Relatos de juventud 10

Ellas deseaban al chioco malo. Yo sería el malo que les haría desear al bueno.

Aquel instante había sido tan inesperado que no daba crédito. Noté como mi mano agarraba con más fuerza el marco, mientras clavaba la vista en la foto, creyendo que la presión que ejerciera sobre ella me despertaría de aquella ilusión. Pero era real.

Aquella chica a la que Sara estaba abrazando era Leoni.

Jamás podría confundir aquellos ojos, o la sonrisa tan dulce que regalaba a cualquiera que la mirase. Aún sin despertar del todo del asombro, regresé la foto al cajón y lo cerré tal como lo encontré.

Salí de la habitación completamente desnudo de cintura para abajo. Me acerqué a la puerta del baño y todavía escuchaba la ducha abierta. Sara seguía tratando de limpiar el aroma de nuestros encuentros. Mientras ella permitía que el agua se llevase todo el sudor y el semen de su piel, me acerqué a la puerta que había al final del pasillo y que debía ser la habitación de su hija. Si no estaba delirando, si mi agotamiento no me había hecho ver una alucinación, aquella puerta encerraba el cuarto de Leoni.

Giré el pomo y tiré. Abrí del todo y me detuve en la entrada. Cerré los ojos y aspiré por la nariz. No pude evitar sonreír ante aquella fragancia. Olía a pera.

Aún recordaba el encuentro con Leoni y como al subir al autobús pude sentir el aroma que emanaba de su cuello y de su pelo. El mismo que había en el ambiente de aquel cuarto. Noté como mi entrepierna comenzaba a venirse arriba. Pasé mi mano por él y lo acaricié un instante antes de adentrarme en territorio virgen. Lo era en más de un sentido. Dudo mucho que Leoni haya conocido jamás el calor de un hombre.

Dirigí la vista a todos lados. No era un cuarto muy amplio, pero tampoco pequeño. La cama estaba pegada a la pared del fondo y a los pies de la cama tenía el escritorio con su ordenador y sus materiales de clase. Al fondo a la derecha una pequeña ventana cuya vista quedaba tapada por unas cortinas de tonos verdes claro. Al lado de la ventana, pegada a la pared de la entrada, un gran armario y una pequeña mesita de noche. En la mesita había también una fotografía enmarcada. La cogí para echarle un vistazo. En ella volvían a aparecer madre e hija, solo que en esta ocasión ambas estaban en bikini, agarradas de la mano mientras saltaban en el aire y sonreían de felicidad. Parecía haber sido un día de playa de lo más especial para decidir enmarcar aquel instante.

Observé el cuerpo de Leoni. Llevaba un bikini de un solo color, que sin duda resaltaba su figura. Dejé la foto en su sitio y miré la cama. Me imaginé tumbándola allí, quitándole muy despacio la ropa, mientras la duda y el miedo la paralizaban y me dejaba hacer de ella una mujer sin pedirlo ni rechazarlo. Me sentí tentado de indagar más, pero noté como mi pene estaba tan duro que el glande rozaba la parte baja de mi camiseta. Salí de la habitación cerrando la puerta como estaba y fui a terminar lo que había empezado con la madre de mi futura reina.

La ducha seguía abierta cuando giré el pomo y lentamente entre en el baño. Noté el vaho cálido que envolvía el cuarto. Sara estaba dentro de la ducha dándome la espalda y una vista preciosa de sus nalgas a través de la mampara cristalina. Di un paso. Dos pasos más y ella seguía sin moverse. Pensé que terminar lo que habíamos empezado debajo de una cascada de agua caliente era lo ideal. Llevé mi mano a los laterales de mi camisa. Empecé a levantármela hasta que vi mi reflejo en el espejo. Me detuve. Bajé las manos y me quedé allí sin moverme lo que dura un par de largos y profundos suspiros. Cerré mis puños con fuerza. Miré a Sara. Observé las curvas de su cuerpo. Me encantaba tenerla entre mis brazos; sentir cada pequeña parte de su cuerpo contra el mío. Lo deseaba. Y la quería allí y en ese preciso momento.

Retrocedí lo andado y acerqué mi mano al interruptor de la luz y lo apagué. Sara se volvió al instante aún podía distinguir con bastante claridad su silueta. El brillo en su mirada, mientras trataba de ocultar sus pechos tras sus diestras manos. De no ser por la luz proveniente de su cuarto y del pasillo, nos habríamos quedado a oscuras. Comencé a cerrar la puerta del baño poco a poco, permitiendo que la oscuridad ganara terreno sobre la escasa claridad de la habitación.

