Relatos de juventud 21

Ellas solo querían a un chico malo. Yo sería el chico malo que les haría desear a los buenos.

Ante aquella situación que estaba ocurriendo ante mis ojos pude hacer algo. Pude levantarme a toda prisa y seguirla y tratar de convencerla de que no dijera nada, pero me quedé allí quieto, viendo cómo se  dirigía hasta la mesa de Eli, mientras Maite relamía y me chupaba el glande en busca de restos sueltos de semen.

–Levanta –ordené a Maite, consciente de lo que podía esperarnos. Me subí el pantalón y seguí atento a la chica. Aguardaba a que la mujer de mis primeras fantasías adolescentes hiciera acto de presencia. Durante los segundos que parecían transcurrir como largos y pesados minutos, la chica no se volvió hacia donde estábamos. Elí terminó apareciendo por un pasillo al poco rato y se acercó para ver qué quería. Intercambiaron algunas palabras y para mi desconcierto las dos desaparecieron entre los estantes. Lo último que vi fue los ojos de aquella chica clavados en mí.

En aquel instante en el que era consciente de lo que había hecho, del riesgo que había cometido para vivir uno de los momentos más excitantes de mi corta vida y del precio tan alto que podría tener que pagar por masturbarnos en público y liberar esa dulce tensión fruto del orgasmo, en vez de sentir rabia, preocupación o buscar una manera de salir de aquella situación tuve la imperiosa necesidad de reírme. Noté como una discreta risa despertaba en mis labios y el divertimento de la situación se transmitía a toda mi cara.

Maite se levantó y se sentó en su sitio con los pantalones aún bajados.

– ¿De qué te ríes?

Miré al techo y lancé un largo suspiro antes de mirarla fijamente.

–Alea iacta est –exclamé al pequeño universo de aquella sala en que nos hallábamos. Aquella frase era la misma que nos repetía la profesora de latín antes de cada examen. Miré a Maite y sostuve su barbilla entre dos dedos, mientras la miraba fijamente. Noté como el aura de seriedad y calma que siempre me había acompañado regresaba a mí. Llevé mi otra mano a su sexo y noté su humedad entre mis dedos. Me aparte para oler el calor de su orgasmo y luego probé el sabor de Maite como quien disfruta de las mieles de la victoria–. La suerte está echada.

La besé sin importarme que momentos antes mi semen hubiera estado en su boca. Ella me devolvió el beso y seguimos aquel juego inocente sin importar quien mirase. Tras aquellos instantes tan normales en comparación a lo que habíamos hecho entre aquellas paredes, me separé de ella. Me asegure de tener bien la ropa. Abrí mi mochila y rebusqué en ella hasta dar con un paquete de pañuelos que arrojé sobre la mesa–. Límpiate si lo necesitas. Y mejor limpia también el suelo. Es mejor que cuando alguien entre aquí no sospeche lo que ha pasado. Yo me voy ya.

Antes de salir vi la muestra de perfume que Maite traía consigo y que había dejado tirado sobre la mesa con el resto de sus cosas. Lo cogí y comencé a descargar su aroma por toda la sala. Intentaba camuflar lo que había pasado allí sin saber si serviría de algo. Arrojé el diminuto bote sobre la mesa y salí de la habitación sin cerrar la puerta.

Todo seguía igual. Los chicos centraban su tiempo y atención en los ordenadores mientras cuchicheaban en voz baja. El resto seguía con la vista perdida en periódicos o libros de consulta. Aquel público escaso había estado cerca de uno de los mejores momentos de mi vida y ellos nunca lo sabrían. Pensé en detenerme frente al mostrador y hacer como que buscaba a Eli; luego me volvería y trataría de localizarlas a las dos para ver que estaba sucediendo. Pero opté por la retirada silenciosa. Saldría de la biblioteca fingiendo que no había pasado nada y no volvería hasta pasado unos días. Si al volver veía que la mirada de Eli había cambiado era porque le habían dicho lo ocurrido y desconfiaba de mí. No me importaba que eso pasase. Incluso si me lo echaba en cara me defendería de tal forma que dudara de a quién debía creer.

Engañar era fácil cuando te crees tus mentiras; lo difícil es sentir las mentiras como si fueran verdad. Si lo logras, no conseguirás que te crean del todo, pero crearás la duda. Y una duda, a veces, es mejor que perder o ganar.

