevó a empezar este juego.

“Tiempo al tiempo, Dani. En toda partida que se juegue con calma y cuidado no se ataca directamente a la pieza más poderosa de golpe; has de debilitar al oponente, reducir sus filas, crear debilidades en sus líneas; primero peones, luego alfiles y caballos y cuando tengas oportunidad, torres y la ansiada reina. Sabes que tu oportunidad llegará. Ya tuvimos nuestro primer cara a cara con ella ¿Lo has olvidado? Salimos victoriosos. Sé que te mueres por más y ese momento llegará. Haremos que pase”.

De pronto desvié la  mirada de Maite sobresaltado. La alarma del móvil había empezado a vibrar sobre la mesilla de noche. Me volví tan rápido como pude y la apagué. Aun así, no pude evitar que mi reina recién coronada durmiente se despertara.

– ¿Qué pasa? ¿Qué hora es?

Solté el móvil en la mesilla y me volví para mirarla. Seguía adormilada.

–Demasiado pronto. Voy a seguir con el proyecto. Tú sigue durmiendo –dije mientras me separaba de ella, salía de la cama y comenzaba a vestirme–. Volveré en unas horas a despertarte.

–Vale –respondió, mientras se daba la vuelta en la cama–. Trata de no teclear con tanta fuerza.

–Lo que ordene la reina –respondí bromista.

Me sentí raro al llamarla de esa manera. Sí. En mi cabeza pensaba en las mujeres que deseaba tener como reinas, pero me pareció absurdo decirlo en voz alta. Hay pensamientos que solo tienen sentido pensarlos y no dejarlos ir más allá de los límites de una simple reflexión.

Terminé de vestirme y estiré la mano para coger el móvil. Luego apagué la lámpara y dejé el cuarto sumido en la oscuridad.

– ¿Puedes dejarla encendida? –Escuché como me lo preguntaba. Noté algo raro en su voz–. No tengo miedo. Solo me apetece…

–La dejaré encendida –dije apretando el botón y devolviendo una luz tenue a la habitación. No necesitaba que acabara su frase. Aunque no le asustase la oscuridad, temía los recuerdos que esta pudieran arrastras consigo–. Trata de dormirte. Mañana será un día largo.

Nos separamos sin añadir nada. Abandoné el cuarto y la deje a solas. Avancé hasta mi habitación con su imagen en mi cabeza y hasta que no estuve dentro no dejé de pensar en ella.

“Hora de centrarme. Tengo mucho que hacer y poco tiempo”.

Me senté frente al ordenador y comencé a trabajar con cuidado en los diferentes proyectos, tratando de hacer el menor ruido posible. Tardé una hora en añadir la información de los libros que faltaba al trabajo escrito y otra hora y media más en tener decentemente completado la presentación visual. Únicamente quedaba revisarlo y pulirlo, pero eso podía esperar a después de las clases. Tan solo quedaba una cosa por hacer. Diseñar y elaborar los discursos que Maite y yo usaríamos para exponer los trabajos.

A nuestra edad, los trabajos orales que realizan los estudiantes de institutos dejan mucho que desear. Los profesores dicen que deben exponer trabajos, pero no te dan indicaciones de cómo hacer buenas presentaciones. Los alumnos tampoco son lo bastante osados para escapar de su ignorancia y preguntar cómo han de hacerlo para no parecer niños de primaria.

Posiblemente yo habría sido como ellos sí años atrás cuando me tuve que enfrentar a mi primera exposición en solitario no hubiera estado trabajando y diseñando el tema en la biblioteca. Eli se me acercó para preguntarme que hacía. Y cuando se lo conté me miró comprensiva.

–“Tuve que hacer muchas presentaciones en la universidad. Las primeras que haces, son horribles para casi todo el mundo, pero cuantas más hagas, más fácil es descubrir cómo ser un buen ponente”.

–“¿Me das algunos consejos? –le pregunté con la esperanza de un joven quinceañero que veía su oportunidad de destacar por encima de los demás”.

Y eso fue lo que Eli hizo por mí. Días después hice una gran presentación. La mejor de la clase. Pero eso no me dio el reconocimiento ni la admiración que esperaba. Para los chicos era el listillo del grupo que buscaba humillar a los demás y para las chicas… para ellas era invisible en comparación al resto de mis compañeros varones.

