Regreso rural (5 final)
Julieta es una joven geóloga de éxito casada con un hombre rico. Todo cambia cuando la pareja decide pasar un fin de semana en el pueblecito donde ella iba de vacaciones de niña. Los lugareños ofrecerán toda su hospitalidad a la que antes llamaban "Julieta, la de las grandes tetas".
La comida de despedida de la tía Edelmira fue más de lo mismo: más lentejas con chorizo, más calentura en mi entrepierna y más ver a Goyo engullir y engullir tanto que luego en lugar de irnos a casa mi marido optó por echarse un rato antes de tomar carretera y manta.
Cuando llegué a nuestro dormitorio roncaba tanto que opté por estirarme en una habitación contigua que tenía un pequeño balcón con barrotes. Me quedé en braguitas y me puse una camiseta de tirantes, también color lavanda, haciendo juego con mi ropa interior. Y me tumbé un rato. Pensé que no me dormiría pero acabé cayendo en los brazos de Morfeo.
Me despertaron de golpe unas manos. Me estaban sujetando los pechos, me estaban tirando de la camiseta de tirantes hacia abajo para darla de sí y liberar los atributos que me habían hecho famosa en Cazabelos de Abajo años atrás.
Sobresaltada salí de la siestas y vi a Julián, mi fornido primo, que se había deslizado subrepticiamente en la cama y estaba a mi lado, en boxes magreándome. Intenté retroceder pero topé con algo duro. Podría haber dicho que era duro como el granito pero, doctor, yo soy geóloga y aquello con lo que había topado mi culo no era granito: era un pollón más tieso que el palo de la bandera. Apenas logré volver la cabeza para vislumbrar a Germán, mi otro primo, mientras sus enormes manos me arrancaron las braguitas de suave color violeta. ¡Suerte que era el tímido! Estaba demostrado que en cuanto echaba una cabezada los dos gemelos se me venían arriba.
Animado por la brusquedad de su hermano, Julián intentó hacer lo mismo con mi camiseta que se rompió en parte, pero que como por los tirones ya había dado de sí y mis pechos campaban por sus lares, prefirió que colgase de mi cuerpo hecha jirones y hundir su cara en mis tetas como si fuese lo que había deseado desde hacía mucho tiempo. Sí, doctor, para mi desgracia, y como vulgarmente se dice, estaba claro que los gemelos no me iban a dejar irme del pueblo sin darme lo mío y lo de mi prima.
Intenté frenarles intentando apartar a Julián mientras decía, muy bajito para dejar al margen al resto de habitantes de la casa:
–¡No! ¡No, por Dios! ¡Dejadme! ¡Fuera de aquí! ¡Que somos primos! ¿Qué pensará vuestra madre si nos pilla! ¡Que mi marido está en la habitación de al lado! ¡Que soy una mujer casada!
Pero a más me resistía, a más reconvenía su actitud y a más retorcía mi cuerpo intentando patalear bajo la ropa de cama para zafarme de sus inapropiadas caricias, más se soliviantaban ellos, más violentos resultaban sus tocamientos y más dispuestos parecían a conseguir satisfacer su lujuria por la fuerza.
Pero, a quién quería engañar. El encuentro con el padre Abelardo me había dejado más caliente que el brasero de tía Edelmira. En realidad, todo el fin de semana había sido una montaña rusa de tensión sexual interrumpida que a otra menos centrada que yo hubiera vuelto loca de remate. Estoy segura que usted, entiende esto, doctor. Así que mis primos, que eran de pueblo pero que no debían de ser tontos, seguro que notaban lo mojada que estaba, lo que temblaba mi cuerpo de pura excitación, los jadeos que yo intentaba ahogar en un inútil intento de esconder mis instintos más inconfesables.
En pocos segundos me empaderaron en un sándwich. Y Germán me preocupaba más que su primo porque estaba claro que aquel eslabón perdido entre el falo y el granito estaba buscando una entrada que no era la principal. Y no es yo no lo hubiera hecho con Goyo por tal vía de vez en cuando, es que mi marido, y créame, doctor, no venía de fábrica con un equipamiento de serie comparable al de los dos gemelos.
Toc, toc, toc.
Nuestros cuerpos, como en un coreografía sincronizada se quedaron paralizados. Oímos la voz de Goyo tras la rústica y gruesa puerta.
–Cariño, ya estoy metiendo las maletas. Date un aire que tenemos que irnos.
Mi cara era de terror. Pero Julián se volvió un momento, se llevó el índice a los labios y me enseñó una enorme llave de hierro. Me tranquilizó que hubiesen cerrado la puerta. Pero hubiera preferido que dejasen la llave puesta porque la cerradura era de gran tamaño y quedaba enfocada hacia el enorme lecho. Con lo que incluso el tío Venancio, que no andaba muy bien de la vista, podría mirar a través de ella y ver de que palo estaban hechos sus hijos y en que astilla-putilla se había convertido de su sobrina.
