Relatos de juventud 26

Ellas solo querían a un chico malo. Yo sería el chico malo que les haría desear a los buenos.

A ambos nos pilló desprevenidos el sonido del timbre. Agarré a Maite de los brazos y logré hacerla a un lado y bajarla de encima. De pie y desnudo, agarré mi camiseta del suelo y se la tiré para que la cogiese.

–Póntela y ve a abrir.

Ella me miró como si hubiese oído mal.

–Será broma.

–No es ninguna broma. Debe tratarse de mi vecina. Olvidé que mi madre comentó que se pasaría por aquí esta noche a traer algo de cenar.

– ¿Por qué tengo que ir yo? Se trata de tu casa –atajó, mientras me devolvía la camiseta lanzándola de mala manera. Me miró con descaro y picardía mientras me recompensaba con la oportunidad de contemplar su desnudez. Dejaba que la mirase al natural sin mostrarse incómoda o vergonzosa. Por fin se sentía cómoda dejando que la viera tal y como era–. Tú casa, tu vecina, tu problema.

La miré con deseo y de no ser porque Sofía esperaba fuera ya me habría tirado encima de ella otra vez.

El timbre rugió por segunda vez.

Volví a tirarle la camiseta.

–Vas a quedarte en mí casa hasta mañana –respondí serio y autoritario–. Teniendo en cuenta que quien espera en la puerta nos trae la cena, no creo que te apetezca pasar la noche hambrienta. Tú decides.

Maite lanzó uno de sus suspiros y ocultó su cuerpo bajo la tela de mi camiseta. Se levantó del sofá y avanzó descalza hacia el rellano de la entrada, mientras yo la seguía de cerca, observando la belleza de sus piernas descubiertas.

Escuché la puerta abrirse apenas un resquicio y presté atención a lo que iba a suceder. Lo primero que se produjo fue un silencio incómodo por ambas partes.

– ¿Puedo ayudarla en algo? –Expresó Maite con tranquilidad.

Me imaginé a Sofía contemplando a la chica que tenía enfrente y que en apariencia no parecía llevar mucho más que una camiseta.

–Ahí… soy… soy Sofía. Mi casa está en la justo en la acera de enfrente. La madre de Dani me pidió que preparase y le trajese algo de cenar a su hijo. ¿Puedes avisarle de que estoy aquí?

–Ahora mismo está en la ducha –mintió con un descaro tan sutil que parecía creíble–. Pero si quiere puedo dárselo y decirle que ha venido.

–Sí. Será lo mejor. Tengo algunas cosas que hacer y ya es algo tarde.

Vi como Maite cogía el recipiente que le ofrecía Sofía.

–Huele delicioso. Muchas gracias por las molestias. Le diré a Dani que ha venido en cuanto salga de la ducha.

–Te lo agradezco. En fin. Buenas noches.

–Buenas noches –dijo cerrando la puerta. Maite se dio la vuelta algo airada y se acercó hasta mí.

–Voy a limpiarme –dijo mientras me entregaba el tupperware aún caliente y seguía avanzando hacia el baño. Se quitó la camiseta sin detener sus pasos y me mostró la desnudez de su espalda y las curvas de su trasero segundos antes de regresar al baño–. Tú puedes ir preparando la cena. Se me han quitado las ganas de seguir jugando.

Luego cerró la puerta y me dejó allí; desnudo, cachondo y con un recipiente de comida casera y caliente entre las manos. Tras dejarlo en la cocina regresé al salón para volver a vestirme. Cogí la toalla que Maite había dejado caer y me limpié la entrepierna de mis propios fluidos. Empecé a ponerme la ropa mientras pensaba en que dejar que Maite abriera la puerta había sido un riesgo.

Pero no tenía opción.

Estaba completamente desnudo cuando escuché el timbre. No quería que Maite me viera tratar de vestirme con torpeza y desesperación; que llegase a pensar que me preocupaba por el hecho de ser pillados teniendo sexo. Lo que me desagradaba era la idea de que alguien más pudiera ver las marcas de mi pasado con la misma claridad que ella.

Por eso opté por usarla y pedir que lo hiciera en mi lugar.

Aunque en apariencia había salido todo bien, no podía estar seguro de que Sofía no le dijese nada a su madre de que una chica prácticamente desnuda la había recibido en vez de hacerlo su hijo.

Tendría que ir y hablar con ella. Pedirle que me guardara el secreto.

