Relatos de juventud 22

Ellas solo querían a un chico malo. Yo sería el chico malo que les haría desear a los buenos.

Entré a casa con mis pensamientos girando en torno a Sofía. Pensé que el sonido de mi estómago, deseoso de probar bocado, me ayudaría a centrarme, pero después de calentar la rica lasaña de mi vecina y llevarme el primer trozo a la boca, seguí dándole vueltas al asunto. Me pregunté si tras el enfado que había sentido por culpa de mi curiosidad habría decidido seguir dándose placer a sí misma o si por el contrario ya no tendría humor para ello. Notaba una ligera erección despertar en mi pantalón al visualizarla tumbada sobre el sofá momentos antes de mi llegada, llevando aquel miembro de plástico a su sexo para sentir una descarga continua de goce y éxtasis mientras se abría paso en su interior una y otra y otra vez.

Deseaba regresar allí y lanzarme a por ella. Pero tan pronto visualicé esa escena en mi cabeza la descarté al instante. A una fiera no se la ataca cuando está alerta y furiosa. Tendría todas las de perder. En mi caso, eso significaría el fin de toda la partida. Debía ser paciente y esperar mi momento. Dejaría pasar unos días y luego tantearía el terreno para saber si Sofía seguía en guardia o si lo vería como un simple incidente vergonzoso del que se viera capaz de perdonarme.

Tras cenar, pensé en darme una ducha fría para aliviar tensiones y vaciar la cabeza de fantasías con mi vecina, ya que en ese momento no me eran necesarias. Tenía que estar centrado. El tiempo corría en mi contra y el trabajo de arte estaba cada vez más cerca.

Tras despejarme en agua helada, me abrigué tan bien como una fría noche de invierno requería y regresé a la cocina para limpiar y tomar un café bien cargado. Decidí que esa noche la pasaría en vela trabajando.

Aunque al día siguiente tenía el examen de historia no me afectaría el no dormir. Debía aprovechar esas horas de oscuridad y silencio para comenzar a elaborar el proyecto escrito, la presentación visual y el discurso que utilizaría para explicar la obra de arte a toda la clase y a la profesora Elga.

Cerré con llave la puerta de la entrada y tras asegurarme de que todo estaba en orden en la planta baja, apagué las luces y subí a mi habitación junto con todos los libros de arte que aquella tarde había bajado al salón. Los dejé sobre la cama y esperé a que el ordenador se encendiera.

Miré sobre mi mesa. Antes de entrar a la ducha había arrojado allí las bragas amarillas de Maite. No pude evitar sonreír cuando las cogí en mi mano. Aquella era una prueba de mi victoria sobre ella y pensé en quedármelas. No pasó mucho rato antes de comprender que aquella idea, aparte de patética, era un grave error. No necesitaba un “trofeo” que me recordara mi momento de gloria. Ya tenía el recuerdo en sí grabado en mi cabeza.  A diferencia de otros hombres, no necesitaba pensar de forma continuada en lo que había hecho con mis reinas para sentirme superior, ni mirar las fotos que había en mi móvil oculto o los videos guardados en los USB para recrearme en mis éxitos pasados. Me importaban más los que aún estaban por llegar.

Esos son los instantes que realmente cuentan. Si te pasas demasiado tiempo celebrando lo que conseguiste, malgastas tiempo y oportunidades que podrías dedicar a lograr más de esos momentos de triunfo.

La vida se ha de vivir mientras se pueda hacerlo. Solo se debe recordar cuando no queda más opción, cuando las memorias pasadas logran hacernos sentir lo que el tiempo presente dejó de concedernos.

Esos momentos para mí se traducían en poder estar con más mujeres y lograr hacerlas sentir como se merecían estarlo siempre. Deseadas y amadas.

Dejé la prenda dentro de un cajón. Al día siguiente se la devolvería a Maite a cambio de una recompensa que no me podría negar aunque lo intentara. Abrí el primer libro y me dispuse a iniciar el trabajo de arte. Tecleé las primeras palabras del que sería mi último proyecto del trimestre.

Eran cerca de las seis cuando me separé del escritorio totalmente agotado y satisfecho a medias. Había realizado una gran parte del trabajo y de la presentación visual, y seleccionado fragmentos muy buenos para mi discurso y el de Maite, pero aún no estaba acabado.

