Relatos de juventud 19

Ellas solo querían a un chico malo. Yo sería el chico malo que les haría desear a los buenos

Después de aquel breve pero intenso momento que pasé junto a Gabriela, regresé al aula y volví a jugar el papel del alumno que no ha roto un plato. Ni siquiera la miré al entrar y la ignoré durante el poco tiempo de clase que quedaba.

La siguiente hora fue la última y se pasó rápido. El inglés no era de mis asignaturas favoritas, pero se me daba bastante mejor que a la mayoría. Cuando sonó la sirena que indicaba el final de la jornada, recogí mis cosas y esperé a que todos se marchasen. Cerré el aula y pasé por la recepción para darle la llave a Marcelo.

–Aquí tienes Marcelo. Oye, gracias de nuevo por la ayuda de antes.

–De nada. Ya me lo pagarás un día invitándome a un café.

–Dalo por hecho. Hasta mañana.

Salí del instituto y me dirigí a la parada de autobús. Un grupo bastante numeroso de estudiantes también aguardaba el transporte que los llevara de vuelta a sus casas. Miré entre el gentío por si distinguía la silueta de Leoni. Tenía el deseo de que el día terminara con una pequeña conversación junto a ella, disfrutando de ese aroma dulce a pera que pincelaba su cuello y su pelo. Me decepcionó cuando no la vi aparecer. Imaginé que la amiga con la que solía regresar se habría puesto mejor y su madre las habría ido a recoger. Me esperaba un regreso solitario rodeado de estudiantes deseosos de compartir las tonterías de sus vidas unos con otros. Saqué mi mp3 y los ecos de toda aquella gente que no me importaban lo más mínimo desaparecieron al tiempo que el autobús hacía su aparición.

Me senté junto a la ventanilla y mientras la música me protegía del ruido de alrededor, cerré los ojos. Me sentía cansado de una forma que no parecía normal. Había sido un día intenso, más de lo que esperaba, mejor de lo deseado, pero también con sus partes agrias de las que no lograba quitarme el amargo sabor de entre mis recuerdos. Quería pensar en cómo me acercaba más a Leoni, en como sometí a Don Vicente y salvé a Maite de una mala experiencia, en como conseguí que ella se rindiera y se entregara a mí de una vez, en como desafié a la profesora de arte o jugué con Gabriela hasta conseguir de ella un beso de rabia y fuego.

Pero lo único en lo que pensaba era en mi padre y en las marcas que me había dejado grabadas en el pecho de pequeño. Solo unos pocos conocían lo que me había hecho y sabía que esas personas nunca dirían nada. Pero con Maite no podía estar tan seguro. Si algo he aprendido de las personas es que son incapaces de guardar el secreto de otros. Tienen la necesidad irracional de traicionar la confianza que han depositado en ellos y de contar confidencias ajenas a los demás sin importarles nada. A veces parece que la palabra lealtad no se hizo ni para los jóvenes ni para la gran parte de las personas de este mundo. Maite era joven y también formaba parte de esa mayoría. Mi secreto corría peligro y debía de asegurarme que entendiera lo que pasaría si me traicionaba. Ya pensaría que hacer con ella.

De pronto salí a la fuerza de mis pensamientos cuando el autobús freno en seco por un estúpido que se había metido como un loco en  el carril. Al Mirar por la ventana vi que estaba cerca de mi parada. Aquel incidente me vino bien. Cuando llegué me bajé y me encaminé hasta mi casa.

Mientras avanzaba, pensado en las cosas que tendría que hacer durante ese día, distinguí al otro lado de la calle la silueta de una de mis vecinas.

La señora Sofía.

Se había mudado al barrio hacía apenas dos años. Estaba divorciada y tenía una hija a la que nunca había visto, ya que había decidido quedarse con su padre antes que con ella.  Tenía más o menos la edad de mi madre y me parecía una mujer atractiva, además de ser buena gente. Vi como descargaba algunas bolsas de la compra de su coche y se dirigía hasta la puerta de su casa. Pensé en seguir mi camino sin saludarla, fingir que estaba perdido en mi mundo y hacer como que no la había visto.

