Relatos de juventud 25

Ellas solo querían a un chico malo. Yo sería el chico malo que les haría desear a los buenos.

Salimos de casa de Maite sin apenas intercambiar alguna palabra de despedida con su tío Francis. La cara de decepción mal disimulada, mezclada con la cólera del que se siente derrotado tan cerca de la victoria, era algo que me reconfortaba mientras bajábamos las escaleras en silencio.

Una vez en la calle caminamos durante un par de minutos hasta llegar a una parada de taxis. No tenía ganas ni paciencia para esperar un autobús en mitad de una noche fría e invernal. Quería llegar a casa cuanto antes para estar a solas con mi reina, quien al parecer no tenía intención de dirigirme una sola palabra por voluntad propia.

Tras subir al vehículo e indicar la dirección al conductor, no pude evitar mirarla. Tenía la mirada perdida en las fachadas de los edificios. No estaba seguro de si su actitud se debía a lo que había pasado con su tío, al hecho de que lo había descubierto a pesar de su intento por convencerme de lo contrario o si tenía que ver con haberla obligado a acompañarme hasta mí casa.

–Deberías llamar a tu madre –le dije mientras contemplaba su silueta reflejada en mi ventanilla.

No me respondió. Simplemente se metió la mano en el bolsillo de su sudadera y sacó su móvil.

– ¿Mamá? Sí. Todo va bien. El trabajo también ha ido bien, sí. Oye, escucha. Gaby me ha llamado hace un rato.  Necesita ayuda con un trabajo que debe entregar mañana y le he dicho que iría. Pasaré la noche en su casa, ¿vale? Si, te escribiré antes de acostarme. Gracias, mamá. Eres la mejor. ¿El tío Francis? Sí, le he visto –Noté como el tono de su voz se agravaba. Ladeó sutilmente la cabeza con la intención de mirarme, pero se refrenó–. Me ha comentado algo sobre que se quedará una temporada con nosotros. Sí. Es lo que ha dicho. No creo que a papá le haga ninguna gracia. Ya sabes cómo se puso la última vez que se quedó. Ya, claro. Sólo unos días. La última vez fue un mes. Sí, mamá, lo sé. La familia está para ayudarse. Tengo que dejarte. Te llamo luego. Yo también te quiero.

Lanzó un suspiro de indignación y se recostó en su asiento. Guardó el móvil en el bolsillo y siguió con la mirada perdida en las calles. El silencio en que estábamos encerrados era tan tenso que el taxista ni siquiera trató de lanzar una de las típicas preguntas que tanto gustaban hacer a los pasajeros y que les ayudaba a combatir la soledad duradera que implicaba su oficio.

Diez minutos después llegamos hasta mi casa. Abrí la puerta e hice pasar a Maite. Me lanzó una de sus miradas que buscan atravesar tu alma y ponerle fin a la vida. No pude evitar preguntarme cuanto tardaría en lograr convertir su desprecio en deseo, lujuria y perdición.

Cerré la puerta y avanzamos hasta el salón. Me acerqué a ella y sujeté el agarre de su mochila. Ella comprendió que quería que se la diera y así lo hizo. Extendí la otra mano.

–Tú móvil. Tranquila. Podrás cogerlo y llamar a quien quieras en cualquier momento. Solo es que prefiero tenerlo a la vista.

Sacó el móvil de la sudadera y me lo entregó a regañadientes. Me acerqué hasta la mesa de la sala y lo dejé encima donde pudiera verlo. Colgué ambas mochilas en los respaldos de los asientos y comencé a sacar los libros que me había llevado de su interior.

Sabía que Maite me estaría mirando. Al menos eso esperaba. Estaba seguro que ella pensaría que nada más llegar me lanzaría sobre ella como un perro en celo que sabe que su presa está atrapada y no tiene escapatoria. Y lo habría hecho en otras circunstancias. Actuar de esa manera no me habría diferenciado de su tío. No quería que me viera como él; como alguien que solo buscaba aprovecharse de su cuerpo para obtener el placer agónico fruto del sexo.

Tras separar los libros usados de los que no, alcé la vista para mirarla.

– ¿A qué esperas para sentarte?

–Déjate de bromas –espetó con los brazos cruzados–. Sé que me has traído hasta aquí para poder follarme. No finjas que lo hiciste para poder seguir trabajando en ese maldito trabajo.