Me lavé la cara para despejar del todo el sueño que notaba entre pestañeo y pestañeo. Antes de bajar a la cocina a desayunar, cogí el CD de repaso con los temas de historia y abrí la ventana para ventilar el cuarto. Una vez en el salón, puse el disco en el reproductor de música y tras prepararme el desayuno y llevar todo lo necesario a la mesa del salón, me senté y comí mientras escuchaba y repasaba en silencio para el examen que tendrían en apenas cuatro horas. Mientras daba un mordisco a una tostada untada de mantequilla, volví a vernos a Gabriela y a mí junto a la mesa. Tragué aquel bocado con la sensación de que estuve a punto de lograr que cediera al placer y cayese en mis manos. Quería más. Más de Gabriela. Mis últimas jugadas no me acercaban a ella y no podía dejar que el juego con mi reina entre reinas se enfriara mucho tiempo. Debía pensar cuál sería mi siguiente movimiento para engatusarla y lograr que acabara cediendo de una vez.

Al cabo de quince minutos había acabado el desayuno y un rato después también finalicé el repaso. Recogí la mesa y me dirigí a la cocina a preparar café recién hecho. El poco que quedaba lo había gastado durante la madrugada para lograr mantenerme despierto y atento en el proyecto que estaba haciendo. Limpié lo que había usado y subí hasta mi cuarto para prepararme. Tras dejar el cd de repaso en su sitio, miré la hora en el despertador. Apenas eran las siete pasadas. Coloqué los libros de arte que aún no había utilizado sobre el escritorio y los que ya no me eran útiles los dejé en la mesa que había junto a la biblioteca. No tenía ánimos de entrar de nuevo en aquel cuarto y mucho menos de pensar en cosas del pasado que no me ayudarían en un día como hoy.

Necesitaba estar centrado para el examen y solo en el examen hasta que lo hubiera terminado.

Aquella mañana me resultó más fría que las anteriores. Decidí que en vez de llevar mis clásicas sudaderas me pondría un jersey blanco de cuello alto y unos pantalones negros.

Me vestí rápido y preparé todo lo que necesitaba para las clases. Abrí el cajón para sacar las bragas de Maite y me las guardé en el bolsillo del pantalón. Tras anudarme la correa del reloj, bajé el ordenador de Don Vicente de encima del armario y decidí que lo mejor sería esconderlo debajo. Arriba, cualquiera miraría, pero a muy pocos se les pasaría por la mente esconder algo importante en un lugar inútil que solo sirve para cobijar polvo. Por suerte mi habitación estaba impoluta y no era el caso. Era la regla que mi madre y María impusieron para nunca poner un pie dentro. Orden y limpieza total. Si ese era el precio por privacidad completa, bien lo valía. Aunque no por ello me libraba de mi inspección quincenal para asegurarse que cumplía con mi parte del acuerdo.

Mientras bajaba las escaleras con las libretas y libros que tocaban para las clases de ese día, pensé en María. Me pregunté si mi madre contrataría a otra empleada del hogar y si sería tan diestra en las labores o la mitad de buena persona que era ella.

Dejé los libros sobre el sofá, cuando escuché la cafetera rugir. Notaba los labios ansiosos de cafeína y mi cuerpo buscaba sentir el calor que aquel líquido oscuro le produciría al cabo de unos minutos. Engullí aquel brebaje amargo y solo. Los últimos tragos me produjeron un par de arcadas. Si quieres que el café haga efecto rápido y alejé el sueño, bébelo siempre de la manera que más te disgusta. Nunca falla.

Volví al salón y recuperé mi teléfono móvil. No había tenido ningún mensaje nuevo. Fui a la carpeta de imágenes y seleccioné la foto que le había tomado a Maite en la biblioteca. La envié a mi otro teléfono oculto en mi cuarto y luego la borré. Cuántos menos evidencias de lo que hacía tuviera en varios sitios distintos mejor. Los USB eran la excepción. Mejor tener varios por si uno de ellos falla o se estropea.

Preparé la mochila, me aseguré de que todo estaba en orden y me dispuse a ir a clases para comenzar un nuevo día. Un día que esperaba trajera más de un momento agradable que recordar.

Cuando llegué a la recepción quedaban unos quince minutos para las clases. Encontré a Marcelo realizando fotocopias que algún profesor le habría pedido que hiciera para la primera hora.

–Por un casual no será ese el examen de historia de la profesora Luisa  –dije, mientras Marcelo se volvía para verme.

