Relatos de juventud 14

Ellas solo querían a un chico malo. Yo sería el chico malo que les haría desear a los buenos.

Me acerqué hasta el pasillo de la entrada y cogí el teléfono para hacer una llamada. Les di mi dirección y dijeron que el taxi llegaría en menos de diez minutos. Colgué satisfecho y pensé en dejarme caer derrotado sobre el sofá. Aquellos momentos que había compartido con Gabriela de placer, sudor y lujuria contenida habían consumido prácticamente mis fuerzas mentales. Los ojos ardían y el más nimio pensamiento pesaba dolorosamente. Necesitaba dormir, pero aún debía seguir en pie. Al menos hasta que me despidiera apropiadamente de mi invitada.

Di un par de pasos hasta la puerta del baño y en ese preciso momento, la puerta se abrió y me mostró aquello que más me importaba en el mundo. Sus ojos del color de la tierra húmeda se tropezaron con los míos sin ella buscarlo. Su mirada se acentuó. La leona que llevaba encerrada en ellos se había puesto en guardia.

Intentó esquivarme por la izquierda y la bloqueé. Luego por la derecha y también le cerré el paso.

–Déjame ir.

–Te he pedido un taxi. Aún tardará un rato en llegar.

–Me da igual. No quiero nada de ti. Me iré por mi cuenta.

–Te irás. Cuando llegué el taxi. Toma. Tú móvil y la batería.

Me los arrebató de los dedos.

–Me prometiste que borrarías las fotos que… dices que tienes.

–¿Quieres verlas? Sales preciosa. Aunque no tanto como al natural –Intenté acariciarle el pelo pero retrocedió. Era una guerrera que no aceptaba la derrota, aún cuando la había saboreado. No pasaría mucho hasta que comprendiese que la huella que había dejado en sus labios nunca se iría–. Las borraré en cuanto te hayas ido, aunque es una pena.

Intentó volver a sortearme y se lo impedí. Se enfureció.

–¿Quieres dejarme ya? –me gritó furiosa.

La miré con el mismo fuego que ella tenía en la mirada.

–No puedo. No dejaré que te vayas así. Sin hablar de lo que ha pasado.

–No ha pasado nada. Lo de hoy no ha ocurrido nunca.

–Para el resto del mundo, así es. Pero los dos sabemos que has sentido algo hace un rato.

–Sí. Es verdad. He sentido algo –la miré curioso y sorprendido, expectante de su revelación–. Asco.

Aquello me sorprendió, aunque era de esperar. Dejé que me pasara por el lado y la agarré sin ejercer presión por el antebrazo. La giré para que me mirara y la obligué a retroceder hasta que chocara con la pared. Me acerqué más a ella, mientras notaba como luchaba para librarse de mí prisión.

–Llámalo asco si así te sientes mejor contigo misma. Pero los dos sabemos por más que  lo niegues, en lo más profundo de ti, sabes que disfrutaste. Tu cuerpo, tus ojos, tus labios no mienten. Cuando vuelvas a casa y pienses en lo que “no ha pasado aquí”, cerraras los ojos y recordarás lo que sentiste y más tarde o más temprano querrás más. Y yo estaré esperando ese momento.

Me callé para ver cuál sería su respuesta. Al igual que la bofetada que me propinó Maite, no me esperaba que Gabriela me escupiera en la cara. No la solté ni me aparté. Abrí los ojos con su saliva cayendo por mi cara y la observé.

–Ya puedes morirte esperando. Nunca seré tuya.

Sonreí y acerqué mi boca a su oído.

–Hoy has estado a punto de serlo. Me da igual que no lo digas. Tú lo sabes. Y no pasará mucho tiempo hasta que empieces a aceptarlo. Sigue con tu vida de siempre. Juega a ser la chica perfecta que cuando sale de fiesta se lía con tíos cachas e idiotas, déjate meter manos o incluso que te follen si es lo que quieres, pero cuando te besen, te soben o busquen desnudarte o que se las chupes, pensarás en mí. Eres mía Gabriela. No importa cuántos se líen o acuesten contigo, eres mía. Y yo soy tuyo. Lo aceptarás  y al final de esta historia, estaremos juntos.

De pronto, los dos escuchamos el sonido de un claxon que resonaba tres veces en la calle. El carruaje de mi reina había llegado antes de lo esperado. Me aparté de ella y ella huyó de su cárcel.

–Eres un monstruo. No sé cómo eres capaz de mirarte en el espejo.