– ¿Ah sí? –dije, mientras fingía hojear uno de los volúmenes en busca de la página en que nos habíamos quedado. No era tonta, pero no era mi único motivo. No me agradaba la idea de dejarla sola con aquel ser. No me importaba que Maite se acostase con quien ella quisiera, pero dudo mucho que buscase algo con un miembro de su familia–. ¿Crees que por esa razón estas aquí?

– ¿Me equivoco?

Dejé de mirar el libro y me acerqué hasta ella. No se movió. Agarré sus brazos y la obligué a separarlos y dejarlos caer, mientras me miraba.

–Te he traído a mi casa porque digas lo que digas, no me fio de tu tío. ¿Quieres defender a capa y espada que no te ha hecho ni ocurrido nada en tu cuarto? Vale. Eso es cosa tuya. No te forzaré a contármelo. Te he traído a mi casa para poder seguir trabajando en este maldito trabajo en el que apenas tenemos tiempo de preparar y en el que trabajaremos las horas que hagan falta, aunque te caigas de sueño. Y sí. Tienes toda la razón –dije mientras posaba mis manos a ambos lados de su cara, haciendo que me mirara fijamente. La besé pillándola desprevenida. Se resistió al principio cuando noté sus manos en mi pecho. Acabó aceptándolo y se dejó llevar. Me separé de sus labios y tras saborear el calor que emanaba de ellos la miré–. Te he traído hasta mi casa para poder follarte; pero también para amarte tal y como te mereces. Quiero sentir tus besos, tus caricias, el fuego de tus manos y de tu piel sobre la mía. Lo quiero todo de ti y estoy seguro que tú también lo deseas todo de mí. Lo sé. Lo veo. Así que deja de negarlo –me miraba sin decir nada–. Tras de ti hay un baño. Quiero que entres y te des una ducha caliente. Si cuando salgas veo que no quieres que pase nada entre nosotros, no pasará. No soy una buena persona. Ya lo sabes. Pero al menos en mi casa estás a salvo–. Me separé de ella y volví a la mesa con los libros–. Tomate el tiempo que necesites. Yo adelantaré algo del trabajo mientras.

Me miró como si fuera un enigma, un acertijo y una adivinanza, todo en uno, imposible de resolver.  O tal vez es lo que me gustaría creer que pensó.

Siempre nos preguntamos qué pensaran los demás de nosotros, cuando la respuesta a esa pregunta jamás nos aporta nada que nos haga mejores. Es curiosidad vana e inútil. Y aun sabiéndolo de antemano, no pude evitar preguntarme que opinaba Maite de mí.

Aparté la vista y me centré en los libros. O al menos fingía hacerlo mientras esperaba su respuesta. Unos largos segundos después escuché la puerta del baño abrirse. Me moría de ganas de alzar la vista y observarla entrar, pero podría haberle parecido desesperado por ver si lo que le dije había funcionado. Aguardé unos minutos con los ojos fijos en la puerta, esperando a escuchar el agua caer. Al no oír nada, me levanté con cierta preocupación y no pude evitar acercarme. Cuando estuve a punto de llamar oí como el agua caía y el sonido de la mampara  al cerrarse.

Aliviado, deseé que aquella ducha la reconfortara y borrara de su cuerpo el ingrato y desagradable recuerdo que su tío hubiera dejado grabado en ella al manosearla.

Me quedé junto a la puerta un par de minutos más, para estar seguro de que Maite realmente estaba en la ducha y no solo aparentando. Por muy vulnerable que pudiera estar, no podía confiarme. No debía ni lo haría.

Regresé a la mesa, cogí su móvil y lo guardé en el bolsillo trasero de mi pantalón. No tuve necesidad de revisar su mochila porque le había pedido ver todo lo que metería para venir a mi casa. Abrí la mía y cogí el USB con las fotos descargadas de su ordenador y también mi móvil. Luego me dirigí a las escaleras y subí a la planta de arriba.

Cualquiera pensaría que en una época de redes sociales en las que el mundo cuelga su vida entera, no era necesario hacer lo que hice, pero estaría equivocado. En aquellas carpetas también habría imágenes que Maite no querría compartir, o al menos eso esperaba y es lo que trataría de descubrir en cuanto tuviera ocasión.

Entré en mi cuarto y dejé mis cosas sobre la cama, lejos de Maite. Luego fui al baño que había al final del pasillo para asearme. Me eché un poco de colonia y desodorante y me cepillé los dientes. En el caso de que ocurriera algo aquella noche no deseaba besarla y que el olor a comida en mi boca la echara para atrás. Me di prisa porque no sabía si Maite era la clase de persona que se ducha rápido o que prefiere agotar el suministro de agua caliente. Esperaba que fuera de estas últimas.