Cuando ya apenas distaban unos pasos de la salida, escuché una voz que me paralizó.

–Dani –exclamó Eli sin alzar demasiado la voz.

Maldije mordiéndome la lengua. Cerré los ojos y suspiré antes de volverme y afrontar las consecuencias de mis actos. Al girarme, vi como la chica que nos había visto a Maite y a mí pasaba a mi lado. Noté el marrón oscuro de sus ojos clavados en mí. Tenía la burla dibujada en los labios, mientras se llevaba las manos al cuello para agarrar los auriculares y colocárselos sobre las orejas.

–Suerte con la que te espera –susurró antes de seguir con su camino a la salida.

Quise volverme y lanzarle una maldición, pero no era su culpa. Al menos no toda. Miré a Eli y avancé hacia donde estaba ella.

– ¿Ya te ibas? –preguntó seria–. Tenemos una charla pendiente.

–Sí, lo siento. He recordado que tengo algo pendiente por hacer y me temo que no puedo retrasarlo más tiempo. Si no te importa dejamos la conversación para otra ocasión menos urgente.

–Vale. No hay problema –respondió.

–Gracias. En fin. Ya nos vemos, Eli.

– ¿No te olvidas de algo? –preguntó antes de que me diera tiempo a voltearme. Noté como la respiración se me atragantaba en la garganta y la tensión atenazaba mi cuerpo expectante. Pasó por mi lado y caminó hasta rodear el mostrador. Unos segundos después dejó frente a mí el libro que le había pedido.

La miré fijamente unos instantes que no me atreví a alargar. Con la mayor naturalidad que pude fingir respondí:

–Es verdad. El libro. Casi me olvido. Veo que has logrado dar con él.

–Sí, pero me temo que no podrás llevártelo. Es de consulta.

Tragué saliva para tranquilizarme.

O aquella chica no le había contado nada de lo que había pasado allí y había hecho su comentario solo para provocarme, o Eli estaba jugando conmigo para descubrir la verdad. Y si era esta segunda opción, no pensaba ponérselo tan fácilmente.

– ¿No podrías hacer una excepción? Es para un trabajo realmente importante que tengo el viernes. Sabes que no soporto aprovecharme de la confianza que nos tenemos, pero me harías un gran favor. Prometo que tendré mucho cuidado con el libro y no le pasara nada. Y te deberé una.

Eli me observó detenidamente, evaluándome a mí y su decisión.

–Dame el carnet.

Sonreí sin esforzarme y busqué el carnet en la cartera. Sin darme cuenta miré hacia el exterior, pensado en aquella chica, pero Eli me atrajo de nuevo a ella con su pregunta.

– ¿Qué tal te ha ido con tu compañera?

Miré a Maite brevemente. Ella también me miraba discretamente. Imágenes fugaces de lo acontecido minutos antes sembró mi mente. Pensé en dar una respuesta ingeniosa que en cierta manera hiciera pensar que habíamos disfrutado el uno del otro entre aquellas paredes de cristal y contrachapado. Y así lo hice. Era una manera de poner a prueba a Eli y saber si ella lo hacía también conmigo.

–Digamos que al principio no estaba muy de acuerdo con las ideas que tenía ni lo que quería hacer, pero he terminado convenciéndola. Claro que ella también puso de su parte y aportó algo más que un granito de arena. Me atrevería a decir que ha… quedado satisfecha con el resultado. Ahora solo queda empezar el proyecto.

–Me alegra que os hayáis puesto de acuerdo. En un trabajo de equipo se pierde mucho tiempo tratando de averiguar cómo se quiere enfocar las cosas. Te ocurrirá bastante cuando estés en la universidad. Convencer a los demás es una gran cualidad. Si la potencias, algún día te llevara lejos.

Su respuesta no me reveló nada.

–Lo tomaré como un sabio consejo de una sabia persona.

–Adulador como siempre –exclamó–. Eso no hará que me olvide de que me deberás una. Anda toma. Ya está listo.

–Gracias, Eli. Lo devolveré en unos días. Prometido. Hasta otra.

Cuídate, Dani.

Pensé en preguntarle por aquella chica y tratar de descubrir que le había dicho, pero habría sido como descubrir todas mis cartas y mostrar preocupación. O lo que era lo mismo; debilidad.