Pero ese no era el Dani que los vecinos conocían. Tenía una reputación de agradable, simpático, educado y demás tonterías que les gusta decir a la gente adulta. No quería que esa visión que tenían de mí, comenzara a cambiar.

Me descolgué los auriculares y crucé la calle hasta el coche de Sofía. Esperé a que apareciera. Cuando me vio se sorprendió y me sonrió.

–Hola Daniel –respondió. Odiaba que me llamara así, pero le devolví la sonrisa de tal manera que casi la sentí natural y real.

–Buenos días, Sofía –No le gustaba que la trataran de señora y menos de usted–. Te he visto descargando el maletero y pensé en que querrías algo de ayuda.

–No tienes que preocuparte. Puedo ocuparme sola.

–No es ninguna molestia. Lo hago encantado.

–Bueno. Pues coge unas cuantas y pasa. Así terminaremos antes.

Cogí las que me parecieron más pesadas y seguí a Sofía hasta la cocina. Mientras lo hacía no pude evitar fijarme en su trasero. Me sorprendí por aquello. Era la primera vez que veía con ojos de lujuria a una mujer de su edad y a la que además conocía. Tal vez el hecho de haber sentido el calor de una mujer de verdad como era la madre de Leoni había despertado en mí un apetito hacía frutos más maduros; y si de algo estaba seguro es que a Sofía no le habían dado un buen mordisco en bastante tiempo.

Me mordí el labio para concentrarme y no imaginarme desnudando a la vecina y amiga de mi madre en mitad de la cocina.

– ¿Qué tal te va en clases, Daniel?

–Muy bien. Este trimestre lo acabaré con muy buenas notas.

–Eso está bien. Deja las bolsas allí. ¿Y tú madre? ¿Cómo está? Hace un tiempo que no la veo.

–Está en un viaje de trabajo. Llegará mañana por la noche.

Sofía se encaminó hacia la salida en busca del resto de bolsa y yo la seguí como un perrito faldero.

– ¿Y te deja solo en casa? Debe de considerarte alguien muy responsable.

–Bueno, se fía más de María que es quien cuida la casa. Cuidaba. No has dejado por otro trabajo mejor.

– ¿Así que ahora estás solo?

–Hasta mañana, sí –respondí al tiempo que cargaba las últimas bolsas y veía como ella cerraba el maletero. Mis ojos trataban de no mirarla como una mujer, pero es que lo era. Su pelo negro y alisado; sus labios finos y sin vida, sus ojos de un marrón claro y un cuerpo que no paraba de memorizar.

–Parece que ahora eres el hombre de la casa –exclamó con una sonrisa con la que esperaba hacerme partícipe de su broma, pero no me hizo gracia.

Frases como aquella solo lograban que él se apareciera en mis pensamientos. Siempre que creía que me había librado de su presencia, algo le devolvía a mí y perturbaba mis pensamientos, mi ánimo y mí tranquilidad. Aunque si algo bueno tuvo aquella frase es que hizo que dejara de ver a Sofía con deseo y lo hiciera con indiferencia.

– ¿Estás bien, Daniel?

La miré y forcé una sonrisa.

–Sí, lo siento. Es que he recordado que mi madre quedó en llamarme en un rato y no quiero llegar tarde.

–Bueno, deja las bolsas. Ya las llevaré yo.

–No pasa nada. Las dejaré en la cocina y me iré.

Entré en su casa. Esta vez no seguí su estela, ni esperé por ella. Entré como si tuviera el derecho de estar allí y dejé la compra sobre la encimera. Sofía apareció detrás de mí.

–Muchas gracias, Daniel. Tu madre debe de estar encantada de tenerte. Eres un buen chico.

La miré y sin alargar más mi actuación me despedí de ella con una sensación rara rondando mis pensamientos.