Cogí un bolígrafo y comencé a diseñar el discurso. Añadí una línea vertical al lado de los párrafos que diría yo y una vertical para señalar los que diría Maite. Después de mucho rato dándole vueltas lo transcribí en el ordenador y una vez añadido me puse a modificarlo y mejorarlo una y otra vez, tratando de elegir las palabras más precisas, claras y directas; palabras sencillas que los monos de mis compañeros pudieran seguir como el hilo de un simple cuento y no se la pasaran bostezando o con la mirada perdida en las estupideces que sumían sus adolescentes cabezas.

No sé cuánto tiempo trabajé en aquel texto, pero si el móvil no hubiese vibrado para recordarme la hora que era, lo más probable es que siguiera sentado reescribiendo línea a línea para alcanzar una perfección que sabía era imposible. Guardé el trabajo y el discurso en el pen y el ordenador. Encendí la impresora e hice dos copias de lo que Maite y yo diríamos durante la presentación oral.

Me estiré en la silla y me restregué los ojos de cansancio. Eran casi las seis de la mañana. Necesitaba una ducha fría, pero tendría que prescindir de ese molesto placer. No podía arriesgarme a que Maite se levantara y fisgoneara por mi habitación. Tendría que conformarme con el calor que emanaba de una taza de café. No uno amargo y desagradable. Había trabajado como una mula y me había ganado tomarme algo dulce y apetecible que pudiera disfrutar con cierta satisfacción.

Antes de salir de mi cuarto cogí un trozo de folio y arranque una parte hasta hacer una pequeña tira. Luego cerré al salir y la encajé entre la puerta y el marco de forma que no pudiera caer a menos que se abriera. Si el trozo de papel no seguía allí a mi regreso significaba que Maite había abierto la puerta y entrado. Dudaba mucho que en mitad de la oscuridad ella notara aquella fina hoja. Era una buena idea, la cual mostraba con claridad el grado de desconfianza que sentía. Pero ¿quién en su sano juicio no llegaría a los extremos de la paranoia para no perder lo que tiene? No digo que las locuras de otros tengan justificación, pero la mía la tenía.

George Bernarnd Shaw escribió una vez:

“Existen dos tragedias en la vida; una es perder lo que tu corazón más desea; la otra es conseguirlo”.

Tardé algún tiempo en comprender su significado. Es duro perder lo que deseas y es aún peor conseguir tenerlo y vivir con el temor a perderlo en algún momento.

Aún a día de hoy no sé si la respuesta que encontré a las palabras de Shaw unos meses atrás era la correcta, pero al menos era la acertada para poder describir como me sentía en estos momentos.

Yo no podía permitirme el lujo de perder. Estaba disfrutando tanto de aquel juego que apenas me daba cuenta que solo había comenzado hacía unos pocos días. ¿Cuánto me quedaba por descubrir? ¿Cuántas jugadas más podría llevar a cabo antes de intuir que se acercaban los movimientos que sentenciarían la partida?

Alguien que aprecie el riesgo o simplemente el placer de jugar me entenderá. Un ajedrecista que llevé cierta locura en sus venas lo haría al instante. Una vez comienzas necesitas llegar hasta el final, sea cual sea el que te depare el tablero. Pero yo pretendía que el final que me esperase fuese uno de mi elección. Y para lograr eso, debía estar prevenido ante cualquier contrariedad.

Una vez asegurado mi cuarto, bajé a la planta bajé y encendí las luces del salón y la cocina. Puse a calentar el café mientras notaba los ojos pesados y agotados. Una vez listo para beber, lo serví en la taza y eché un poco de leche y tres cucharadas de azúcar. Me senté y disfruté del sabor en silencio, mientras trataba de pensar en todas las cosas con las que tendría que lidiar en apenas unas horas.

El recuerdo de la profesora Luisa y el hecho de que hubiera descubierto mi participación en los trabajos de Gabriela era un problema sobre el que no tenía control ninguno. Solo podía esperar a conocer su respuesta al respecto. El trabajo de Arte estaba casi completado, pero apenas quedaban dos días para la exposición y aún no habíamos empezado a estudiar nada. Debía asegurarme de que Maite hiciera una interpretación más que decente si queríamos la mejor nota y llevar a cabo la mejor presentación.