– ¿Qué haces? –preguntó asustada.

–He venido a ducharme. Como ves también necesito un pequeño remojón.

–Déjame que salga primer, ¿no? – exclamó, mientras abría la puerta de la mampara con intensión de salir.

–Quédate dónde estás. Quiero disfrutar de tu compañía. Ahora, date la vuelta. Pon las manos contra la pared y deja que el agua continúe acariciando todo tu cuerpo –Sara me miraba sin hacer el más mínimo movimiento–. O podemos quedarnos mirando hasta que llegue tu encantadora hija. Estoy seguro de que se alegrará de conocerme.

Aquello funcionó. Sara se volvió sin apartar las manos de sus pechos. Mantuvo aquella postura hasta que me dio la espalda. Luego las separó de sus senos y las dirigió hacia la pared como le ordené. Agarré mi entrepierna. Estaba más que dispuesta para jugar. Cerré la puerta un poco más; hasta que la figura de Sara me resultara difícil del distinguir desde donde estaba. Avancé unos pasos y vi que seguía en la misma postura. Cuando ya solo un par de pasos me separaban de ella, agarré los lados de mi camiseta y me la quité. Jugué con el cierre de mi reloj y cuando conseguí soltarlo lo dejé sobre mi camiseta. Y sin más duda me metí en la ducha. Noté el calor del agua y las pequeñas gotas que lograban esquivar el cuerpo de Sara para llegar a morir sobre el mío.

Miré su espalda bañada por la penumbra. Besé su hombro. Ella lo notó y reaccionó. Luego la besé en la nuca y en el otro hombro. Pegué mi cuerpo a su espalda, mi sexo a sus tiernas y firmes nalgas. Posé mis manos sobre las suyas y comencé a bajar despacio. Cuando noté el húmedo contacto de sus pechos me detuve.

–Sé que me odias –le susurré al oído, mientras seguía masajeando sus pechos y restregando mi pene contra su trasero–. Lo comprendo. Pero también sé que lo que hacemos te gusta. Te hace sentir bien. Por eso quiero que mientras estemos como ahora, justo así –dije mientras apoyaba una mano en su vientre, mientras con la otra metía mi pene en su entrepierna, rozando su sexo. La obligué a atrapar mi miembro con sus piernas presionando sobre sus caderas con mis manos. Comencé a realizar un pequeño movimiento de vaivén–, olvides tu odio, olvides todo y te dejes llevar por el placer que ninguno de los dos hemos dejado de darnos. Deseas sentirte amada, y también sabes que quiero tenerte una vez más–. Subí mis manos por sus caderas y los dirigí esta vez a sus pezones. Empecé a jugar con ellos, con caricias y pequeños pellizcos suaves pero intensos. Sara respondía de forma contenida, pero poco a poco iba cediendo. Noté como su espalda se relajaba y chocaba contra mi cuerpo; su cabeza se recostó sobre mi hombro y terminó llevando una mano a mi pelo–. Vive este instante como un sueño; una fantasía o una ilusión. Déjame amarte de nuevo. Permítete volver a sentirte amada.

En ese momento Sara detuvo sus caricias en mi pelo. Durante unos segundos no dijo ni hizo nada.

De pronto noté como se volvía, escapando del placer que le estaba haciendo sentir. Apenas podía verla bien con tan poca claridad. Lo mismo le pasaría a ella conmigo. Tras unos segundos donde solo el murmullo constante del agua caer sobre nuestros cuerpos era quien hablaba, me llegó la respuesta de Sara en forma de beso. Noté como sus brazos me rodeaban la cabeza y como su cuerpo húmedo, sus pechos y sus pezones, su sexo, todo ella se pegaba contra mí. Recorrí con mis dedos su espalda hasta llegar a su trasero. Agarré con fuerza sus nalgas. Comencé a estrujarlas y acariciarlas, sabiendo que en cuanto acabáramos no tendría otra oportunidad de hacerlo.

Al igual que cuando la obligué a quitarse de blusa, la empuje hasta la pared. Nuestras bocas jugaban sin normas ni reglas, guiadas con el único fin de sentirnos el uno en el otro. Por primera vez desde que entré en aquella estrecha ducha, noté el agua correr por todo mi cuerpo. Me habría resultado de lo más relajante de no tener pegado a mí a una mujer excitada que se había dejado llevar por el goce mutuo que nos estábamos dando.