Salí de la biblioteca con el libro de consulta en la mano y miré por todos lados en busca de ella sin resultado. Estaba claro que no iba a quedarse esperando por mí. Traté de recordar su cara, la expresión de burla y juego de sus labios al hacerme creer que Eli sabía lo que había pasado.

Y aunque pudiera parecer que estaba libre de sospechas, lo cierto es que no era así. Pensé en la más improbable posibilidad de que algún día Eli descubriera lo que había pasado o que ya la supiera y estuviese jugando conmigo para pillarme con la guardia baja y ver la auténtica verdad en la expresión de mi cara al preguntarme.

Cada vez que fuera a la biblioteca iría con pies de plomo y prepararía la respuesta ante su posible pregunta.

Dicen que quien desconfía en exceso de todo el mundo acaba amargado y siendo un solitario. Me daba igual no tener amigos como el resto del mundo ni vivir con resentimiento hasta el fin de mis días mientras pudiera seguir disfrutando de bellas mujeres y del calor placentero que propiciaban nuestros encuentros.

Grabé el rostro de aquella chica en mi cabeza para cuando la volviera a ver porque sabía que lo que había pasado escasos diez minutos antes, no sería cosa de una vez. Se había burlado de mí y había logrado ponerme a la defensiva hasta el punto de sospechar de Eli, de mi diosa. Algo así tenía consecuencias.

Me marché hacia la parada de autobús, pensado en la mejor manera posible de vengarme.

Pasé el viaje en autobús pensando en lo bien que había salido todo a lo largo de ese día. Tenía a Don Vicente comiendo de mi mano, había disfrutado junto a Maite en dos lugares arriesgados que podrían haberme causado una mala jugada y, aunque me habían pillado en mitad de mi momento de éxtasis, nada me había pasado.

La partida seguía transcurriendo con normalidad, a pesar de mis últimos e improvisados movimientos. Metí las manos en los bolsillos de mi sudadera, mientras miraba el paisaje desde mi asiento. Apreté las bragas que me había llevado como trofeo en la palma de mi mano derecha.

No podía negar que dejarme llevar y no pensar en las consecuencias fue algo liberador, pero era una sensación efímera que duraba tanto como los impulsos más desenfrenados. Cuando la subida de adrenalina se esfuma y notas como la sensatez vuelve a embriagarte, descubres que ha venido acompañada de pensamientos negativos, dudas y, si el riesgo te ha salido mal, remordimientos.

No podía permitirme errores tan graves como el que pude haber vivido hoy. No cuando apenas había comenzado a divertirme con todo lo que me estaba pasando. Quería vivir momentos como el acontecido en la biblioteca, pero debía ser algo que planease hasta el más mínimo detalle. Nada improvisado y alocado.

Cuando al fin llegué a casa, dejé la mochila sobre el sofá y fui a la cocina a comer algo. Me preparé un par de sándwich de jamón y queso calentados en el microondas. Algo ligero me bastaría para pasar lo que quedaba de tarde. Mientras saboreaba los bocados que le daba para saciar el hambre, me fije en la pizarra magnética que había dejado olvidada sobre la encimera. Había anotado cuatro tareas para hacer aquel día y tras conseguir el libro en la biblioteca y dejar las cosas claras con Maite, solo me quedaba una tarea pendiente.

El portátil de Don Vicente.

Borré la pizarra y la coloqué en su lugar. Tras limpiar la cocina, me dirigí hasta el salón para coger la mochila.

Saqué el portátil y pensé en sentarme en la mesa que había tras el sofá. Pero antes de llegar, recordé aquellos minutos de deseo y lucha que Gabriela y yo habíamos tenido sobre ella. No me agradaba la idea de que, hubiera lo que hubiera en aquel aparato, estropeara un grato momento que nunca olvidaría. Regresé a la cocina, dispuesto a desvelar el lado más oscuro y desagradable de Don Vicente.

El fondo de pantalla era una foto de él junto a su mujer y su hija en un parque. La niña era rubia con los ojos verdes y una sonrisa que desbordaba una inocencia que la adolescencia  y la estupidez de sus compañeros y amigos acabaría truncando. Su esposa era atractiva; poseía una belleza madura que aún no empezaba a marchitarse. Tenía una mirada dulce y decidida. Dos personas que estaban obligadas sin ellas saberlas a vivir con un monstruo.