Disfruté el último sorbo que quedaba en la taza y la dejé sobre la encimera. Antes de irme a clases, necesitaría tomarme otro café.

Subí las escaleras y tras inspeccionar que la hoja seguía donde estaba, entré en el cuarto de mi madre. Maite estaba dormida y no se percató que estaba allí, contemplando su belleza. Lamenté que aquella sabana cubriera su desnudez, pero ayer ya habíamos tenido bastante juego y hoy debía estar centrado en los problemas y no en buscar placer.

Llevé una mano a su hombro y comencé a moverla de un lado a otro hasta que abrió los ojos y me miró somnolienta.

–Vamos. Es hora de levantarte –le dije serio e indiferente.

– ¿Qué hora es? –argullo ella molesta en un tono casi infantil.

–Las seis.

– ¿Las seis? –repitió como si no se lo creyera–. ¿Te has vuelto loco? Quedan dos horas para ir a clase.

–Queda una hora y veinte para que salgamos de aquí –dije mientras me volvía hacia la ventana de la habitación, separaba las cortinas y abría ligeramente la ventana para dejar entrar un frío y nocturno aire de invierno–. Tienes tiempo para darte una ducha, caliente, vestirte, y desayunar algo rápido mientras decidimos cómo ocuparemos el día. Así que levántate y ve a ducharte. Al final del pasillo hay otro baño que puedes usar. Mientras, ventilaré y limpiaré la habitación.

–Mi ropa de repuesto está en la mochila. Abajo.

–No voy a bajar a buscarte tu ropa. No soy tu mayordomo. Hay un albornoz en el baño. Podrás vestirte luego cuando hayas terminado. Vamos, levántate de una vez y recoge tu ropa del suelo.

Maite obedeció indignada. Se enrolló la sábana al cuerpo y bajó con ella de la cama.

– ¿Sabes? Eres un cabronazo. Ayer te invité a venir y deje que me follaras –espetó mientras se inclinaba y recogía prenda a prenda con una mano y usaba la otra para mantener la sabana enrollada–. Por lo menos podrías tratarme con un poco más de tacto y no como a un puta de la que quieres librarte tras haberte corrido entre sus piernas. ¿Qué se puede esperar de alguien que se aprovecha de los demás como tú lo haces? No eres más que un…

La forcé a girarse y a mirarme. Atrapé sus manos con una de las mías. La ropa cayó al suelo de nuevo. Llevé la otra a la sábana y tiré de ella hasta que también quedó a sus pies y me mostró su desnudez. No observé su cuerpo, aunque me muriera de ganas. Clavé mis ojos en los suyos y noté el fuego y la rabia en ellos, a pesar de estar recién despiertos. Noté sus ojeras grandes y oscuras, desvelando lo que le había costado dormirse. Era aquella soberbia orgullosa lo que la hacía digna de ser una reina y me complacía cada vez que la encontraba en sus iris, marrones, oscuros y penetrantes.

–Ni tu eres una puta, ni yo soy tu mayordomo –espeté, dejando pasar un largo silencio–. Espero que no te confundas y caigas en el error de creer que esto que hacemos es algo más que sexo; disfruto mucho contigo, pero no soy…

–No eres nada mío –me interrumpió desafiante–. Ya lo has dejado claro varias veces.

–Bien. Me alegro que nos entendamos. Ahora coge tu ropa y date una larga ducha caliente. Cuando salgas espero que estés más relajada y actúes como una persona razonable –Maite se inclinó y recogió su ropa–. Y deja la sábana. Tengo que lavarla y airear el cuarto. Mi madre vuelve hoy.

Como si no me hubiera oído o no le hubiera importado lo más mínimo salió del cuarto dando un portazo. El ruido que se oyó y el silencio que le siguió casi parecían gritarme y llamarme “eres un cabronazo de manual”.