Me habría gustado responderle que era fácil cuando nunca te miras en él. En ocasiones me sentía como un Dorian Gray sin suerte que tiene que forzar las cartas que le han tocado en el reparto para poder disfrutar del placentero goce de una mujer. Lo único que compartíamos el personaje del libro de Oscar Wilde y yo era el temor que los dos encontraríamos al mirar nuestro rostro. Él en su cuadro. Yo en un trozo de cristal.

Sin esperar respuesta, se acercó al sofá y cogió su bufanda y su abrigo. Vi como su mirada se clavó en algún punto del salón durante un par de segundos. Luego se volvió una última vez para mirarme y lanzarme su sentencia final.

–No me hables en clase. No me mires. Déjame en paz.

–Sabes que no puedo, Gabriela –dije con solemne calma. Sin soberbia, o risas desafiantes. Solo una seria y sincera expresión de realidad–. Te quiero demasiado para perderte.

Ella no daba crédito a lo que había dicho.

–Estás enfermo.

Mostré una sonrisa rota.

–Sí. Y no existe cura que me libre de ti. Ahora vete. No sea que el taxista se vaya.

Pensé en ofrecerle algo de dinero para pagar el taxi, pero de haberlo hecho me habría mirado como si pensase que era una puta a la que había pagado por sus servicios. Lo más probable es que se sintiera como tal durante el trayecto a casa y mientras intentaba borrar el rastro de mi sudor, de mis caricias y besos de su cuerpo de ángel. Pero no sería yo quien despertase ese pensamiento en su cabeza. Buscaba disminuir su odio hacia mí, no acrecentarlo. Vi como se daba la vuelta y abría la puerta. Al notar la fuerte corriente de aire que se coló en el interior como un ladrón invisible, ella se detuvo para ponerse su abrigo y la bufanda. Contemplé como el pantalón enmarcaba aquel par de nalgas prietas que a causa de mi maldita promesa a su prima no había podido sentir entre las yemas de mis dedos. De haber podido usarlas, ¿habría logrado que se rindiera o que nuestro breve encuentro durara mucho más?

Como ya he dicho antes veo la vida como una partida de ajedrez.

Cuando mueves tienes multitud de movimientos y de posibles respuestas desde la jugada inicial. Así miro yo el mañana. Pienso en lo que pasará, en docenas de futuros posibles, pero nunca pienso en pasados posibles como el que he mencionado. Mirar atrás está bien cuando revives tus recuerdos, tus experiencias… las buenas y sobre todo las malas. Pero regodearte en un pasado de ensueño que solo existe en tu imaginación o que pudo haber sido real en algún momento y no fue así, eso solo lo hacen los perdedores. Los que no llegan al final del camino o que hacen un alto y se dicen a sí mismos que ya seguirán luego, pero no lo hacen. Fracasados con sueños y esperanzas rotas.

No sería uno de ellos.

Yo miraba hacia delante porque lo que deseaba me esperaba en esa única dirección. Me planteaba muchos futuros, y aún más caminos llenos de problemas y alguna que otra recompensa. Lo único que compartían todas esos intentos de predicciones de lo que me aguardaba en el mañana, era que Gabriela, la reina que había salido de mi casa, cerrando la puerta tras de sí, sin volverse a mirarme, estaría al fin conmigo. Y si para ello debía ser el monstruo o el enfermo que ella veía cuando me miraba, lo sería.

Era mejor eso que una vida sin ella.

Cuando escuché la puerta del taxi cerrase y el motor  arrancar y alejarse por la calle, cerré los ojos agotado. Di unos pasos hasta el sofá en que Gabriela había estado totalmente desnuda delante de mí, masturbándose con torpeza y vergüenza, y me dejé caer en el con la cara hundida donde había posado sus nalgas. Aquello era lo más cerca que mi cara estaría de ellas. Ladeé la cara y miré al piso. Abrí los ojos como si estuviera soñando o hubiese visto una alucinación. Con mi falta de sueño era posible. Me levanté de mi cómodo reposo. Allí en el suelo no solo estaba la camisa que le había hecho llevar a mi reina. También estaban sus bragas. Aquella bonita prenda de color azul mar  que le había hecho quitarse frente a mí, logrando ocultarme su sexo al hacerlo. Las cogí y las miré, mientras pensaba en ella. Tuve el impulso de querer llevármela a la cara y recordar como olía el sexo de Gabriela, pero deseaba que eso ocurriera oliendo la fuente de la que provenía aquel aroma del que me negué a embriagarme. Me levanté con una sonrisa mientras recordaba como antes de salir de casa, Gabriela se quedó mirando algo del salón. Las había visto en el suelo, y no hizo nada para recuperarlas. Noté como el corazón me palpitaba de emoción. Como si aquello fuera una señal. Alcé la vista y me dirigí al cuarto de baño para comprobar si mis pensamientos eran verdad. Al entrar, miré en el suelo, en el lavamanos, incluso en la bañera o la papelera. Nada. No estaban allí.

