Relatos de juventud 12

Ellas deseaban al chioco malo. Yo sería el malo que les haría desear al bueno.

Llegué al parque con el cansancio grabado en la cara quince minutos antes de la hora acordada. Pero en vez de entrar y aguardar la llegada de Gabriela sentado como un idiota y expuesto a las miradas de todo el que pasara por allí, sufriendo un frío invernal, decidí ir hasta una pequeña y discreta cafetería que había al otro lado de la calle y pedirme algo caliente que me mantuviera despierto. Lo mejor de todo es que desde el interior de la tienda no solo me protegía del frío, sino que tenía una visión perfecta de gran parte del parque. Si Gabriela llegaba lo sabría. Me senté en una mesa cerca de la ventana y cuando apenas faltaban unos minutos para las seis distinguí su figura aproximarse. La habría distinguido entre cientos. Ella tenía una forma de andar que no tenía ninguna otra. Segura y orgullosa. Esa eran las palabras que definían su manera de moverse. Entró al parque y se detuvo frente a un banco, buscándome con la mirada sin dar conmigo. Llevaba puesto un abrigo grueso de color gris y una bufanda negra; unos vaqueros desgastados y ceñidos y unas deportivas blancas. Nada que me resultase difícil de quitar.

Saboreé con gustoso placer el último sorbo de mi café mientras veía como Gabriela se impacientaba. Maite no había venido, pero no podía estar seguro de que ella no estuviera cerca. Si lo estaba daba igual. No podría evitar lo que iba a pasar.

-Disculpe –dije llamando al camarero-. ¿Podría tomar otro café? Solo y con dos de azúcar, por favor.

-Enseguida se lo traigo.

-Gracias –respondí mientras volvía la mirada hasta Gabriela.

Mi móvil vibró en mi bolsillo y lo saqué. Era mi futura reina preguntándome donde estaba. No pude sonreír y relamerme los labios.

El juego había empezado.

Pensé en responder a su mensaje, pero no quería que se quedara con pruebas de nuestras conversaciones, por lo que preferí llamarla.

Gabriela miró su móvil y dejó que sonara varias veces. Dudaba de si responder. Al final hizo lo que esperaba y cedió. No tenía elección.

-¿Dónde estás?

-Hola a ti también –respondí con tono amable.

-No tengo tiempo para tus bromas. He venido como me pediste. ¿Vas a venir o no?

-Ya he llegado –dije mientras el camarero me dejaba el vaso de café recién hecho sobre la mesa. Tras agradecerle con un gesto me levanté de la mesa en la que estaba y me dirigí a una más apartada de la ventana y con menos gente alrededor–. Estoy en la cafetería que hay al otro lado de la calle. Te espero allí.

Colgué. No quería darle tiempo a responder. Fingí que estaba entretenido con mi móvil mientras con mi otra mano jugaba con la taza de café, en vez de mirar fijamente hacia la puerta. No quería que Gabriela viera el interés y el deseo en mi mirada. No al menos hasta el último instante. Si lo notaba desde la puerta el juego podía complicarse, pero si lo hacía cuando estuviera sentada junto a mí tenía alguna oportunidad de que saliera como lo tenía planeado.

Noté como la figura de alguien se detenía delante de mí sin decir nada. Respiré lentamente para calmarme y alcé la mirada para topar con los ojos de Gabriela. El marrón de sus ojos me tenía atrapado. Sus labios estaban apagados y formaban una línea fría y seria.

-¿Un café? –dije con una sonrisa juguetona.

-He venido a por mis trabajos no para tomar nada.

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-Vamos. Hace un frío horrible en la calle. Te invito a un chocolate caliente. Hacen uno aquí que te chupas los…

–Déjate de juegos, Dani. Dame mis trabajos para que pueda irme.

La miré fijamente con la misma seriedad y rabia que ella me regalaba gustosamente. Al cabo de unos segundos comprendió su error y sus ojos se desviaron de los míos. No negaré que me decepcionó que se rindiera tan fácilmente, pero así terminaríamos antes la primera parte del plan.

–¿De verdad te crees que estas en condiciones de exigirme nada? Te recuerdo que estoy a punto de salvar tu futuro.

-Y obtuviste lo que quisiste a cambio –exclamó en voz baja.

No iba a entrar en ese juego. Quien sabía si al igual que su querida prima Maite llevaba una grabadora encima.