Allí, solo en el cuarto de mi madre sentí durante una fracción de segundo algo parecido al remordimiento. Si me hubiera parado a pensar en Maite y en su estado de ánimo, posiblemente hubiera acabado siguiéndola hasta la ducha y disculpándome ante ella. Ella habría sonreído ante mi sinceridad y mi sentimiento de culpa y, tal vez, hubiera disfrutado de una ducha caliente compartida seguida de algo más placentero.

Pero eso no es lo que Dani, el Dani chantajista, frío y calculador habría hecho. Era más bien algo propio de mí, el Dani joven y bonachón al que aún me aferraba en ser a veces. Me habría gustado poder ser yo mismo con Maite y con otras mujeres, pero ser yo nunca me sirvió de nada con ellas. Ser menos yo y fingir ser otro sí lo hizo. En este juego, si quería llegar hasta el final, iba a tener que dejar partes de mi persona por el camino y convertirme en algo peor. No pude evitar preguntarme durante un segundo qué quedaría de mi yo verdadero al final de esta historia.

“Si no tengo tiempo para disculpas –pensé recogiendo y enrollando la sábana–, tampoco lo tengo para preguntas estúpidas. Lo que sea que tenga que pasar, que pase. Al menos sabré que cuando ocurra, yo lo habré elegido y no será algo que me impusieron las circunstancias. Mi partida, mis reglas”.

Arranqué con rabia la otra sabana de la cama  y la envolví con la primera. Las dejé en el suelo mientras abría el armario de mi madre y ponía sabanas nuevas y limpias.  Hice la cama y la dejé como si nadie hubiera dormido ni practicado sexo a destajo en ella la noche anterior. Antes de salir revisé el jarrón con el dinero oculto que había en la mesita. Lo saqué y conté los billetes para ver si contenía la misma cantidad que había dejado el día anterior. Estaba todo. Maite no lo había tocado. Lo devolví a su sitio, recogí las sabanas y salí del cuarto de mi madre.

Escuché el sonido de la ducha al fondo del pasillo y recordé aquella tarde casi consumida por las primeras sombras de la tarde en que me introduje en el baño de la casa de Leoni y disfruté de un polvazo húmedo y placentero a raudales con su apetitosa y madura madre. Noté mi miembro reclamar sus ganas de juego, pero no podía. Estaba seguro de que mi actitud tendrían a Maite herida y no me apetecía verla así.

“Ponla a prueba –dijo la voz en mi cabeza–. Comprobemos los frutos de nuestro trabajo y averigüemos cuan sumisa y leal nos es”.

“¿Y si no quiere?”

“La has persuadido para que folle contigo antes. Estoy seguro que hallarás la forma para que se trague su orgullo… y algo más. Además. Tú también necesitas una ducha ¿no crees?”.

“Sí. La necesito”.

Avancé hasta la puerta y la abrí sin saber con certeza alguna si me refería a la ducha o a la propia Maite.

Entré y sentí el vaho caluroso del agua caliente golpearme los sentidos. Deposité las sábanas en el cesto de la ropa sucia con cuidado de no hacer ruido. Vi las prendas de Maite amontonadas en el suelo. A diferencia de aquella vez no apagué la luz, pero tampoco contemplé mi imagen en el espejo. Estaba atrapado en la visión de la parte trasera de mi reina a través de la mampara. Devoraba sus nalgas mojadas con los ojos. Comencé a desvestirme, mientras ella seguía dándome la espalda, centrada solo en el agua y en la agradable sensación que esta despertara en ella. Cuando al fin estaba desnudo y ligeramente excitado, me dirigí hacia donde estaba mi reina, tiré de la mampara a un lado y ella se volvió sorprendida. Me miró, pero no dijo nada. Introduje un pie en la ducha y ella retrocedió. Una vez dentro cerré los ojos y dejé que el agua me golpeara con ardiente intensidad. El calor del agua era alto, casi hasta doloroso.

–Te dije que tomaras una ducha caliente –dije al fin cuando comencé a acostumbrarme a la temperatura del ambiente–, no abrasadora. ¿Qué pasa? ¿Es que no vas a decir nada? ¿Te ha comida la lengua el gato?

–No has venido a hablar –lanzó seria.

Incliné la cabeza hacia atrás y dejé que el agua me golpeara unos instantes.