Sonreí, incrédulo.

Gabriela se había marchado sin quitarse los calcetines que le había regalado.

Salí del baño con mi trofeo en la mano. ¿O era un regalo? No me hice ilusiones. Al menos no ninguna demasiada exagerada. Cuando sentía que estaba a punto de perder el control me enfoqué en lo único que me ponía los pies en la tierra.

Ajedrez.

Las bragas encontradas y los calcetines desaparecidos eran como una jugada inesperada hecha por el rival. Una jugada que a mis ojos me daba una abrumadora ventaja sobre ella. Que me hacía sentir el ganador. Y tal vez lo fuera, pero en mi vida he jugado demasiadas partidas en situaciones similares y el exceso de confianza te hace bajar la guardia, te convierte en alguien predecible y en el noventa por ciento de los casos, acabas con el sabor de la derrota grabado a fuego en la boca.

Cuando en el tablero se te presenta una jugada demasiado buena para ser verdad, aunque sea verdad, desconfía. Busca la trampa. Y si no la hay, si realmente tienes la victoria entre tus manos, tómate tu tiempo, sé paciente, disfruta de los siguientes intercambios de piezas, sacrificios y jaques continuos hasta que tu rival se rinda o le des el jaque mate que haga que se postre ante ti. Regodéate en tu victoria con calma, pues tal vez nunca vivas otra igual.

Encerré al Dani malvado que había creado en algún lugar de mi cabeza, recogí la camisa de mi reina y la cámara que había ocultado. Luego saqué el disco del DVD y lo rompí en varios pedazos muy pequeños y lo tiré a la basura. Ya había cumplido su función. Limpié el salón como si no hubiese habido una chica desnuda teniendo sexo oral en él, y agotado en cuerpo y mente, subí con mi nueva camisa y una prenda de mi dama hasta mi cuarto para buscar el cobijo y descanso que las sabanas la manta y la almohada de mi cama me proporcionarían. Pero antes de ese momento de descanso, encendí el ordenador.

Dejé las bragas sobre la cama y me marché a buscar los pendrives que había ocultado en diferentes partes de la casa. Debía asegurarme de guardar aquel momento y de mantenerlo lejos de miradas indiscretas. Me llevó un rato pero los recuperé todos. Conecté uno de ellos a la torre y también la cámara. Mientras el video se pasaba le di a reproducir.

Apenas había podido grabar algo en que se nos viera a los dos juntos, pero había inmortalizado a Gabriela arrodillada entre mis piernas, haciendo una mamada que me robó el aliento y sintiendo como llenaba su boca de mi semen. Cuando llegó a la parte en la que me miró a los ojos y se lo tragó, me puso a mil una vez más. No dejaba de sorprenderme como el placer era capaz de vencer al deseo de descansar. O tal vez solo fuera yo. Me daba igual. Pensé en masturbarme reviviendo ese momento. Miré las bragas que aguardaban en la cama, pero me contuve. Cerré los ojos y pensé en las tres mujeres que había sentido en mis carnes.

Por un lado Gabriela, indómita y fogosa a la que ya le había echado el lazo y que sería mía. Los dos lo sabíamos, pero solo yo comprendía esa verdad. Al menos por ahora.

Escuché un aviso del ordenador y saqué el pen para poner el segundo.

Luego pensé en Sara. Una madre que cualquier hombre desearía poner tener entre sus sábanas. Ella era diferente. Como una partida recién empezada que no sabes cómo va a terminar, pero que aún así disfrutas como un niño que empieza a descubrir cómo se desplazan las piezas. Y en cierta manera, era un niño que se convirtió en hombre a su lado. Que la cosa fuera a más dependía de ella. Aunque por si acaso, pensaría en un plan b.  Y aunque no lo pensara o fracasara, me quedaría su pequeño y querido fruto.

Leoni.

