Relatos de juventud 18

Ellas solo querían a un chico malo. Yo sería el chico malo que les haría desear a los buenos.

Maite me miró con la misma expresión de horror e incredulidad que tenía mi madre cuando después de meses de infierno descubrió las numerosas cicatrices que aquel sádico se había encargado de grabarme a fuego en la piel.

Aquellos ojos me transportaron a una época que no quise recordar, pero no podía culparla. Yo era quien había decidido mostrarle aquellas marcas que asquearían la vista a cualquiera. Veintitrés cicatrices repartidas por todo el pecho, el vientre, los hombros y los costados. Ocho de ellas situadas cerca del corazón, pegadas unas a las otras, formando una cruz. Aquellos ocho puntos deformes fueron los primeros, los más insoportables y de los que peor recuerdo guardo.

Sentí que había cometido un error con aquella jugada. Me mostré totalmente humano y vulnerable con Maite, dejándole ver las huellas de mi pasado, de lo que este había hecho conmigo y lo único que había logrado era una mirada de horror que ahora se tornaba en lastima.

Lástima.

¿De qué me servía su estúpida compasión salvo para hacerme sentir débil?

Cogí mi camiseta y aparté mi cuerpo desnudo del suyo. Ella se volvió hacia mí sin pensar que ella tampoco llevaba nada. Me miró sin saber que decir, leyendo en el enojo de mi mirada que no quería escuchar ni una sola palabra.

Además, ¿qué podía decir?

–Vístete– le dije, mientras terminaba de ponerme la camiseta e iba a por mi ropa interior y los pantalones. Ella obedeció. Se dio la vuelta y se inclinó para coger su ropa. Ni siquiera estaba de humor para mirarla mientras lo hacía. Mi cabeza estaba como ida. Notaba como el otro yo se imponía sobre mí. El chico bueno se había arriesgado y posiblemente metido la pata. Solo él podía sacarme de aquel lio.

Mientras Maite se subía el pantalón me lanzaba furtivas miradas. Veía la pregunta reflejada en sus ojos, moverse en el filo húmedo de sus labios.

¿Quién te hizo eso?

Aquellas palabras que no se atrevía a pronunciar en voz alta tañían mi cabeza como una maldición. Me di la vuelta, cerré los ojos y trate de controlarme, mientras veía la sonrisa de mi padre cada vez que presionaba uno de sus cigarrillos contra mí cuerpo.

– ¿Estás bien?

Sentí su mano posarse sobre mi hombro y como si aquel simple roce me quemara la aparte con un ligero movimiento. Ella se retiró.

Me volví y la miré. Ella estaba asustada.

Conocía aquel miedo.

Lo sentí cada vez que él venía a por mí tras cada derrota para marcarme y recordarme mi fracaso para salvar a mi madre.

Respiré varias veces hasta que noté la tensión desaparecer de mi cuerpo. Lo bastante al menos para no pifiarla más. No podía mostrarme débil ante ella y ante nadie. Todo se vendría abajo y la partida que tanto me había costado empezar acabaría.

Eso no sucedería.

–Ve a clase –le dije.

– ¿Qué? La clase empezó hace rato. No podemos ir.

–Podemos –exclamé–. Y debemos. ¿Crees que nadie se preguntará dónde estamos? ¿Qué pensarán si nos ven aparecer a la próxima hora y no a esta?

– ¿Y qué hacemos? Si llegamos así tal cual lo pensaran de todos modos.

–Adelántate tú. Dile a la profesora que... –incluso en ese momento me costaba pensar. Tantas preguntas sobre que debería hacer a partir de ahora con Maite, con mi vergonzoso secreto. Cerré los ojos y apliqué el truco que me habían enseñado en el club cuando demasiados pensamientos y variantes me impedían seguir el juego. Imaginé un diminuto punto negro que cada vez se hacía más y más grande, haciendo que todo lo demás, ideas o problemas, desaparecieran debajo de aquel manto de sombra. Cuando me sentí centrado hallé la respuesta–. Dirás que Don Vicente nos llamó a los dos porque hubo un grave problema con nuestros trabajos finales. Yo llegaré después de ti y diré lo mismo. ¿Entendido?

– ¿Y si la profesora no se lo creen?

–Lo hará. Ahora vete.

Maite asintió.

–Dani...

–No –Atajé suponiendo lo que venía–. Ni si te ocurra decir nada. Haz simplemente lo que te he dicho. Y hazlo ya.