–Necesitaba relajarme y limpiarme un poco tras lo de anoche.

–Pues toda tuya. Yo ya estoy limpia.

–No te he dado permiso para marcharte –respondí, mientras cerraba la mampara y la llave de la ducha. El agua dejó de correr y miré la belleza de mi reina toda mojada. Las gotas de su cara junto a su expresión parecían lágrimas derramadas que se negaba a correr por sus mejillas hasta que fuera inevitable.

– ¿Vas a obligarme a quedarme? –preguntó mirando la dureza ansiosa de mi entrepierna, la cual se alzaba apuntando hacia ella.

La observé serio y distante. Debía encontrar la forma de que bajara su resistencia y su rabia y la única forma era usar las palabras adecuadas.

–Veo que sigues enfadada por lo de hace un rato. Si esperas que me disculpe, no lo haré. Y tampoco voy a obligarte a quedarte aquí si no quieres, pero espero que lo hagas y termines de ducharte conmigo –ella desvió la mirada y yo atrapé su mandíbula para hacer que me mirara de nuevo–. Quiero y deseo que te duches conmigo.

– ¿Solo ducharnos?

Dudé.

Sentí ganas de bajar la mirada y deleitarme una vez más con su figura, pero si lo hacía, mi miembro estaría cada vez más duro y no estaba seguro de que pudiera controlarme y no tratar de poseerla en aquel preciso instante.

¿Quería hacerlo allí con ella y rememorar lo vivido con la madre de Leoni?

Por supuesto que sí.

¿Iba hacerlo?

Para mi desgracia, no.

Maite me ponía a prueba con su pregunta. Averiguar si para ella era solo un cuerpo  que podía usar para satisfacer mis más bajos instintos cuando quisiera o si en lo más recóndito y profundo de mi retorcido ser había alguien que la viera como una persona real.

O puede que todo lo que os esté diciendo no sean más que las ideas de un adolescente que ve lo que quiere ver en los demás. No me pidáis que trate de entender a Maite. Los libros que he leído me han enseñado que lo primero que un hombre ha de comprender sobre las mujeres es que no hay que comprenderlas. Solo amarlas.

Si te pasas el tiempo tratando de comprender los entresijos del corazón femenino, la mitad de la arena del reloj de la vida se habrá consumido antes de darte cuenta.

Lo cierto es que miré a Maite y simplemente sentí que lo que ella quería es que no le hiciera daño, tratándola como un objeto frío y sin vida.

–Solo ducharnos –respondí serio, mientras le aguantaba la mirada–. Nada más.

Ella se liberó de mi agarré y tras dudar unos segundos se dio la vuelta. Alcé la vista al techo porque si la bajaba mi miembro no recuperaría su tamaño normal y pasaría una ducha muy dura, en más de un sentido.

Maite cogió un bote de gel de un pequeño estante de la pared y me lo estampó en el pecho con un sonoro golpe para que lo cogiera.

Me miró y distinguí esa mezcla de juego y orgullo que la hacían una reina.

–Si quieres que me quede, aquí mando yo –aquello era claramente una orden que no aceptaría discusión–. Enjabóname el cuerpo.

Dejé pasar unos segundos. Noté el miembro palpitar y crecer ante la posibilidad de tocarla.

– ¿Y qué ganaré a cambio?

–Ganarás la oportunidad de enjabonarme el cuerpo. Nada más. ¿Vas a empezar o quieres que me vaya? Decídete. Pronto el ambiente estará frío.

“Como si fuera a permitir que eso pasara”.

Abrí el bote y eché una buena cantidad de gel en mis manos antes de dejarlo en el suelo de la ducha.

–Solo enjabonarme, ¿entendido? ¿Crees que serás capaz de seguir órdenes?

–Claro.

La miré detenidamente y lancé mis manos sobre su torso. Lo restregué por su vientre una y otra vez hasta que se creó una capa espumosa y luego empecé a subí hasta sus pechos. Los acaricié repetidas veces y tonteé unos segundos largos con sus pezones erectos, sin perder de vista como la expresión de su rostro luchaba por permanecer imperturbable.

–Ya está –dijo Maite tajante–. Continúa con el resto del cuerpo.