Dirigí mis manos a su cintura y sin separar nuestras bocas cambiamos de lugar. Ahora su espalda chocaba contra la mampara. Noté sus manos moverse por mi espalda; una se detuvo agarrándose de mi cuello; la otra siguió su viaje por la parte baja de mi espalda hasta mis glúteos. Sentir como me tocaba el trasero me puso más caliente de lo que ya de por sí me encontraba. Mi miembro acariciaba su sexo, deseando volver a buscar cobijo y placer en su interior. Separé nuestros labios y nuestros cuerpos y la obligué a ponerse de cara a la mampara. Sara se apoyó en el cristal y se agarró al margen de la puerta corredera, mientras yo dirigía mi pene a sus labios y tanteaba su sexo. Ella puso de puntillas su pierna derecha y flexionó la rodilla para que la penetración fuera más fácil. Noté como su lanzaba pequeños gritos ahogados o exhalaciones que acababan en un seco peno lujurioso Ah ante el avance y retroceso de mi pene sobre las paredes de su vagina. Apoyé con firmeza y suavidad sobre sus caderas. Mientras me movía, mis pulgares dibujaban círculos sobre las curvas de su trasero.

Al cabo de unos minutos observé como Sara bajaba la pierna. Giró su cabeza hacia la izquierda. Noté también como su pierna izquierda pasaba detrás de la mía y comenzaba a darme caricias con su pie una y otra vez. Disfrutaba de cada pequeña sensación que Sara buscaba hacerme sentir. No sabía si lo que quería era llevarme a un placer que no había conocido o si lo que buscaba era hacerme acabar cuanto antes. Fuera lo que fuera lo aceptaría.

Cuando sentí que su pie ya no quería seguir jugando aproveche con cuidado para cogerla del muslo y levantar su pierna derecha. Sorprendida, se agarró con más fuerza para no perder el equilibrio. Hice lo propio y dirigí mi otra mano a su cadera, rozando su vientre plano. Había visto en muchos videos aquella postura y cada vez que la veía me excitaba con locura. Necesitaba probarla en mis carnes y no podía tener mejor compañía con quien intentarlo. Comencé a moverme con más brío y deseo, notando como las nalgas de Sara chocaban contra mi vientre y mis testículos contra su sexo. Cada vez notaba a Sara más relajada. Cada vez se esforzaba menos en tratar de ocultarme sus suspiros de excitación. Al menos los escuchaba cada vez más. No tardó mucho tiempo en apartar una de las manos del marco de la puerta para posarla sobre mi vientre mientras yo seguía embistiéndola sin detenerme. Subí mi mano hasta uno de sus pechos y lo estreché con suavidad. Seguí apretando y soltando, permitiéndome en ocasiones rozar su excitado pezón.

Tras unos minutos intensos de caricias y contoneo, baje con cuidado su pierna, mientras ella se agarraba a mi brazo. Al detenerme, pero sin salir aún de su interior, fui consciente de que el agua caía de lleno sobre mí y no sobre ella. También me di cuenta de que el calor que emanaba se había vuelto tibio. Pronto una dosis de agua fría nos empaparía y cambiaría el entorno de caliente frenesí. Pero aun así no bastaría para apagar nuestro ardor.

Sara volvió a posar las dos manos en la pared. Apoyé mi mano en su espalda y causé una ligera presión para que la arqueara y dejara así su trasero más respingón. No pude evitarlo y le di una cachetada en su nalga derecha que la puso rígida, causando presión en su cuerpo y sobre mi miembro, que lanzaba sutiles movimientos en su vagina. Le di otra cachetada y volvía sentir la misma excitación. No quería dejar de sentir la rigidez de su cuerpo.

Me agarré a sus caderas mientras aceleraba la penetración. Me hubiera gustado poder verla con nitidez; contemplar su espalda, su trasero prieto ver su respiración entrecortada y los susurros de gozo que dejaba escapar creyendo que no la oía. Pero aquel placer entre sombras y pequeños claros de luz también era excitante. Al cabo de un rato cogí una de sus manos con las que se apoyaba en la mampara y la guie hasta sus labios vaginales para que jugara con ellos mientras yo seguía absorto en aguantar tanto como fuera posible.