Cuando pensaba en Sara, no podía dejar de pensar en su hija. En poder tenerlas a las dos por separado. Leoni había entrado a formar parte de mi telaraña y acabaría enredada dentro de ella de tal forma que no lograría escapar. Desde que me metí casi desnudo del todo en su cuarto sentí que quería tenerla y mientras abandonaba su casa ideé un esbozo mental de cómo hacerlo. Mañana sería cuando comenzara con mi estrategia.

El ordenador me aviso de nuevo e inserté el tercer pendrive.

Mientras esperaba pensé en Maite. Ella ya era mía, aunque aún debía someterla todavía más para que no se revelase y eso podía complicarse si Gabriela hablaba con ella. Aunque ella le dijera que no pasara nada, Maite leería en su cara la verdad. Es fácil saber cuando alguien que quieres te miente. Al menos lo es si esa persona de verdad te importa y te fijas en sus gestos y expresiones. Y no tenía dudas de que ella descubriría que pasó algo.

Me dio igual. Ya lidiaría con ello mañana. Aún era temprano pero llevaba más de cuarenta horas despierto y no aguantaba más. Necesitaba descansar para estar fresco y preparado ante lo que me aguardaba al día siguiente. La partida seguía en su fase de apertura, pero era el inicio más complejo, desafiante y estimulador que había hecho nunca.

El ajedrez es divertido jugarlo, pero vivirlo es algo que no muchos son capaces de sentir. Dejé los pendrive sobre la mesa, borré el video de la tarjeta de memoria de la cámara, apagué el ordenador y las luces y me desnude. Tanteé la superficie de la cama hasta dar con las bragas de Gabriela. La dejé sobre la silla del escritorio y me metí en la cama mientras visualizaba en mi cabeza un tablero de ajedrez sin piezas. Solo personas

En un bando yo. Y en el otro, ocupando cuatro de las casillas rivales, mis tres reinas y una de sus madres.

Bobby Fischer, la leyenda de los tableros, tenía razón cuando dijo: “el ajedrez es la vida misma”.

Con aquellas palabras de sabiduría me embarqué en un sueño profundo y reparador.

A la mañana siguiente esperé despertarme totalmente molido de agotamiento. Incluso que no escuchase el sonido del despertador, pero para mi sorpresa no fue así Me levanté a las cinco y veinte, hora y media antes de lo normal, pero mi mente estaba despierta y preparada para empezar el día.

Lo primero que hice fue darme una larga y caliente ducha. Mientras el calor húmedo del agua y del vaho me envolvía, cerré los ojos para disfrutar de ese instante al tiempo que pensaba en todo lo que necesitaba para seguir con la partida. Gabriela, Maite y Leoni. Cada una tendría su momento durante las clases. Y para ganarme la atención de cada una de ellas necesitaba un objeto. Uno diferente para las tres. Pensé en visualizar el futuro que me depararía con ellas esa mañana, pero antes de hacerlo abrí los ojos y cerré el grifo. Me quedé inmóvil unos instantes, escuchando las gotas caer de mi cuerpo.

Salí de la ducha con el pensamiento de que no quería imaginar lo que ocurriría en unas horas. Me esperaba una lucha a tres bandas, pero tenía el extraño convencimiento de que no importara lo que ocurriera.

Ese día tenía todas las de ganar.

Elegí algo del armario y me lo puse rápidamente. Ese día opté por unos vaqueros azules oscuros, unas zapatillas blancas y una camiseta negra con una sudadera de cremallera roja. Antes de salir del cuarto, cogí los tres pendrive y los devolví a sus escondites. Aunque mi madre los encontrara, las carpetas de su interior tenían contraseña y dudaba que ella la descubriera.  Aunque si daba con ellos, debía inventar una excusa al por qué lo tenía oculto. Ella se pensaría lo peor. Pero eso era un problema para el que ahora no tenía tiempo.

Preparé un pequeño desayuno que disfrute mientras me leía con calma el tema que la profesora de arte e historia me pidió que leyese el viernes y que según ella explicaría hoy. “La mitología griega en la pintura” . Era un tema que ya me apasionaba desde pequeño. Me había criado con la historia de Aquiles y Troya, Hércules y sus doce pruebas, Ulises y sus viajes.