–Como órdenes.

Permití ese aire de superioridad porque a lo largo de ese día haría que me lo compensara con creces. No podíamos jugar allí cuando el tiempo estaba tan ajustado, pero encontraría cuando y el cómo poder disfrutar de ella.

Seguí untando su cuerpo con lentitud, devorándola con los ojos y memorizando su piel con mis dedos. Notaba el pene debatirse entre crecer y apagarse. Aquel era otro tipo de juego y, como jugador que era, quería ganarlo. Una idea me vino a la cabeza y una sonrisa imaginaria se despertó en mi interior.

– ¿Te resulta incómodo hablar del trabajo ahora? –pregunté mientras terminaba de cubrir sus hombros y me disponía a masajear de espuma sus brazos.

– ¿Por qué sería incómodo? –repuso–. ¿Lo has… acabado?

Había tirado de ella hacía mí y la tenía pegada contra mi cuerpo.

–Lo esencial, sí. Solo queda hacer retoques a la parte escrita y a la presentación visual. También he tenido tiempo de trabajar en nuestros discursos –le hablaba mientras retenía su atención en mi rostro impasible y calmado. Lancé mis manos llenas de gel sobre su espalda, sus costados y finalmente las posé sobre su culo de ensueño–. Espero que tengas buena memoria y que te lo aprendas para esta tarde o mañana por la mañana a más tardar.

Noté como las manos de Maite me rodeaban ligeras y dudosas los costados, como si lucharan por decidir si ceder a mis caricias o no. Apreté y separé sus nalgas varias veces antes de que ella recuperara el control de sí y tomará distancia.

–Ya está bien –espetó acalorada y con menos rabia en su expresión–. Es suficiente.

–Todavía no he terminado –repuse mientras me agarraba a sus piernas y descendía hasta quedar postrado ante ella–. Aún me queda la parte de abajo. ¿O es que acaso te sientes incómoda?

–Date prisa. Empiezo a tener frío.

“Claro, frío”.

Masajeé sus piernas hasta que quedaron bañados por la espumosa crema y luego hice lo mismo con los muslos, dedicándoles más atención, sabiendo que causaría mayor placer en ella.

–Haremos varias intervenciones cada uno.

– ¿Qué? –preguntó confundida.

Alcé la vista y vi su cara tensa. Había tocado las teclas de su cuerpo que encendían su fuego.

–Digo que cada uno hablará varias veces durante el trabajo, en vez de dividirlo en dos turnos de presentación.

–Ya. Sí. Me parece bien –Me pregunté si realmente había entendido lo que acababa de decirle–. ¿Has acabado?

–Espera un segundo. Aún me queda un sitio más.

Finalmente llevé los dedos a su sexo y empecé a rozarlo con mis dedos. Toqué sus labios por la superficie sin atreverme a cruzar su umbral; ascendía y descendía por su vulva con los dedos índice y corazón y cuando alcé la cara para ver a Maite su expresión era de claro placer.

En el momento en que abrió la boca para decir algo, detuve mis caricias y me incorporé.

–Listo. Ahora solo queda remojarnos –dije mientras cogía la cabeza de la ducha y dejaba correr el agua caliente una vez más. Primero me mojé para calentarme. Miré mi miembro que seguía entre flácido y duro, como si no comprendiera a qué coño jugaba.

Luego, de reconfortarme con el remojón, dirigí el chorro hacia el cuerpo de Maite. La miré y vi la tensión cachonda en su mirada, pero también parecía estar pensando en algo que no tenía idea de lo que era. No le di importancia y seguí quitándole espuma de su cuerpo, mientras me sentía victorioso por calentarla y dejarla a medias. Coloqué la cabeza dela ducha en su sitio y le di la espalda a Maite para sumergirme bajo la cascada de vapor y agua antes de que saliéramos de la ducha.

De pronto, el agua se detiene y veo que ha sido ella quien la ha apagado

–Creo que me toca enjabonarte a ti.

Aquello no lo esperaba. No pensaba que la hubiera calentado tanto como para que buscase hacerlo allí y ahora.

–No hace falta.

–Mando yo. ¿Lo has olvidado? ¿O era mentira eso de que la palabra dada para ti es importante?