–Ha sido un placer. Bueno, me marcho. Que tengas un buen día, Sofía.

Mientras me dirigía a la puerta la oí llamarme. Me volví y la miré. Se apoyó en el marco de la puerta de la cocina y se cruzó de brazos.

–Supongo que tus habilidades para cocinar son aún algo limitadas. ¿Me equivoco?

–No. No te equivocas.

Sofía asintió y levantó un dedo para indicarme que esperase. Al cabo de un par de minutos apareció con un tupperware y me lo dio.

–Es un poco de lasaña que hice anoche. No es por presumir, pero es uno de los mejores platos que preparo.

Pensé en fingir falsa modestia, pero Sofía era la clase de persona que no soportaba a las personas incapaces de admitir que necesitaban ayuda abiertamente. Y lo cierto es que no tenía pensado que iba a comer hoy sin ayuda de María. Tal vez una pizza de microondas. Pero la lasaña que tenía entre las manos era una opción más sana.

–Gracias.

–No me las des. Pero acuérdate de devolverme el tupper. Sí te apetece más ya sabes dónde encontrarla.

–Lo recordaré. Gracias de nuevo, Sofía.

–Adiós.

Salí de la casa de Sofía, sintiéndome mal por haberla mirado con deseo. Era una buena persona y una de las pocas que le caían bien a mi madre en el barrio. Aquella era una línea que no pensaba cruzar. Sofía no formaba parte del tablero.

Uno de los mayores errores que cometen los novatos en el ajedrez es realizar ataques continuos a diferentes piezas sin antes tener bien asentadas las defensas de las suyas. No podía lanzarme por la primera mujer que se me pusiera en el camino, cuando aún trataba de evitar que aquellas con las ya había estado se creyeran capaces de desafiarme. Que lucharan y se resistieran no me importaba. Lo prefería. Pero necesitaba estar preparado para recibir el golpe.

Como dijo Goethe:

Es un error creerse más de lo que uno es y menos de lo que uno vale.

Era bueno en el ajedrez y en la partida real que estaba librando, pero seguía lejos de ser un prodigio en ambos tipos de juegos. Hasta el momento las cosas me habían salido como quería porque las decisiones tomadas fueron meditadas, calculadas. Si me dejaba llevar por la tentación del momento, no duraría mucho ni en el juego ni en la vida.

Cuando llegué a la puerta de casa y metí la llave en la cerradura no pude evitar pensar en la sensación de extrañeza que tuve en casa de Sofía.

Desde siempre, cuando hacía algo o me comportaba como se esperaba de mí delante de los vecinos o los amigos de mi madre, comentaban que era un buen chico y al escuchar esas palabras, como si me hubieran recompensado con el mayor de los tesoros, una sonrisa incontrolable y llena de orgullo se dibujaba en mi cara. Aquella era una sensación de satisfacción que había tratado de aprender a controlar y ocultar, pero que siempre me superaba. Acabé aceptando esa pequeña debilidad de carácter que todos necesitamos experimentar alguna vez.

Lo extraño es que cuando Sofía me llamó buen chico la sonrisa no se formó. No sentí ninguna emoción más allá de la incomprensión por la ausencia de ese tic.

Tras entrar y cerrar la puerta, dejé la mochila sobre el sofá y fui hasta la cocina. Saqué la lasaña y la dejé en un plato. Mientras se calentaba en el microondas fui a por la bebida y los cubiertos al tiempo que pensaba en las razones para no sentir nada al escuchar aquellas palabras que siempre tuvieron su efecto.

Lo único que se me ocurrió es que la ausencia de emoción era a causa de los recuerdos de mi padre o… que en el fondo supiera que ya no era un buen chico.

¿Cómo podría sentir orgullo de algo que no era; que en cierta manera notaba que había dejado de ser? Las cosas que había hecho desde el viernes hasta hoy no eran propias del Dani que todos conocían, pero no me importaba.

