Relato de la casa de huéspedes: mi paisano

Tenía la cara de un niño, con sus ojos verdes y unos mechones de cabellos dorados cayendo sobre la frente. No era un Apolo pero sí atractivo, y además tenía ese don de agradar inmediatamente.

RELATOS DE LA CASA DE HUÉSPEDES: MI PAISANO.

La casera llevó un día a presentarme al nuevo huésped, y lo alojó en la misma habitación de la casa de huéspedes. Éramos de la misma edad y además paisanos, de la misma región aunque no del mismo pueblo, y era una costumbre alojar a los paisanos en los mismos cuartos, para mayor familiaridad. Se llamaba Martín, más bajo que yo y también más blanco, apenas con un suave trazo de bigote y barba que siempre se rasuraba, por lo que aparentaba, junto a su baja estatura, menor edad.

Tenía la cara de un niño, con sus ojos verdes y unos mechones de cabellos dorados cayendo sobre la frente. No era un Apolo pero sí atractivo, y además tenía ese don de agradar inmediatamente. A veces lo veía andar por el cuarto sin camisa, y su torso era atlético, sin vellos en el pecho, sus manos grandes; un hombre hecho a todos los deportes, porque en la escuela participaba en todas las actividades donde hubiera una pelota: jugaba fútbol, básquet, tenis de mesa, hasta canicas.

Por entonces ya había tenido algunas experiencias con hombres, ahí mismo en la casa de huéspedes, pero tan discretamente que nadie hablaba de ello. Yo era uno más entre la docena de varones que habitábamos allí, unos por una o dos temporadas, hasta que conseguían algo mejor y se iban, o abandonaban los estudios y también se marchaban. Los que no teníamos mucho dinero nos quedábamos allí, porque era barato y no era difícil trasladarse a las zonas escolares. Era un lugar céntrico y fácil de encontrar, aunque la comida no fuese tan buena y las habitaciones pequeñas.

Por entonces tenía relaciones con otro habitante de la casa, pero eran más bien esporádicas, y no atravesaban por una buena etapa. Un sentimiento de culpa, o tal vez un hastío, enfriaba nuestros contactos lentamente. Cuando llegó Martín teníamos casi dos meses que apenas nos hablábamos.

Durante los primeros meses, Martín usaba shorts bermudas para dormir, algo cohibido con mi presencia. Poco a poco se fue acostumbrando, y al mes ya dormía con truza, casi siempre de algodón blanco. Sus piernas llenas de una vello casi dorado contrastaba con otras partes de su cuerpo. Por aquel tiempo empecé a soñar con él, y en mis sueños se me aparecía totalmente desnudo, sus tetillas y sus brazos rozando con mi piel, su aliento sobre mi rostro, mi boca y mis dedos recorriendo sus partes bellas, sus labios húmedos, sus dientes blanquísimos. Me quedaba despierto una o dos horas espiando sus movimientos en la cama gemela, creyendo ver a cada momento alguna erección de su miembro, y aprovechaba todos los momentos posibles para chocar con su cuerpo en la puerta, en el baño, o para rozar su piel. Tanto fue así que un mes después lo encontré en mi cama, en short, y me recosté por un lado, tratando de que nuestros cuerpos quedaran lo más juntos posibles. Aquella cercanía me despertaba escalofríos, me arrancaba sudores repentinos, me tocaba el corazón y lo ponía a bailar un redoble de tambores.

Hablábamos trivialidades, cosas sin importancia, pero a cada momento los cuerpos se acercaban más uno al otro, y más, y más, hasta que fue evidente que los dos estábamos excitadísimos. Cuando colocó su miembro por detrás de mí fue la gloria. Fue como si mil orquestas tocaran para mí con gran entusiasmo y mi corazón repitiera su alocado ritmo. Se sacó su miembro, y hasta entonces pude ver aquel trozo de Martín que me había hecho soñar tantas veces, enhiesto ante mí, reclamando atención, sacudiéndose en mi mano. Lo acercó a mi rostro, y entendí lo que deseaba. Introduje a mi boca esa sensación pegajosa que coronaba su verga, ese glande violáceo, hinchado y pujante, con la piel echada hacia atrás, incitante, seductor, completamente viril. Mis labios tragaron esa cabeza puntiaguda y devoraron una parte del tronco regio, la carne blanca, ardiente, fragante. Mi lengua acarició el frenillo, el ojete húmedo, los bordes lisos, y deposité mi aliento y mi saliva en ese bosque de vellos castaños, en ese par de huevos dorados, de fna textura granulada, aspiré el olor de sus ingles perfumadas, impregnadas de un suave aroma de jabón de lavanda.