-Lo que quise era verte el viernes en la biblioteca y no fue así. Ahora, siéntate de una vez o seré yo quien me vaya y los trabajos se vendrán conmigo.

Gabriela volvió a mirarme indignada, pero tras unos segundos obedeció.

-Disculpa mi actitud y mi aspecto –dejé escapar con gustosa falsedad–. Apenas he dormido algunas horas desde la última vez que nos vimos. No esperes de mí que sea demasiado amable.

-Solo espero una cosa de ti.

-Y la tendrás.

-¿Cuándo?

Tomé un sorbo de café y mantuve su pregunta en el aire.

-¿Por qué no viniste el viernes?

Gabriela se quedó muda y desvió la mirada antes de responder.

-Me surgió algo a última hora y no pude ir. Siento haberte dejado tirado.

-No es verdad. No lo sientes para nada. Tranquila, lo entiendo –respondí mientras llamaba al camarero y le hacía gestos para que me trajera la cuenta–. Espero que tú seas igual de indulgente conmigo.

Gabriela me miro extrañada.

–¿De qué hablas?

–Con las prisas y el cansancio de estos días, sin apenas dormir bien, me he olvidado los trabajos en casa. Así que si los quieres tendrás que acompañarme e ir a por ellos.

Gabriela abrió sus labios apagados con incredulidad.

–No iré contigo a ninguna parte.

–Tú misma, pero en cuento salga por esa puerta me largo a casa y no me verás el pelo.

–Eres un cabrón.

–He tenido un olvido. Le puede pasar a cualquiera. Como tu imprevisto del viernes. Cosas que pasan, ¿no? –El camarero dejó la cuenta sobre la mesa y se fue. Miré lo que debía y me puse en pie. Saqué un billete de cinco y lo dejé bajo el vaso vacío de café, mientras miraba a Gabriela–. No te estoy pidiendo que entres en mi casa si es lo que piensas.

–Y una mierda que no –respondió agresiva. Hice bien en irnos a una mesa apartada sin gente cerca. Aquel tono que Gabriela usó habría llamado la atención de más de uno–. Lo has hecho a propósito.

–Como el plantón que tú me diste en la biblioteca. Como suele decirse: donde las dan las toman.

–Me das asco. Nos has engañado a todos. Has hecho que todos piensen que eras…

–¿Un idiota inocentón de buen corazón del que podríais aprovecharos con unas sonrisas y unas palabras tiernas y cariñosas? Lo fui. Pero de los errores se aprende. Y yo he cometido muchos. Soy el resultado de todos ellos, le pese a quien le pese. Mira, esto es lo que va a pasar. Saldré por esa puerta, cruzaré la calle y cogeré un taxi hasta mi casa. Puedes acompañarme, esperar frente a la puerta y llevarte tus trabajos o esperar a que consigas los trabajos por medio de alguna intervención divina. Si te hace sentir más segura, puedes pedirle al taxista que espere para que te lleve de vuelta. Incluso te pagaré el trayecto de vuelta. Tú decides.

Gabriela me miraba con una desconfianza la mar de comprensible. Le había dado motivos para sentirse segura, pero después de lo que ocurrió en clase podía esperarse cualquier cosa de mí. Bueno cualquier cosa, no. Jamás imaginaría lo enrevesado de mi plan. Y eso lo hacía más divertido.

Como veía que el silencio se prolongaba, fingí hastío y me dirigí hacia la salida sin decir nada.

–Espera –dijo por fin. Me volví para mirarla–. Iré, pero no saldré del taxi.

–Como quieras. ¿Vamos? –dije mientras me hacía a un lado y la dejaba pasar en dirección a la salida.

Gabriela pasó con un aire irascible y mientras lo hacía aspire su aroma sutilmente. Su perfume era embriagador. Mientras contemplaba el contoneo de sus caderas me pregunté como olería sin toda esa ropa encima. La sola idea de imaginarme su cuerpo contra el mío, notando como su sudor y el mío se unían en una agonía de frenesí me había despertado más que todo el café que había tomado.

Cuando estuvimos fuera de la tienda, Gabriela se llevó las manos a los bolsillos y sacó su móvil. Antes de que pudiera teclear nada se lo quité.

-¿Qué coño haces?

-Apagarlo –respondí al instante–. No quiero interrupciones en el poco rato que pasaremos juntos.

–Devuélvemelo.

–Cuando lleguemos a nuestro destino será de nuevo todo tuyo.