Bajé las escaleras con calma y vi que la puerta seguía cerrada. Escuché el agua caer, mientras regresaba a la mesa. De pronto me detuve, me volví y me senté en el sofá.

Le había pedido a Maite que fuera honesta con ella misma y yo también debía serlo conmigo. Fingir que estudiaba era absurdo. Lo que me apetecía era disfrutar y perderme en la salvaje lujuria del sexo junto a ella; olvidar toda la mierda que a ambos nos había tocado vivir aquel día, dejándonos llevar por el deseo y el ansia de ser libres de nosotros mismos estando en los brazos del otro.

Cerré los ojos, con la cabeza caída y las manos entrelazadas. Aguardaría a que la puerta se abriera. Descubriría si buscaba lo mismo que yo con solo observar su mirada.

De pronto noté como el pantalón me vibraba. Era el móvil de Maite. Me había olvidado dejarlo de nuevo en la mesa. Lo saqué y miré en la pantalla.

Mis ojos se abrieron como si acabaran de despertar de un sueño cuando leyeron en la pantalla el nombre de Gaby.

Era ella. Mi Reina.

Gabriela.

No niego que en ese instante me olvidé de Maite y de todo lo que me rodeaba. Sonreí como un lobo que sabe que su presa no tiene escapatoria y deslicé para aceptar la llamada. Lo acerqué a mi oído y aguardé a escuchar el sonido de su cautivadora voz.

– ¿Maite? ¿Hola? ¿Estás ahí?

–Hola, Gaby –respondí.

Un silencio esperado se produjo al otro lado de la línea.

– ¿Quién eres?

–Vamos. Me ofende que no reconozcas mi voz. Con lo bien que lo pasamos el domingo en el salón de mi casa.

Otro silencio más denso pero también menos duradero.

– ¿Dónde está Maite? ¿Por qué tienes su móvil?

– ¿Sabes que esta es la primera vez que hablamos por teléfono? Es excitante oír el sonido de tu voz, pero no se puede comparar a escucharla de cerca.

– ¿Y mi prima?

–Maite está bien. Ahora mismo está en el baño.

–Como le hagas algo…

–No tienes de que preocuparte –le interrumpí–. No le haré nada que ella no quiera. La trataré con el mismo cariño que a ti.

–Ella nunca estaría con alguien como tú.

“Si tú supieras –pensé mientras sonreía–. Maite no es quien piensas. No sabes nada de su doble vida”.

–Creo que tú también dijiste eso y ya viste como acabó la cosa. Puedo llegar a ser alguien muy persuasivo y muy agradecido. Ya me comprendes.

–Déjala en paz o si no...

Lancé un suspiro mientras me recostaba ligeramente en el sofá.

–Gaby, Gaby, Gaby. ¿Aún no comprendes que amenazarme solo empeora las cosas? Solo me motivas a hacer justo lo contrario de lo que quieres. Pero te perdono tu insolencia. Te quiero demasiado como para hacerte sufrir, Gabriela. Así que, está bien. Dejaré a Maite en paz. A cambio de que tú seas mía. ¿Qué me dices? Es un trato justo en el que los dos conseguimos lo que queremos.

–Estás enfermo. Eres un loco sádico.

–Soy sádico, pero uno muy cuerdo. Te lo aseguro. Quieres a Maite y lo entiendo. Es una chica maravillosa. Pero si no puedo tenerte a ti, tendré que conformarme con tu prima. Te daré una vez más la oportunidad de elegir. Así que responde. ¿Tú o ella?

El silencio nos interrumpió una vez más. Escuché como el sonido del agua se había terminado y la mampara era deslizada para ser abierta.

Maite estaba a punto de salir.

–Me parece que tu prima ya viene. Lo siento, mi amor. Se ha acabado el tiempo. Debo dejarte. Espero que la próxima vez que nos veamos tengas una respuesta. Adiós, Gaby.

Apagué el teléfono y lo arrojé a un lado del sofá. Me moría de ganas por escuchar cuál sería su respuesta, pero lo que estaba por pasar en breve requería toda mi atención. Estaba a unos segundos de saber si Maite estaba dispuesta a ser mía porque me deseaba o si mis sinceras palabras habían caído en un pozo sin fondo sin causar el efecto deseado.