El portátil me pidió la contraseña. Introduje la respuesta que Don Vicente me había dado, esperando que fuera la correcta. Aunque nadie se inventaría una contraseña como aquella entre súplicas y derrota.

–Envergadura69 –dije, mientras le daba al botón de introducir.

La clave era buena. Al fin tenía acceso al mundo secreto de aquel “hombre”.

Comencé mirando las carpetas del directorio. Cada una de las que miraba no eran más que trabajos y proyectos de los diferentes grupos y cursos que tenía. Supuse que alguien como él no guardaría sus oscuros intereses a la vista de todos. Debía tener una carpeta oculta entre cientos de carpetas. Ocultaba una aguja entre una gran multitud de agujas. Era precavido. Todos los que tienen secretos de los que se avergüenzan o que saben que está mal tener, actúan con la cobardía de un desesperado que teme ser descubierto y expuesto a los ojos del mundo. O al menos de las miradas que conforman al pequeño mundo que llamamos vida.

Me levanté para coger un vaso y una coca cola de la nevera. Estaba claro que la búsqueda me llevaría un buen rato.

Eran casi las nueve. Llevaba más de noventa minutos revisando archivo por archivo y no había nada sospechoso. Estaba claro que Don Vicente se esmeraba en tener bien resguardados sus asuntos privados. Pero no iba a darme por vencido así como así. Estaba seguro de que allí debía haber algo y terminaría dando con ello.

Minimicé la carpeta con la que estaba y miré el fondo de pantalla, mientras me pregunté dónde podía tener su caja de pandora.

–Es un hombre que se muestra calmado delante de otros –comencé a razonar–. También es alguien que se deja llevar por sus impulsos cuando sabe que nadie le ve. Alguien así, en privado no tendría la paciencia para guardar nada en un laberinto de carpetas. ¿O sí? ¿Y si…?

Me surgió una idea. Una vez vi la escena de una película en la que el FBI revisaba el ordenador de un delincuente. Bastó con ir al directorio y hacer doble clic sobre un icono con la forma de una figura de póker para que este desvelara que no era un juego sino una carpeta oculta.

Tal vez Don Vicente hubiera hecho aquello. Cambiar la forma externa de una carpeta y darle la de un programa, ocultando sus pecados a simple vista y tener acceso a ellos con apretar un botón. Parecía una tontería probar algo visto en el cine, pero no tenía nada que perder por intentarlo. Fui probando uno a uno cada icono. Nada servía. Eran normales. Cuando solo quedaban cinco por probar el icono con la forma de una cámara web dio resultado.

Un letrero apareció en la pantalla y me pedía una contraseña.

Sonreí satisfecho. Había dado con la carpeta y me había ahorrado horas de búsqueda. Las películas, incluso las más malas, siempre te enseñan algo si prestas atención.

Volví a introducir la contraseña que me había dado Don Vicente.

Error de contraseña. Cuatro intentos.

–Mierda.

Introduje la contraseña de la misma manera que la primera vez.

Error de contraseña. Tres intentos.

–Muy listo.

Cerré el portátil con decepción.

Tenía una segunda contraseña que no me había dicho. Tal vez esperaba que no diera con nada comprometedor, pero se equivocó.

Podía probar suerte y jugármela a intuir la clave, pero me preguntaba qué pasaría al acabar los tres intentos restantes. Lo más probable es que se borrara todo lo que contenía. Una medida de segura típica de quien no quiere ser descubierto.

Era tarde y seguir dándole vueltas a algo que no podía controlar no tenía mucho sentido. Al día siguiente, cuando me encontrara con Don Vicente para recibir el pago de nuestro acuerdo, lograría que me diera lo que deseaba.

Subí hasta mi cuarto y guardé el portátil sobre el armario. Allí nadie lo vería. Tampoco es como si alguien fuera a entrar en mi cuarto. Era el único lugar donde ni mi madre ni María entraban. Les había tener mi privacidad siempre y cuando mantuviera todo limpio y en orden.

Regresé al salón y decidí comenzar de una vez por todas con el maldito trabajo de arte. El tiempo que tenía era escaso y no quería darle a doña Elga ninguna excusa para lograr su objetivo de humillarnos.

No. No lo consentiría.

Mi reputación estaba en juego.