–No. Esos ya los hice hace diez minutos. Tu profesora vino hace nada a buscarlos. ¿Quieres que te diga alguna de las preguntas que entran? No lo miré muy bien, pero recuerdo las dos primeras.

–Creo que prefiero apañármelas solo.

–La mayoría no habría dudado en pedirme que se las dijera. Seguro que incluso alguno pagaría por ello.

–No soy la mayoría –respondí sin perder el tono amistoso de la conversación.

–Eso está más que claro. Toma. El libro del profesor para anotar las ausencias y la llave del aula.

–Gracias Marcelo. Esto es para ti.

Dejé sobre la mesa un vaso de plástico con café recién hecho y una bolsa que contenía unos bollos rellenos de chocolate.

– ¿Y esto?

–Por el favor que me hiciste ayer.

–Muchacho. No era necesario. Era una tontería sin importancia.

–Los favores siempre tienen importancia, Marcelo. No puedo devolverte tu ayuda, pero si agradecértelo. Mi madre siempre ha dicho que incluso los pequeños gestos de ayuda, merecen su recompensa. Así que espero que no la rechaces.

– ¿Es todo de la tienda de Margarita?

–Sí.

–Entonces lo acepto. Todo lo que prepara esa señora es arte para el paladar. Gracias, Dani.

–Ya nos veremos, Marcelo. Que el día te sea leve.

–Me conformo con que vaya tan bien como ha empezado. A tu salud –Vi como alzaba el vaso, mientras yo me dirigía a la clase.

No había tenido aquel gesto con Marcelo solo porque era lo justo. Lo hice también porque de esa manera sentía que ya no le debería ningún favor por la ayuda que me había brindado la última vez. Por muy bien que nos llevásemos, detestaba la idea de estar en deuda con él o con cualquier persona de este mundo. Las deudas atan y yo no quería una correa en mi cuello.

Deseaba ser quien tirara de la correa.

Miré mi reloj. Aún quedaban unos diez minutos para que sonara el timbre y empezaran las clases, pero me dio igual. Abrí la clase y me senté en mi pupitre. Saqué los materiales necesarios para la primera hora y me puse a pensar en las cosas que tendría que hacer esa mañana.

Las más vitales eran dos.

El examen que tendría a tercera hora y encontrarme con Don Vicente en su aula para cobrar el dinero que habíamos acordado. Además, debería lograr que me entregara la contraseña de su portátil. Eso quizás complicase algo las cosas, pero al acabar el descanso ya tendría todo lo que necesitaba.

Cerré los ojos y traté de visualizar los futuros escenarios posibles de los que pronto formaría parte. Lo que podía decir, cómo podían reaccionar los demás, la manera en la que contraatacaría si era necesario hacerlo. El timbre rugió en los pasillos.

El día había empezado.

Las dos primeras clases pasaron sin demasiadas complicaciones. Apenas presté algo de atención a Maite o Gabriela. Traté de que mis pensamientos no dejaran en ningún momento de atender a lo que los profesores me decían en sus clases a pesar de que no tenía ningún interés en ello. En mi cabeza repetía una y otra vez todo lo que había memorizado para el examen. Estaba más que preparado para la prueba. La tercera hora por fin llegó.

La profesora Luisa había venido como siempre; con su pelo recogido en un moño horrible, anticuado y prieto. Sus labios permanecían apagados por el frío y la ausencia total de barra de labios. Tras pedirnos que separáramos los pupitres y permaneciéramos callados, repartió los exámenes con las preguntas. Como siempre, tuvimos que esperar a que todos tuvieran su copia antes de darle la vuelta y empezar. Cuando la clásica rutina inicial concluyó y la profesora Luisa se sintió conforme, pudimos comenzar la prueba. Apenas tardé quince minutos en responder las preguntas tipo test. Me llevó otra media hora explicar la pregunta de desarrollo y un par de minutos más en asegurarme de que no hubiera ningún tipo de falta de ortografía.

Satisfecho con el resultado, me levanté el primero y le entregué la hoja. Un par de minutos más tarde la gente comenzó a levantarse y hacer lo mismo. Como si estuvieran en procesión, todos entregaron el examen. Fue divertido ver las diferentes expresiones que iban mostrando cuando regresaban a sus asientos. La mayoría se sentían frustrados, otros en cambio mostraban indiferencia y hacían una mueca a algún compañero como si dudaran de que aprobaran sin muchas complicaciones.

Algunos eran más honestos consigo mismos, como Leoni, quien regresó con una sonrisa de oreja a oreja orgullosa de lo bien que le había salido.