Martín estaba ardiendo, y no perdió el tiempo en protocolos; arremetió su verga en mi boca tratando de alcanzar lo más profundo de mí, pero yo no era tan experto como para tragarme el enorme bocado. Durante algunos minutos estuvo lanzándose sobre mí como si fuera un hoyo exquisito, y terminó alojando en mi cavidad bucal una enorme cantidad de semen que me escurría por las comisuras de los labios. Era mi primera vez de esa forma, y no acertaba tragarme esa leche espesa, así que la arrojé sobre una toalla, pero seguí lengueteando y absorbiendo ese juguete que el destino y la fortuna habían colocado en mi camino, hasta que Martín ya no pudo más y se arrojó sobre la cama, exhausto, jadeando. Pasados unos segundos se arregló el short y salió al baño para asearse. Apenas a tiempo, porque unos minutos después llegó uno de los habitantes de la casa para pedir unos apuntes.

Esa noche y la siguiente Martín y yo nos quedamos quietos, cada uno en su respectiva cama, silenciosos pero expectantes. No hablamos de lo sucedido y ninguno de los dos hizo el intento de aproximarse al otro. Un misterioso velo se corrió entre ambos, y seguimos comportándonos como si nada hubiera pasado.

Dos noches después Martín tomó la iniciativa luego de acostarnos y de apagar la luz. Unos minutos después me pidió que le diera un masaje en la espalda, y cuando aparté las sabanas me percaté de que estaba completamente desnudo. Me puse crema para la piel en las manos y le dí un vigoroso masaje con las palmas y las puntas de los dedos. Su piel estaba tensa y caliente, y de repente exhalaba profundamente. Cuando terminé, le pregunté si le había gustado, y me dijo que sí, y me preguntó si me podría masajear él a mí. Yo acepté.

Me acosté boca abajo sobre mi cama, vestido con un ligero calzón bikini, y él vino a mí, colocando sus recias manos sobre mis hombros primero, y después recorrió la espalda hacia abajo. Ya mi cuerpo temblaba con el contacto. Martín estaba desnudo, y podía advertirse su erección total, salvaje, ardiente, húmeda, de vez en cuando algún rozón sobre mis piernas, ora sobre los glúteos. Me preguntó si me podía quitar el calzón y asentí. Me despojó de la prenda y se sentó a horcajadas sobre mí, inclinándose para masajear mis hombros. Su sexo se pegaba a mis nalgas redondas y bien delineadas, a tal grado que advertía su calor y su firmeza. En un momento dado se acostó sobre mi cuerpo, y preguntó, con una voz ronca por el deseo. ¿Puedo? Sí, le dije, con voz trémula por el ansia.

Y entonces sentí como su verga se acomodaba mejor entre mis glúteos, buscando la entrada. Empujó y yo traté de ayudar abriendo las piernas y levantando el culo, pero me dolió un poco y no logró hacer nada más en el primer intento. Entonces tomó el bote de crema y untó generosamente mi trasero. La fría y refrescante sensación del ungüento me relajó un poco, y después sus dedos tantearon el camino, moviéndose graciosamente. Era delicioso sentir las puntas de sus dedos invadiendo mi privacidad, tocando mis zonas erógenas, excitándome al máximo. Entre sus dedos colocó la punta de su hombría y empujó un poco. Ambos nos dimos cuenta de que había entrado la avanzada, aventurándose como un soldado que recibiera la orden de tomar la playa a toda costa. Sentí la presión de su enorme cabeza y advertí que iba entrando cada vez más, horadando mi culo como un ariete que rompiera las puertas de un castillo. Ya estaba adentro. Ya había ganado su primera batalla. Con un movimiento de su pelvis se impulsó hasta el fondo, en una estocada maestra que ni el mejor torero podría haber propinado una tarde de toros.