No sería tarea fácil, después del incidente que ambos habíamos vivido como consecuencia de mi maldita curiosidad. Aun así, debía intentarlo y tenía que ser cuanto antes. Mañana mi madre estaría en casa y si algo se bien de las personas es que les cuesta guardar secretos que no son suyos.

Me levanté para coger mi camiseta. Cuando la tuve entre mis manos no pude evitar mirar en dirección al baño donde estaba Maite. Escuché el rumor del agua caer y no pude evitar pensar en ella. Recordé su mirada cuando me la quitó; el cariño que desprendían sus besos al posarse sobre mis cicatrices, la comprensión empática de sus ojos al imaginarse por todo lo que había tenido que pasar.

Suspiré mientras me la ponía. Luego agarré el jersey y cogí las llaves de la mesa de la entrada. Salí abrigado para enfrentar a la noche, pero no sabía si estaba listo para plantar cara a Sofía sin un plan bajo la manga.

Supongo que al igual que en toda partida de ajedrez que se aprecie, llega un momento en que debes dejar la teoría de lado cuando te hayas en un punto muerto e improvisar con tu mejor repertorio de estrategias, tácticas y combinaciones. Eso es lo que tocaba hacer.

Llamé a la puerta para mostrar y dejar claro lo ansioso que estaba. Debía darme prisa. No me agradaba la idea de dejar a Maite a solas mucho tiempo. La curiosidad suele ser insaciable en la mayoría de las personas y hasta el momento no me he topado con ninguna mujer que no sienta esa necesidad de saber más sobre los demás.

Sofía apareció tras la puerta.

–Hola Sofía –dije con cierta inseguridad que esperaba no le pasara desapercibida.

–Hola Daniel –respondió, mientras se apoyaba en el marco de la puerta, se cruzaba de brazos y me juzgaba con la mirada. Cuando algún adulto me llamaba por mi nombre completo no era porque estuviera precisamente contento conmigo.

No tenía tiempo ni ganas para ir con sutilezas. Ya me imaginaba a Maite recorriendo las habitaciones de la casa y dando con alguna prueba de mis chantajes.

–Supongo que sabes por qué estoy aquí.

–Imagino que la chica semidesnuda que me abrió la puerta tendrá algo que ver.

Agradecí que fuera directa.

–Sí. Así es. He venido a pedirte que por favor no le digas nada a mi madre. Sé que no tengo derecho a exigirte nada y menos después de lo de la otra noche. Te juro que lo que pasó en tu casa no lo hice con mala intención, Sofía. No pretendía violar tu intimidad.

–Aún así, lo hiciste –sentenció. Incliné la cabeza para mostrar mi arrepentimiento con la esperanza de que me diera algo de tiempo a pensar en cómo mejorar aquella situación o la hiciera reconsiderar su postura–. Pero te creo cuando dices que no fue algo a propósito. Supongo que en cierta manera, ahora estamos en paz. Tú me pillaste a mí y yo te he pillado a ti.

Allí vi mi salida.

– ¿Te parece si hacemos como si ninguno de los dos hubiera encontrado al otro…?

No pude acabar la frase. Todo lo que me pasaba por la mente me parecían respuestas que terminarían mal para mí.

– ¿Pasando un rato agradable? Sí. Creo que será lo mejor para los dos. Está bien. Te guardaré el secreto, Daniel.

Aun seguía molesta por algo. Tal vez por aprovecharme de la ausencia de mi madre para llevar a una chica a casa, pero eso ya no me incumbía. Ese problema era cosa suya. Ya tenía bastante lidiando con los míos para tratar de solucionar los asuntos morales de otros. Además,

–Te lo agradezco, de verdad. Y muchas gracias por la cena. Otra vez. Seguro que estará deliciosa. Eres una cocinera increíble. Mañana te traeré los tuppers relucientes. Te lo prometo. Ahora tengo que irme. Me está esperando.

–Sé que no soy tu madre –Aquello me freno y la miré atento. Supuse que la vena de madre con una hija distante estaba por salir a flote–, pero espero que al menos estéis usando protección. Sois muy jóvenes para permitiros afrontar la paternidad.

–No te preocupes, Sofía. Las hemos tomado. – “Al menos ella” , pensé–. Te agradezco que te preocupes. Gracias de nuevo. Buenas noches.