Abrí la puerta del cuarto. El aire frio combatió el calor que Maite y yo habíamos creado entre aquellas paredes. La miré y vi el sudor en su cara. Noté que estaba igual–.Ve al baño y arréglate un poco. Quien te viera pensaría que...

Me detuve. No era momento para aquello.

Ella no dijo nada. Lanzó una de sus miradas y bajó por las escaleras. Cuando sentí que sus pasos se perdieron me senté en la silla. Recordé sus ojos. Los de Maite, los de mi madre… los suyos. Todas me provocaban la misma rabia.

"No tengo tiempo para esto. Tengo que darme prisa".

Limpié la habitación lo mejor que pude con las toallitas y las tiré en una papelera. Era mejor que el de mantenimiento no supiera lo que había pasado allí dentro.

Tras limpiarme el sudor de la cara, cogí la mochila, me la colgué de un hombro y bajé tan rápido  como discretamente pude en busca de mi coartada.

Mientras avanzaba decidí que las cosas con Maite me podían haber salido algo caro, pero tampoco se podía negar que había valido la pena. Lo esencial ahora era actuar de la manera correcta con ella para que se rindiera. Solo que aún no sabía cuál era esa manera.

Cuando llegué al aula de informática me detuve unos instantes. Escuché a don Vicente en plena clase. Cerré los ojos y lancé un largo suspiro. Cuando tomé aire y abrí los ojos llame con tres golpes secos. Se hizo el silencio y esperé.

–Adelante.

Abrí la puerta y miré al profesor. La expresión de su cara era de alguien que ha visto un fantasma.

–Siento molestarle, Don Vicente –dije con fingida amabilidad, mientras su clase me miraba y yo les ignoraba para centrarme en quien de verdad me interesaba–. ¿Podría salir unos minutos? Es importante.

Don Vicente me miró sin saber qué hacer. Pero supongo que algo en su cabeza despertó y le hizo creer que por ser profesor él tenía la autoridad.

–Estoy en mitad de una clase.

–Lo sé y lo siento. Pero es que la directora me ha pedido que venga a buscarle. Es muy urgente.

Casi pude sentir como se tragaba el miedo al oír la palabra directora.

–Chicos. Terminad de leer los términos que faltan y los comentaremos a mi regreso. Si pillo a alguien de pie o hablando cuando vuelva lo pagara en su nota final. Y no bromeo.

Don Vicente salió del aula y la cerró tras de sí, como si buscara ocultar sus pecados a personas que seguro también tenían los suyos. Aunque no tan horribles como los suyos. O los míos.

–Tranquilícese –exclamé indiferente–. Era una broma.

– ¿Qué? –dijo susurrando y con claro enfado–. ¿A qué coño estás jugando? Teníamos un trato y lo cumpliré.

No me gustó el tono con el que me habló, pero lo deje estar.

–Lo sé. Sé que es un hombre de palabra. Nunca lo pondría en duda –respondí con la más creíble falsedad. A veces me sorprendía como unas palabras amables logran calmar a una fiera. Con él pareció funcionar un poco, teniendo en cuenta la razón de aquella conversación–. Pero necesito que me haga un pequeño favor personal.

– ¿Qué favor? –dijo, mientras lanzaba una mirada a mi mochila. Vi en sus ojos que pensaba en el portátil. Aquello hizo que deseara más saber que tenía dentro.

–Quiero que me acompañe a clase y le diga a la profesora de arte que Maite y yo hemos estado con usted revisando nuestros trabajos.

Le expliqué lo que tenía que decir para que resultara creíble.

– ¿Es todo?

– ¿Aparte de nuestro trato? Sí. Es todo. Ahora, por favor, suba. Le seguiré.

No trataba a Don Vicente con respeto porque lo sintiera sino porque ya estaba atrapado y yo era su carcelero. Si presionas a alguien que no tiene escapatoria más de lo que debes, le amenazas continuamente y te burlas de él en su cara, mostrándole que no puede hacer nada para librarse de lo que le está pasando crearas algo peor que un hombre desesperado. Y la desesperación unida al odio y la sed de venganza te hacen hacer lo que sea necesario para escapar de ella.

Lo sé muy bien.

Por eso trataba de que Don Vicente se creyera a salvo siempre que siguiese las reglas. Un cobarde que se siente a salvo no es una amenaza que deba preocuparte.

Preferí que fuera delante no solo para crear una falsa sensación de superioridad y autoridad, sino porque no quería a alguien tan asqueroso como él a mis espaldas. A tus enemigos átales con cuerda corta y siempre tenlos donde puedas verles. Además, no me apetecía que clavase su vista en mi mochila, se volviese loco y tratase de arrebatármela para recuperar su preciado ordenador.