La miré con el deseo de un hombre que desea estar con una mujer en la más profunda intimidad que pueden ofrecer unas sábanas, una cama y un par de cuerpos desnudos. Pero Leoni aún no era una mujer, al menos que yo supiera. Ni siquiera Maite, con quien ya había compartido esos momentos de carne y desenfreno, seguía sin serlo.

Antes de que sonara el timbre miré a Maite. Ella se fijó en mí. Aproveché que la profesora estaba ocupada con los últimos rezagados para abrir mi mochila y escribirle un mensaje. Vi como llevaba su mano al bolsillo y miraba la pantalla.

Le había escrito que se esperara fuera del aula tras sonar la campana para hablar del trabajo. Para mi desgracia la profesora Luisa me vio con el móvil unos segundos antes de que sonara el timbre. Me mordí el interior del labio para maldecir. Se acercó hasta mí y sin decir nada, extendió la mano y aguardó a que se lo diera. Encendí el móvil y vi el fondo de pantalla que le había puesto. “La vanidad de Belerofonte”. Lo apagué para evitar que viera su contenido y se lo di mientras notaba muchas miradas sobre mí.

–Ya conoces las normas. Nada de móviles en horas de clase. Puedes venir a buscarlo a mi despacho al acabar la jornada.

Dicho esto, la profesora se despidió de la clase y afirmó que las notas estarían para mañana. También le dijo a Gabriela que su trabajo estaba casi corregido y que con suerte podría darle ambas calificaciones a la vez.

La hora acabó y todos se disponían a disfrutar de media hora de descanso. Una vez más me había vuelto a convertir de manera breve en el centro de las miradas de mis compañeros. El problema de destacar tanto, como ya he comentado, es que si te has pasado toda la vida siendo prácticamente invisible para los que te rodean, una vez son consientes de que existes ya no puedes volver a pasar inadvertido entre ellos.

Era mi culpa.

Escribir ese mensaje había sido un fallo causado por mi arrogancia. Hasta ahora me había salido con la mía una vez detrás de otra y tal vez he llegado a un punto en que considero que puedo hacer lo que me apetezca sin consecuencias. Las decisiones y los actos tienen un precio, indistintamente de que este sea bueno o malo.

Y yo había pagado por los míos. Había sido un simple desliz, pero así es como empieza la caída que ocasiona el final. No podía permitirme más fallos tan torpes como ese de nuevo.

No quería ser Belerofonte. No deseaba caer tratando de alcanzar el Olimpo. Yo no caería, ni dejaría que nadie me derrumbara. Al menos no hasta haber estado en la cima de mis deseos.

Los compañeros fueron saliendo uno  detrás de otro. Leoni se acercó a mí y me miró con lástima. No era una mirada que te hiciera sentir inferior; era dulce e inocente. Agradable de ver en su rostro.

–Vaya chasco con la profesora, ¿eh?

Metí mis libretas y apuntes en la mochila y no la miré hasta que me levanté.

–Ha sido culpa mía. Me he saltado las reglas –Traté de no darle importancia–. Veo que examen te ha salido bien.

– ¿Por qué piensas eso?

–Te he visto sonreír cuando regresabas a su sitio. Los ojos te brillaban de alegría.

– ¿Te fijaste en eso?

–No eres alguien que pase desapercibida. Mirarte es casi como contemplar un cuadro. Uno muy bello.

Leoni apartó la mirada. Aquello era o muy buena señal o muy mala.

Me miró sonriendo.

–He comenzado a leer el libro del que me hablaste. Marina. No esperaba que fuera así.

– ¿Así? ¿A qué te refieres?

–Pues no sé. Parece como si tuviera un ambiente casi…

– ¿Mágico?

–Si –exclamó–. Es curioso ver la magia y la fantasía correr por las calles de Barcelona como si fuera algo normal.

–Bueno, seguro que no es el primer libro que mezcla fantasía con realidad que has leído. Supongo que este es especial porque es una historia que queda más cerca de casa y no transcurre en el pasado siglos atrás, en alguna ciudad de Estados Unidos, Londres o Francia.

–Puede que sea eso. Aunque también puede ser otras cosas. La historia está muy bien contada. Se nota el amor que el autor ha puesto a cada palabra. No pensaba que te gustasen esas clases de historias.

– ¿Qué clases de historias pensabas que me gustaban?