–Ahhh! –Lanzó Sara sin contención alguna. Sin duda sus dedos unidos a mi penetración eran demasiado para contenerse como antes. Decidí aumentar la dosis de placer para ver si lograba una nueva respuesta. Pasé una mano por la raja de su trasero y deslicé el índice por ella hasta dar con su ano. Luego comencé a dibujar círculos sobre él antes de volver a meterme en él–. ¡Ahh...ahhh...ahhh!

Nada más abrirme paso en su trasero note como su mano se dirigía hasta mi trasero y lo estrujaba con fuerza. No podía verle la cara, pero me gustaba pensar que se mordía el labio de frenesí. Su rodilla derecha se flexiono y volvió a apoyar el peso en sus dedos. Saqué mi dedo de su trasero y cogí su cabello húmedo y tiré con cuidado de él mientras la cabalgaba esta vez con más prisa. El agua empezaba a estar fría y eso me obligaba a entregarme al máximo para no perder el calor. En cuanto noté el brío que sentía en mi miembro, comencé a reducir el ritmo. No quería que acabase. Todavía no. Prolongaría aquello tanto como me fuera posible.

Salí del interior de Sara y me calmé. En ese momento en el que ella comenzaba a enderezarse, aproveché para darle la vuelta y encontrarnos nuevamente cara a cara. O más bien sombra a sombra. La veía como verías a alguien en mitad de un bosque en una noche de luna llena, rodeado de árboles altos y frondosos que apenas dejan pasar resquicios de luz. Pero no necesitaba verla para saber que aquello no le desagradaba. Ambos nos habíamos entregado a algo. Yo a la realidad de su cuerpo; ella en el peor de los casos a una fantasía o un sueño del que no tardaría en despertarse; en el mejor de los casos había cedido ante mí. No me hacía ilusiones. La rodeé con mis brazos y apoyé mis manos en sus hombros, ejerciendo en ellos una ligera presión que ella comprendió. Sin que le dijera nada observé como sus manos y su cuerpo comenzaba a inclinarse. Noté como su boca trataba de atrapar mi miembro sin más ayuda que la de sus labios. Tras dos intentos fallidos a la tercera obtuvo su recompensa.

Lleve mis manos a su cabeza. Al principio dejé que ella llevara la voz cantante, pero al cabo de un rato decidí seguir yo. Mientras penetraba su boca y su lengua jugaba con mi miembro en su interior acariciaba sus orejas para estimular y seguir despertando más y más placer en ella.

–Tócate –Volví a pedirle que se tocara y aunque no la podía ver bien noté que obedecía. Sobre todo, cuando de nuevo sentí el honor de su otra mano agarrarse con fuerza a mi trasero Mantuvimos aquella posición unos minutos muy intensos. No quería dejar de sentir el calor dulce y juguetón de su boca sobre mi pene, pero notaba cerca el final y quería regresar a aquella postura que tanto me había excitado y con la que esperaba finalizar.

Sara se giró cuando la tomé de las caderas y se apoyó en la mampara. La levanté y sostuve de la pierna, mientras mi otra mano apuntaba mi miembro y atravesaba sin error ni dudas su vagina. Comencé a moverme despacio al principio, pero no duró mucho. El agua comenzaba a estar congelada y yo al igual que Sara estábamos con ganas de explotar. Empecé a acelerar y a embestirla con fuerza, tanto que a veces mi miembro se escapaba de su sexo.  Cuando pasaba Sara acudía en mi rescate y volvía a metérsela. Noté como cansada de hacerlo terminó por dejar su mano sobre mi pene y su vagina para evitar que volviera a escapar de su interior. Aprovechando aquella situación lo di todo. La mano que la agarraba del muslo ejerció más presión; la que mantenía pegada a su vientre la empujaba tanto como podía contra mi cuerpo. Embestía a Sara con todo mí ser; mis testículos golpeaban con furia ufana contra su sexo mientras ellas aceleraban el ritmo de su respiración. Estaba a punto de venirme, pero no podía hacerlo dentro de ella, por más que quisiera hacerlo. Salí de ella justo a tiempo.