Yo sentí la perforación muy adentro y levanté mi cuerpo casi instintivamente para zafarme, pero él no me dejó moverme; se aferró a mis caderas y allí se mantuvo, quieto, sosteniendo firme su adarga contra mí, hasta que poco a poco fui acostumbrándome a su grosor.

Luego se echó hacia atrás y se salió completamente, para volver enseguida a la carga. De nuevo arremetió con todas sus fuerzas, esta vez penetrando casi de un solo golpe y quedándose allí otra vez, provocándome un exhalación de dolor. Cuando calculó que el dolor había pasado comenzó un suave vaivén, ora hacia delante, ora hacia atrás, arrancándome los primeros quejidos de placer. Sus movimientos me erizaban la piel, y una intensa sensación viajaba a través de mi espina dorsal hacia todo el cuerpo. De vez en cuando se lanzaba hasta en fondo y sostenía su falo clavado hasta la empuñadura en mi orificio anal. En esos momentos yo sentía que por dentro me llegaba al corazón, y tenía un extraño ardor quemante y algo provocaba un movimiento de los intestinos.

Ese algo era ese pito inmenso que horadaba mis carnes a tal punto que yo sentía como golpeaban sus huevos grandes sobre mis nalgas, y el grato cosquilleo de sus vellos públicos en mis glúteos. Enseguida quiso cambiar de posición, y me hizo colocar de frente, con las piernas levantadas hacia él. Las tomó y colocó su verga en mi entrada y se impulsó para conquistar de nuevo su territorio. De esta forma nadie me había penetrado, y sentí que se adentraba tan profundamente que por un momento vi lucecitas de colores. Cielos. Había llegado a la gloria. Sostuvo su embestida casi por un minuto en todo lo hondo, sus 19 centímetros alojados por completo sin faltar uno sólo. Luego recomenzó la tarea: adelante, atrás, adelante, atrás, despacio, suave, lento, pero de vez en cuando aventándose completamente. Su hermoso cuerpo sudaba ya copiosamente pero seguía empeñado en mostrarme su estilo de amar. Su falo no cedía ni un ápice, no daba tregua, no perdía terreno.

Mis carnes recibían su miembro con un temblor, mi boca exhalaba en cada arremetida un quejido sordo, mordiéndome los labios. Duró una eternidad, justamente. Cuando sus jadeos se hicieron más rápidos, de repente tomó mi verga y jaló del prepucio hacia abajo con un tirón, y allí lo sostuvo, para de nuevo. Otra vez ví estrellitas, al tiempo que mi cuerpo se estremecía violentamente con los espasmos de la eyaculación. Mi semen saltó graciosamente en el aire, y luego cayó sobre mi abdomen, el pecho y su mano, y enseguida sentí que él contenía la respiración, tensaba el cuerpo, y un segundo después se derramaba todo entero, inundándome los intestinos con su precioso líquido.

Qué hermoso final, uno después del otro, en una sintonía casi perfecta, su verga lanzando sus dones mientras yo me retorcía de placer en espasmos continuos. Allí quedamos, por breves instantes, él todavía dentro mientras nuestras ansias se apagaban lentamente. Se acostó a mi lado, y nuestros cuerpos sudorosos se tallaron uno al otro, en un mudo agradecimiento por el placer propinado. Aaahh, que noche. Desnudos uno junto al otro, al amanecer despertamos, todavía con el olor del encuentro en la piel y el sabor del otro en los labios. El sol iba saliendo cuando salimos rumbo a las duchas, para comenzar el nuevo día.

Durante seis meses o un poco más mantuvimos nuestros contactos, dos o tres veces por semana, pero ninguno fue tan intenso, tan profundo, tan placentero y tan grato a la memoria como aquella primera vez de nuestras vidas. Nos separamos pero volvimos a vernos muchos años después, y nos dimos las manos como grandes amigos.