Cogí el libro que había traído de la biblioteca y me dirigí a la mesa del salón, donde me aguardaban otro montón de gruesos volúmenes de arte en los que esperaba encontrar información sobre la obra que había elegido para la exposición. Antes de nada revisé la lista que nos dio doña Elga para asegurarme de que mi elección estaba entre ellas y no la había imaginado. Sí estaba allí.

Cuando fui a doblar la hoja me di cuenta de que por detrás tenía algo escrito.

Además de la exposición oral será necesaria la entrega de un trabajo redactado sobre la obra con una extensión no inferior a las quince páginas ni superior a las treinta páginas. Es necesaria una copia, tanto digital como física para la evaluación total del trabajo.

–Será zorra –espeté indignado.

La profesora nos había hablado de exponer de forma oral, pero no mencionó nada de que debiéramos incluir un trabajo escrito.

Estaba claro que había decidido pagarla con nosotros a cualquier precio.

Si no hubiera tenido suerte de ver aquella única frase que ocupaba el lado opuesto de la hoja las cosas se habrían complicado. Supuse que la suerte estaba de mi lado una vez más. Mientras habría el primer libro por el índice para hallar el capítulo dedicado al pintor y su obra que buscaba, no pude evitar preguntarme cuántos golpes de suerte me quedarían antes de que las cosas se volvieran realmente complicadas. Las buenas rachas no duran siempre. Y la mía no iba a ser una excepción.

Pasaban de las diez y diez cuando terminé de revisar el último libro. Había dejado marcadas con una tira de papel las páginas donde estaba la información más interesante o mejor descrita. Tras un largo descanso y algo de cenar, subiría a mi habitación y comenzaría a transcribir el trabajo en el ordenador. Tras amontonar de forma ordenada los libros, me levanté de mi asiento rumbo a la cocina.

Los efectos del pequeño aperitivo que había probado horas antes ya se habían desvanecido. Antes de llegar a entrar, escuché como sonaba mi móvil. Di media vuelta y abrí con prisa la mochila. Tal y como imaginaba era mi madre.

–Hola, mamá.

– ¿Tanto te costaría ser tú quien me llame alguna vez? Me haces pensar que no te importa nada que no esté en casa.

–Lo siento. He tenido un día complicado en el instituto y llevo horas buscando información para un trabajo.

– ¿Quieres hablarlo?

–No es nada grave.o  Uno de mis profesores extravió mi trabajo final y me pidió que le enviase una copia por correo cuanto antes. Pensé que sería más rápido si le daba el USB donde lo tenía guardado y lo pasaba a su ordenador. Así que se lo llevé, pero cometí el error de hacerlo durante la clase de otra profesora. Esta se ha enfadado y me ha obligado a hacer un trabajo final para el viernes.

–Menuda faena te han hecho, cielo.

–Las ha habido peores –lancé sin pensar en lo que aquellas palabras podían recordarnos a ambos.

Un denso silencio recorrió por entero la distancia que separaba nuestras voces.

–Podrás con ello –dijo con cierta incomodidad camuflada.

–Claro que sí. Además, he elegido un tema que seguro te encantará. Ya lo verás cuando vengas mañana.

–Es verdad. Casi lo olvido. Respecto a eso, me temo que ha habido un cambio de planes y no regresaré hasta el miércoles.

– ¿Va todo bien?

–Sí. No es nada. Mi jefe quiere que vaya a hablar con dos posibles clientes y que trate de convencerlos para que trabajen con nosotros. He tenido suerte de que me cambiaran el billete. Tardaré un día más en regresar. ¿Podrás sobrevivir sin la comida de María y la mía un par de noches más?

–Con María cerca era más fácil todo. Pero si me las podrá apañar. De hecho hoy he visto a Sofía y me ha dado algo de lasaña para almorzar.

–Esa mujer es un encanto. Recuérdame que la invite a cenar para darle las gracias.

–Lo haré. De hecho había olvidado que tengo que ir a su casa a devolverle el tupper que me prestó.

–Es algo tarde para molestarla, cielo.

–Sí, tienes razón. Mejor lo dejo para mañana y me prepararé una pizza.

–Cuando regrese tendré unos días libres. Los aprovecharé para hacer de ti un cocinero.

–No creo que en unos días logres mucho, pero puedes intentarlo. Aunque tendrá que esperar después de la exposición del viernes.