Cuando llegamos a la clase. Se detuvo a unos metros de la puerta y se volvió.

–Te pagaré seiscientos este mes si me devuelves el portátil.

Le miré fijamente y luego a mi reloj.

–Llame a la puerta, profesor.

–700.

– ¿Es un pedófilo?

Don Vicente se sorprendió.

– ¿Qué? Por dios santo. No. Claro que no.

–Entonces no tiene de que preocuparse. Le aseguro que lo que haya dentro es para uso personal.

–Dani por favor.

– ¿El portátil vale tanto como para perder toda su vida? Se lo repetiré solo una vez más. Cumpla su parte del trato y haré lo mismo. Y cada uno podrá seguir con su vida. Lo que le he pedido es poco y lo sabe. Otros lo dejarían seco. Le pido que no me obligue a ser uno de ellos. Ahora, por favor, llame a la puerta antes de que pierda la paciencia. Los dos tenemos una clase a la que regresar.

Don Vicente quiso continuar con la conversación pero cedió y golpeó con fuerza la puerta antes de abrirla.

–Buenos días, profesora. Siento tener que molestarla.

– ¿Ocurre algo? –Dijo la profesora de arte al acercarse a la puerta–. Dani. Me preguntaba dónde estabas.

La profesora Elga.

Era una mujer joven que no pasaría de los treinta años, su pelo castaño siempre lo llevaba recogido y parecía bastante descuidado. Llevaba unas gafas que la hacían parecer más lista, pero para sus alumnos solo eran una forma de mostrar que se creía superior a nosotros.  Tenía su atractivo, siempre que no la odiaras. Cosa que le pasaba a todo estudiante del instituto.

Había intentado caerle bien muchas veces, pero era un témpano. Hay personas que están forjadas de desprecios y la profe Elga se había bañado en ellos tantas veces a lo largo de su corta vida que se convirtió en enemiga de todo el mundo que tuviera menos de dieciocho años.

–Es culpa mía. Ha ocurrido un problema con algunos de los trabajos del curso y le pedí a Dani y a la alumna Maite Díaz que vinieran a mi despacho para hablarlo y tratar de solucionarlo.

–Entiendo. Esta es la segunda clase mía a la que faltas, Dani

Sabía que sacaría el tema. Recuerdo cuando el viernes tuve que faltar a su clase para hacer las pruebas físicas. La cara que me había lanzado no fue precisamente de buenos amigos, aunque se esforzó en fingir comprensión cuando me pidió que hojearas aquellos cuadros para la clase que estaba dando en esos momentos.

–Técnicamente solo he faltado a una y media. Esta aún no ha terminado –respondí sabedor de que aquello lo único que conseguiría sería provocar su enfado, pero me dio igual. No tenía la cabeza lo bastante fría y centrada para sutilezas.

Hizo como que me ignoraba y se dirigió a Don Vicente.

–La próxima vez, profesor, intenté no hacerlo durante mis horas de clase. ¿Y la alumna Díaz? ¿Dónde está?

Escuché aquella pregunta sin creerme lo que había dicho. No estaba en la clase. Durante unos segundos pensé que no era posible que se hubiera atrevido a desobedecerme. Entonces, ¿dónde estaba?

–Estoy aquí –dijo Maite, apareciendo por el pasillo. Me miró un segundo antes de volverse y mirar a Doña Elga–. Lo siento profesora, necesitaba ir al baño.

–Muy bien. Los dos, entrad al aula. Profesor, que no vuelva a ocurrir.

Entré al aula mientras notaba las miradas de la clase clavadas sobre Maite y sobre mí. Fui hasta mi pupitre como si no pasara nada, sintiéndome importante por dentro. Era una estupidez, pero ¿quién no se ha sentido así alguna vez incluso por una tontería como un problema con un trabajo?

Saqué mis cosas y dirigí una mirada al portátil del profesor. Tenía que echarle un vistazo cuanto antes para saber que le preocupaba. Miré de reojo durante unos segundos a Maite. Me cabreó que no obedeciera sus órdenes y llegara después de mí. Aquella rebeldía no entraba en mis cálculos y cuando algo no salía cono quería me ponía de mal humor

Un humor que estaba comenzando a sentir.