El ding del microondas me despertó. Saqué el plato y me senté a comer en un silencio que solo era interrumpido por el tenedor al chocar contra el plato.

Me había pasado los últimos años atormentado por muchas cosas. Aún seguía envuelto en aquella marejada de emociones, pero los últimos cuatro días había probado el control, el poder, la libertad de ser quien quisiera y de conseguir lo que deseaba. Si el precio que debía pagar por tener todo eso era no sentir nada ante las cosas que en otro tiempo me regalaban atisbos de alegría, lo aceptaba. Prefería el placer que encontraría en las mujeres a la posibilidad de una vida plena y feliz.

Comí con hambre y ansias, sabiendo que el juego que había comenzado no tenía marcha atrás y aunque la hubiera, no tenía pensado dejar de avanzar. Pasase lo que pasase quería llegar hasta el final de la partida, aunque una parte de mí se perdiera en el camino o entre las casillas de cada decisión tomada.

Tras lanzar el último bocado a la deliciosa comida casera de mi vecina, lavé los cubiertos y el tupper de Sofía y me acerqué a la nevera para coger la pizarra magnética que había allí. Volví a sentarme e hice una lista de las cosas que tenía que hacer aquella tarde.

Lo primero de la lista era repasar para el examen de historia que tendríamos mañana. No era una prueba demasiado complicada. Era tipo test, salvo una pregunta de desarrollo que valía tres puntos.

Lo siguiente sería mirar la lista que nos había dado la profesora Elga, elegir una obra para la exposición y buscar información al respecto. No teníamos mucho tiempo y tener un trabajo que rozara el sobresaliente en poco tiempo me llevaría su tiempo y esfuerzo.

Lo tercero sería Maite.

Debía hablar con ella y tenía que ser esa tarde. Si le daba demasiado tiempo para pensar las cosas, la tentación de contarle a su prima sobre mis cicatrices aumentaban. Mientras escribía el nombre de Maite en la pizarra pensé que era poco probable que dijera nada a Gabriela, ya que entonces tendría que explicarle cómo lo sabía o cuando me había visto sin camiseta. Si aquella situación llegaba a ocurrir, ¿le diría la verdad? ¿Le contaría todo lo que había pasado entre nosotros? La idea de que ambas supieran por la otra que había tenido mi oportunidad con las dos no me desagradó, pero tampoco me convenía que aquello se desvelara tan pronto. Debían ser completamente mías antes de que eso pasase.

Lo último que anoté fue revisar el portátil de Don Vicente y descubrir sus oscuros secretos que tanto le asustaba que conociera. La curiosidad por hacerlo en el momento, invadía mis pensamientos y ánimos, pero uno debe reservar las cosas más excitantes para el final. No quería que lo que encontrase nublara mi mente y me impidiera hacer todo lo demás.

En ajedrez existe un término llamado combinación. Es la consecución de movimientos que en el orden adecuado limitan los movimientos o posibilidades de victoria del rival. Tenía cuatro tareas y debía elegir el orden adecuado que más me beneficiara.

Rodeé con el bolígrafo el nombre de Maite como lo primero que debía solucionar de la lista. Solté el boli y me dirigí a la mochila. Saqué mi móvil con la intención de escribirle que debíamos vernos.

No pude evitar sorprenderme al recibir un mensaje suyo.

“Tenemos que hablar. Estaré en la biblioteca a las seis”.

Le respondí con un simple y sencillo OK. Algo que no dejara entrever más información de lo necesario.

Imaginé de lo que querría hablarme. Lo más probable era que buscase saber lo que tenía pensado hacer con el vídeo de ella con Don Vicente y también descubrir el origen sobre lo que me había pasado.

Pensé en el video. No me sentía cómodo teniendo la prueba de un intento de violación, pero al mismo tiempo era lo único que aseguraba la protección de Maite y que me proporcionaría unos ingresos nada modestos. Haría una copia de seguridad como con todo lo que tenía de mis reinas y más adelante me desharía de aquel mal recuerdo.