–Ahhh– exclamé mientras mis últimas dosis de lujuria caía sobre su espalda y sus nalgas brevemente antes de ser arrastrados por las frías aguas que nos envolvían. No sabía si Sara habría logrado su tercer orgasmo, pero en aquel momento poco me importaba. No me quedaban fuerzas para nada más. Solo me quedaba agradecer el frio que la ducha estaba regalando a mi cuerpo cansado. Apoyé mis manos en sus caderas, mientras pasaba mi miembro cada vez más flácido por su raja. La rodee en mis brazos. Noté que ella no me rechazaba. Sentí su mano posarse sobre mi brazo. Empecé a besarla. Primero su nuca; su cuello y soltándola comencé a bajar. Muerto de frío sentía que Sara aún seguía caliente y después de aquella tarde, merecía su tercer orgasmo. No sabía si lo lograría, pero al menos haría que disfrutara tanto como pudiera.

Me quede de rodillas en la ducha. Separe las piernas de Sara y acaricie su sexo. Ella respondió poniendo su trasero ligeramente en pompa. Separé sus nalgas con los dedos varias veces y llevé mi lengua a su ano.

–Uhhmmm… –Fue la respuesta que Sara me regaló. Vi como llevaba una de sus manos a su trasero y agarraba su nalga. Buscaba facilitarme los besos que mi lengua le estaba dando. Llevé la mano que había quedado libre gracias a Sara a la parte interna de su muslo y subí hasta llegar a su sexo. Comencé a meterme entre sus labios poco a poco. Noté el calor y la humedad que emanaba su interior, mientras aumentaba el ritmo de mis acometidas. Cuando mis dedos no pudieron entrar más moví mi mano como si estuviera temblando, transmitiendo esa sensación de sacudida a Sara.

–Ahh… …Uhhmm–. Dejé tenso mi brazo para aumentar el meneo y su placer. Moví mis dedos y mi lengua tan rápido como me fue posible. Separé mi cara de su trasero y me puse en pie sin salir de su sexo. Pegué mi cuerpo al suyo pare recuperar parte del calor que el agua helada se llevaba a su paso. Rodeé a Sara con mis brazos, sintiendo no solo la dulce suavidad de sus pechos, sino también la mano de mi amante agarrándose con fuerza a ella. Después de un agotador minuto de masturbación y gritos de agónico placer por parte de ella, noté aquella presión de su cuerpo. Ese instante en el que hombre o mujer se dejan llevar por ese instante de clímax en el que son más felices, pero también más vulnerables. Sentí como su sexo se pegaba y se separaba en pequeños espasmos que comenzaban a desaparecer, mientras su calma y relajación ganaban terreno.

Tras sentir aquel orgasmo final que volvía a igualar el marcador, agarré a Sara por la mano y muy despacio hice que se volviera para intentar mirarme entre penumbras. Lleve mi mano a su barbilla, mientras me imaginaba su mirada. Sabía que la ilusión en la que Sara se había metido, pronto tocaría a su fin. Antes de que la fría realidad que nos empapaba atrapara los últimos atisbos de su calor planté mis labios sobre los suyos. Ambos nos inundamos en aquel sencillo placer final. Sara me abrazó y noté el suave contacto de sus uñas tantear mi espalda. Aquella era una sensación de lo más agradable. En menos de un minuto la imagen idílica que ambos experimentábamos terminó. Sara abandonó sin prisas su abrazo y la dulce sensación de su boca, aunque aún cercana, la notaba ya a leguas de distancia de mí. Apoyé las manos en la pared por encima de su cabeza, mientras la miraba.

–Espérame en tu habitación tal y como estás. –le ordené. Sara escapo de la prisión de mi cuerpo, no sin antes regalarme algún ligero roce involuntario de su cuerpo. Sin abandonar aquella pose y con la mirada clavada en el suelo de la ducha, oí como Sara salía de la ducha–. Deja mi ropa aquí y ni se te ocurra encender la luz del baño al salir.

Sara avanzó sin prisas. Cuando llegó a la puerta vi como empezaba a abrirla. Noté como su cabeza se ladeaba para mirarme.

–Te juro que, si te atreves a volverte para mirarme, tú y tu hija lo pagaréis caro.  Deja la puerta como estaba al salir.

Mis palabras pudieron con su curiosidad. Vi como la luz del pasillo iluminaba el cuerpo desnudo de Sara mientras salía del cuarto. Su cabello mojado; su espalda pincelada de gotas que conservaban aún el placer dado; su trasero apetecible que había sentido lo que parecía no recordar; sus largas y firmes piernas en la que habían quedado grabadas las huellas del amor que le había dado.