Salí disparado hacía mi casa y entré justo en el momento en que Maite salía del baño vestida con las ropas que trajo puestas. Había vuelto a ducharse como imaginaba y esta vez su pelo estaba mojado.

– ¿Hablando con la vecinita pechugona? –Dijo mientras me miraba con una sonrisa maliciosa–. ¿La has convencido de que no le diga a tu madre lo que ha pasado aquí?

–No. La he convencido para que no diga lo que ha pasado aquí ni lo que aún está por pasar.

–Te lo he dicho. No me apetece ahora mismo. ¿Qué tal si aprovechamos que esa comida sigue caliente y cenamos?

Su respuesta era de esperar. Decepcionado, acepté el final del juego.

Por ahora.

–Cena tú si quieres. Yo adelantaré las partes que aún quedan del trabajo. Así mañana deberíamos poder empezar a elaborar y estudiar nuestros discursos.

–No me gusta cenar sola. Es de amargados.

Me senté en la mesa y hojeé el libro que tenía enfrente.

–No veo como cenar con un amargado puede ser mejor.

–Mi madre te trató bien cuando estuviste en nuestra casa. Si no me tratas de la misma manera en la tuya le estarás faltando el respeto.

Suspiré de rabia al saber que tenía cierta razón en lo que había dicho.

Me levanté y me dirigí a la cocina.

–Iré a prepararlo todo. Tú mientras llama a tu prima.

– ¿Mi prima? ¿Por qué?

–Llamó cuando estabas en la ducha. Antes de que llegara mi vecina. Parecía preocupada de que estuvieras conmigo.

– ¿Hablaste con ella? –respondió enfadada–. No tenías derecho.

–Mi casa. Mis reglas. Habla con ella y dile que estás bien. Mejor sígueme y pon el altavoz. Así podré escuchar también.

Fui hasta la cocina sin mirar si Maite me seguía y saqué unos platos, cubiertos y vasos para dos. Luego de disponerlos en la mesa me acerqué al tupper de Sofía. Antes de verlo escuché el teléfono de Maite dar la señal de llamada y poco después escuché su dulce voz al otro lado de la línea.

– ¿Maite? ¿Eres tú?

–Sí, Gaby. Soy yo.

–Te he estado llamando, pero me decía que lo tenías apagado.

–Sí. Lo siento. Ha debido ser cosa del idiota ese –dijo mientras me miraba enfadada–. Lo habrá apagado cuando fui al baño.

– ¿Tú estás bien? ¿Te ha hecho algo?

– ¿Dani? Vamos, Gaby. Ya te lo dije. No tiene agallas para tocarme y menos en mi casa con mi madre cerca.

– ¿Tu casa? ¿Es ahí donde estáis?

Maite me miró un instante antes de responder. Aproveché para destapar el tupperware y disfrutar del olor de la comida. Eran espaguetis con albóndigas. No recordaba el tiempo que llevaba sin comer algo así.

–Claro que estoy en casa. Él se fue hace ya un buen rato. No sabes la tarde que me ha dado con el dichoso trabajo. Casi parecía que no pensaba en otra cosa. Me muero de ganas porque llegue el viernes y librarme al fin de su presencia.

– ¿Entonces no ha intentado nada contigo?

–Gaby. Te quiero por preocuparte, pero ¿acaso te sueno como si estuviera mal o hubiera pasado algo?

–Vale. Solo quería estar segura. Cuando te llamé y él respondió pensé que…

– ¿Qué algo podía ocurrir entre nosotros dos? Ya quisiera el ponerme las manos encima. Relájate, prima. Todo está bien. Nos vemos mañana en clase, ¿vale?

–Está bien. Hasta mañana.

Maite colgó el teléfono.

–Eres un idiota. Te dije que te mantuvieras alejado de ella.

–Yo solo te prometí –dije mientras atrapaba una parte del contenido del tupper y lo echaba en uno de los platos– que mis manos no la tocarían. No dije nada de dejarla en paz.

–Es lo mismo. Ya me tienes a mí.

–No seguiremos hablando de tu prima. Hicimos un trato. Yo he cumplido con mi parte y tú estás cumpliendo con la tuya. Mientras sigamos así, tu prima no tiene que temer nada de mí. Aquí tienes tu cena –dije, dejando su plato en la encimera, mientras estiraba la mano y me apoderaba de su móvil. Lo guardé en el bolsillo y me dispuse a prepararme mi plato–. Te lo devolveré luego. Ahora come. Aún debe estar caliente. Si no, ahí tienes el microondas. Hay refrescos en la nevera.