Entrelacé nuevamente los dedos y agaché la cabeza con los ojos cerrados. Me sentía un hereje que reza a un dios en el que no cree para que le conceda y haga realidad sus más profundas súplicas.

Yo había hecho mi jugada. Era el turno para que Maite moviera pieza y solo podía esperar que mis cálculos fueran correctos e hiciera lo que esperaba.

Escuché como la puerta se abría. Alcé la cabeza y esperé a verla. Mi mirada se acentuó sobre ella. Me puse en pie con calma y fui capaz de contener la necesidad de relamerme los labios ante lo que veía.

Maite había salido cubierta por una toalla. Aquel trozo de tela blanca y mojada que la cubría del pecho hasta las rodillas era lo único que evitaba contemplar su belleza en todo su esplendor. Quise avanzar hacia ella, despojarla por completo y lucir su cuerpo para deleite de mis ojos y manos. Pero resistí el impulso y permanecí donde estaba. Era su jugada, no la mía.

–Por lo visto, te has decidido –expresé frío y en apariencia sereno. Ella dio unos pasos hacia donde estaba. Contemplé sus piernas desnudas avanzar hacia mí y luego fui subiendo por toda ella; primero  por su cintura oculta, pasando por los hombros, el cuello, su boca y finalmente sus ojos oscuros y peligrosos. Se detuvo a solo un paso de distancia. Alzó la mirada, mezcla de deseo y odio, para clavarla en la mía, solitaria y anhelante–. ¿Estás segura?

Pero Maite no me respondió con palabras. Llevó su mano a la esquina de la toalla que la mantenía cubierta y tiró de ella.

La tela cayó muerta a sus pies. Me moría por apartar los ojos de los suyos y cegarme si era necesario con la visión que me estaba regalando. Pero debía ser paciente y aguardar; aguardar a que fuera ella quien me buscase a mí y no al revés. Aquella era la prueba que necesitaba para saber que Maite deseaba estar conmigo y se había ganado el derecho a ser la primera de mis reinas.

Me incliné hacia ella y junté nuestras frentes. Respiré el aroma limpio y dulce que emanaba su cuerpo y aproximé mi boca sin llegar a tocarla. Descargué mi aliento ávido y desesperado en sus labios y rogué en mi interior a que tomara la iniciativa.

Noté por fin el roce de sus labios plantarse sobre los míos. Incapaz de contenerme más me abalancé sobre ella. La agarré de los hombros y la besé fuerte e intensamente, buscando que cediera de lleno a sus más bajos y fervientes deseos. Ella me mordió el labio inferior con placer y cuidado, causándome una ola de excitación que fue de la cabeza a los pies. Llevé una mano a su mejilla, introduje los dedos en su pelo y le devolví aquel mordisco juguetón que tanto me había gustado. Sentí sus dedos rodear mi nuca mientras nuestros labios se perdían en el sabor del otro. Encontré placentero notar el movimiento sigiloso de su pecho desnudo al respirar, mientras acariciaba uno de sus pezones, trazando círculos lentos y esmerados en obtener su placer. Atrapé la mano que tenía posada en mi torso y lentamente la fui bajando hasta mi entrepierna, ansiosa de sus caricias. Pero ella la apartó al instante de sentirla y se separó de mi boca.

–Quítate el jersey –ordenó tajante.

Aquellas palabras parecieron sacarme a golpes de un sueño. La miré sorprendido. Dudé un segundo, pero obedecí.

–Y la camiseta.

Metí la lengua entre mis dientes y apreté con fuerza. Mi cabeza se estaba llenando de recuerdos pasados que no me convenían en ese momento. No podía decirle que no, ni que me dejara apagar algunas luces. Tenía que hacer lo que me pedía o aquel momento íntimo desaparecería tan rápido como se había creado. Vi como llevaba sus manos a mis costados y agarraba de la camiseta.

–Tú ya me has visto –dijo firme sin desviar la contundencia y seguridad de su mirada de la mía–. Ahora quiero verte yo a ti.

Continuó subiéndome despacio la camiseta sin esperar contestación. Atrapado, cedí a su deseo sin gracia alguna y alcé los brazos para que me dejase el pecho al descubierto. Arrojó la prenda al suelo y posó su vista en mi torso. La observé a la espera de encontrar cualquier señal de asco u horror, como pasó la última vez.