Cuando me descubrí solo, me relajé y dejé que el agua me inundara. Cerré la llave del agua caliente que ya no iba y abrí la del agua fría. Una ola de invierno surgió del grifo. Tensé todo mi cuerpo para poder resistirla. Noté como me costaba respirar con normalidad, como mi corazón bombeaba sangre con más fuerza para tratar de recuperar el calor que estaba perdiendo a propósito. Pasé bajo aquel infierno helado un par de minutos más. Lo justo para estar seguro de que el agotamiento mental que me invadía, no avanzara su paso. Necesitaba estar lúcido, mientras siguiera en aquella casa. La partida aún no había acabado.

Cerré el grito y noté como los escalofríos que me habían rodeado todo el rato, empezaban a desvanecerse. Una agradable calidez crecía dentro de mí. Cogí una toalla y me sequé el cuerpo. Cogí mi reloj y camiseta del suelo y me los puse. Hice lo mismo con el resto de la ropa. Cogí las zapatillas en las manos. Mis calcetines se habían quedado en el cuarto.

Llevé la mano al pomo de la puerta. Tomé aire y salí a plantar cara a la madre de una de mis futuras reinas; una verdad que ella nunca debía descubrir.

Abrí la puerta. Vi a Sara sentada en la cama. Seguía desnuda. Sus piernas estaban cruzadas, ocultando su sexo. Sus brazos se abrazaban entre ellos, creando un escudo que me impidiera la visión de sus pechos. Su cabeza estaba ligeramente inclinada hacia el suelo, pero su mirada permanecía desafiante, clavada en mí. Aguardaba el desenlace de nuestros encuentros.

Miré al suelo. Me fijé que las huellas húmedas de sus pasos aún seguían allí; desvaneciéndose poco a poco. Imprimí mi huella por donde ella había pisado. Con cada paso recordaba. Sara arrodillándose y lamiendo mi miembro; Sara mostrándome sus pechos, mientras me abalanzo sobre ella; Sara y yo masturbándonos y corriéndonos de placer al mismo tiempo; Sara y yo en la cama; sobre mí; tumbada; sintiéndonos el uno al otro; olvidando el mundo y arrojarnos a una felicidad carnal que cualquiera desearía vivir, aunque solo fuera una vez.

Me detuve delante de ella y la miré con el mismo desafío que ella me arrojaba. Sus ojos buscaban ganar; si hubiera apartado la vista le habría dado lo que quería; una excusa para decirse que aquello que habíamos hecho no estaba bien. Justo como Maite. La diferencia era que Sara era más madura, más segura y más experta en el arte del amor.

Sara quería ver la culpa, la vergüenza y el temor en mi cara.

No podía darle lo que no tenía; lo que no sentía.

Finalmente, sabiendo que no pensaba ceder, se atrevió a hablar.

–Vete de una vez. Ya has logrado…

–Hemos –le interrumpí.

Sara me miró confundida.

– ¿Qué?

–Los dos hemos logrado lo que queríamos.

Los ojos de Sara cambiaron a una rabia contenida, llena de indignación.

–Yo no quería esto. No quería acostarme contigo.

–Querías aún menos acostarte con tu casero. Tú has logrado evitar eso. Y yo ahora sé lo que se siente al amar a una mujer de verdad

Sara mantuvo la mirada, pero al cabo de unos segundos cedió. Ella notó su error y trató de corregirse volviendo a mirarme. Demasiado tarde. Había aceptado su derrota, aunque tratase de negárselo a sí misma una y otra vez

–Vete de mi casa de una vez.

La contemplé. Miré su cuello desnudo; sus pechos apretados por sus brazos cruzados; su vientre perfecto; me embriagué en el esbozo de su sexo, vedado a mis ojos por sus piernas. Volví a mirarla a los ojos y apenas tardó una vez más en desviarla fugazmente.

Me di la vuelta y busqué mis calcetines y mi sudadera. Me los puse y mientras terminaba de atarme las zapatillas decidí decir algo que no podía guardarme.

–No voy a disculparme. Tampoco me siento culpable. Ni lo haré cuando salga de aquí. No me arrepiento que hayamos hecho el amor. Porque eso fue lo que hicimos. No te obligué a devolverme los besos, las caricias. Te dejaste llevar por…

– ¡Cállate! ¡Y vete! Vete de mi casa.

Me puse en pie.

– ¿Crees que vale pena? ¿Sentirte como si te hubiera humillado? Podía haberte tratado como si no fueras nada. En cambio, te traté como si lo fueras todo. No trato de justificarme. Ni de buscar tu perdón. Trato de que te des cuenta de que sentir esa breve pasión que nos hemos dado no fue un error. Los dos lo necesitábamos. Tú para desahogarte; librarte de tus problemas y de la tensión que sentías; yo para darle a la mujer a la que quiero el placer y el amor que merece sentir.