Maite pareció dudar antes de sentarse a la mesa con su plato, pero terminó haciéndolo.

– ¿No tienes cerveza o algo con alcohol?

Una serie de flashback de ese monstruo regresaron a mí, haciéndome sentir nauseas. Me recompuse y seguí con lo que tenía entre manos.

–No hay alcohol en esta casa. Tienes agua o refrescos.

Saqué un par de bebidas de la nevera y las puse frente a ella. Tras preparar mi plato me senté frente a ella y ambos empezamos a cenar.

Habían pasado unos largos minutos en los que ninguno de los dos se había dignado a decir nada. Solo comíamos como si no hubiera relación alguna entre nosotros.

La miré y vi que ella también me observaba. Aquella situación era incómoda para los dos. Echaba de menos las cenas solitarias, pero cuando estas en compañía de alguien, la conversación es vital.

–Elige un tema –le dije, mientras lanzaba un mordisco a una de mis albóndigas.

– ¿Qué?

–Elige algo de lo que te apetezca hablar. Claro que si lo prefieres podemos seguir mirándonos fijamente en silencio.

–Maite enrolló varios espaguetis en su tenedor.

– ¿Cualquier cosa que me apetezca?

–Claro.

– ¿A qué se dedica tu madre?

–Trabaja en una importante empresa de construcciones. No solo se encarga del diseño y la decoración de los edificios que realizan, sino que a veces hace viajes de negocios para buscar posibles inversionistas.

– ¿Y te deja solo mientras ella no está?

–Teníamos una asistente, pero hace unos días se despidió por un trabajo más cerca de casa y mejor pagado.

– ¿Y… qué hay de tu padre?

Debí imaginar que no tardaría en preguntarlo, pero aunque lo hubiera hecho me habría pillado por sorpresa como acababa de hacer. Clavé el tenedor en otra albóndiga y me la acerqué a la boca.

–Creo que ya hemos hablado bastante de mí. Ahora elegiré yo el tema. Dime. ¿Tu tío ha sido siempre tan cariñoso con su sobrina cuando no hay nadie más en casa? ¿Tan justos estáis de espacio que dormís los dos en tu cama?

La misma expresión de consternación se dibujó en su rostro. Ambos teníamos algo que no nos apetecía compartir con nadie. Sin poder aguantar más, apartó su plato y salió de la cocina.

–Más vale que no pienses en marcharte. Lo consideraría tu manera de decir que nuestro pacto se ha terminado.

–Vete a la mierda –respondió antes de salir de la sala.

Seguí comiendo sin sentir más apetito. Mis palabras la habían herido y durante unos instantes deseé ir tras ella y decirle cuanto lo sentía, pero no podía permitirme semejante debilidad.

Me quedé allí y seguí devorando mi plato hasta que no quedó nada. Al acabar, me acerqué al lavamanos y comencé a limpiar mis cubiertos. Mientras lo hacía comencé a barajar la posibilidad de sincerarme con Maite.

“Es mala idea, Dani”.

“No estoy tan seguro de eso. Ella me ha visto por completo. No ha retrocedido, ni se ha asqueado. No le han importado mis cicatrices”.

“¿Cómo sabes que no finge para que bajes la guardia?”.

“La verdad, no lo sé. De lo que sí estoy seguro es que necesito ganarme su confianza definitivamente. Solo lo lograré si cree que me fío de ella para contarle algo personal que nunca he contado”.

“En ese caso, dile solo lo necesario. Recuerda. Medias verdades bien contadas hacen una verdad entera”.

Cuando terminé de limpiar, cogí una cuchara del cajón, me acerqué al frigorífico y saqué un vaso de helado. Regresé al salón y encontré a Maite sentada de brazos cruzados en el sofá. Dejé el vaso en la mesa de cristal que tenía en frente junto con una cuchara y me senté a su lado.

–Es de chocolate. Espero que te ayude a cambiarte el humor –No recibí respuesta por su parte. Dejé pasar unos segundos de tregua. Apoyé los antebrazos en los muslos y entrecrucé los dedos de las manos–. Fue él quien me las hizo –ladeé la cabeza y sus ojos se toparon con los míos. Estaba atenta a lo que había dicho. Preferí separar nuestras miradas y clavarlas en algún punto muerto de la sala. Era más fácil contarlo si imaginaba que lo hacía a algo sin vida, sin emociones ni tampoco con la capacidad de juzgar–. Una noche, llegó borracho y dispuesto a darle una paliza a mi madre. No era algo nuevo. En aquella época le resultaba natural golpearla y pasaba casi a diario.

