Relato corto de una noche de invierno

La vida te pone trabas que a veces crees insalvables. Te encuentras con treinta años, con que tu vida se ha roto, te la ha robado esa mujer de la que una vez estuviste enamorada, y quizá aún sigas prendada de ella, o de su recuerdo.

La vida te pone trabas que a veces crees insalvables. Te encuentras con treinta años, con que tu vida se ha roto, te la ha robado esa mujer de la que una vez estuviste enamorada, y quizá aún sigas prendada de ella, o de su recuerdo.

Llega ese momento en el que el calor de las sábanas no te da el consuelo que tú anhelas, y escapas. Decides por fin mojar tu cabeza, enfriarla de pensamientos tétricos e imágenes que ni el mismísimo Goya hubiera podido plasmar en su Época Oscura. Y sales, sin saber muy bien a dónde, pues tus pasos se han guiado durante años por los pies de otra persona. Has dejado de ser tú, esa que recuerdas y añoras, has dejado de ser la que dirigía la orquesta, la que reía en las fiestas, la que ligaba más que cualquier otra. Y te miras en el espejo, y te ves tan mayor…, quizá no te haya salido ninguna cana, ni las arrugas envejezcan tu rostro, pero lo notas cansado, irreconocible, hastiado.

Llamas a esas pocas amigas que no compartías, y las intentas convencer de que te acompañen por un Madrid que recordabas rancio, voraz. Ellas, como personas que te quieren, intentan seguir el ritmo que tu cuerpo ha decidido marcar. A veces te recuerdan que ya no tienes veinte años, que la cerveza no es buena y que por Chueca solo salen niñatos.

Alguna sugiere ir a La Latina, pero tú quieres estar ahí, en ese lugar donde creciste como persona, como mujer, pero, también como lesbiana. Quieres morder la noche, acariciar su brisa fría, y luchar hasta el alba. Quieres volver a reír, a bailar, a sentir que eres una más de esa horda de cochinonas que se aferran por entrar en algún garito de mala muerte.

Es verdad, Chueca ya no es lo que era. De los cientos de bares que había, tan solo queda una decena, y te da miedo entrar. Ves esas puertas cuidadosamente pintadas, esos colores. Así no era antes, todo era gris, sin luminosos, sin cárteles que anunciaran tu llegada. Los Relaciones Públicas se agolpan ante ti, te persiguen, te gritan, incluso te llaman mujer. ¿Mujer? Sí, que soy mayor.

Terminas entrando donde todo empezó, aquel bar con un billar al fondo. Te sientas en una mesa e intentas mantener una conversación que no termine contigo llorando por las esquinas. Qué difícil se vuelve todo con la edad. Ellas te sonríen, y tú les respondes del mismo modo, pero con diferente esencia, con las pocas ganas que tienes reservadas para soltarte el pelo y desfasar como lo hacías hace años.

Las niñas tontas y pijas se te acercan, aún te consideran en su rango de edad. Piensas que quizá no estés tan ajada como pensabas, que quizá puedas coquetear con ellas, pero terminan siendo tan insulsas, tan llenas de una falsa moral y de una prepotencia que te desquicia, que terminas desechando la sola idea de acercarte para entender qué dicen.

Continúas con tu cerveza. Las cañas en Madrid siempre han sabido de otra forma, siempre han alimentado el espíritu, tan frescas, tan bien tiradas, que te regocijas en el alcohol, mientras continúas charlando sobre los años que han pasado, sobre lo que se ha perdido y lo que se ha olvidado.

La noche va muriendo, pero ese duendecillo interior te pide que no te rindas, que escapes, que bailes. Le haces caso, a fin de cuentas, no tendrás muchas oportunidades como esta para poder desfasar hasta el amanecer.

Decides obedecer al más pesado de todos los Relaciones, y entras en un bar con un sugerente nombre, una aventura en francés, un pecado carnal de una noche. Ya solo quedan unas cuantas amigas, todas emparejadas, besándose, comenzando a disfrutar de lo que tendrán en su regreso a casa. Te sientas en un taburete, pides otra cerveza, lástima, tendrás que conformarte con un tercio, pero es Mahou, siempre te gustó la Mahou, para algo eres de Madrid.

Bebes, y contestas a las afirmaciones categóricas sobre lo que representa el amor y una pareja estable. ¿Qué sabrán ellas que solo llevan tres días juntas? Tú te pasaste siglos con la misma persona, aguantando sus delirios, y ella soportando tus rarezas. Años en los que no has visto más allá de ti y de ella, pero ya no está, se marchó, prefirió rendirse, quizá unirse a otra. Piensas que es mejor dejar de especular. La camarera se te acerca. Tendrá unos años más que tú. Parece interesarse por tu estado anímico, pero ya no sabes si es eso o que quiere ligar contigo.

-          ¿Te encuentras bien?

-          Sí, claro –respondes por inercia-. Ha quedado muy bonito el local.

-          Lo hemos inaugurado hace poco. ¿Quieres otra cerveza?

-          Sí, por favor –contestas mientras piensas en materializar las penas y meterlas una a una por el cuello de la botella, que se ahoguen realmente, que sientan lo que es el dolor.

Parece que el interés pasó, pero siempre se acerca otra y otra. Tus amigas te miran con cierta complicidad, animándote sin palabras a que dejes sin aliento a una muchacha que no sabe ni por dónde se anda. Las repudias con la mayor educación del mundo, que en los casos de alcoholismo extremo se limita a ignorarlas.