– ¿Hablas de amor? ¿Realmente crees que amas a esa chica después de esto?

–El amor y el sexo, aunque parecidos son distintos. Y aunque fueran lo mismo, cada uno siente el amor a su manera. ¿Quién dijo que los sentimientos debían usarse de igual forma para todos? No existen dos amores iguales. Solo amores convencionales y amores inaceptables; estos últimos, creados por los que profesan tu misma fe de un amor puro e idílico –Miré a Sara. Parecía no poder creerse lo que estaba escuchando–. No me importa que pienses que estoy loco. Por alguien como ella vale la pena perder el juicio.  Ahora, levántate.

Sara se tensó.

– ¿Por qué?

–Necesito que me acompañes a la puerta. Querrás asegurarte de que no esté aquí cuando llegué tu hija, ¿no?

–Deja que antes me vista.

– ¿Por qué? Así esta preciosa. ¿Acaso esta no es tu casa? ¿Quién va a verte además de mí?

Decidí no moverme hasta que Sara se puso en pie. Bajo una de las manos que cubrían sus pechos a su sexo. Me acerqué a ella y separé las manos de su cuerpo. Solo sus ojos seguían luchando.

–No cubras lo que tienes; lo que eres. Si quieres seguir desafiante está bien, pero ese pudor que tratas de crear te hace parecer débil.

Sara se soltó con fuerza de mis manos y dejó que sus brazos cayeran a los lados, mostrándome su cuerpo en todo su esplendor, mientras me miraba como una tigresa dispuesta a atacar a la mínima.

–Las damas primero –exclamé haciéndome a un lado.

Sara avanzó a pasos rápidos hacia la puerta. Me deleité en el contoneo de sus caderas.

–Ve más despacio. Siente cada paso que das.

Sara obedeció. Aquello se había convertido en un paseo lento en el que ella ganaba terreno hasta la entrada para librarse de mí. Yo seguía la estela de sus pasos, deleitándome con los movimientos de cada parte de su cuerpo. Bajamos las escaleras. Apoyé la mano en el pasamano y la deslicé por ella mientras seguía descendiendo. De no estar agotado me habría imaginado a Sara y a mi probado nuestros cuerpos entre peldaño y peldaño.

Llegamos al rellano de la entrada y Sara se detuvo.

–Dame la llave de tu buzón.

La mirada confusa que me lanzó no era para menos.

– ¿Para qué?

–Si te limitas a dármela antes podrás librarte de mí.

Sara dudó unos segundos, tratando de averiguar que me proponía. Se dio la vuelta con la naturalidad que esperaba que tarde o temprano sintiera y abrió el cajón superior del aparador. Sacó algo y se volvió. Me mostro una llave de color naranja. La cogí y me encaminé a la puerta.

–Volveré el sábado que viene –le solté de golpe. Sara abrió los ojos como platos. Como si no creyese lo que acababa de decir o si fuera un despropósito impensable.

–Eso no pasará. Esto ha sido solo un.

– ¿Mal menor? –arrojé.

–Sí. Y no se repetirá.

–Tal vez sí.

–Ni se te ocurra volver.

– ¿O qué?

–Dijiste que querías una tarde y eso es lo que te he dado.

–Una tarde a cambio de dinero para tu alquiler.  Un trato justo. Pero no hablo de otro trato. Lo que busco es el placer por el placer. Acostarnos para pasarlo bien. En tu caso para liberarte de esa tensión que cargas sobre los hombros como si fuera el peso del mundo. En el mío es el deseo de volver a sentirte y ver que más cosas podemos despertar en el otro.

–Escúchame bien –dijo mientras se acercaba a mí con confianza. Cualquiera diría que había olvidado que no llevaba ropa–. Eso no va a ocurrir nunca. Métetelo en la cabeza.

Me acerqué a ella. Sara buscó retroceder, pero chocó contra el aparador. Roce su mejilla con la palma de mi mano. Bajé despacio sin perder detalle en mis propios movimientos. Sentí el contacto de su seno y lo acaricié.

–Basta –exclamó–. Déjame.

Hice lo que me pidió. Retrocedí un paso y la miré. Vi cómo se contenía para no cruzarse de brazos y provocarme, pensando que si hacía lo que le pedía me largaría antes.