Un bostezo invadió mi boca para aturdirme con el deseo de tomar un pequeño descanso que estaba claro me hacía falta. El haberme pasado dos noches enteras sin dormir aún pasaba factura. Puse la alarma para que sonara en noventa minutos y me tumbé en el sofá. Clavé la cara en donde Gabriela había dejado grabado su recuerdo en más de un sentido y cerré los ojos pensando en ella y en la noche anterior.

Al despertar pensaría al detalle el transcurso de aquella tarde.

Abrí los ojos al escuchar la incesante melodía de la alarma. Tras apagarla fui hasta la cocina. Me mojé la cara para quitarme los restos de sueño y tomé un café bien cargado. Necesitaba fuerzas para lo que estaba por llegar.

Tenía una hora antes de salir y dirigirme a la biblioteca a encontrarme con Maite y volver a ver una vez a Eli. No sabía cuál de las dos cosas me apetecía más. Si poner a prueba la lealtad de Maite o estar cerca de una de esas mujeres por las que un hombre perdería el juicio y arruinaría su vida por pasar treinta minutos entre sus piernas.

Saqué aquella fantasía de mi cabeza, mientras degustaba el último sorbo de cafeína que quedaba en la taza. Tras lavarla subí hasta mi habitación. Me acerqué al estante de Cds y saqué uno de color azul que tenía la etiqueta de “Historia, temas 3 y 4”.

La mayoría tenía sus apuntes en papel, pero los míos solían estar en audio. Cuando regresaba de clases hacía resúmenes y los grababa. Cada noche antes de dormir me ponía a escucharlos para memorizarlos poco a poco. Debido a que tenía que llevar a cabo mi plan con Gabriela y sus trabajos, había dejado de lado lo de estudiar durante casi una semana. Aunque más que estudiar lo que estaba por hacer era un simple repaso que no requería demasiado esfuerzo.

La mayoría de estudiantes detestan tener que leer sus apuntes día tras día, pero nunca han probado a grabarse y dedicarse simplemente a escucharse a sí mismos. Este método me resultaba más eficaz y me dejaba con más tiempo libre.

Bajé de nuevo al salón y metí el cd en el reproductor de música. Cogí el mando y le di a reproducir. Los siguientes treinta minutos los pasé paseando por el salón al son de mi voz. Para que no resultase aburrido o perdiera la concentración, cada cierto tiempo el audio con mi voz me lanzaba varias preguntas de lo que hasta el momento me había estado narrando. En ese entonces detenía la grabación, respondía en alto y luego comprobaba si había acertado retomando el audio.

Una vez hube acabado la sesión de estudio, devolví el Cd al estante de mi cuarto y elegí algo de ropa limpia para ir a la biblioteca. Aún tenía encima el aroma a sudor y sexo que había creado con ayuda de Maite y necesitaba una ducha fresca que me ayudase a relajarme de tanta tensión acumulada y a mantenerme centrado en lo que era importante.

Cuando el agua helada cayó sobre mí, fue como una descarga. Me obligó a tensar todos los músculos del cuerpo. Por muy bien que me sintiera siempre al salir, nunca llegaba a acostumbrarme al golpe inicial que experimentaba al notarme empapado de una intensa ola de frío. Lo mejor que tenía aquel momento del día es que, mientras luchas contra la sensación de que el frío te absorbe el calor y te quema la piel, no piensas en nada más. Todo lo que te preocupa, entristece, enfada u ocupa cada espacio de tus pensamientos, durante unos minutos desaparece de la cabeza. Solo eres tú y el agua. Luchas con ella hasta que tu cuerpo se acostumbra, la acepta casi como si fuera parte de ti. Cuando cierras el grifo y sales, todo lo que te agobiaba tarda un tiempo en volver a encontrarte. No sé al resto del mundo, pero conmigo siempre tiene ese efecto sanador.