De pronto vi como Gabriela le hablaba y fue entonces cuando caí. Aparté la vista de ellas y la clavé en el cuaderno. No le había dicho a Maite que no dijera nada sobre mis cicatrices. Si se lo contaba a su prima se acabaría todo.

“¿Qué más da que se lo diga? No cambiará nada”.

“No estoy preparado para que lo sepa. Así no. No por otros”.

“Ella no dirá nada. No puede. No mientras exista el video”.

“Es verdad. No se atreverá”.

La puerta del aula se cerró con fuerza y la profesora regresó a su asiento para proseguir la clase. Desperté de mis temerosos pensamientos y la observé sin escuchar de lo que hablaba y sin que a ella le importara.

Solo podía pensar en Maite, en lo que le había dejado ver de mí, en Don Vicente y sus secretos digitales que tenía en su portátil, en mi padre... y durante unos segundos pensé en Gabriela.

¿Sería capaz de mostrarle tal y como era? ¿Qué sentiría al verme? ¿Pondría la misma cara que su prima? ¿Y cómo reaccionaría yo cuando me viera? ¿Sentiría lo mismo que experimentaba en ese momento o llegaría el día en que pudiera mirarme al espejo sin sentir asco de mi ni notar el peso de los recuerdos de aquellos atroces días que llegaba grabados en la piel como algo normal?

Mientras me regodeaba en mis pensamientos, un libro cayó frente a mí regresándome a la realidad. La profesora estaba frente a mí. Me miró con tal desprecio  sin darme cuenta y sin preocuparme que los de otras mesas me vieran le devolví la misma mirada. Extendió la mano y recuperó su manual de clase.

–Que hablemos de cosas que se crearon en el pasado no es razón para que puedas irte a visitarlas a tu mundo imaginario, Dani.

Alguna que otra risa burlona. Ya era la segunda vez en poco tiempo que me pillaban ensimismado. Y con aquella profesora no me las podía andar de sabiondo como con el de literatura. Una vez le corregí la pronunciación de la ciudad en que nació un pintor y desde entonces me tenía entre ceja y ceja.

–Lo siento, profesora –respondí de forma que incluso hasta a mí me sonó mentira. La mirada que ambos cruzábamos no ayudaba tampoco.

–Siéntelo tanto como quieras, pero en mis clases quiero completa atención. Y va para todos.

Tras diez minutos en que la observé fijamente, la hora acabó y tocaba clase de griego en otra aula. Vi como Gabriela y Maite cuchicheaban. Me pregunté si se habría atrevido a decirle lo de mis cicatrices.

–Maite Díaz y Daniel Gómez. ¿Podéis venir? –Dijo la profesora. Aquel “podéis” era su manera de decir venid ya.

Me levanté sin terminar de recoger mis cosas, mientras el resto de la clase que quedaba en el aula salía rumbo a su respectiva asignatura. Vi como Maite le daba su mochila a Gabriela para que se la llevara al aula de griego. Pasé a su lado en el momento justo y ella me dirigió una mirada entre asesina e indiferente. Aquella contradicción me encantaba, pero estaba tan ocupado pensando en que querría la profesora que la dejé pasar. Cuando quedamos los tres a solas se dignó a dejar de mirarnos como si fuéramos criminales y empezó a hablarnos.

–Al principio de la clase he comentado a vuestros compañeros que el próximo trimestre cada día que tengamos clase se hará una presentación oral por parejas de alguno de los cuadro de la lista que he repartido. Comenzaremos al regresar de las vacaciones de navidad. Tomad –dijo, mientras dejaba una hoja con frialdad delante de cada uno–. Seréis la primera pareja en hacer el trabajo. Felicidades.

Maite y yo nos miramos. Ella no se creía lo que había oído. Yo me mantuve serio e indiferente.

– ¿Qué pasará con mi prima?

– ¿Qué le ocurre?

–Somos veintiuno en la clase. Uno se quedará sin pareja.

–Gabriela expondrá sola. Envió su trabajo final con retraso. Exponer sola le servirá para aprender a no descuidarse y tomarse las cosas en serio. Además, le vendrá bien defender un trabajo por sí misma sin ayuda de otros. Y a vosotros también. Tú aprenderás a trabajar lejos de tu prima y tú –dijo mirándome con sutil burla– a saber lo que es el trabajo en equipo.

Quise responder, pero sabría que luego tendría que pagar las consecuencias. Por eso me limité a asentir. Esperé que Maite aceptara aquello de la misma manera. Pero supongo que era esperar demasiado de una reina altiva.

–No es justo –respondió–. Siempre hemos tenido libertad para elegir a nuestro compañero de trabajo.