Le esperé sentado en las escaleras y le planté cara. Cuando me golpeó, vio que aunque asustado no pensaba moverme de allí. Aquello le enfureció tanto que volvió a pegarme. Al día siguiente, dijo que dejaría en paz a mi madre si aceptaba jugar a un juego.

Me callé unos segundos, esperando a que surgiera la pregunta de su boca. Necesitaba que ella la hiciera.

– ¿Qué juego era? –preguntó al fin. La miré unos instantes y su expresión había cambiado. No había rabia, sino una tristeza que parecía lamentarse por estar llena de curiosidad.

–Ajedrez. Podía retarle cuando quisiera. Si le ganaba una sola vez, una sola partida, dejaría en paz a mi madre. Pero si perdía, me levantaba la camiseta y presionaba con fuerza uno de sus cigarros sobre mi piel. Y siempre perdía. Si era fuerte y conseguía resistir el dolor sin gritar ni derramar una lágrima, ese día no le pondría la mano encima a ella. Muchas veces fui incapaz de aguantar las quemaduras; en otras ocasiones sí soporté el dolor y logré mantenerla lejos de sus garras. Aunque solo fuera una noche, estaría a salvo.

Lo reté durante meses, pero no siempre me quemaba. A veces me daba un cojín para que lo sostuviera contra mi estómago y le daba con todas sus fuerzas. “Tres goles”, me decía. “Aguanta tres golpes y ella dormirá tranquila”.

– ¿Tu madre nunca vio lo que te hizo?

–Siempre lo hacía cuando ella estaba fuera de casa o dormida. Y yo nunca le dije nada.

“Se acabó, Dani. Has dicho suficiente”.

Me puse de pie y le di la espalda a Maite. Sentía rabia por haber tenido que recordar todo eso otra vez, pero aún más por compartir mi vida con alguien en quien no sabía si se podía confiar. Dejé pasar unos segundos, y me volví para mirarla.

–Ya tienes la respuesta a tu maldita pregunta. Ahora voy a sentarme a la mesa y seguir con el proyecto de Arte. Tú cogerás el helado, volverás a la cocina y terminarás el plato que has dejado a medias. Detesto que se desperdicie la comida y más una tan buena como esa. Si no quieres el helado devuélvelo a la nevera. Cuando acabes y vuelvas aquí, nos centraremos en el trabajo y solo en el trabajo. No mencionarás nada de lo que he dicho ni ahora ni nunca. ¿Te ha quedado claro? –Maite asintió con pesar–. Quiero oírtelo decir.

–No hablaré nunca sobre lo que me has contado.

–Bien. Ve y termina de cenar –dije cogiendo el helado y dándoselo.

Ella pasó a mi lado y aunque no me volví, supe que se detuvo.

–Siento lo que te hizo.

Me giré para verla. Apenas le aguanté la mirada un instante y asentí esperando que me dejara a solas de una vez.

Cuando al fin se marchó me metí en el baño. Cerré la puerta con cuidado de no hacer ruido y abrí del todo el grifo del lavamanos. Comencé a mojarme la cara de forma repetida una y otra vez, intentando que la rabia que parecía querer dominarme se mantuviera a raya. Necesitaba una ducha fría, pero no podía arriesgarme a dejar a Maite sola tanto tiempo. Tendría que bastarme con refrescar la cabeza.

“Tenía que hacerlo”.

“Espero que haya valido la pena”.

“Pronto lo sabré”.

Me sequé la cara y volví al salón a la espera de descubrir si mi confesión había servido de algo.

Aprovechando que Maite estaba ocupada terminando su cena, cogí todos los libros que había sobre la mesa y los subí a mi habitación. Si queríamos acabar el trabajo cuanto antes necesitaríamos un ordenador y el único que había en la casa estaba en mi cuarto. Mi madre se había llevado el portátil para su trabajo y no quedaba otra opción. Había pensado en usar el portátil de Don Vicente para trabajar en él, pero cambié de idea al recordar que no tenía un cargador y que su batería era limitada. No quería arriesgarme a agotarla antes de poder curiosear lo que había en su interior.