Mi mente no giraba solo en torno a las mujeres. Debía seguir manteniendo mi impecable historial, ser el alumno perfecto. No por apariencia. Ser el mejor posible me abría las puertas en el futuro. No podía quedarme atrapado en aquel pueblo de mala muerte. Me daba igual que estuviera llena de algunas de las más increíbles bellezas o poseyera su propia diosa de las bibliotecas. El mundo era mucho más que ese lugar, más grande, con más mujeres y diosas con debilidades y ansias de ser sometidas.

Mientras vagaba en mi fantasía de futuro, mis ojos se detuvieron inconscientemente en una fotografía de un cuadro que tenía por título “la vanidad de Belerofonte”.

Belerofonte, héroe de la mitología griega, mitad mortal, mitad dios; verdugo de la temible bestia conocida como la Quimera. En el cuadro se veía como a lomos de Pegaso, cabalgaba hacia el monte Olimpo, hogar de los dioses, y como un rayo surgía de la cima más alta y lo derribaba de su montura para arrojarle a un vacío mortal. Según contaban los mitos solo los dioses podían vivir en la montaña. Belerofonte desafió esa ley y fue asesinado por Zeus, a pesar de su proeza.

Miré aquella imagen con detenimiento. Sentí que si no tenía cuidado, si me creía demasiado listo Ulises, atrevido como Ícaro u osado como Perseo, una tragedia terminaría cerniéndose sobre mí. Cogí el móvil y le hice una foto al cuadro y lo puse de fondo de pantalla. Aquel sería un recordatorio constante que me mantuviera con los pies en el suelo.

Además no quería ser parte de un mundo de dioses, solo someterlos. Al menos, a sus diosas. Pensé en Eli durante unos minutos y pensé que dejaría pasar unos días, puede que algo más antes de volverla a ver. Cuanto más dejase pasar, más se preocuparía por mí. Tal y como había terminado nuestra última conversación eso era algo de esperar de Eli. Tenía un gran corazón debajo de sus enormes pechos. Y eso jugaba a mi favor.

Regresé a la realidad y releí los apuntes una vez más. Revisé que no faltará nada y salí de casa para coger el autobús.

En menos de una hora, comenzaría todo.

Llegué veinte minutos antes de la clase e hice lo que hacía cada día de clases nada más llegar. Dirigirme a recepción donde Marcel estaba ya realizando fotocopias de última hora para algún profesor.

–Buenos días, Marcel –dije. El se volvió y me sonrió–. Veo que no te hacen perder el tiempo.

–Ya quisiera que me dejarán en paz al menos hasta las nueve. Pero ya ves que me tienen explotado –respondió mientras se dirigía al estante de llaves y cogía una que terminó depositando delante de mí junto con el libro de seguimiento del aula–. ¿Qué tal el fin de semana?

–¿La verdad? Agotador. Apenas he descansado. Trabajos de última hora.

–Pensaba que eras de los que terminaban sus proyectos meses antes de la entrega.

–Así es –respondí en voz baja–. He estado ayudando a alguien con los suyos.

–¿Por alguien te refieres a…?

Asentí.

–¿Guapa?

Asentí otra vez.

Marcel extendió la mano abierta para que se la chocase y yo opté por seguirle el juego, mientras me metía la llave de la clase en el bolsillo y dejaba el libro bajo mi carpeta.

–¿Necesitas que te eche una mano con esa fotocopia? –pregunté sincero.

–No te preocupes. Apenas me llevará unos diez minutos.

–Bueno. Si algún día me necesitas solo dilo. Voy a  abrir la clase. Nos vemos.

–Hasta luego Dani. Y suerte con esa chica.

No le respondí, pero no pude evitar sonreír. La suerte no tenía nada que ver con Gabriela ni el resto. Era la convicción lo que me había llevado tan lejos. La convicción y… mi otro yo.

Mientras subía las escaleras hasta el aula, salude a las mujeres del personal de limpieza. Sofía, Teresa, Miriam. Todas me devolvieron el saludo. Creo que era una de los pocos estudiantes que se sabía sus nombres. Para el resto de los que iban a ese centro no eran más que las limpiadoras.

Yo veía lo que realmente eran.

Personas.

A la mayoría ese hecho les pasa desapercibido o les da igual. Solo los que tienen padres que son limpiadores o los que como yo nos hemos sentido invisibles o innecesarios a los ojos del resto de mundo pueden entenderlo. Ver lo que nadie ve es un don que ganas solo a través de una dolorosa y desgarradora soledad.

Si sabiendo sus nombres, saludándolas cada mañana o dándoles las gracias por mantener impecables nuestras clases podía hacer de sus días un poco mejor de lo que sería y lograba recordarles que eran imprescindibles, valiosas e importantes, entonces lo haría.