La profesora entrelazó los dedos de sus manos. Aquello era mala señal. Estaba al límite de su escasa paciencia.

–Si hubieras estado en clase cuando debías, no habría pasado esto. Y la libertad la da el profesor si así lo considera oportuno. Y vosotros expondréis juntos. No hay más que hablar al respecto.

–Menuda mierda –lanzó Maite sin malicia.

Cualquier otro profesor no le habría dado importancia o hubiera respondido con un “es lo que hay” o “no os queda otra”. Pero la profesora de arte era un mundo de sombras. Aquellas dos palabras tenían sus consecuencias y estábamos a punto de conocerlas.

–Como dije las exposiciones comenzaran la primera semana de inicio del segundo trimestre, pero haré una excepción por esta vez y las empezaré este viernes con vosotros.

Quise lanzar un suspiro de indignación, pero me mantuve frío, como si aquella noticia no supusiera nada para mí. No quería darle a Doña Elga ese deseo de superioridad que buscaba en nuestras caras.

Desde pequeño había conocido a compañeros que disfrutaban viendo sufrir a los demás. Entre ellos a mí. Cuando más indiferente te mostrabas más se enfadaban. Y cuando eso pasaba yo sonreía por dentro, porque significaba que no habían logrado salirse con la suya. Al menos no de la manera que querían.

Doña Elga era esa clase de matona. Se había hecho profe para hacérselo pagar a los estudiantes que se metían con ella. Buscaba compensar su pasado atormentando nuestro futuro.

– ¿Esta semana? –Exclamó Maite–. Profesora es la última semana del curso. Los trabajos y exámenes ya están hechos. No puede adelantar exposiciones del siguiente trimestre.

–Haberlo pensado antes de responder de una manera tan vulgar. Esto les enseñará que a mis clases no se falta.

– ¿Todo esto por su clase? Si llegamos tarde fue porque...

–Causas de fuerza mayor –añadí, logrando que ambas me miraran. Intenté calmar la tensión y evitar que las cosas fueran a peor–. No es culpa nuestra que el profesor extraviara nuestros trabajos.

–Pero lo es el no haberos tomado la molestia de avisarme de lo que pasaba. Y debéis aprender que toda decisión conlleva un precio. Y ahora tendréis que pagar por vuestra falta de responsabilidad.

Cualquiera se daría cuenta de que aquello no tenía ningún sentido. La profesora buscaba castigarnos sin una causa razonable. Únicamente deseaba castigarnos y causarnos un gran malestar al ponernos juntos.

–Si no tienen nada más que decir les recomiendo que miren la lista y decidan su trabajo.

– ¿Cualquiera? –Respondí de forma seca y la mirada seria clavada en ella.

Las dos me miraron, pero yo solo tenía ojos para la causante de mi malestar. Ella pareció dudar al mirarme.

– ¿Cómo has dicho?

–Pregunto si podemos escoger cualquiera de las obras de la hoja.

La profe dudó.

–Sí. Cualquiera. Solo una.

– ¿Normas para el trabajo?

–Veinte minutos de exposición. Diez por persona. Cada uno deberá apañárselas sin ayuda del otro. Presentación con apoyo de imágenes, documentos, proyector… lo que queráis.

– ¿Valor de la nota?

–40% de la asignatura.

–Entendido –añadí, mientras cogía la hoja de la mesa sin mirarla–. Estaremos listos.

–Espera un momento. No puedes…

Mire a Maite y ella comprendió que discutir no iba a solucionar nada.

–Gracias por la oportunidad de ser los primeros en exponer, profesora. No la decepcionaremos –dije, mientras forzaba mi mejor cara y le regalaba una sonrisa.

Ella se levantó de la mesa, recogió sus cosas en silencio y se marchó con la sensación de sentirse victoriosa, con la esperanza de que aquello no saldría bien para ambos.

Y puede que así fuera, ya que al fin y al cabo teníamos que preparar un trabajo para dentro de tres días.

– ¿Por qué has hecho eso?

– ¿Y tú por qué no mantienes la boca callada? –Le espeté, mientras nos mirábamos–. Esto es culpa tuya. ¿Cómo se te ocurre hablar así delante de ella? ¿Acaso te falta medio cerebro? Sabes como es.

–Algo tenía que decir. Nos ha hecho una putada por una tontería.

–Y tú le has dado la excusa necesaria para hacerlo mucho peor.

– ¿Qué más da? No puede hacerlo. Iré y se lo diré a la directora. Ella la pondrá en su sitio.