Pero en esta ocasión fue diferente. Maite miró las cicatrices de quemaduras con tristeza, casi como si comprendiera lo que es que alguien en quien confías te haga daño sin que le importe nada. Llevó ambas manos a mi pecho. Pasó sus dedos por donde estaban las huellas que me dejó grabadas mi padre y las acarició con ternura. Primero fueron las que formaban una cruz sobre mi pectoral izquierdo, luego las de los costados y el abdomen. Se agarró a mis caderas, acercó su boca y empezó a besar los estigmas perpetuos de mi infancia. Cerré los ojos y la dejé hacer a su voluntad. Me encantaría poder decir que la ternura húmeda que evocaba de sus labios me hizo olvidar lo que viví años atrás, pero no fue así. Tan solo aliviaron tenuemente mis tormentos; una calma en una atroz tempestad que no esperó demasiado antes de regresar y encontrarme.

Cuando la noté tocar mi entrepierna, abrí los ojos, fríos y enfadados, y la busqué. Se había inclinado hasta quedar de rodillas. Su mirada no apartó la vista de mí. Soltó el botón de mi pantalón y sin prisa alguna hizo descender la cremallera. Usando la palma de la mano, me sobó y presionó el miembro por encima del bóxer varias veces, subiendo y bajando. Cuando se sintió conforme de mi dureza, tiró de la prenda y metió la mano para sacarlo de su cautiverio. Lo observó al tiempo que lo rodeaba entre sus pequeños y juguetones dedos. Tiró de él hacia atrás para dejar al descubierto el glande.

–Vamos –dije con cierta rabia y ansias–. Hazlo de una vez. Lo estás deseando. No lo niegues.

Su mirada me buscó de nuevo, mientras abría la boca y guiaba su lengua lasciva hacia la punta. Nada más notar su roce me urgió la necesidad de cerrar los ojos y acariciar durante unos instantes su cara y su pelo. Mientras me hallaba sumido en la oscuridad del placer que ella me producía, sentí como sus labios se unían a las caricias y sus dedos se afianzaban sobre mi falo con mayor ímpetu. Apreté mis puños y me dejé llevar por el vaivén que había iniciado. Su juego de muñeca, el calor húmedo de su boca y las estocadas contundentes y bien logradas de su lengua, juntas parecían librar una batalla en mi contra, como si buscasen mi pronta derrota.

–Dios, sí –exclamé segundos antes de morderme el labio–. Justo así. No sabes como deseaba este momento.

Abrí los ojos y nos encontramos el uno al otro. Ella vio mi excitación y mis ganas de tener más que aquellos intensos preliminares. Comenzó a masturbarme usando las dos manos, sin apartar su boca del glande. Noté como sus labios lo chupaban y succionaban antes de dejarlo escapar. Clavó sus ojos en mí al tiempo que plantaba un beso en la punta para luego escupir sobre ella. Fue la mezcla perfecta de inocencia y desenfreno.

Vi como su saliva se pegaba en su mano y como esta humedecía mi miembro de arriba abajo. Insatisfecha, dejó caer más saliva sobre el glande, donde su lengua se encargó a conciencia de lubricarlo antes de engullirlo y retomar el vaivén con la boca.

No podía dejar de contemplar aquella belleza postrada ante mí, completamente desnuda y entregada a mi placer como si no hubiera un mañana esperándonos a ninguno de los dos. Sus pequeños pero tiernos pechos y la dureza incipiente de sus pezones, las curvas de su juvenil figura, el ligero bronceado de su piel, el aroma de su pelo seco y el calor de su sexo…

Guie mi mano a su mentón para que me mirara, pero Maite ladeó la cara para liberarse de mi agarre. Aquello me molestó. Sin poder resistirme ni un minuto más llevé una mano a su cuello y me incliné como pude hacia ella, ansioso de sentir la ternura de sus besos una vez más. Tras ese breve encuentro boca a boca, la agarré de la nuca y sin previo aviso le hice tragarse mi miembro. La presioné para que no tratase de retroceder y la mantuve en aquella situación. Sus manos se agarraron a los laterales de mis vaqueros, los cuales comenzaban a caer despacio, mientras la tenía retenida en aquella posición.

–Aguanta –ordené mientras ella luchaba por liberarse.

–Mmmmmm –farfulló desesperada por escapar.

Me separé y dejé que recuperara el aliento, pero no le di más tiempo del necesario. Volví a metérsela y le propiné varias estocadas seguidas hasta que noté como sus labios rozaban la base de mis testículos. Luego la solté y permití que siguiera por su cuenta.

–Vamos. No te pares. Continua.