–No sé…

–Déjame a ver si acierto. Como todos piensan que soy un marginado y muy poco sociable, seguro que debo leer libros de terror o de temas más oscuros propios de Edgar Allan Poe, Stephen King o Lovecraft. ¿No es así?

–No quería decir eso, Dani.

Noté que no estaba cómoda.

–Y no lo has dicho. Así que no te preocupes. Aunque si lo pensases, no irías desencaminada. Aunque no leo a King. Será un genio en lo que hace, pero su terror nunca ha logrado hacerme sentir nada además de aburrimiento. El único terror que me afecta es el terror real.

– ¿Qué te da miedo?

Un flashback de mi padre acercando uno de sus cigarros a mi pecho me vino a la memoria.

Cuando estaba por responder para cambiar de tema, alcé la vista y vi a Maite que esperaba junto a la puerta. Leoni se volvió también.

–Siento interrumpir, pero tenemos que hablar del trabajo de arte, por si lo has olvidado.

–Es verdad –respondí con cierto alivio de acabar aquella conversación–. Creo que dejaremos la charla para otro momento. Si te apetece, claro.

–Me gustaría. –Su sonrisa era tan dulce que costaba no preguntarse a que sabrían sus labios–. Ya te diré que me pareció el libro cuando lo acabe.

–Espero escuchar pronto tu opinión.

Leoni salió de la clase y Maite y yo nos miramos el uno al otro. Llevaba puesta una sudadera fina de color púrpura unos pantalones negros que se ajustaban a su figura y unas zapatillas blancas. La expresión de su cara parecía de enojo.

– ¿Qué tal el examen?

–No me has hecho quedarme para eso –respondió cortante.

Me acerqué a ella hasta que apenas nos separaban unos centímetros. No apartó su miraba de la mía.

–Leoni y yo sólo hablábamos.

–Me da igual lo que hagas.

– ¿De verdad? ¿No son celos los motivos de tu enojo?

–Tú y yo no somos nada.

–Claro que lo somos –respondí mientras llevaba una mano a su mejilla que ella apartó. No se lo tuve en cuenta–. Pero no somos exclusivos el uno del otro. Ya te lo dije. Puedes estar con quien quieras y cobrar por tus servicios si quieres. Pero –dije agarrándola de la barbilla– más te vale que te hagas a la idea de una vez que tú eres mía. ¿Entendido? –Maite luchó por escapar de mí pero la agarré de la muñeca mientras seguía teniendo atrapada su mandíbula–. Te he hecho una pregunta.

–Lo he entendido.

–Entonces dilo.

–Soy tuya.

La solté y ella dio un paso atrás. Su mirada seguía rabiando clavada en mis ojos. Me acerqué a ella antes de que lograra retroceder más y la rodeé en mis brazos pese a su reticencia.

–Ahora quiero que me beses y que lo digas otra vez.

Sin desviar los ojos de los suyos me aproximé a su boca. Noté como sus labios se abrían cuánto más cerca estaba de ellos. Cuando sentí su tacto chocar contra mí, cerré los ojos y me dejé llevar por el momento. Llevé una de sus manos a mi espalda y ella guió la otra sobre mi pecho.

Me separé de ella, mientras degustaba el recuerdo de aquel beso que había quedado en mis labios.

–Dilo otra vez. –ordené mientras me lanzaba a su cuello y la besaba lenta y repetidamente.

–Soy tuya –respondió sosegada y sin ira.

Me separé de ella como si segundos antes no hubiera pasado nada entre nosotros.

–Me alegro que haya quedado claro. Tengo algo que es tuyo.

Lancé las bragas sobre mi mesa. Ella se quedó mirándolas. Intuí por su cara que al verlas le habían venido imágenes de nuestro encuentro. Las agarró y las ocultó en uno de sus puños.

Su cara expresa indignación.

–No finjas. Sé muy bien que lo de ayer te gustó tanto como a mí. ¿O vas a mirarme y negarlo?

–…No. No lo niego –fue su escueta respuesta. Me habría gustado oír un “me gustó”, pero me conformé con que aceptase que lo pasó bien–. Pero podían habernos visto.

Recordé a la chica de la habitación de al lado. Sus ojos fijos en nosotros en nuestro momento de mayor placer. Fue aquella mirada inesperada la que me excitó y me hizo acabar la diversión que habíamos estado teniendo. No olvidaría su rostro. Su pelo largo y negro, sus labios ligeramente abiertos llenos de incredulidad ante lo que presenció, unos ojos penetrantes que no logré descifrar si pensaban o deseaban lo que veían; los auriculares blancos alrededor de su cuello y los apuntes de sus clases entre los brazos. Y sobre todo, no olvidaría la humillación que me hizo sentir al hacerme creer que me había delatado a Eli. Se había marchado con su momento de gloria.