Me sequé por completo, evitando como siempre mirarme en el espejo del baño. Me puse el reloj y tras dejar la toalla y la ropa en el cesto abandoné el baño completamente desnudo. Entré a mi cuarto y tras coger unos bóxer me dispuse a elegir ropa. Cogí un pantalón deportivo negro, una camiseta blanca, un pullover que intercalaba diferentes tonos de grises y unas deportivas. Miré el reloj. Quedaban cuarenta y cinco minutos antes de encontrarme con Maite.

Salí del cuarto y pensé en bajar, pero me detuve al inicio de la escalera. Miré la puerta que había al otro lado del pasillo. Era la que llevaba a la biblioteca.

Necesitaba información sobre pinturas y sus artistas para el trabajo de Arte y sabía que mi madre tenía una gran colección sobre cuadros y obras de artes entre aquellas paredes que de pequeño nunca me molesté en mirar. Lo malo era que para poder usar esos libros debía entrar allí. Eso era algo que no había vuelto hacer desde hacía casi ocho años.

El lugar que en otro tiempo era una especie de santuario de conocimientos y paz, un día se convirtió en una jaula de malos recuerdos.

Me acerqué a la habitación. Sabía que estaba cerrada con llave. Así se lo había pedido a mi madre, pero ella siempre me dijo que si alguna vez deseaba volver a entrar dejaría la llave cerca. Levanté el geranio de plástico que había sobre la mesilla junto a la puerta y la vi. Dudé si cogerla o no. Pero sabía que no tenía otro remedio. El tiempo corría en mi contra y mi salvación se hallaba tras aquella puerta. Agarré el pomo, mientras insertaba la llave. Tras escuchar al cierre hacer clic, noté que el pasado cobraría forma nada más abrir la puerta y encender la luz.

No me equivoqué. Busqué la llave de la luz y está iluminó una belleza que durante años había quedado oculta en la penumbra y el silencio. Miré los libros que mi madre había reunido con mucho esfuerzo a lo largo de su vida y al hacerlo me sentí como un traidor. Para muchos solo serían libros, pero para mí fueron amigos que me habían enseñado muchas cosas, me habían hecho mejor persona. Digo fueron porque no merecía el derecho de llamarles amigos nunca más ya que les había dado la espalda para huir del dolor, del pasado y de una parte de mí.

Cuando mi padre desapareció de nuestras vidas, al cabo de unos días comprendí que ya no era capaz de pasar un rato a solas en aquel cuarto. Temía que al estar allí, él volviera y atacara a mi madre, mientras yo andaba distraído en otro mundo. Al principio, preferí coger los libros y leer en el salón, cerca de ella, pero con el tiempo mis entradas en la biblioteca de casa se hicieron más escasas. Cada vez que lo hacía, su recuerdo me invadía. Las veces que mi madre me dejaba solo para enfrentarse a él, las ocasiones en las que no la golpeaba lo bastante fuerte y regresaba conmigo como si nada hubiera pasado. Era demasiado.

Al volver a entrar después de tanto tiempo me di cuenta de que seguía siendo duro. Miré con rapidez los estantes, al tiempo que mi cabeza se empecinaba en recordar el dolor vivido. Encontré una fila en la estantería de una de las esquinas del cuarto lleno de enciclopedias dedicadas a obras de arte y saqué la colección entera. Las llevé al pasillo, apagué la luz y volví a cerrar el cuarto para evitar que los fantasmas que había dejado encerrados de pequeño no me siguieran y se unieran a los que ya llevaba dentro. Devolví la llave debajo del tiesto con cierto alivio y recuperé la colección de libros.

Bajé las escaleras con cierto pesar. Mi cabeza volvía a estar algo ida, pero mientras me acercaba a la mesa del salón, el recuerdo de Gabriela completamente desnuda, apoyada en ella y yo detrás suya me hizo olvidar aquel malestar. Pensar en ella siempre me arrebataba una sonrisa, a veces de alegría, otras muchas de placer y deseo,  y me sacaba de las sombras que poblaban mi cabeza de forma continuada. Bastaba imaginármela, o susurrar su nombre para notar como la libido se despertaba en mi cuerpo.