–Lo quiero ahora.

–¿Lo quieres más que tus trabajos de sobresaliente, el viaje a Italia y un futuro prometedor lejos de este pueblo de mala muerte? ¿No? Lo que suponía. Vamos. Cuanto antes lleguemos, antes podrás irte.

Abrí la puerta del taxi y dejé que Gabriela entrara primero.

–Buenas tardes. ¿A dónde vamos? –preguntó el conductor.

Tras indicarle la dirección a la que debía llevarnos Gabriela y yo disfrutamos de una larga, profunda y silenciosa conversación. No me importó. No era palabras lo que quería conseguir, sino a ella. Su boca, su cuerpo, sus caricias. Quería sentir todo eso de ella y lo iba a tener muy pronto. Me regodeaba en mis fantasías mientras veía su imagen reflejarse en la ventanilla. Estaba inquieta. Y tenía motivos para estarlo. Tras veinte minutos de viaje que no resultaron baratos, llegamos hasta mi casa.

–¿Podría esperar unos minutos? La señorita se irá enseguida.

–Sin problema.

–Baja un momento.

Una nueva mirada desafiante se dibujó en su cara.

– Te dije que no…

–Solo es hasta la entrada. En cuanto entre en casa no pienso volver a salir. Tú misma.

–Vale. Pero que sea rápido.

–Tranquila, lo será –dije sonriente a sus espaldas.

Abrí la puerta y entré. Cerré la puerta tras de mí. No quería que pasara dentro hasta estar seguro de todo. Gabriela aguardaba fuera sin perder de vista el taxi. Subí veloz hasta mi habitación y cogí una carpeta violeta que tenía bajo la cama. Cuando estuve a punto de salir de la habitación, dudé de mi plan. Tal vez no bastara con aquello. Durante un instante pensé que podía chantajearla con las fotos que su querida prima Maite me había mandado, pero aquel as bajo la manga nunca podría usarla. Le había dado mi palabra a Maite que nadie aparte de mí, vería nunca esas fotos. Puedo ser muchas cosas, pero soy leal a mis palabras y mis promesas. En el futuro tendría que tener más cuidado con lo que prometía.

No tenía tiempo para elaborar un posible plan B. El plan original debía triunfar sí o sí. Bajé las escaleras con la incertidumbre de si lograría salirme con la mía. Hasta el momento me había ido bien. Más que bien. Pero la suerte tiene un límite y si mis palabras no conseguían convencerla la mía habría llegado a su final antes de lo esperado.

Abrí la puerta y Gabriela seguía allí, impaciente y con los brazos cruzados.

–Siento la espera. Aquí tienes. Lo prometido es deuda –dije, mientras le ofrecía la carpeta que ella cogió confundida–. Toma también tu móvil.

–¿Qué es esto?

–¿Tú qué crees? Son tus trabajos.

–Impresos –exclamó enfadada–. Están impresos. Yo necesito la copia digital.

–Nunca acordamos eso –respondí indiferente y serio–. Te prometí que tendrías tus trabajos a tiempo para que los entregaras y he cumplido mi parte. El resto es cosa tuya.

Gabriela abrió la carpeta y miró uno a uno los trabajos con prisa y con rabia.

–¿Esperas que pase todo esto a ordenador en unas horas? Aquí hay gráficas, diseños e imágenes que no tengo. Me llevaría… –Gabriela me miró con odio e impotencia–. No puedes hacerme esto.

–Claro que puedo –respondí fríamente–. Tú me dejaste tirado durante horas en una biblioteca fría y solitaria y no te importó. Si hubieras hecho lo que te pedí entonces, tendrías un USB en vez de una carpeta con cuatro trabajos de unos ciento cuarenta y siete folios en total todos juntos. Si mal no recuerdo.

–Eres un…

–Puedes perder tu valioso tiempo insultándome o puedes pasar  para que hablemos e intentes convencerme de que te de la versión digital. Pero antes de que respondas quiero que sepas algo. Tal vez pienses en jugártela; irte y tratar de convencer a los profesores para enviar los trabajos haciéndoles fotos a los escritos, pero todos los trabajos tienen al menos una frase en cada página en otro idioma. Un detalle por mi parte, lo sé. No me des las gracias. Por otro lado, si decidieras tratar de transcribir todo esto, aunque te ayudarán diez personas, no lo tendrías antes de... –desvié la vista del móvil y miré la hora en mi reloj–… cinco horas y quince minutos. Y en el hipotético caso de que lograras hacer realidad semejante milagro, me temo que tu recompensa sería descubrir en tu correo y en el de todos los compañeros de clases algunas fotos que logré sacar de nuestro breve encuentro a solas en clase. De hecho, creo que enviaré una copia también a los profesores. Se lo que piensas. Que no es posible que lo que diga sea verdad. Me quitaste el móvil, pero ¿y si había cámaras perfectamente colocadas inmortalizando el momento? Si así fuera, y decides irte, mañana serás la comidilla de todos –Vi como Gabriela palidecía–. A no ser que hagas algo a cambio.