Miré la parte inferior del armario en que lo había escondido. Me sentí tentado de echar un vistazo en aquel momento, pero era un riesgo con Maite en la casa. Era mejor esperar a estar solo a solas.

Tras varias idas y venidas volví a bajar y vi a Maite esperándome.

– ¿Has acabado? –Ella asintió. No sé si es que me lo parecía, pero la veía menos desafiante–. Seguiremos el trabajo en mi cuarto. Es donde tengo el ordenador.

–Vale. Antes iré al baño si te parece bien.

–Si necesitas asearte hay cepillos de dientes sin usar en el cajón.

–Gracias. Iré en un momento.

Bajé del todo y cerré la puerta de la entrada con llave y la guardé en el interior de un jarrón que había en la mesa. Revisé las ventanas y que todo estuviera en orden y subí a esperar a Maite. Aguardé por ella en el rellano, cerca de la escalera. Quería observarla por si intentaba algo. No es que pudiera encontrar nada comprometedor en la parte baja, pero no estaba demás saber si tenía intenciones ocultas.

Aunque le había confesado algo que pocas personas sabían, no por ello confiaba en ella.

Nada más salir del baño, subió las escaleras. Conseguí entrar en la habitación sin que me viera. Cuando la vi aparecer, me encontraba sentado en la cama con un libro abierto. Al verla aparecer la miré unos segundos. Ella pareció analizar mi cuarto. La cama, los libros en los estantes, el escritorio… Analizaba mi espacio personal como si esperase hallar respuestas en él sobre quien era yo.

–Siéntate. Seguiremos donde lo dejamos esta tarde.

–Me muero de ganas.

–Estamos en esta situación por tu culpa. No lo olvides.

–Sí. Lo sé. Soy incapaz de morderme la lengua. Bonito cuarto, por cierto. Todo muy ordenado.

–¿Nos centramos en esto? –espeté ansioso–. Si acabamos pronto podrás dormir unas horas antes de clase.

– ¿Cómo que podré? No esperaras que pasemos la noche despiertos.

–Depende de lo callada y centrada que estés y de lo rápido que teclees. Aún nos quedan tres libros con información esencial. Así que habla menos, mira más la pantalla y escribe todo lo que te vaya diciendo. Ahora, empecemos.

Durante las siguiente hora y media todo lo que Maite y yo hicimos fue trabajar con ahínco y concentración para acabar cuanto antes el trabajo escrito y la información esencial para la presentación visual. Cuando eran cerca de las once, el teléfono de Maite vibró en mi bolsillo. Al sacarlo vi que era su madre.

–Toma –dije ofreciéndoselo.

Ella lo tomó, pulsó la pantalla y se lo llevó a la oreja.

–Hola mamá. Perdona que no te haya llamado. Estábamos centrados en acabar el trabajo. Si, aún seguimos con él. No creo que nos lleve mucho más de una hora. ¿Gaby? Ahora no puede ponerse. Está dándose una ducha caliente. Le hacía falta relajarse. Está algo tensa y preocupada por si no acabamos a tiempo. Le diré que has llamado ¿vale? Mamá. ¿Ya hablaste con papá respecto a lo del tío Francis? –Quise mirarla y ver su cara, pero seguí con la vista clavada en el papel y el oído en la conversación–. Así que se quedará con nosotros. Si, es genial. No, no es nada. Es solo que estoy algo cansada. Hoy no he parado en todo el día. Oye, tengo que dejarte. Quiero acabar esto de una vez para dormir unas horas. Mañana tengo clases. Lo sé, mamá. Dale un beso de buenas noches a papá. Y mamá… siento mucho como me comporté esta tarde en mi habitación –alcé la mirada y la suya parecía estar esperándome–. No te merecías la manera en que te traté. No, no fue tu culpa. Actué mal y te pido perdón por ello. Yo también te quiero, mamá. Buenas noches. Hasta mañana.

Apagó el móvil y me lo ofreció de vuelta. Pensé en dejar que lo tuviera, pero no correría el riesgo. No podía bajar la guardia con nada. Era mucho lo que podía perder.

¿Mucho?

Más bien todo.

–No le habías pedido perdón esta tarde ¿verdad? –pregunté mientras recuperaba su teléfono.

Maite se volvió para seguir modificando la presentación visual en el ordenador.

–No. No lo hice.

– ¿Y por qué ahora?