–Ahora me escucharás y luego me iré –no esperé a su respuesta–. Volveré el sábado que viene a la misma hora. Llamaré cuatro veces a la puerta. Así –dije lanzando cuatro pequeños toquecitos contra la madera del aparador–. Si abres, sabré que aceptas que volvamos a repetir lo que ha pasado. Si no abres me daré media vuelta y regresaré el sábado siguiente. Tienes cuatro oportunidades. Cuatro veces vendré y cuatro veces llamaré a tu puerta. Si no abres en ninguna de ellas te aseguro que no habrá una quinta vez. Lograrás librarte de mí. Eso sí es lo que realmente quieres. No te molestes en decir nada –le espeté cuando noté que quería decir algo–. Lo que sale de nuestra boca en un arrebato vale tan poco decirlo como escucharlo.

Retrocedí hasta la puerta y la abrí sin dudas y sin dejar de mirar aquel cuerpo nacido del pecado más puro. Vi como Sara apagaba velozmente la luz del pasillo para que nadie viera la belleza de su desnudez. Salí fuera y noté una ola de frío. Miré como la oscuridad se cernía sobre Sara. Vi cómo se cruzaba de brazos ante la entrada inevitable del invierno a su casa. Se acercó y se puso detrás de la puerta. Deje un pie pegado al canto de la puerta por si se veía tentada de cerrármela de golpe. Noté la ligera presión que ejercía con su cuerpo para acabar con aquello.

–Dejaré la llave debajo del felpudo. Hasta dentro de una semana, señora.

Saqué el pie y vi como la puerta se cerraba de golpe. Me quedé allí plantado unos segundos. Imaginé a Sara observándome por la mirilla. Me di la vuelta. Ya había pensado demasiado en ella. Ya había pensado demasiado sobre muchas cosas. Mi mente estaba despierta, pero me costaba mantenerla centrada. Era el momento de irme; de retirarme con el sabor dulce de la victoria, de Sara, en los labios.

Salí y metí la llave del buzón en la cerradura. Lo abrí y saqué lo que quería. Mi móvil, mi cartera y mis llaves.

Antes de llegar metí todas mis cosas. ¿Por qué? No quería que Sara pudiera tener la oportunidad de averiguar quién soy. Mi nombre; mi edad; dónde encontrarme. Pero esa no era mi única razón. Cuando estuve con Maite me dejé llevar por el placer y en mi error casi dejo su grabadora al alcance de mis compañeros de ajedrez. Metí todas mis cosas allí para no preocuparme luego de si me habría dejado algo que me delatara en casa de Sara. Una vez leí una frase que nunca he podido olvidar.

Ante una decisión difícil piénsalo dos veces; ante una fácil, hazlo tres.

Incluso un pensamiento enrevesado, un pensamiento que tal vez ni siquiera llegue a ocurrir, puede ser la diferencia entre el triunfo y la derrota.

Nunca deis nada por sentado.

Guardé mis cosas en los bolsillos y cerré el buzón. Volví a entrar y dejé la llave bajo el felpudo. Pensé en arriesgarme y llamar a la puerta, pero habría parecido desesperado. Con eso mis posibilidades de un nuevo encuentro morirían al instante.

Salí del portal de casa de Sara. Me puse la capucha para protegerme del frío y metí las manos en los bolsillos. Encendí el móvil y empecé a andar hacia la parada del autobús. Al poco rato noté como el móvil me sonaba.

Era el número de mi madre.

Me apetecía hablar con ella, pero no lo haría hasta estar en la seguridad de casa. Odiaba hablar por teléfono; pero odiaba más hacerlo en público. El mundo tiene oído en todas partes y en la noche es cuando más silencio hay y mejor se oye lo que los que se atreven hablar cuentan inocentes.

Cuando la llamada terminó y dejó de vibrar miré la hora. Aceleré el ritmo para llegar a tiempo al próximo autobús. Era media hora el precio a pagar si lo perdía.

Marché al trote con la satisfacción de haberme convertido en un hombre.

Aquel era el comienzo del principio de una historia que apenas se había empezado a narrar.

Continuará…

Ultimo capítulo que subiré este mes.

Cualquier dua o pregunta escribir vuestro comentario o enviad un correo. Y si queréis seguirme en mis redes las hallaréis en el perfil de todorelatos.

Gracias por seguir la serie.

Un saludo.