Abrió la boca para respirar. Noté la lascivia arisca en su expresión y reconocí a la Maite lujuriosa. Me agarró el miembro con deseo y lo levantó como si fuera un mástil. Acerqué mis testículos hasta su cara y estos sintieron el roce de su nariz y la ligera brisa de aire que emanó de ella al expirar. Los besos y los lametones cortos y húmedos sobre ellos no se hicieron esperar.

Apenas les dedicó algunas caricias húmedas antes de regresar a engullirme el miembro, aunque una de sus manos se quedó para agasajarlos y darles calor y el contacto que merecían. Me di cuenta de que aquella postura en la que Maite estaba ya le resultaba incómoda. Dejó de apoyarse sobre las rodillas y mantuvo todo el peso de su cuerpo en la punta de sus pies. Aquello la obligó a tener que estar abierta de piernas, mostrándome así el espectáculo de su sexo que tanto ansiaba tocar, besar, lamer y penetrar.

Maite aceleraba su mamada al tiempo que masajeaba mis testículos con cuidado y entrega. Luego frenaba en seco y reanudaba su juego de forma lenta  y continuada antes de retomar el sprint insaciable que llevaba. Hacía rato que no me miraba ni lo intentaba. Se había dejado llevar por el placer del momento y estaba seguro de que no saldría de la lujuria que la envolvía hasta que ambos hubiéramos acabado satisfechos el uno del otro.

Aquellos minutos iniciales no habían sido más que un preludio de una larga noche a solas en las que no tendríamos ninguna interrupción.

En un momento de placer, no pude resistir la tentación de agarrar su cabello entre mis dedos como si fuera una coleta improvisada y dirigir el movimiento de mi miembro dentro de su boca.

–Te encanta que te sujete del pelo, ¿no? Vamos. Acaríciate. Quiero verte.

Liberó sus manos de mi miembro. Una de ellas se apoyó con fuerza en mi muslo, mientras la otra buscó sentir el tacto de sus pechos. Observé como se los apretaba para luego dibujar círculos en sus pezones. Prolongamos aquella situación durante cosa de un minuto, antes de liberarla de mi amarre y del calor húmedo y palpitante de mi sexo.

Maite se dejó caer nuevamente de rodillas. Alzó la mirada para buscar la mía y la encontró una vez más. Contemplé en ellos el deseo de una mujer perdida sin remisión en la lujuria y el éxtasis que buscaba olvidarse de quien es. Posé mi mano libre sobre su cabeza y con la otra dirigí mi pene directo hacia su boca ansiosa de él. La abrió de par en par, sacó su lengua y golpeé el glande varias veces sobre ella.

–Ya me la has puesto dura –dije negándole su premio al tiempo que acercaba mis testículos a su cara para que les diera la atención y la dedicación que se merecían–. Lámemelos como  tu sabes.

Ella los aceptó con avidez. No pasó mucho antes de que ambos se perdieran succionados en el interior de su boca. Los bañó en su saliva y los acarició con delicadeza y entrega. La presión sutil que ejercía en ellos hizo que me mordiera el labio inferior de frenesí. Masturbé mi miembro con ganas  hasta que sentí que el placer iba a desbordarme y poner fin a la diversión.

No podía permitirlo y frené para contenerme.

Era el momento de cambiar los papeles y que fuera Maite quien sintiera lo que tenía que ofrecerle.

–Vamos. Ven aquí. Hora de devolverte el favor.

La atrapé de la muñeca y tiré de ella para levantarla. Nos acercamos hasta el sofá e hice que se sentara. Contemplé su belleza exuberante mientras me despojaba de la ropa que aún llevaba encima.

Aquella fue la primera vez que los dos estábamos completamente desnudo frente al otro. Maite me miraba a mí y no prestó más atención a mis cicatrices, como si a sus ojos no existieran o no le importaran. Las había aceptado como parte de mí, de quien era y de quien soy.

Me arrodillé frente a ella, un rey ante su reina, dispuesto a mostrarle la misma devoción que ella me había entregado momentos antes. Llevé mis manos a sus piernas y las separé. Me deleité con la visión de su sexo y ansié poder tocarlo, pero necesitaba calmarme e ir despacio para que la burbuja de excitación en que nos hallábamos sumergidos no explotara antes de tiempo.

La miré mientras acariciaba sus piernas con la punta de mis dedos repetidas veces.

–¿Eres mía? –Ella asintió. Apreté no fuerza sus muslos y su respuesta no se hizo derogar–. Quiero oírtelo decir.