La impotencia de Gabriela pudo con ella. Una solitaria lágrima surcaba su mejilla, mientras sus ojos seguían desafiantes, aunque temblorosos. Era una leona, pero una leona atrapada.

–Tranquila. No tienes por qué llorar. No voy hacerte daño.

Llevé mi mano hasta su cara para secar su mejilla, pero me la apartó de un manotazo.

–Dime qué quieres de una vez.

–Quiero cuatro cosas de ti. Una por cada trabajo. Cuando hayas hecho esas cuatro cosas tendrás tu recompensa y te prometo que esa foto nunca la verá nadie… aparte de mí.

–¿Qué cosas?

–La primera de ellas es que entres de una vez. No te preocupes. Avisaré al taxista de que no lo necesitas.

Tras disculparme y darle una pequeña propina al conductor, regresé con Gabriela, que seguía con la vista clavada en la entrada de mi casa como si fuera la boca del infierno. Pasé por su lado y sin detenerme dije:

–Cierra cuando entres.

Me dirigí al salón y me senté en el sofá. Pasó un largo minuto. Luego otro. Cuando empecé a sopesar la posibilidad de que se hubiese ido, finalmente escuché la puerta cerrarse con un fuerte golpe y unos pasos aproximarse.

–Devuélveme la batería del móvil –ordenó con rabia.

No pude evitar mostrar una ligera sonrisa de regodeo.

–Cuando acabemos el asunto que tenemos entre manos.

–No tenemos nada que hablar.

–De acuerdo –contesté con calma, mientras extendía los brazos sobre el cabecero del sofá–. ¿Cuánto crees que tardarás en convertirse en el centro de atención de todo el pueblo? Bueno, eso sí queda solo en algo del pueblo. Ya sabes lo rápido y lo lejos que viajan estas cosas.

–No serás capaz.

Miré a Gabriela seriamente.

–Ya te lo dije, Gabriela. Por ti haría cualquier cosa. Por muy horribles que estas fueran. La pregunta es: ¿me obligarás a hacerlas?

Hubo un largo silencio que yo no pensaba interrumpir. Que llegara a su fin dependía de ella.

– ¿Si hago lo que me pides que gano yo?

–Tus trabajos en digital y la certeza de que las fotos de ese día no las verá nadie más.

–Quiero que la borres.

–Puedo hacerlo… si cumples con tu parte. De momento no vas mal. Has entrado en mi casa. Una cosa menos de la lista. Quedan tres.

–Dímelas, ya.

–Muy bien. La segunda es sencilla. Quiero que te quedes unas horas y veamos una película juntos. Como si fuera una cita.

Gabriela estaba confusa. Parecía no creerse que aquello fuera real.

–¿Es una broma?

–¿Tengo pinta de estar bromeando?

Como pensé que haría se llevo las manos al pecho y se cruzó de brazos.

–Noo… no tengo tiempo. Me esperan en casa.

–También hay un montón de chicos que se preguntan cómo serás estando desnuda y que gracias a tu sentido de la responsabilidad hacia tus padres, están a punto de conseguir su respuesta. ¿Es eso lo que quieres? Sé que no. Mira, si te hace sentir más cómoda no tienes que sentarte a mi lado. Puedes usar ese otro sofá –dije señalando al que era más grande–. Cada uno lejos del otro. Es menos romántico, pero puedo hacerte ese pequeño favor.

Gabriela me miró con una mezcla de odio, asco e impotencia. Me daba igual como me mirara. Tarde o temprano sus ojos de leona se rendirían ante mí.

–¿Qué más quieres?

Sonreí satisfecho.

–¿Ves esa puerta de ahí? –Dije señalando la que había junto al pasillo que llevaba a la cocina–. Dentro encontrarás una bolsa con ropa. Quiero que entres y te pongas lo que hay en la bolsa. Todo lo demás que llevas puesto sobra para nuestra velada.

