Relato a bla do

A mi querido y admirado Dr. Bla Do, profesor emérito de la Cátedra de sexología aplicada de la Universidad de Bamako.

Relato a Bla Do

A mi querido y admirado Dr. Bla Do, profesor emérito de la Cátedra de sexología aplicada de la Universidad de Bamako.

Parte 1 (Soft)

Era una vieja fantasía de María. Quizás la última que le faltase por cumplir, una vez que se lo montara con el cura en la sacristía y que Andresito, el hijo del carnicero, la masturbara durante la feria del pueblo en lo alto de la noria con un chorizo Revilla. Al margen de ser antigua la fantasía, parecía además bastante fácil de realizar si no fuese porque María no había salido nunca de su pueblo, ni podía, y que a ese maldito pueblo perdido entre las montañas, no llegaba ni Dios. Bueno, Dios no tenía porque llegar, decía el cura del pueblo, porque estaba ya en todas partes, salvo en la sacristía claro, el día, que con hábitos y todo, se la clavó a la Maria. Eso al menos le dijo a ella, brindando con vino de misa:

  • Hay veces que los designios del Señor son crípticos, María. Él sabe no estar cuando debe.

La cuestión es que salvo algún vendedor ambulante que se atreviese a subir por la empinada carretera o los feriantes para las fiestas en honor de la Virgen del Cíngulo, ningún forastero aparecía jamás por el pueblo.

  • La verdad - pensaba María - que mala suerte la mía. Con tanto negro que se viene para aquí en esas jodidas pateras y ninguno que catar.

Y así pasaron los años, sin que María pudiese cumplir su fantasía más ansiada. Ni siquiera los revolcones que se diese con Branco, el doberman del farmacéutico, ni tampoco las guarradas que hacía con Florentina, la mujer del sacristán, cuando se introducían mutuamente los velones que fabricaban para la iglesia, le quitaron de la cabeza la maravillosa idea de sentir a un negro moverse en su lecho y dentro de si.

Parte 2 (Hard)

Era ya una idea obsesiva. Cada día inventaba alguna fórmula que le acercara al deseo, a su deseo, imposible. Así, se masturbaba con la berenjena más oscura que encontrase en el huerto viendo una película de Sydney Poitier o se ponía a cuatro patas sobre su cama para recibir en su culo la porra de plástico negro de Manuel, el guardabosque, al que previamente, le había embadurnado la cara con betún. Otras veces, simplemente soñaba con que, luego de hacerle una mamada, los chorros abundantes de semen blanquecino brotaban de la polla de Morgan Freeman cayendo, en un contraste llamativo, sobre su piel negra que María lamía muy lentamente desde la nuca hasta los pies.

La obsesión era tal que ningún objeto entre negro y marrón oscuro de los que podía agenciarse (piedras lisas y oblongas, reglas largas, rotuladores gordos de los que usan los tenderos para marcar los precios e incluso alguno más estrecho, fundas de gafas de diferente tamaño y grosor, las propias gafas estilo Audrey Hepburn de una de sus hijas, una cruz de madera de la primera comunión de su nieto, mangos variados de escoba, desatascador o fregona y hasta una radio portátil con auriculares y todo) dejó de ser introducido tanto en su coño hambriento como en su culo lujurioso.

Aún así nada era suficiente y trató de calmar su ansia con nuevas ideas. Logró del farmacéutico y a cambio, como sabemos, de cuidarle a Branco, una caja, supuestamente para su sobrina Laura, de cien preservativos de latex negro. Eso permitió que el guardabosque le metiera además de su porra, su polla vestida de luto entre los labios húmedos y que cuando éste se corriese dentro del preservativo sin dejar de agitar la porra apretada por el esfínter anal de María, ésta se lo quitase con sumo cuidado para beber directamente del condón el preciado, para ella, líquido tibio. En una ocasión incluso, sabiendo que Florentina vendría a visitarla, conservó el líquido seminal en su estuche provisional y una vez las dos en faena, lo derramó sobre su cara para que la mujer del sacristán pudiese regalarse lamiéndola. Ni que decir tiene que, al margen de sus escarceos variados, desde temprano por la mañana María portaba en su vagina, un rosario de cuentas de madera como los que usan los franciscanos y que había trocado por una cubana con el cura párroco. También ese día el clérigo, con su discurso habitual y pausado, le dijo a María que Dios se había ausentado de la sacristía mientras las tetas flácidas de su feligresa subían y bajaban por su miembro hasta que éste estalló en un orgasmo estrepitoso si tenemos en cuenta que en un último movimiento de éxtasis, la mano del cura tiró al suelo dos candelabros, el cáliz lleno de hostias preparado para la misa y la patena, que como todo el mundo sabe, estaba muy limpia.

Esa era la vida de María en esa época, soñando con cientos de falos negros que se introducían en ella, que la bañaban en orines y lefa tibia, que se restregaban contra su piel ajada. Y un buen día, mientras sentía en su culo la eyaculación juvenil de su sobrino, vestido con el disfraz de Batman que le habían regalado para Navidades, vio pasar por delante de la ventana de su dormitorio un negro alto y fornido. Gritó, no solo por ver ahí y por fin el objeto de sus deseos, sino porque alcanzó a correrse en ese mismo momento.

No existen noticias fidedignas de cómo María consiguió entablar conversación con el negro Abdallah e invitarlo a su casa. Si se sabe sin embargo, que solo fue la casualidad (es decir: el mal funcionamiento del Gps de un camionero novato que lo había recogido en una carretera distante) la que hizo irrumpir en la plácida vida del pueblo al pobre vendedor de películas piratas y no, como creen algunos, el resultado de las plegarias y ritos ocultos que practicara María en su desesperación. (Cuentan incluso que bebió sangre de águila real mezclada con el flujo de una virgen recién desvirgada al tiempo que dos monaguillos con casulla negra la acariciaban con las plumas del ave rapaz decapitada para la ocasión)

Una vez en casa de María, Abdallah escuchó, mientras daba buena cuenta de unas migas con torreznos y pimientos, los propósitos lascivos de la dueña del lugar, expuestos febrilmente, articulados atropelladamente, tocándose las tetas, las posaderas y el coño con una fruición digna de su nerviosismo frente a la posibilidad de sentir al fin una buena tranca negra por todo su cuerpo haciéndole diabluras

Su fantasía iba a realizarse de un momento a otro, pensaba María, solo era cuestión de dos o tres cucharadas mas de migas y de que apurase el vaso de gazpacho servido. Abdallah se levantó con parsimonia, recogió su mochila verde pistacho y le dijo a su anfitriona con las deficientes sintaxis y pronunciación de un idioma que no conocía hacía tres meses:

  • Señá María, gutaría que usté comprenda a mí. No vamo a hacé triqui triqui. Y no es que usté sea mu vieja, ni poque no pueda andar sin la silla. Es que yo soy maricón, sabe usté. Y me guta el del camión.

María se recostó en su silla de rueda y respiró profundamente un par de veces mientras el negro cruzaba el umbral de su puerta.

  • Maldito seas – dijo en un grito agónico.

El viejo corazón de María solo pudo dar dos o tres latidos más antes de detenerse definitivamente mientras su coño se encharcaba por última vez.