Aquello era una de las pocas cosas buenas que el sufrimiento me había concedido. Ayudar a los que notaban el peso de la sombra de una vida que equivocadamente sentían sin valor y castigar a todos los que causaban el despertar de esa oscuridad.

Hoy alguien sufriría mi castigo.

Llevaba un buen rato sentado en mi pupitre, escribiendo en una de mis libretas, cuando la sirena sonó. Seguí con lo mío y poco a poco la gente fue llegando. Alcé la vista y la primera de mis reinas entró. Leoni llevaba una sudadera rosa y unos pantalones negros. Saludó con un ¡buenos días! a todos los que habían llegado y al pasar a mi lado me miró, regalándome una amistosa sonrisa, antes de sentarse justo detrás de mí.

Volví a mi libreta y tras añadir algunas líneas más. La arranqué y me volví para mirarla, mientras depositaba delante de ella el objeto que necesitaba para iniciar la partida.

Leoni me miró y luego a la hoja.

–¿Qué es esto?

–Lo que me pediste. Veo por tu cara que te has olvidado. Me dijiste que te recomendase algunos libros que me gustasen.

–¿Me has hecho una lista con ellos?

–Solo con algunos que considero imprescindibles. Creo que podrás encontrarlos en la biblioteca del centro.

Leoni pasaba los ojos por los diferentes títulos que contenía la hoja y movía los labios mientras susurraba de manera imperceptible algunos de ellos. Yo miré su boca y me pregunté si tendrían el mismo sabor que el color miel de sus ojos. Se había puesto un poco de brillo labial en sus apagados labios que los hacían más deseable. Intuyendo que no tardaría demasiado en mirarme me preparé y aparte la vista de su boca.

–Vaya. Gracias, Dani. ¿Cuál me recomiendas para empezar? –Dijo mirándome.

Sus ojos te endulzaban la vista hasta el punto de casi sentir la ilusión de un agradable sabor en el paladar y la lengua. Me relamí discretamente los labios sin importarme que ella lo viese o pensase.

–Eso depende de que buscas. ¿Qué te apetece que tenga la historia?

–Amor.

–Ya, bueno. Eso me lo imaginaba. ¿Algo más?

–Pues no sé. Una historia interesante, que te enganché. Y si logra emocionarte mejor todavía.

–Empieza por este –dije señalando el número cuatro.

–¿Marina?

–Es literatura entre juvenil. No es uno de los títulos más conocidos del autor, pero a mi parecer fue uno de sus mejores libros. Encontrarás todo lo que me has dicho y más. Será una historia que no podrás olvidar fácilmente.

–Si me lo vendes así de bien, ya me dan ganas de empezar a leerlo. Gracias.

–Ya me dirás que te pareció.

–Vale.

Me di la vuelta sin añadir nada más, mientras me imaginaba a Leoni hojeando los títulos, mordiéndose el labio y lanzándome miradas cortas y discretas. Una ilusión. Lo sé. Pero duró solo un instante. Todo acabó cuando encendí el móvil y vi la foto que había puesto de fondo de pantalla.

<< Belerofonte –pensé>>.

Regresé a la realidad, apagué el móvil y lo guardé en la sudadera en el preciso momento en que Gabriela entraba en el aula. Llevaba un jersey verde y unos pantalones acampanados negros. Su pelo estaba recogido en una coleta. No dijo nada a nadie, pero sonreía a quienes le decían buenos días. No sé si me miró mientras se dirigía a su pupitre al otro extremo de la clase. Actué como si su presencia no fuera gran cosa y no hubiera sucedido nada entre nosotros. No negaré que mi curiosidad me pedía a gritos mirarla y ver que encontraba en sus ojos, pero me habría mostrado inseguro. O peor. Desesperado. La indiferencia haría que fuese ella quien se fijase en mí. Y eso bien valía mi contención.

El profesor de filosofía entró y cuando estaba cerrando la puerta, mi querida reina rezagada entró en el aula con un lo siento en los labios. Aquel día llevaba unos leggins ajustados de color violeta oscuro que resaltaban las curvas de su figura y una sudadera con capucha de color negro. La miré de reojo, sin levantar la atención. Ella avanzó y miró solo a su prima. Como habíamos acordado me había ignorado. Eso significaba que había aprendido de que debía hacer como siempre e ignorar mi presencia en clase. Aún así tendría que aleccionarla sobre como enviar fotos al número de móvil correcto.