No podía esperar a que llegara el día en que nos reencontráramos y experimentase mi victoria sobre ella.

–Valió la pena. Pero no te preocupes. La próxima vez lo haremos en un lugar más íntimo. ¿Qué tal aquí?

Maite me miró cómo si se preguntase si hablaba en serio.

–Querías hablar del trabajo –respondió mientras se cruzaba de brazos y desviaba la mirada. Se había puesto a la defensiva. No pude evitar preguntarme si lo había hecho para mantenerme a raya a mí o a ella.

Miré mi reloj. Tenía que encontrarme con Don Vicente y jugar con Maite en ese momento no estaba en mis planes.

–Tan solo quería recordarte que hoy tenemos una cita en tu casa.

–Ya lo sé. Espero que te comportes. No estaremos solos.

–No pongas esa cara. No tendrás quejas de mí. Puede que cuando acabemos me lo agradezcas de alguna manera. Con algo de suerte quizás nos dejen solos y tengamos oportunidad de probar tus sábanas –Maite se dio la vuelta para irse. La agarré de la muñeca y la obligué a mirarme sin demasiado esfuerzo–. Nos veremos frente al club de ajedrez. A las seis. No llegues tarde.

–No lo haré –respondió sin luchar porque la soltara. Solo me miró y aguardó.

–Puedes irte. Tengo que cerrar el aula.

Maite salió de la clase lanzándome una mirada que mostraba a una presa que comenzaba a aceptar la correa que llevaba, o a una fiera taimada que me seguía el juego a la espera de una oportunidad de lanzarse sobre mi cuello para acabar conmigo.

Aquella pequeña leona aun tenía sangre en las venas, pero pronto su lucha se convertiría en sometimiento. Sería mía de una vez. Solo debía dar los pasos necesarios en el orden correcto.

No hay mayor decepción que una fiera que ha dejado de luchar a pesar de tener una cadena alrededor de su cuello. Pero por suerte no era el caso. Me encantaba que fuera desafiante, pero el no saber exactamente si lo seguía siendo o no era una sensación mejor. Era como un acertijo que espera ser descifrado. Deseé que fuera ya por la tarde para descubrir cuál de las dos era Maite.

Arranqué un trozo de papel de una libreta que luego doblé y guardé en el pantalón junto a un bolígrafo. Cerré la clase y me dispuse a encontrarme con Don Vicente. Esperaba que además de un depravado fuera también un cobarde que hiciera lo que había pedido para seguir oculto y a salvo de todo el mundo.

Cuando quedaba un último tramo de escalera vi la puerta de la clase. Cerré los ojos y me concentré. Mi actuación debía ser perfecta y para ello necesitaba a mi otro yo.

No niego que cuando estaba con Maite lograba ser él sin esfuerzo, casi como si supiera que en su presencia era a mi otro yo a quien ella buscaba y deseaba, pero con el resto era mejor ir con pies de plomo y ser consciente en todo momento del papel que debía interpretar. Cuando ya estaba calmado y seguro del todo, bajé la escalera y llamé a la puerta. Mientras me daba la vuelta y comenzaba a subir hasta la mitad de la escalera no pude evitar preguntarme si llegaría el día en que mi interpretación se convertiría en el actor principal, relegándome a mí a ser el actor secundario. La línea que separaba realidad de fantasía era muy fina y para los que la cruzan rara vez logran regresar del otro lado.

La puerta del aula se abrió y vi aparecer a Don Vicente. La expresión de su cara no era amistosa, pero tampoco amenazante. De todos modos decidí mantener las distancias y no encerrarme con él en su aula. Era peligroso sin tener un as bajo la manga y el mío se lo había llevado la profesora de historia. Tenía pensado amenazarle de nuevo con enviar el video de su intento de violación de Maite si actuaba de forma sospechosa. Pero esa ya no era una visión viable. Si tienes una gran ventaja ataca y muéstrate superior; si las fuerzas parecen igualadas puedes mantener la distancia, pero si lo haces mostrarás cierta debilidad a ojos de tu oponente. No estaba en una posición de fuerza total y tampoco deseaba ser débil y por eso decidí llevar a cabo el encuentro en un lugar de mi elección, donde seguir teniendo la ventaja y la certeza de que Don Vicente no intentaría alguna estupidez a la desesperada.