–Soy tuya.

Satisfecho, aflojé la presión continué rozando su piel con delicado esmero; acerqué mi boca a la parte interior del otro muslo y comencé a besarlo con deseo, a lamerlo con sutileza y a morderlo con cuidado y contención. Sentí una mano acariciar mi pelo, pero no me detuve a mirarla. Seguí con lo que estaba haciendo hasta que mis ojos dieron a parar con sus labios vaginales.

No podía resistirme más. Le sujeté las piernas y ella comprendió lo que buscaba. Bien abiertas, las subió sobre el sofá y aguardó recostada mi siguiente movimiento. Con las manos agarradas a sus muslos prietos, respiré el aroma dulce de sus labios antes de que mi lengua lanzara la primera estocada sobre su sexo.

Mientras me entregaba de lleno a satisfacer a Maite con mi boca, permanecí atento a sus respuestas. Su mano que jugaba con mi pelo, uno de sus pies que buscó apoyo en mi espalda, las caricias  y apretones que se regalaba a sí misma sobre sus pechos. Cuando más rápido y precisos eran los movimientos que hiciera con la lengua, más reaccionaba.

–Ummm.

Escuché su respiración alterada y noté por los tirones que daba a mi cabello como su cuerpo se revolvía y tensaba. Aquellos espasmos de excitación eran consecuencia de mordiscos que arrojaba de forma repetida en el exterior de sus labios. Dejé de dibujar círculos en su muslo y subí la mano hasta apresar uno de sus pechos. Lo estrujé suavemente, mientras con el pulgar masajeaba su pezón erecto.

Guie los dedos de mi otra mano hacia sus labios y los separé, dejando al descubierto el clítoris. Tras propinarle varios lametazos largos y fuertes, junté mis labios en aquel punto y suavemente comencé a chupar, succionar y lamer la zona hasta que obtuve por fin sus primeros gemidos claros y sin contención.

–Ummm… Joder –respondió descontrolada–. Sigue.

No detuve la estimulación hasta pasado un rato. Dejé de restregarme contra su sexo y me lancé a besar su ombligo, su abdomen, su cuello y cuando llegué a su boca, sentí su mano en mi espalda. Me senté a su lado e intercambiamos roces y mordiscos. Al tiempo que clavaba mis dientes en su hombro sin dejar ninguna marca, mi mano regresó a su entrepierna y continué calentándola y humedeciéndola para lo que estaba por llegar.

–Acaríciala –ordené.

Maite también jugó conmigo, lanzando besos y lametones sobre mi cuello. Luego agarró mi miembro como si le perteneciera y lo puso a tono con unas cuantas sacudidas. Le complació la expresión calenturienta que estaba poniendo y sin pensárselo dos veces apartó la mano con la que yo le daba placer a ella y se puso de rodillas sobre el sofá.

Me recosté y me dejé consentir por ella, mientras acariciaba su espalda con los dedos y notaba su largo y oscuro pelo caer y revolotear sobre mi pecho con cada subida y bajada que le propinaba a mi pene. Hubo un instante en que estaba tan excitado que no aguante más. La agarré de la nuca y una vez más tiré de ella hacia abajo para que se metiera en la boca todo mi falo. Cuando noté su lucha y el deseo de escapar la libere. Me miró con la excitación de la rabia, mientras un hilo de saliva caía de su boca sobre mi vientre.

–Súbete encima –le dije.

No tuve que volver a pedírselo. Se agarró a la cabecera del sofá y se puso sobre mí de cuclillas. Mientras me miraba, la tomé de los muslos. Maite agarró mi miembro y lo acomodó sobre su sexo. Sin dudarlo, bajó sobre él para permitir que la penetrara. Comenzó a cabalgarme sin miramientos. Estar dentro de ella era una tortura de placeres de las que no quería liberarme. Aunque era ella quien hacía más esfuerzo, yo no me quedé quieto a disfrutar de su dedicación. Aferré mis manos a sus nalgas y comencé a moverme y penetrarla con la misma entrega. En los momentos en que Maite se detenía para recobrar fuerzas, yo lanzaba embestidas con mayor rapidez. Luego me detenía para calmarme y la dejaba que marcara el ritmo de las estocadas entre jadeos y respiraciones entrecortadas.

Inclinó su torso hacia mi cara. Sin dejar de movernos ninguno de los dos acerqué mi boca en busca de uno de sus pezones. Lo besé, lamí y mordí con avaricia.