Habría preferido quedar con ella en la biblioteca antes que con Maite, pero lo bueno siempre se hace esperar y seguro que Gabriela no había llegado puntual a nada en su vida.

Dejé los libros en la mesa. Miré la hora y pensé en irme ya para llegar a las seis. Detestaba llegar tarde y hacer esperar a la gente, fuera quien fuera. Aunque la idea de hacerlo para torturar algo a Maite no me desagradó, preferí seguir siendo la persona puntual que todos conocían. Además, tenía otras formas de atormentar a la querida prima de Gabriela y también una de mis reinas.

Antes de salir pasé un dedo por los costados de las enciclopedias y me sorprendió descubrir que estaban impolutos. No había rastro de polvo. Pensé en María. Ella debía de haberse estado ocupando de mantener el cuarto para ser usado si alguna vez me sentía con fuerzas de volver a él.

Tras coger la mochila y todo lo necesario, me marché en dirección a la biblioteca, pensando en que posiblemente nadie volvería a encargarse de cuidar aquella habitación ahora que María había renunciado. Me habría gustado ser esa persona, pero sería imposible mientras mi padre siguiera dentro de mi cabeza. Aunque quería sacarlo, hasta el momento no había averiguado la manera de hacerlo.

Llegué a la biblioteca cinco minutos antes de la hora acordada. Me quedé en la distancia y observé los alrededores por si veía a alguien conocido. Alguien como Gabriela, pero no había nadie por los alrededores. No me fiaba de Maite ni de su invitación y seguro que algo planeaba. Iría con pies de plomo.

Me encaminé hacia la puerta con algo de nervios. Me apetecía con locura ver a Eli. Cierto era que nos habíamos visto hacía poco tiempo, pero nuestra despedida no había sido agradable para ninguno. En cierta manera lamentaba haber quedado con Maite en aquel lugar, ya que no tenía deseos de regresar hasta dentro de algunas semanas. Quería hacer pensar a Eli que su curiosidad me había hecho daño para que en nuestro próximo encuentro me mirara con otros ojos y bajara sus defensas. Pero ya estaba allí y tendría que improvisar. Tal vez la cosa no necesitara de semanas y con aquellos pocos días hayan bastado para hacerla ligeramente vulnerable. Debilitar a una diosa no es fácil, pero lograrlo incluso un poco hace que te sientas casi divino. Deseaba experimentar esa sensación.

Cuando entré la vi en el mostrador.

Su cabeza como siempre estaba perdida en la pantalla del ordenador, catalogando una pila de libros nuevos que le habrían llegado. Llevaba sus gafas de color verde oscuro. Tenía el pelo recogido en un moño que la hacía parecer despampanante. La prefería cuando lo llevaba suelto, pero así seguía estando hermosa. Llevaba puesta una cazadora negra y debajo un abrigo fino de lana gris claro. Me acerqué al mostrador y antes de que notara mi presencia vi que tenía puesto uno de esos pantalones vaqueros oscuros que quedan ceñidos al cuerpo. Me encantaba cuando Eli llevaba ropa que no dejaba paso a la imaginación y directamente te mostraba las delirantes curvas de su cuerpo.

Aparté la vista de ella con desgana y visualicé el resto de la biblioteca. La zona de ordenadores estaba ocupada por algunos chicos, más jóvenes que yo, buscando información para clase o alguna tontería con la que pasar el rato. Las mesas estaban prácticamente vacías salvo por algún que otro estudiante. Al fondo de la estancia había tres salas de estudios de las cuales dos estaban ocupadas. Aunque la parte inferior de las habitaciones estaba recubierta de madera, las paredes eran de cristal y se podía ver claramente quienes estaban dentro y lo que hacían. En la de la izquierda había una chica que me daba la espalda, pero en la otra estaba Maite. Enfrascada en lo que supuse serían sus apuntes de historia no me vio. Pero después de dar un vistazo rápido a su móvil para, quizás, consultar la hora, alzó la mirada y se dio cuenta de que estaba allí.