Antes de salir de mi cuarto con la carpeta, saqué la bolsa de su escondite y la llevé al baño, preguntándome la cara que pondría ella cuando viera su contenido.

Gabriela se mordía el labio con rabia. Quería hacer algo para salir de aquella situación, pero no sabía qué. Nunca se le ocurriría nada. La presión en momentos así nubla el juicio hasta de las mentes más seguras y confiadas.

–Será mejor que no perdamos tiempo. ¿Te esperan tus padres en casa no? Te daré cinco minutos –dije mirando el reloj–. Si en cinco minutos no sales vestida con la ropa que te he preparado, despídete de tu vida tal y como la conociste. ¡Ah! Antes de entrar puedes dejar tu abrigo y la bufanda ahí. Vamos. El tiempo apremia.

Gabriela deshizo los botones de su abrigo y se lo quitó humillada, pero en su humillación seguía desafiante. Su mirada felina parecía susurrar que algún día obtendría su venganza. Tal vez así fuera, aunque lo veía poco probable. Ocurriese o no, eso era algo del futuro y mis pensamientos se hallaban bastante ocupados en el presente. Dejó su abrigo y la bufanda sobre el sofá. Debajo de aquella ropa de invierno llevaba un pulóver blanco ajustado que resaltaba su figura y sus pechos firmes.

–¿Qué más quieres? –preguntó obligándome a apartar la vista de su busto para encontrarme con sus ojos de chocolate.

–¿Cómo dices?

–¿Cuál es la última cosa que quieres de mí?

Dejé pasar un breve silencio.

–Cuando hayas cumplido tu tercer encargo desvelaré el cuarto. Yo de ti me daría prisa. Te quedan cuatro minutos.

Gabriela dudó algo más de un instante antes de dirigirse vencida hasta el baño. Giró el pomo de la puerta, entró y cerró tras de sí, dejando la casa en un solemne silencio. Aproveché el tiempo para, primero, revisar los bolsillos de su abrigo en busca de alguna grabadora. Nada. Pero, no estando satisfecho me acerqué a la entrada de la casa y miré en la encimera, en el suelo, en cualquier lugar donde pudiera haber dejado que grabase lo que allí pasase. Aún nada. Entonces pensé que tal vez se deshiciese de ella cuando  le di la espalda para despedir al chofer o al entrar en la casa y esperar su entrada. Abrí la puerta que daba a la calle y mire en cualquier lado. Sonreí satisfecho al no dar con nada. No había sido tan lista como su prima. Una vez seguro de que no tendría ninguna prueba solida con lo que acusarme me aproximé al termostato y subí un poco la calefacción. No quería que Gabriela pasara frío. Avancé despacio hacia el sofá, mirando el reloj.

Quedaban dos minutos.

Me acerqué hasta la puerta del baño y llamé dos veces.

–Espero que no tardes mucho más. Si no sales pronto todo el mundo verá Todo de ti.

No obtuve respuesta. Tampoco la necesitaba. El silencio era lo único que deseaba escuchar; era el indicio de mi victoria sobre Gabriela. Regresé al sofá y encendí el televisor y el DVD. Cogí un forro azul  que había escondido debajo del aparato y saqué de él un disco que inserté en el reproductor. Todo estaba preparado.

Solo faltaba la invitada de honor.

Escuché como el pomo de la puerta del baño giraba. Me volví veloz y debo admitir que son cierta desesperación, causada por el frenesí que Gabriela causaba en mí. La puerta se abrió de par en par, pero ella seguía sin aparecer.

–Sal de una vez. Déjame que te vea.

Unos pocos segundos más tarde su figura comenzó a dibujarse en el marco de la puerta. Noté como una tenue y maliciosa sonrisa de triunfo se dibujaba en mi rostro cuando vi a Gabriela llevando puesto mis regalos. La miré fijamente. Miré aquella camisa de botones de tonos celestes que había comprado y que tan bien le sentaba para ser ropa de hombre. Le quedaba tan grande que le cubría hasta los muslos. Y en la parte inferior llevaba mi otro presente. Unos calcetines blancos y largos que llegaban hasta sus rodillas. Nada más. Me deleité con su figura, mientras ella me analizaba con la mirada, a la espera de mi siguiente jugada.