–Deja que me voltee –me pidió cuando los dos disminuimos el ritmo del bamboleo en que nos hallábamos inmersos.

No me pareció mala idea. El tiempo que tardaría en colocarse me daría unos valiosos segundos para relajar mi libido.

“Haz que dure” –me decía, mientras la veía ponerse de píe en el sofá para darse la vuelta–. “Cuanto más tiempo estemos, disfrutando del otro, más te deseará”.

Repetimos la postura, solo que esta vez Maite me daba la espalda. Acaricié sus senos y su sexo mientras ella se contoneaba y controlaba la penetración. En el instante en que ella cesaba de menearse, yo arremetía con la intención de agitar de placer su interior, mientras buscaba alcanzar el mío. Continuamos con aquella posición unos minutos, hasta que noté que ella no se sentía ya cómoda. Se hizo a un lado y apoyó sus manos en el respaldo del sofá, dándome la espalda y regalándome la visión de su culo en pompa.

Estaba llegando a mi límite.

Separé con cuidado sus nalgas y arrojé un par de lametazos largos y húmedos entre sus labios.

Me apoyé sobre las rodillas sobre el sofá y alojé mi miembro una vez más en el calor de su sexo. Comencé lento, pero no tardé mucho en subir el ritmo y embestirla con ganas. Cuando aprisioné su cabello entre mis manos sin disminuir el vaivén, Maite comenzó a gemir de forma ruidosa e incontenible. Cansado, me detuve en seco y cambié a una penetración más pausada pero fuerte. Arremetía hasta que su cuerpo se arqueaba al recibir cada estocada. Sentí las uñas de una de sus manos clavarse en mi trasero.

–Serás… –exclamé enfadado y le propiné un azote inesperado en el trasero que  le arrancó un gemido, tensó sus nalgas y causó presión sobre mi miembro. Continué moviéndome dentro de ella y repetí la nalgada que la pilló de improvisto–. Ahora estamos en paz.

Mi incliné apoyando una mano en el respaldo del sofá y sin detenerme besuqueé su cuello y enterré la cara en su piel y su pelo. Calenté su oreja con mi aliento entrecortado y masajeé sus pechos al tiempo que la mano que Maite tenía en mi nalga se pasó a mi nuca. Nos mantuvimos en aquella postura hasta que noté que estaba a punto de venirme. Me erguí de nuevo y agarré a Maite de las caderas con fuerza. Comencé acelerar la penetración y ella los jadeos de placer.

Cuando noté la euforia final que precede a la descarga apreté mi miembro contra su sexo, hasta que mis testículos quedaron pegados a su piel. Noté como, oleada a oleada, mi semen se desperdigaba caliente y espeso en su interior. Las fuerzas nacidas por la excitación y el deseo se difuminaron y mi mente, aunque agotada, parecía más lúcida.

Me separé de Maite y ella muy despacio se volteó. Su cuerpo brillaba de forma ligera por el sudor, el cual también afloraba en mi piel. Aún sudada, despeinada y algo agotada, seguía siendo hermosa. Sus ojos seguían teñidos por la osadía y la lujuria, como si ansiaran más; más momentos íntimos, más descontrol; más nosotros.

Me acomodé a su lado y la besé. Ella se revolvió y sin apenas separarse unos instantes de mi boca se sentó encima de mis piernas. La rodeé entre mis brazos para sentir cercano el fuego de su cuerpo. Mientras mis manos recorrían de caricias su espalda, las suyas trataban de volver a poner firme y dispuesto mi miembro.

Tardaría un rato en volver a estar listo para un segundo asalto, pero la espera no se haría larga con Maite dedicada por entero a obtener más placer y caer por completo en la clase de perdición que todos merecemos sentir en nuestras carnes.

–¿Ya te rindes? –preguntó osada.

–Nunca –respondí orgulloso.

Mientras nos devorábamos con la mirada, ella me atrapó juguetona el labio inferior entre sus dientes. Cuando lancé mi boca para encontrar la suya, me soltó y retrocedió para esquivar mis labios. Fruncí el ceño y ella me regaló una maliciosa sonrisa pícara antes de inclinarse hasta mi cuello, donde lamió besó y mordisqueó todo lo que quiso. Cerré los ojos y me dejé hacer.

Pero un sonido inesperado rompió la atmosfera en que nos hallábamos atrapados intencionadamente y nos devolvió a ambos a la realidad.

Alguien había llamado al timbre.

Continuará…