...

La clase comenzó de lo más aburrida posible. No sé qué demonios tenía Don Pablo que cuando hablaba, aunque tu hubieras tomados tres cafés bien cargados, te provocaba un efecto soporífero en cuestión de minutos. Al menos en el resto. Yo me mantenía atento a lo que decía mientras cada equis tiempo me pellizcaba discretamente la muñeca para no caer preso de su conjuro. Un par de veces tuvo que mandar callar a algunos compañeros que estaban hablando entre susurros y aunque no me volví para averiguarlo, intuía de qué mesa se trataba.

No puedo negar que sentía interés por saber si Gabriela había contado lo que pasó ayer. O si entraría en detalles. Fuera cual fuera la respuesta también quería saber cómo reaccionaría Maite cuando nos encontrásemos.

La primera clase terminó y vi como Maite y Gabriela salían de ella. Supuse que al baño donde tener más intimidad. Regresaron varios minutos después junto con la profesora de Historia. Aunque estuve atento a toda la clase, no fui capaz de quitarme de la cabeza la mirada que la prima de mi reina me arrojó al volver al aula.

Había rabia y odio.

¿Cuánto le había contado Gabriela?

Cuando quedaban apenas quince minutos para el final de la clase, la profesora me pidió que fuera a buscar a su casillero, una carpeta roja donde tenía los resultados de nuestros trabajos de final de trimestre.

–Gabriela, el tuyo aún no he podido mirarlo. Antes de que acabe la semana la tendrás.

Claro que la tendría. El trimestre acababa esa misma semana y a mediados de siguiente sería el viaje a Italia que duraría toda una semana y que ella no se perdería.

Salí del aula y le pedí a Marcel la carpeta que la profesora me pidió. Subí las escaleras tan rápido como pude y cuando estaba iniciando el último tramo me detuve en seco al ver a Maite, esperando al final. Avancé despacio sin apartar la mirada de sus ojos. Mantuve la guardia en alto, porque de la forma en la que me miraba casi parecía tentada de empujarme si se le presentaba la ocasión.

–Supongo que no estás aquí de casuali…

Agarré su mano al vuelo. No iba a dejarle que me marcara la cada de rojo antes de entrar en clase. Ella forcejeó y terminé soltándola.

–Eres un hijo de la gran puta.

Sus palabras no desvelaban demasiado. Necesitaba saber que le había contado exactamente Gabriela.

–¿Puedo saber de qué me hablas?

–No te hagas el gilipollas conmigo. Lo sabes muy bien.

–La videncia no está entre mis dones. Sé clara y hazlo rápido. La profesora espera esto. Y toda la clase.

–Me prometiste que la dejarías en paz. Y tú vas y…

En ese momento le tapé la boca. Y la empujé hacia la pared con cuidado de no hacerle daño. No me convenía tener esa conversación en un pasillo lleno de ecos. Acerqué mi boca a su oído y susurré:

–Primero. Te prometí que mis manos no tocarían a tu prima. Y ten por seguro que no la he tocado. Nunca te prometí dejarla en paz. Pero si es eso lo que quieres, la dejaré en paz. Ahora, vas a calmarte y hablar en voz baja. ¿Entendido?

Maite asintió y la solté.

–No quiero que te acerques a ella. Ese era el trato. Yo por ella.

–Me parece bien –dije llevando mi boca a la suya. Ella opuso resistencia, pero al final acabó rindiéndose. Me deleité con su boca durante unos segundos. Quería seguir así, pero era un riesgo demasiado grande que alguien nos viera.

Me separé de ella y la rabia, aunque menos intensa, seguía visible.

–Entraré primero –le dije.

–Dani. Prométeme que la dejarás en paz.

La miré fijamente.

–Cuando tengas algo que ofrecerme a cambio de esa promesa, hablaremos.

Pasé por su lado, y entré en el aula.

Cuando la clase acabó, prácticamente todo el mundo se levantó de sus sitios para dirigirse al tablón en que la profesora había colgado los resultados de los trabajos. Yo me quedé en mi sitio, a la espera de que la mayoría regresaran a sus asientos. Pero antes de que pudiera levantarme Leoni pasó a mi lado.

–Felicidades Dani. Has sacado un 9.8.