Fruncí el ceño. Por alguna razón me sentí como una mosca atrapada en la red de una araña.

–Vale –dije al fin–. Pero date prisa.

–Tú obedece y no te muevas si no te lo digo. Seré rápida. Lo prometo.

Se inclinó hacia delante, pasando su cara cerca de mi sexo, dejando que su pelo húmedo cayera sobre mi miembro al tiempo que tomaba el bote de gel y se incorporaba. Tragué saliva y traté de poner la mente en blanco inútilmente. Aquella caricia indirecta había despertado a mi aletargado ánimo.

Echó gel en sus manos y sin dejar de mirarme soltó el bote como si no le importara y apoyó sus manos en mi pecho. Nuestros ojos permanecían unidos mientras me masajeaba el cuerpo sin dejarse ninguna zona por el camino.

–Date la vuelta –ordenó.

Suspiré con disimulo y cumplí su voluntad. Un hormigueo placentero me recorrió la espalda cuando sentí su contacto. Cerré los ojos y traté de pensar en cualquier cosa que no tuviera que ver con sexo. No era fácil hacerlo. Lo fue menos cuando noté los dedos de Maite imitar mi jugada y dedicarse a estrujarme las nalgas. Aquello se estaba saliendo de mi control

“Tenemos tiempo para hacerlo. Uno rápido al menos –pensé comenzado a estar fuera de mis cabales –Está claro que ella quiere. En cuanto pueda…”

–Vuélvete.

Sin pensarlo, abrí los ojos e hice lo que me dijo. No pude evitar apartar la vista de sus ojos y buscar contemplar sus pechos mojados. La lujuria se cernía sobre mis pensamientos y cuando volví a mirar a Maite estaba claro que ella lo sabía.

–Ahora, toca enjabonarte abajo –dijo mientras sonreía y se mordía con picardía el labio.

Esperé y deseé que enjabonar no fuera lo único que hiciera. La observé mientras descendía y hacía exactamente lo mismo que hice con ella. Su cara pasó cerca de mi miembro, mientras sus manos se agarraban a mis muslos. Diré que esperaba ansioso pero contenido que terminara de una vez y se dedicara a sobarme el miembro con su diestro juego de manos boca y lengua.

Para mi sorpresa se puso en pie. Me miró.

–Tranquilo. He dejado lo mejor para el final –respondió mientras sentía una mano aferrarse a él y la otra agarraba mis testículos con delicadeza–. Cierra los ojos y déjame hacer.

Obedecí sin cuestionar nada y a medida que sus dedos subían y bajaban por mi miembro, notaba como este crecía con ánimo renovado. Noté como Maite tiraba para atrás el prepucio y dejaba al descubierto el glande antes de retomar el masaje. Masaje que tuviera un final feliz.

– ¿Te gusta lo que hago? –Asentí, pero mi respuesta no pareció satisfacerla–. ¿Te ha comido la lengua el gato? Quiero oírtelo decir.

–Sí –exclamé–. Me gusta.

Maite ejerció más presión en mi falo y aumento el ritmo de sus caricias.

– ¿Te gusta mucho?

–Sí, mucho.

Una vez más aceleró el ritmo.

– ¿Quieres que pare?

–No –dije, abriendo los ojos con amargura–. No pares.

–Cierra los ojos o lo haré. Bien. Mejor así. ¿Sabes? Me apetece mucho tenerla en mi boca. ¿Qué te parece la idea? ¿Quieres que me arrodille? ¿Quieres que te acaricie con la lengua, que te bese la punta, te siga acariciando hasta que no puedas aguantar más y te descargues dentro? Incluso dejaría que me tiraras del pelo y lo echaras en mi cara mientras me miras. ¿Es lo que quieres?

La visión de sus palabras en mi cabeza imaginando hacer todo lo que había dicho me había excitado considerablemente y ya notaba cierta tensión orgásmica en mis testículos.

–Sí –Fue mi seca respuesta, pero la manera en que lo dije dejaba claro que estaba cegado de excitación.

Sin dejar de sobarme y disminuir la marcha de su certera mano, se acercó a mi oreja tanto como su corta estatura le permitió y me hablo.