–Dani. ¿Has decidido si vas a ir al viaje con tus compañeros?

Otro silencio breve.

–No iré a Italia, mamá. No me apetece ver un país tan bello acompañado por un grupo de personas que no me importan nada. Si fuese, sería como está solo en un país extranjero. Y eso sería divertido si no fuera porque tendré profesores controlándome todo el tiempo para que no vaya donde me apetece o haga algo que cause problemas. Prefiero quedarme en casa y aprovechar las vacaciones para leer y estudiar.

–Dani…

–Además, sabes que en las fiestas de navidad siempre se celebra un torneo de ajedrez en el club. Odiaría perdérmelo.

–Está bien, cielo. No voy a obligarte a ir si no te apetece hacerlo. Ya habrá otras ocasiones de que veas mundo.

–Tú eres casi todo el mundo que me importa, mama.

– ¿Casi? ¿Es que hay alguien más?

Aquella pregunta me hizo pensar en Gabriela.

–Claro. Está María.  Ella es muy importante también.

– ¿Seguro que no hay nadie más? ¿Una chica  tal vez? –dijo con todo pícaro.

–Lo siento mamá. Me muero de hambre. Creo que será mejor que cuelgue antes de que me desmaye por inanición.

–Ya, ya.

–Hablamos mañana por la noche, ¿vale? Trataré de ser yo quien te llame esta vez.

–Cruzaré los dedos. Buenas noches, cariño. Nos vemos pronto. Te quiero.

–Y yo a ti, mamá. Buenas noches.

Dejé el teléfono sobre la mesa. Me dirigí a la cocina mientras pensaba en mi madre y en el día en que llevase a una chica a casa y ella la conociera. No. Una chica no. La chica. Gabriela era esa persona con quien deseaba pasar cada día que la vida tuviera a bien concederme. La pregunta que me hacía era: ¿Lograré que ese momento tan común para muchos de presentar al amor de tu vida a la familia ocurriera conmigo?

Me acerqué al fregadero y cogí el tupperware de Sofía. Miré el reloj y vi que eran cerca de las diez y media. Pensé que mi madre tenía razón sobre que era tarde y que lo mejor sería esperarme a mañana, pero su lasaña me había salvado la vida al mediodía y tenía la esperanza de que aún le quedase un poco y no le importase compartirla conmigo.

Cogí la llave de la entrada y me dirigí en mitad de una fría noche hasta su casa. Vi que a través de la ventana del salón había una luz tenue, como la de un televisor. Al menos estaba despierta. Llamé al timbre y espere mientras el gélido aire de la noche me abofeteaba con descaro. Apenas unos segundos después vi como la luz de la sala se encendió. Poco después la puerta se abría y vi aparecer a mi vecina Sofía envuelta en una bata de baño blanco.

–Dani. ¿Qué haces aquí a esta hora? ¿Ocurre algo?

–Siento venir a molestarte tan tarde Sofía. Sé que a lo mejor es un poco descarado por mi parte pero, ¿sería posible que me llevara otro poco de esa deliciosa lasaña tuya?

–Sí, claro. Aún me queda un poco. La he guardado por si acaso querías repetir. Dame ese tupper. Iré a preparártelo. Pasa dentro. Dios. Menudo frío hace. Tú espera aquí. No tardo nada.

–Vale. ¡Oh! Mi madre quiere que te de las gracias y te diga que cuando regrese estás invitada a cenar con nosotros.

–Dile que acepto encantada –dijo, mientras su silueta envuelta en algodón se metía en la cocina–. Estoy deseando probar uno de sus platos.

– ¡Lo haré!

Abandoné el recibidor y me aventuré sin permiso hasta el salón. La televisión estaba apagada. Me resultó raro ya que momentos antes de que yo llegara estaba encendida. Sobre la mesa que hacia frente al sofá había una copa de vino a medio terminar. Vi que el mando de la tele estaba tirado sobre la moqueta. Me acerqué hasta él y lo recogí. Sin duda mi inesperada aparición había hecho actuar a Sofía tan rápido que se le habría caído sin ella darse cuenta. Tras dejarlo junto a la copa de vino decidí darme la vuelta y volver a la entrada a esperarla. Fue en ese momento cuando mis ojos distinguieron algo que sobresalía debajo de uno de los cojines del sofá y que llamó mi atención. Tenía un color rosado oscuro.