–Haz eso y puede que evitemos esto, pero nos hará la vida imposible hasta fin de curso. Así que ya puedes olvidarte de eso. Haremos el trabajo.

Su cara era de asombro.

– ¿Es una broma? Mañana tenemos examen de historia. Eso nos deja dos días y medio para prepararnos.

–Es tiempo suficiente. Hace esto para humillarnos y el viernes nos iremos a casa sabiendo que la humillada será ella.

Maite me miró. Borré la sonrisa sádica que inconscientemente se dibujó en mis labios.

– ¿Te tomas esto como un juego?

–Es mejor que actuar como una niña pequeña que va en busca de la profe para chivarse.

Maite quiso responder, pero pasó a mi lado con intención de marcharse del aula. Antes de que lograra salir la retuve por el brazo y cerré la puerta para que no nos oyeran.

– ¿Por qué llegaste después que yo a clase? Casi lo estropeas.

Ella se liberó de mi brazo. Me gustó que luchara. Una reina que no se hace respetar no vale de nada.

–Fui al baño como me pediste. Tenía que limpiarme. ¿O esperabas que entrara a clase de arte con las bragas chorreando semen?

Durante unos segundos recordé que me había venido dentro de ella y que ni siquiera le di tiempo a limpiarse.

–Más vale que tomes la pastilla.

–No te preocupes por eso. La tomo.

Noté como sus ojos se dirigían a veces hasta mi pecho y luego se forzaba por no hacerlo.

–Como le cuentes a alguien lo que viste…

–No lo haré –respondió. No vi mentira en sus ojos–. Te lo prometo.

–Cuidado con lo que prometes –lancé.

– ¿Quién fue el que te hizo eso? ¿Tu padre?

Aunque esperaba que en algún momento hiciera la pregunta, me pilló desprevenido. Noté como el cuerpo se me tensaba ante aquellas dos palabras. Metí las manos en los bolsillos de la sudadera y apreté los puños con fuerza, mientras trataba de no perder la poca calma que me quedaba.

–Vete a clase. Ya.

Maite se dio la vuelta y abrió la puerta. Una vez estuvo fuera la volví a cerrar con cuidado, tratando de no dar un portazo. Cogí la hoja que me había dejado la profesora, la convertí en una bola y la lancé al fondo de la clase con todas las fuerzas que tenía. Aquella rabieta infantil me hizo sentir un poco mejor, aunque no demasiado. Cogí la otra hoja que Maite se había dejado olvidada y regresé con ella a mi mesa. La metí en la libreta y guardé todo en la mochila antes de salir e ir a clase de griego.

Quedaban dos horas de clase y lo único que deseaba era irme a casa y podría haberlo hecho, pero no podía. No quería dejar ver a Maite que aquello me afectaba más de lo que ya había presenciado. Además, no había faltado a clases ni un solo día en los cinco años que llevaba en el instituto. No dejaría que un mal recuerdo cambiara mis intentos de ser el mejor alumno de aquel maldito centro.

Cuando elegí latín y griego como asignaturas esperé clases de historia donde profundizaríamos en la cultura de la época; sus dioses y su infinidad de mitos, sus importantes filósofos, el nacimiento de la razón y de ciudades como Atenas y Esparta; la historia que se vivió durante el reinado de Pericles o la vida del genio militar de todos los tiempos: Alejandro Magno. Pero lo cierto es que la mayor parte del tiempo lo único que hacíamos era traducir frases y textos. Era claramente una clase de Lengua, pero con lenguas muertas.

–He acabado –dije a la profesora al cabo de media hora de clase.

– ¿Ya? –Respondió Doña Sofía, mientras se acercaba a mi mesa y echaba un vistazo a la libreta–. Aparte de que te has olvidado de señalar el complemento directo de la tercera y la quinta oración está bien analizado y traducido. Buen trabajo. Le has cogido rápido el truco a usar el diccionario, Dani.

Lo cierto es que no.

Durante el verano me pasé una semana con sus mañanas y sus tardes en la biblioteca, memorizando el alfabeto griego y las malditas declinaciones de ambas asignaturas para que al comenzar el curso el resto de la clase se preguntase como era posible que se me diera tan bien. No era un genio talentoso; solo jugaba a serlo y por el momento me salía con la mía.

La profesora se marchó a ayudar a otra mesa. Yo miré al lugar en que Gabriela y Maite estaban sentadas. Justo al otro extremo de la clase. La miré sin importarme nada. Al estar en la última fila y solo, nadie podía verme contemplándola.