Lamenté que me viera antes de estar más cerca, pero no importaba. En cuanto terminara mi breve encuentro con Eli, tendríamos todo el tiempo para hablar de nuestros asuntos.

Eli finalmente se percató de mi presencia. Se sorprendió tanto como se alegró.

–Hola Eli –le dije con normalidad, mientras me acercaba hasta ella, sin mostrar interés en su expresión–. ¿Qué tal va todo?

–Pues aquí me ves. Añadiendo títulos, autores, números de serie. Un día más en mi infierno particular.

–Menos mal que te gusta estar entre libros.

–Si es una suerte. No esperaba verte por aquí.

Fingí desconcierto.

– ¿Y eso? ¿Por qué no iba a venir?

Ella apartó la mirada un segundo antes de volver a mí. Me mordí la lengua con fuerza. Cuando sentía el profundo azul de sus ojos sobre mí, la imaginación se adueñaba de una parte de mi control y empezaba a fantasear con Eli.

Siempre me había preguntado porque hombres tan poderosos en todas las épocas lo echaban todo a perder por una mujer. Al mirar a aquella preciosa bibliotecaria de apenas veintiséis años con el cuerpo de una diosa hecho ángel tenía al fin la respuesta.

Después de haber estado con una mujer y otras dos bellezas que no tardarían en serlo, mi anhelo de tener a Eli se había acrecentado. La deseaba, la necesitaba y tenía que ser mía fuera como fuera. Pero aún no era el momento. Tenía que prepararme para la lucha con ella. Al incluirla en el tablero debía buscar sus debilidades, descubrir más de ella, saber que casillas atacar y cuales evitar. Cuando sintiera que la había arrinconado, nada evitaría que la bibliotecaria de mis fantasías de quinceañero, fuera mía al menos una vez.

–Bueno –comenzó a decir–. Teniendo en cuenta como acabaron las cosas el otro día, no estaba seguro de que regresaras en algún tiempo.

–Ya –respondí–. La verdad es que no tenía pensado venir durante un tiempo, como bien has imaginado. Pero resulta que tengo que preparar un trabajo de arte y necesito material. Esperaba que pudieras echarme una mano.

–Claro. Los libros de arte están en los estantes del fondo.

–En realidad buscaba información concreta sobre un autor y su obra. ¿Podrías echar un vistazo en el ordenador por si hay algo?

–Claro. ¿Nombre del artista y siglo? –Le entregué a Eli la hoja del trabajo de arte con uno de los cuadros y su autor subrayados. Durante el trayecto en autobús me había decantado por una de aquellas obras. No tenía pensado pedir la opinión de Maite. Lo único que me interesaba es que hiciera una buena presentación. Del resto me ocuparía yo–. Tienes suerte. Hay una biografía sobre él. Vamos. Te ayudaré a buscarla.

–Ya si eso la buscamos luego. He quedado con una compañera para hablar del trabajo.

–No será la que te dio plantón el otro día.

–No. Es otra. Y no mires, pero me está esperando en una de las aulas.

–Bueno, pues no te retengo más. Si acabo con esto rápido te buscaré el libro.

–Gracias. Antes de irme, me gustaría acabar la conversación sobre lo del viernes.

Eli me miró y asintió.

–Aquí estaré –respondió.

Sonreí y tras despedirme me volví para encontrarme con Maite. Ya había elegido cual sería mi movimiento y solo quedaba esperar a ver cuál sería el suyo para contraatacar y poder actuar.

Continuara,,,

Gracias a todos los que habéis adquirido la novela hasta ahora, por dejarme vuestras impresiones y esperar pacienes por la segunda parte. Prometo que estará a la alturaq de vuestras espectativas.

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Saludos.