Entre el gentío, unos ojos se cruzan con los tuyos. Por un segundo, olvidas quién eres, lo que has pasado, los que has sufrido, y los sigues, quieres acompañar esa mirada por todo el bar, quizá por el mundo. Ella también te mira. Quizá sea alguien interesante, imaginas. Los ojos sin rostro se acercan, siguen hipnotizándote, y están más cerca. Se te acelera el pulso, y no entiendes el motivo, solo son unas pupilas más. Quizá te recuerden a ella, a ese amor perdido. Desechas la idea, no quieres mirar con el recuerdo sufragando tu mente.

Está tan cerca, que puedes escuchar su corazón, o el tuyo, o ambos. ¿Puede alguien enamorarse en solo dos segundos? Deseas que no te hable, que no pierda la magia que tú le has concedido. No quieres ver su cara, no quieres que eso termine, pero no podrás evitar que las miradas se desvíen.

A unos centímetros de ti, la sientes como tuya, pero algo se interpone, la gente, una barra, botellas y copas desperdigadas a lo largo de ella. ¡Vaya! Te has enamorado de una camarera. El pecho se desinfla lentamente, estás convencida de que no le atraían tus ojos, sino tu cartera, lo que ibas a pedir, lo que debías pagar.

-          ¿Tú cuántos años me echas?

-          Treinta –respondes sin apenas pensarlo.

-          ¿Treinta? Ya me caes mal.

-          Gracias –contestas mientras te muerdes el labio, ¿qué has hecho mal?- ¿Cuántos tienes?

-          Veintiuno. ¿Y tú?

-          ¿Cuántos crees? –esperando dar algo de misterio a tu insípida vida.

-          Veinticuatro.

-          Entonces tú me caes bien –le dices con una sonrisa.

-          ¿No serás menor de edad?

-          No, claro que no.

-          ¿Entonces? ¿Cuántos tienes?

-          Treinta.

-          ¿De verdad?

-          Sí, de verdad.

Ella se va junto a su compañera y cuchichean, supongo que porque ambas habían hecho algún tipo de apuesta al respecto. Te giras hacia tus amigas, que te miran expectantes, como si hubieras realizado el mayor logro del mundo, entablar una conversación con una camarera en Chueca. La verdad es que las comprendo, solían ser bastante rancias, y ninguna me había entrado nunca con esa técnica, al menos era una niñata original.

Después de escuchar mil voces animándome a acercarme a aquella niña, tuve que ponerme en mi sitio, esa chica no quería nada de mí, solo saber mi edad. Y de quererlo, ¿qué iba a hacer yo con una jovencita por muy guapa y alta que fuera? ¿Salir a echar pan a los patos? ¿Al cine? ¿A sentarme en un banco a comer pipas y fumar porros? ¿Qué hacen los jóvenes ahora? Ya no recuerdo qué hacía yo a su edad. Bueno, sí, ligar. Ligaba como nadie. Era tan divertido juguetear con las palabras, darles la forma adecuada para que el único final posible fuera que se lanzaran a mis labios. Pero ya no sabía hacerlo. Tantos años hablando con la misma persona habían logrado que me olvidara de esa parte de mí, mi parte femenina, sexual, sensual.

La noche avanzaba, y mis manos seguían acariciando y despellejando un botellín tras otro. No sabía ni cómo podía beber tanto sin caer redonda en el suelo. La gente parecía pasarlo bien, pero aquello era tan superfluo, tan infantil. ¿Dónde quedaron esas veladas en un buen restaurante, con un vino tinto en una gran copa, aquellas disertaciones sobre la política, la ecología, la inmadurez del ser humano?

La música bajó su volumen, cosa que se agradece a esas horas de la noche. La luz seguía siendo tenue, en discordancia con la entrada al local. Podías entrar y ser reconocido, pero no besar a alguien con un foco en tu cabeza.

Mis amigas se marchaban, pero yo no quería volver a salir a las frías calles, regresar a la gélida habitación del hotel, por lo que me quedé allí, esperando a que definitivamente me echaran. Pero esa hora no llegaba.

-          Señora, ¿te pongo otra?

Qué raro sonaba aquello, aquel señora y aquel tuteo, aunque era normal, solo una niña no puede distinguir la forma correcta de dirigirse a alguien.

-          ¿No cerráis ya? –pregunté arqueando una ceja.

-          Ya hemos cerrado. Pero no vamos a echarte.

Vi cómo la otra camarera se escapaba, pero la niñata continuaba al pie del cañón. Mirándome sin saber muy bien qué hacer.

-          No –respondía a su primera pregunta-, es mejor que me vaya.

-          ¿No te gusto?

-          ¿Qué quieres decir?

-          Que me caes bien.

-          Tú a mí también.

El Relaciones Públicas interrumpió. Por un lado agradecí esa abrupta entrada, que cortara en seco la conversación, pero por otro, ¿por qué me gustaba tanto esa muchacha?

Pedí que me abrieran la puerta, y así poder escapar de un sinsentido.

-          ¿Te volveré a ver?

-          Lo dudo, no vivo aquí.

Ella cogió las llaves, tomó rumbo hacia la entrada, pero frenó en seco. Se las dio al muchacho, y le mandó a él hacer lo que yo deseaba que hubiera hecho ella. Me despedí con un “Buenas noches”, y la puerta se cerró tras de mí.

Aún sigo preguntándome qué hubiera pasado si yo no me hubiera dejado guiar por mi cabeza, por su edad, si hubiera tonteado más con ella, si me hubiera acompañado y se hubiera despedido de mí.

No lo sé, y jamás lo sabré. Pero espero que ella tenga esa misma duda. Que me recuerde de aquella noche, que me desee como yo la deseo en cada uno de mis sueños.

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