Aquel día me había propuesto tres cosas y para cada una de ellas necesitaba un objeto.

La primera había sido la llave del aula de tecnología.

Con ella había conseguido un portátil, un video sexual de lo más explícito entre profesor y alumna y un esclavo que pagaría para asegurarse que nada se supiera.

La segunda era la grabación de la agresión. Pensé que podría usar el encuentro como una forma de volver a chantajear a Maite para tenerla bien controlada, puesto que la primera grabación ella la creía borrada. Pero las perversiones de Don Vicente eran más de lo que hubiera imaginado. Aun así, el estar allí y tener aquel agrio recuerdo en la tarjeta de memoria del móvil me aseguró un rato de placer con ella. No era una reina perfecta, pero pronto ajustaría sus fallos para hacer que lo pareciera.

La última de aquellas cosas esperaba en el interior de mi bolsillo.

Las bragas de Gabriela. Serian ellas las que me concederían mi tercer momento especial del día. No pensaba irme a casa sin él. Aquella victoria final tal vez lograra olvidar el mal sabor que los recuerdos del pasado habían despertado.

Llevé la mano al bolsillo y saqué aquel preciado trozo de tela del color de un intenso azul.

Pensé en esperar a que ella me mirara, pero conociéndola no lo haría a menos que algo la obligase. Aproveché que la profesora no me veía y le mandé un mensaje a su móvil.

“Mira atrás” –le puse.

Conociéndola lo tendría encendido como el resto de la clase. Unos segundos después soltó el lápiz y se llevó la mano al bolsillo. Miró que la profe no estuviera cerca ni de frente a ella para mirar el mensaje.

Unos segundos después se volvió y me vio con incredulidad. Sosteniéndolas solo con el dedo índice y pulgar, le mostré la prenda que se había dejado en mi casa.

Sonreí. Jugar con ella siempre me alegraba.

Volví a guardármelas en el bolsillo.

Ella empezó a escribir en su móvil y la respuesta no tardó en llegarme.

“¿Qué quieres?

Tecleé una palabra y luego guardé el móvil en el bolsillo.

“Hablar”.

–Profesora. Como he acabado, ¿puedo pasar un momento por conserjería? Le dejé al conserje unos apuntes para que hiciera copias y quiero saber si ya las tiene para no ir luego en la siguiente hora.

Preferí no llamar a Marcel por su nombre. No quería que supieran que teníamos una buena relación. No porque me avergonzara de él, sino porque todo el mundo me consideraba, además de un bicho raro y empollón, un marginado. Quería que siguiera siendo así.

Los marginados y los solitarios son casi invisibles y solo los que son bastante fuertes se las arreglan para sacarle partido a un don que el resto considera una maldición.

–No hay problema. Pero no te tardes.

Después de darle las gracias salí del aula y esperé en el pasillo a que mi reina saliera con una majestuosa rabieta dibujada en su expresión.

Pasaron casi cinco minutos antes de que el momento que estaba esperando llegara. Gabriela cerró la puerta y se acercó a mí con los brazos cruzados. Se había puesto a la defensiva, pero su cara reflejaba que tenía intenciones de luchar contra cada palabra que saliera de mi boca.

– ¿Qué tal pasaste la noche? –pregunté, mientras me embriagaba con su mirada. Era tan hermosa que costaba mantener la distancia.

–No estoy para juegos. Dime de una vez que quieres.

–Pensé que tal vez quisieras recuperar esto –dije mostrando la prenda. Vi como su mano se lanzó veloz a por ellas, pero conseguí evitar que llegara siquiera a rozarlas–. No tan rápido. No puedo dártelas así sin más. Te pediría los calcetines que te dejé ayer, pero admitámoslo. A ti te sientan mejor que a mí. Sobre todo cuando no llevas encima nada más. No me mires así. Sabes que eres lo más parecido a una diosa que hay en este instituto y en este pueblo. Y yo un auténtico afortunado al poder haber visto todo lo que tienes que ofrecer.

Gabriela se dio la vuelta para entrar a la clase.

–Hazlo y habrá consecuencias –lancé con cierto enojo, clavando la vista en su trasero. Me moría de ganas por acercarme y apretujar aquel par de nalgas y sentir una vez más el contacto prieto de su piel que solo mi entrepierna había conocido–. Si crees que es un farol, adelante. Entra a clase. Pero si luego ocurre algo, será porque tú así lo quisiste

Tal como esperaba, se volvió para mirarme.