–Acércate al sofá –ella obedeció sin rechistar ni perderme de vista, mientras yo comenzaba a excitarme con el más mínimo movimiento de su seductora figura–. Ahora veamos como de obediente has sido. Súbete la camisa. Gabriela apartó la mirada y se mordió el labio, mientras cumplía mi orden. Como supuse seguía llevando su ropa interior puesta; unas preciosas bragas de color azul oscuro que solo hacían acentuar más mis ganas de abalanzarme sobre ella y hacerla mía.

–Creo que fui bastante claro –repuse–. Llevar solo lo que hay en la bolsa. Todo lo demás no lo necesitas.

–Por favor, Dani. No me hagas esto. Ya me has humillado bastante.

–Aún puedo hacerlo más con un simple correo electrónico. Quítatelas.

Gabriela soltó la camisa que volvió a cubrir sus firmes y prietos muslos y sin dejarme ver nada tiró de ellas y las dejó caer por sus largas piernas cubiertas por los calcetines blancos.

–Ahora desabróchate la camisa y quítate el sujetador.

–No he traído ninguno.

No sé por qué aquellas palabras comenzaron a poner mi entrepierna bastante dura, pero no importaban las razones.

–Comprobémoslo. Desabróchate la camisa –Gabriela dudó–. ¿O prefieres que te ayude?

Cuando fingí dar un paso hacia ella, sus manos reaccionaron y se dirigieron a los botones superiores. Uno fuera. Dos. Con el tercero distinguí su canalillo. Al cuarto ya veía el contorno de sus pechos desnudos. Gabriela se detuvo.

–Todos –ordené, lanzándole una mirada desafiante que no admitía objeción.

Gabriela sabía que no podía negarse. Uno a uno los quitó todos, pero fue cauta y me ocultó en todo momento la visión de sus pezones y de la belleza total de sus pechos. Solo distinguía su canalillo y poco más. Podía haberle exigido más, pero de momento estaba satisfecho.

–Buena chica. Ahora disfrutemos de la película –Noté que Gabriela quería arrojar una vez su pregunta sobre mi último deseo, pero lo que menos me apetecía era oír nuevamente sus intentos de parecer que podía dominar algo que se le escapaba a su control. Allí era yo quien reinaba–. Luego te diré cuál es mi último deseo. Ahora siéntate en el sofá. Gabriela obedeció. Sacó los pies de sus bragas que quedaron inertes sobre la alfombra y se dirigió a donde le decía. Se sentó con cuidado. Con las piernas bien cerradas para que no entreviera su sexo, con una mano agarrando la parte superior y la otra cubriendo su entrepierna. La visión de Gabriela así me ponía de una manera que no podéis ni imaginar. Después de sentir el placer con Maite y conocer la intimidad y la ardiente experiencia de Sara resultaba un suplicio no hacer a mi reina entre reinas mía de una vez por todas. Pronto el sueño se haría realidad.

–No pareces estar muy cómoda para ver una película. Mejor súbete al sofá y apóyate en el respaldo. Y no. Ese no es mi cuarto deseo. Considéralo un capricho que no me puedes negar.

Gabriela apoyó las manos en el sofá y muy lentamente para evitar que viera demás se impulsó hacia atrás. Yo la miraba. Sus piernas perfectas protegidas por el blanco de sus calcetines, la escasez de sus muslos que la camisa no llegaba a cubrir. Sus voluptuosos senos bien escondidos.

La contemplé durante un largo minuto sin decir nada, hasta que su mirada llena de desprecio se quedó clavada en el suelo. Fue entonces cuando cogí el mando del DVD.

–Espero que estés lista –dije antes de darle al play.

Miré la pantalla mientras por el rabillo del ojo no perdía detalle de Gabriela, que seguía mirando al suelo. No tardó demasiado en alzar la vista y dirigirla a la pantalla. Su cara estaba llena de asombró.

– ¿Qué es esto? –Exclamó incrédula.

Yo sonreí, clavando mis ojos deseosos sobre su cuerpo una vez más.

–Esto es mi cuarto deseo.

Continuara…

Como avisé en el capítulo anterior, a los que lleváis tanto esperando por saber como seguía la historia de Dani después de donde tuve que cortarla por plagio, podréis descubrirlo a principios de mayo.

Cualquier dua o pregunta escribir vuestro comentario o enviad un correo. Y si queréis seguirme en mis redes las hallaréis en el perfil de todorelatos.

Gracias por seguir la serie.

Un saludo.