La nota no me sorprendía. Lo que sí me pilló con la guardia baja era que se hubiera molestado en mirarla y decírmela. Sonreí con orgullo. Algunos pensarían que era por el resultado, pero era por ese gesto simple que había tenido y por el aroma a pera que quedó a su paso durante unos instantes.

Llegó el turno de la tercera clase. Latín. Pasamos la mayor parte del tiempo corrigiendo o traduciendo textos, pero como acabé cinco minutos antes del final pedí permiso para ir al baño. Solo que en vez de ir allí fui hasta la recepción donde estaba Marcel. La persona que tenía en posesión el segundo de los objetos que necesitaba para lidiar con mis reinas.

–Marcel. Necesito que me hagas un pequeño favor.

–Tú dirás.

–Me he olvidado la agenda en el aula de informática. ¿Me dejarías la llave para cogerla?

Marcel fue hasta el armario y la arrojó sobre el mostrador.

–Tienes cinco minutos para devolvérmela y cerrar el aula como si no hubiese estado nadie.

–Gracias Marcel. Te debo una. Vuelvo enseguida.

Atravesé el pasillo que llevaba a la zona de los profesores y baje las escaleras que llevaban a la biblioteca y a la sala de informática. Miré por la ventana superior y vi las luces apagadas. Llamé a la puerta por precaución, pero no obtuve ninguna respuesta. Satisfecho introduje la llave en la puerta y entré.

Pasé frente al escritorio del profesor y encontré sobre el su maletín con contraseña numérica y un portátil realmente caro. Fui hasta el fondo del aula y giré a la izquierda. La zona donde estaba el baño. Entre en él y me subí al muro del lavamanos para abrir una  ventana que había en la parte alta y que daba a una parte oculta del patio. Nadie pasaba por allí porque además de ser una zona vallada, apenas existía espacio por las plantas que había. No era una ventana muy grande pero si lo bastante como para que una persona como yo pudiera pasar por ella.

Faltaba poco para la hora del descanso y para que el segundo encuentro entre Don Alonso y Maite volviera a producirse. Y no tenía pensado perdérmelo.

Salí del aula y cerré el aula. Le devolví la llave a Marcel, mientras le mostraba una pequeña agenda que me había preparado de casa y ocultado en mi sudadera. Luego regresé al aula justo cuando la sirena sonó. Guardé mis cosas en la mochila y esperé a que todos mis compañeros salieran del aula a devorar su comida traída de casa, perder el tiempo para comprar con desesperación en la cafetería y devorar con prisa sus bocadillos grasientos, mientras mantenían conversaciones banales. Pero no era tiempo de pensar en ellos.

Vi como Gabriela salía del aula en compañía de su prima y otras dos chicas de la clase. Maite no tardaría en apartarse de ella e ir a cumplir su deber  con Don Alonso por el bien de su prima. Admito que Maite podía ser muchas cosas, pero respetaba como hacía todo lo que podía para proteger a su familia. Sabía muy bien lo que era eso. Puede que mejor que ella.

Cuando estuve solo, cerré veloz el aula y bajé con normalidad las escaleras. Crucé el patio hasta la recepción donde Marcel seguía entre fotocopias y salí del edificio. Di la vuelta hasta el otro lado, donde estaba el jardín. Me dirigí hasta el final de la valla y llegué hasta la ventana. Admito que hacer lo que estaba a punto de hacer esa una apuesta arriesgada. Si no aparecían ninguno de los dos o si Maite no lo hacía y al profesor le daba por entrar al baño mi gran partida de ajedrez se toparía con un gran muro de problemas. No uno tan grande que no pudiera superar o me impidiera seguir jugando. Pero quería que esta partida que había comenzado fuese lo más cercano a la perfección que me fuera posible.

Me agaché y empecé a meter mis piernas por la ventana. Me solté del marco y caí sobre el muro del lavamanos. Entrar era la parte más complicada. Aunque salir también tendría su complicación. Abrí la puerta del baño despacio, sin hacer ruido.

Todo seguía a oscuras. Ninguno de los dos había llegado aún.

De pronto escuché como una llave buscaba abrirse paso a través de la cerradura de la entrada.

Por alguna razón que desconozco la web de todorelatos borró mi capitulo y vuelvo a subirlo.

En el anterior informaba sobre el rumbo de la serie y si seguiria publicando. Dejare los detales en mi perfil. Echadle un vistazo.

No olvidéis seguirme en mis redes o mirar mi perfil para obtener información sobre la publicación de esta historia que será el 10 de mayo.

Continuará…