– ¿Qué quieres a cambio de devolvérmelas?

–Dos cosas muy simples. La primera es saber qué le has contado a tu prima. Porque supongo que algo le habrás dicho. Soy uña y carne.

–No le he dicho nada –fue su respuesta.

–¿De verdad? Vale. Te creeré. Ahora viene mi segundo deseo.

–¿Cuál?

–Un beso –dije mientras extendía la mano en la que llevaba su prenda, atrapada en mi puño.

Miró mi mano y luego a mí. Sin decir nada, pero con la indignación reflejada en su rostro se aproximó hasta mí. Tragué saliva. No sé porque ella era la única que lograba ponerme nervioso cuando la tenía cerca. Siempre se me aceleraba el pulso y durante unos segundos sentía como si todos mis sentidos se pusieran de acuerdo para funcionar a plena potencia y mantener mi mente centrada en lo que estaba por pasar.

Avanzó sin descruzar los brazos. Nos separaban unos centímetros. Cuando comenzó a dirigir su boca hacia la mía se detuvo al oírme.

–Cierra los ojos.

– ¿Qué? –al no responderle, terminó por hacer lo que le pedía.

Sonreí y me acerqué a su oído. Su cuerpo reaccionó al sonido de mi voz. Me imaginé un pequeño escalofrío recorrerla por entero ante el calor de mi aliento sobre su oreja.

–No los abras o habrá un castigo –dije, mientras la agarraba y separaba sus brazos hasta que finalmente los dejó caer a los lados–. Quiero que me beses, Gabriela. Y que mientras lo hagas, recuerdes. Recuerda lo que vivimos ayer. No el antes y el después de lo que pasó, sino los momentos que hubo en medio; en los que nos dejamos llevar hasta sentir el calor del otro. Recuerda las miradas, los besos, las caricias, nuestros cuerpos pegados y el calor de tu piel contra la mía; piensa en lo que fue y piensa en lo que pudiste dejar que fuera. Y mientras lo haces, quiero que me beses como si te fuera la vida en ello.

Me aparté de su oreja y acerqué mi boca hasta rozar la suya. Mis labios estaban anhelantes de los suyos. Ella avanzó y noté la vida abrirse paso dentro de mí con aquel beso. Cerré los ojos y me permití hundirme de lleno en el tiempo que durase ese instante. Disfruté la sorpresa de que fuera su lengua quien buscase el contacto con la mía. Respiré el aroma que la envolvía con sutileza. Desprendía la fragancia de alguna flor y lamenté que no oliera a manzana. Sentí el sabor de la menta fresca en su aliento y me embriagué de él y de todo lo que Gabriela me estaba dando. Pegó su pecho contra el mío. El contacto de sus senos bastaba para que el placer desembocase en lujuria si duraba demasiado. Me estremecí de gozo. Noté una de sus manos acariciar mi cabello, mientras la otra me rodeaba sin prisa alguna la mano en que guardaba lo que ella quería.

Lentamente su lengua pasó de desbocada e inquieta a pasiva y casi tímida. Cuando comenzó a separarse, me lancé a la desesperada sobre sus labios para robar un poco más de aquel paraíso. Aunque lo logré me supo a poco. Abrí los ojos, mientras abría la mano y dejaba que Gabriela se apoderase de su prenda.

Me llevé los dedos a la boca y la miré expectante. Rememoré la caricia de sus labios, mientras degustaba los restos que había dejado grabados sobre los míos.

Sentí ansias de más. Más besos y más de ella.

Volvió a mirarme con ese fuego propio de su encanto. Un fuego que esperaba nunca llegase a apagarse. Aquella lucha sin cuartel que parecía no conocer fin era una motivación más para pelear por ella.

–Disfrútalo –me lanzó segura, mientras guardaba las bragas en su bolsillo–. Esto acaba aquí.

“Que ilusa” –pensé.

–Esto solo es el principio, Gabriela. Si por un beso tuyo, por un beso como este, estoy dispuesto a correr el riesgo de que nos vean, por tenerte a mi lado para siempre valdría la pena ganarme un lugar en el infierno.

Gabriela se dio la vuelta como si mis palabra son valieran nada y se acercó a la puerta. Giró la cabeza y me miró.

–En el infierno es donde acabarás.

Acto seguido abrió la puerta y entró en el aula.

Cerré los ojos algo más de un momento y sonreí.

–Lo sé –lancé a la soledad que me rodeaba–. Pero aún no.

Continuará…