– ¿Qué tal esta, profesor? ¿Está teniendo un buen día?

–Acabemos con esto. Entra de una vez.

Le miré fijamente. Saqué las manos de los bolsillos y me senté en la escalera. Apoyé las manos sobre las piernas y entrelacé las manos. Mientras mis pulgares chocaban el uno contra el otro le observé detenidamente.

“Uno, dos, tres… –conté en mi cabeza los segundos que dejaba pasar para hacer el silencio de la situación más denso– “…ocho, nueve, diez, once…”

Cuando vi que se cansaba de esperar mi respuesta y estaba por hablar, llegó el momento.

– ¿De verdad cree estar en situación de dar órdenes? –No respondió–. Le he hecho una pregunta profesor. No me haga repetir el juego de ayer, por favor.

–No –respondió secamente.

– ¿No qué?

–No estoy en situación de dar órdenes.

–Gracias por admitirlo. No he venido a humillarle o a torturarle con mi presencia más tiempo del necesario. Acordamos algo para hoy. ¿Lo ha traído?

–Lo tengo en mi cartera –le miré fijamente a la espera de que siguiera–. En el aula.

–Esperaré a que lo traiga. No tengo prisa. Aunque usted debería dársela. Aunque la biblioteca esté cerrada por reformas algún profesor puede pasar por aquí y preguntarse qué hacemos aquí. A ninguno de los dos nos conviene eso.

Don Vicente se dio la vuelta y entró en el aula. No tardó ni un minuto en volver con un sobre.

–Aquí está lo acordado.

–Muy bien –exclamé indiferente mientras arrojaba el bolígrafo y el trozo de papel a sus pies–. Recójalo.

Así lo hizo. Me miró sin entender nada.

–Ahora quiero que anote la contraseña de su ordenador.

Vi como su cuello se movía ligeramente mientras su cuerpo permaneció inmóvil. Se había tragado la saliva para que no notase su temor.

–Te lo dije. La contraseña es…

–No me refiero a esa contraseña. Hablo de la otra. Esa que da acceso a sus archivos ocultos. Y antes de que trate de ganar tiempo, ya le digo que no le servirá de nada. Quiero que anote la contraseña tal y que lo haga sin cometer un solo error. Si al meterla me sale una sola vez la frase error, consideraré que no se toma en serio nuestro pacto y deberé poner fin a nuestros negocios. ¿Le queda claro?

–Dani…

– ¿Le ha quedado claro? –repetí serio–. Es una pregunta de sí o no, profesor. Responda.

–Sí.

–Bien. Ahora escriba la contraseña. Recuerde su vida, profesor. Su esposa, su hija. Todo lo que tiene puede seguir siendo suyo sin nada que temer. Tiene mí palabra. Y aunque no se lo parezca, y menos en los tiempos que vivimos, para mí la palabra dada sigue teniendo valor.

Don Vicente escribió letra a letra la clave sobre el papel. Cuando acabó extendió la hoja y me la ofreció. Déjela en las escaleras junto con el dinero y regrese el aula. No queda mucho para que acabe el descanso y estoy seguro que necesitará unos minutos a solas para prepararse.

Hizo lo que le ordené y me miró.

–Esta lo acordado –dijo con aire de derrota–. No falta nada.

–Le creo –espeté con aire calmado–. ¿Y la clave? ¿Seguro que no hay errores?

–No. Está bien escrita.

–Genial. Supongo que es hora de despedirnos. Gracias por cumplir con su parte, profesor. Yo cumpliré con la mía. Ahora, regrese al aula y siéntese en su mesa.

El profesor se dio media vuelta pero le detuve.

– ¿No se olvida de algo? –me miró como si no comprendiera–. Mi bolígrafo. Se lo lleva.

Con sus ojos clavados en mí, imaginando el día en que lograse deshacerse de mi chantaje, arrojó el bolígrafo en la escalera y entró en la clase dando un portazo contenido. Esperé un largo minuto antes de levantarme. Bajé por las escaleras sin perder de vista el aula y el silencio que ocultaba tras ella. Guardé el dinero y la hoja con el bolígrafo. Satisfecho me retiré de vuelta al aula. Me aseguré de que no hubiera profesores rondando por los pasillos de las plantas superiores. Si alguno me veía me llevaría una bronca por esta allí durante los descanso.