Hay momentos en que la curiosidad te puede. Te atrapa, te cautiva y reclama tu atención para que la sacies sin importar el qué o el cómo. Y cuando te llama, a veces lo hace de una forma tan natural y simple que no te da tiempo a razonar si debes hallar o no  respuesta  a tu duda. Eso me pasó en aquel momento en que decidir llevar mi mano hasta el cojín y hacerlo a un lado para saber si lo que estaba imaginando era real o no.

La vista no me había engañado. Aquella cosa rosada que estaba oculta a la vista debía ser un vibrador. Y digo debía porque nunca había visto uno con una forma como esa. Además de la característica forma alargada que se asemejaba a la de un falo, debajo tenía otra parte alargada más pequeña a la que no le encontré sentido.

En aquel momento comprendí por qué Sofía estaba en bata y por qué había apagado la televisión. La habían interrumpido disfrutando de ella misma, mientras veía alguna película erótica o con escenas muy explícitas. Casi sin darme cuenta cogí el vibrador  para verlo más de cerca. Tenía un pequeño interruptor debajo de la cabeza más pequeña.

–Siento la tardanza. Te he puesto todo lo que me que…

Sorprendido por su voz, apreté el botón sin querer, cuando me giré para ver a Sofía. El consolador comenzó a vibrar en mi mano y su sonido inundó el salón por completo. Logré apagarlo tan rápido como mis sentimientos de vergüenza y culpa me permitieron hacerlo. Volví a dejarlo sobre el sofá y miré a Sofía. Su cara amistosa había desaparecido por completo.

– ¿Con qué derecho irrumpes en mi salón sin mi permiso y te dedicas a rebuscar entre mis cosas?

–Lo siento mucho Sofía. Vi el mando del televisor en el suelo, me acerqué a recogerlo y vi algo bajo uno de los cojines. No era mi intención…

– ¿Curiosear en una casa que no es la tuya? ¿Cómo te sentirías si yo hiciera lo mismo en la tuya? ¿Te gustaría que alguien rebuscara en tu habitación o entre tus cosas?

–Tienes toda la razón. Lo siento mucho Sofía. No sabes…

–Toma tu comida y lárgate de mi casa –dijo ofreciéndome el tupper, mientras me atravesaba con la mirada. Me acerqué y cogí la comida–. No hace falta que vuelvas para devolvérmelo. Tampoco quiero que vuelvas a venir por aquí. Ahora vete.

Quise decir algo, tratar de normalizar las cosas, pero ¿alguien se sentiría cómodo hablando sobre algo así después de que conocido le haya pillado dándose placer a sí mismo? Sofía se sentía humillada y esa sensación había cobrado la forma de rabia. En su estado era imposible decir algo que no empeorara las cosas. A veces el silencio es la mejor arma y la mejor defensa.

Cogí la comida y salí de su casa cerrando la puerta tras de mí. El frío parecía menos intenso, mientras me encaminaba hacia mi casa. Mientras andaba, entre paso y paso no pude dejar de pensar en Sofía.

La imaginé desnuda debajo de su bata blanca. La visualicé minutos antes de que yo llegará y estropeara su momento de diversión. Imaginé que encendía la televisión, mientras apagaba las luces; luego se sentaba en el sofá y tras dar un largo sorbo de vino se perdía en las imágenes de la pantalla; al cabo de un rato, cuando el calor de lo que estaba viendo se había metido en su cuerpo, imaginé como deshacía los nudos de su bata, mostrándose a sí misma la belleza de su cuerpo maduro, acariciándola y disfrutando de ella momentos antes de usar aquel instrumento que la hiciera sentir como una mujer deseada y complacida.

Noté la erección despertar en mi pantalón, mientras metía la llave en la cerradura. Antes de entrar me volví para mirar hacia la casa de Sofía. Mi curiosidad me había granjeado problemas con ella, pero también me había hecho verla de una manera que había intentado evitar.

La de una mujer.

Deseaba verla desnuda. Saber cómo era su cuerpo, descubrir su sabor, a que olía su pelo o cómo sería su mirada en el calor de la pasión y el sexo. Quería saberlo y quería sentirlo.

–Puede que tener una reina cerca de casa no sea tan mala idea.

Continuara…