– ¿Qué importa? Lo he hecho, ¿no?

Giré su silla para tenerla frente a frente.

– ¿Por qué ahora?

–Antes no sabía por qué te importaba tanto que lo hiciera. No sabía lo que habías vivido para poder proteger a tu madre; vivir con el miedo a perderla y no tenerla en tu vida.

Dejé el último libro con el que estábamos trabajando sobre el escritorio.

–Dije que no hablarás…

–Tú has insistido en que responda –atajó a la defensiva–. No te atrevas a culparme.

Aquello no podía negarlo, pero tampoco podía tenerla frente a mí cuando sentía que todo volvía aflorar en mi cabeza. Me levanté y salí del cuarto.

–Ven conmigo –obedeció y me siguió hasta llegar a la habitación que había justo al lado–. Esta es la habitación de mi madre. Puedes dormir en ella. Ya es algo tarde y necesitas descansar para mañana. Sería sospechoso que los dos llegáramos con cara de no haber pegado ojo.

– ¿Qué harás tú?

–Acabar el trabajo de una vez. No eres la única que está harta de él.

Maite entró en el cuarto y lo miró detenidamente. Luego se volvió y me miró.

–Buenas noches –dijo.

–Sí. Buenas noches.

Luego de eso, cerró la puerta y yo regresé a mi habitación a terminar lo que habíamos empezado. Dejé la puerta abierta para escuchar si ella salía del cuarto. Me senté en la silla y comencé a copiar las páginas de información finales en el proyecto. Escribía rápido, sin pensar ni preocuparme de las faltas o los errores que iba dejando atrás. Ya tendría tiempo de corregirlos cuando mi mente no estuviera embotada con pensamientos horribles.

Pasó cerca de cuarenta minutos y ya notaba como aquella sensación se desvanecía y me encontraba más calmado y consciente de lo que hacía. Cuando la medianoche estaba a punto de llegar, logré terminar el trabajo escrito. Solo quedaba completar y añadir algunas diapositivas más a la presentación visual. Una vez hecho eso, solo quedaría dividir el contenido y empezar a estudiarlo. Con algo de suerte, lo tendría todo listo en un par de horas más.

De pronto noté como mi teléfono vibró dos veces sobre la cama.

Había recibido un mensaje. Rodé la silla hasta la cama y estiré el brazo para ver quién me escribía a esas horas.

Me sorprendió ver que era un mensaje de Maite.

“Te debo una foto. Si la quieres ven y házmela”.

Era verdad.

Con todo lo que había ocurrido a lo largo del día, por primera vez me había olvidado por completo del trato de la foto. Pero aquel mensaje no solo era un recordatorio. Era una invitación. Quería que fuera y no solo a por la foto. Al menos eso deseaba y esperaba.

Me levanté con el móvil aún atrapado en la mano y salí del cuarto. Me detuve frente a la puerta de la habitación en la que ella estaba. Tragué saliva de lo ansioso que estaba por saber que me esperaba al otro lado.

– ¿A qué esperas? –dijo ella desde el interior.

Abrí la puerta y la empujé sin moverme de la entrada.

La luz de la mesilla estaba prendida. Contemplé a Maite sentada en la cama con los brazos extendidos hacia atrás y apoyada sobre sus manos. Llevaba puesto su sudadera y solo su sudadera. La había abrochado y subido lo justo para tentarme con la visión parcial de sus pechos. Sus pies tocaban el suelo y tenía las piernas muy juntas, ocultándome la visión de su sexo.

Su mirada era la de alguien con ganas de jugar.

–Pensé que a estas horas ya estarías dormida –dije sin dejar de contemplarla. Noté como sus piernas se separaban lentamente la una de la otra. Para mi desgracia la sudadera evitaba que viera nada de lo que mantenía oculto a la vista.

–Es imposible dormir contigo tecleando como si no hubiera un mañana. Cuando escuché que las cosas se habían calmado pensé que podíamos retomar lo que empezamos en el salón –Dijo llevando una de sus manos a la sudadera y haciéndola a un lado para mostrarme uno de sus pechos–. ¿O has venido solo a por tu foto?

Levanté el móvil y esperé a que su sonrisa pícara se dibujara en su rostro. Hice la foto y luego de dejar caer el teléfono sobre la ropa de Maite, me acerqué para continuar donde nos habíamos visto obligados a dejarlo.

Continuará…