–Quiero que lo digas bien.

No pude resistirlo. Estaba casi al límite.

–Sí quiero que lo hagas. Quiero… quiero vaciarme en su boca y en tu cara y ver cómo te lo tragas.

Aceleró aún más su ritmo de su masaje y la expresión extasiada de mi cara me delató. Justo cuando estaba a escasos segundos de venirme noté como Maite no solo dejó de acariciarme, sino que sus manos soltaron a la vez mi miembro y los testículos. Abrí los ojos con cara de no entender que había pasado hasta que vi la expresión de Maite.

–Ahora estamos en paz –respondió, mientras tiraba de la mampara y salía de la ducha–. Se volvió para mirarme el miembro y una sonrisa burlona se dibujó en su cara cuando me miró. La agarré del brazo–. ¿Has olvidado que seguimos en la ducha? –Era cierto. Ella mandaba. La solté sin remedio y vi como salía del pequeño y caluroso habitáculo en el que me quedé solo–. Me temo que tu amiguito y tú tendréis que ayudaros el uno al otro esta vez.

Vi como Maite cogía un albornoz y se lo ponía antes de abrir la puerta del baño para salir.

Tardé unos segundos en que algunas neuronas de mi cerebro se conectaran para entenderlo.

Maite no quería jugar sino vengarse de mí. Yo le había calentado y despertado su lívido para actuar luego con indiferencia y hacer como si no me importara. Ella había logrado encontrar la forma perfecta de devolvérmela.

Imitarme.

Fui estúpido al creer que podría salirme con la mía en un juego de dar placer en el que las mujeres no solo dominan sino que arrasan.

–Olvidas tu ropa –respondí airado, cachondo y empalmado.

–Cuando termines de enjabonarte a fondo, bájala al salón –dijo confiada–. O puedes dejarla donde está para que, cuando llegué tu madre y lo vea, se pregunté que ha estado haciendo su querido hijo en su ausencia. Te espero en la cocina. No tardes demasiado. Tenemos poco tiempo. Perdón, quise decir no tardéis mucho –dijo burlona mientras lanzaba una última mirada a mi miembro antes de cerrar la puerta tras de sí.

–Será zorra –exclamé enfadado por el bochorno que me había hecho vivir.

Deje pasar unos segundos silenciosos y luego, no pude evitar sonreír y lanzar una pequeña carcajada contenida.

“Te la ha jugado –dijo la voz en mi cabeza– ¿Eso te hace gracia?”.

“Un poco, la verdad. Estaba tan ocupado centrado en mí que no lo vi venir. Ha logrado pillarme por sorpresa. Lo cierto es que no esperaba de ella nada, más allá de que fuera complaciente cuando quisiera y lo necesitara. Pero no es solo juguetona. Tiene malicia y sabe usarlo con arte”.

“Es una mujer. La malicia sutil y el arte para usarlo a su antojo les viene de manual”.

“Y hoy me lo ha recordado. Supongo que por muy reina mía que sea no podré bajar la guardia. Eso me gusta. Una reina complaciente que no suponga un reto de vez en cuando sería aburrido, ¿no crees? Acabemos esta maldita ducha y pasemos a otra cosa”.

Me volví y sin dudarlo giré la llave del agua fría. Si ya era difícil ducharse con agua helada, era peor hacerlo después de que tu cuerpo estuviera caliente. Y el mío lo estaba por más de un motivo.

Tensé mi cuerpo tanto como pude y aguante la descarga de millares de gotas que apagaban la rabia que sientes cuando te quedas a medias, la humillante burla a la que me habían sometido y la excitación palpable que poco a poco iba desapareciendo.

Tardé unos minutos en acostumbrarme al agua y cuando cerré el grifo y abrí los ojos, volvía a estar sereno, despierto y reconfortado. Me sequé y por primera en mucho tiempo salí del baño sin cubrirme y caminé desnudo hacia mi cuarto. La tira de papel seguía allí.

Miré hacia la escalera que llevaba a la planta baja y pensé en mi reina. Luego entre en mi cuarto, pensando en cómo lo haría para vengarme y hacérselo tragar por su osadía en más de un sentido.

Continuará…

Sineto avisar q