Una vez dentro y a salvo de todo, conté el dinero. Tal y como creía estaba todo. Lo guardé en la cartera junto con los billetes que le había quitado a Don Vicente el día anterior, mientras yacía postrado en el suelo. Miré la hoja con la clave del portátil. Esta no era una palabra, sino una secuencia de letras y cifras. Sin duda lo que trataba de mantener lejos de miradas ajenas merecía tanta seguridad.

Deseaba saber de una vez de qué se trataba.

Las clases pasaron con una facilidad pasmosa y tras entregar la llave y el libro del profesor a Marcelo me encaminé al despacho de la profesora Luisa. Esperaba que el sermón no durase demasiado tiempo y me diera tiempo a coger el autobús. No me apetecía nada tener que esperar media hora a que pasara la siguiente.

Llamé a la puerta y aguardé.

–Adelante –cuando la profesora me vio se quitó las gafas que llevaba puesta y tras añadir una nota a lo que supuse sería un examen, soltó el bolígrafo y se centró en mí–. Por favor, siéntate.

Obedecí dócilmente.

–Quería que supiera que siento haber utilizado el móvil en horas de clase. Le aseguro que no volverá a ocurrir.

–Está bien, Dani. Confiaré en que ha sido un accidente aislado y en que no volverá a ocurrir –Abrió uno de sus cajones y sacó mi móvil–. La próxima vez será tu madre quien tenga que venir a por él.

–Comprendido, profesora. Muchas gracias. La dejaré que siga con lo que estaba haciendo.

–He corregido los exámenes –me dijo, llamando mi atención–. ¿Quieres ver el tuyo?

–Claro –respondí, mientras volvía a sentarme.

–Lo tengo aquí. Fue el último que corregí. Solo tres personas de tu clase han sacado la nota máxima. Tú eres uno de ellos. Enhorabuena.

–Muchas gracias.

–Solo hay algo que no logro comprender de tu prueba.

La miré confundido. Su mirada me resulto diferente. Más intensa.

– ¿Es que hay algo que no esté bien?

­– ¿Puedes leer la frase que está subrayada, por favor?

Tomé mi examen y leí la última línea.

–“En conclusión, la humanidad parece obstinada en repetir sus errores pasados sin molestarse en tratar de aprender de ellos. Somos una incertidumbre que no se ha ganado el derecho a ser otra cosa” –dejé la hoja sobre la mesa y miré a la profesora–. No veo que hay de malo en ella.

–Eso es porque no hay nada de malo en ella. Es buena y una manera impecable de cerrar el desarrollo expuesto en la pregunta.

– ¿Y cuál es el problema?

–El problema está justo aquí –Dijo arrojándome un trabajo que se deslizó sobre la mesa hacia mí. Era un trabajo que reconocía ya que lo había hecho yo para Gabriela–. ¿Puedes explicarme como esa frase de tu examen ha podido terminar apareciendo palabra por palabra en el trabajo de tu compañera de clase?

Continuará…

Gracias a todos los que dejáis opiniones en mi correo personal, por aqui en la web de TR o por mi cuenta de instagram. Siento a veces no responde a todo el mundo tan rápido como quisiera pero trato de hacerlo en lo posible.

Gracias también a quienes habéis comprado la obra en Amazon y a los que lo habéis intentado pero no habéis podido. Como mencione al parecer Amazon no permite comprar en todas partes comno pense en su día. He tratado de informarme si había alguna manera perono he recibido respuestas por parte de la web y algunos conocidos que han publicado ahí tampoco saben nada.

Seguiré subiendo la serie una temporada mientras avanzo en la trama de la segunda parte, de la cual daré un pequeño adelanto de la misma dentro de poco. Solo es recomendable leerla si conoces como acaba el primer libro porque sino te pierdes muchas cosas, pero ya de eso avisaré porque tampoco quiero estrropearos a los que leéis la serie poco a poco como prosigue la segunda parte sin haber acabado a primera.

Cualquier cosa podéis seguirme en mi cuenta de instagram que esta en el perfil de autor o buscando mi nombre:  escritosenlasombra O escribid a mi correo. Trataré de responder tan pronto como pueda.

Seguiré subiendo capitulos cada viernes y espero que los que no hayáis leído toda la obra os sorprenda lo que está por llegar.

Un saludo y mi más sincero agradecimiento a todos vosotros/as por el apoyo a la serie.

Crom