Rápidamente, Germán y Julián retomaron sus maniobras, tanto las manuales como las de zonas más íntimas. Dando un giro, logré zafarme de Julián y escurrirme hacia abajo, hasta su entrepierna. Y pensé que si se la había chupado al padre Abelardo una buena mamada podría librarme de mi primo y salir de aquel embate con los mínimos daños. Después de todo, aquel miembro era mucho más apetecible, y más manejable por tamaño, que el del calenturiento sacerdote.
Hubiera sido un buen plan de no haber dejado tan expuesto mi culito. Ocasión que aprovechó el supuestamente apocado Germán para llegar a lo que en béisbol denominarían la primera base.
Toc, toc, toc.
–Julieta, vamos ¡Qué siempre se te pegan las sábanas!
Paramos, como antes. Pero apenas fueron unos segundos. Después los tres volvimos a nuestros menesteres. Los míos, bucales; y los de mis primos, genitales.
–¡Julieta! ¡Julieta! ¿Me oyes? ¡Tus tíos te están esperando para despedirse! ¡Tus primos no están! ¡Parece que hay una ternera que les está dando guerra!
Esta vez ni siquiera paramos. Germán y Julián se mostraban más predispuestos que nunca ayudados por Goyo, quien no hacía más que decir las frases de lo más inoportunas y, por tanto, las que podían calentarlos todavía más.
–Cariño. ¿Estás bien? ¿No puedes hablar?
Efectivamente. Con un rabo en la boca con todas sus venas dilatadas nadie hubiera podido definir la situación mejor que el imbécil de mi marido: no, no podía articular palabra.
Toc, toc, toc.
–¡Julieta! ¡Julieta! ¡Me estás preocupando! ¡Y esta maldita puerta no se abre!
Noté como Goyo empujaba inútilmente la pesada jamba. Pensé que lo mejor era decir algo. Eché para atrás el cuello, logré sacarme el aparato de mi primo de la boca y replicar, con aquel falo pegado a mi cara:
–Tengo mal cuerpo, cariño… Oh, aaaahh… Será algo que me he comido.
Pero fue otro error. Al mismo tiempo intenté alejarme de los ataques de Germán, Julián aprovechó para sujetarme por la cintura, tirarme encima de él y endiñármela sin problemas, ensalibada como estaba su polla y en el estado de humedad en que se encontraba mi sexo.
–¡Ahhhh, uy, ohhhhhh!
–Cariño, ¿te duele mucho? –preguntó Goyo que debió escuchar perfectamente los jadeos que ya no podía ahogar, porque además el pervertido de Germán había llegado a la segunda base.
Me la estaban metiendo por delante y por detrás al mismo tiempo y con una pericia que ya querrían expertos del porno en vivo. Por uno lapso Goyo se quedó callado y me pregunté si estaría mirando por la cerradura como empalaban a su querida mujercita en ambas direcciones.
Llegué a un primer orgasmo tan ruidoso como justificado. Germán, que además no hacía más que masajearme los pechos desde atrás no es que hubiera hecho home run , es que había llegado hasta la cocina. No pude reprimir otros jadeos de placer que debían estarse oyendo por toda la casa.
Ahora Goyo parecía realmente angustiado. ¿Sería por que había visto a su querida esposa en situación tan comprometida?
–¡Resiste, cariño! ¡Voy a buscar a la tía Edelmira y al tío Venancio a ver si tienen la llave!
¡La que me faltaba! ¡Ya, que vinieran las fuerzas vivas del pueblo! ¡Total, todos me habían visto desnuda! Mientras, mis dos primos parecían conejitos de Duracell, nunca se agotaban. Y yo… yo… había necesitado tanto algo así todo el fin de semana, que mi cuerpo ya no era mío, era un diapasón humano que necesitaba sentir, temblar, vibrar...
–Uohhh, uohhhh, ¡Dios, Dios! ¡No! ¡No! ¡No puedo más! ¡Ayyyyyy!
–¿La oye, Edelmira? No deja de quejarse. Necesito la llave.
–No oigo nada, hijo. Si estoy medio sorda. Voy a ver si encuentro otra llave, pero no sé dónde puedo tenerla.
Pero ellos dale que te pego. Como si su madre, su padre y el panoli de mi santo no estuviesen a punto de entrar. Y yo, que estaba empalmando orgasmos como antes había encadenado decepciones que, eso sí, me habían dejado más y más caliente. ¿Era esto a lo que se refería todo el mundo cuando hablaban de la sana vida en el campo? Bueno si aquello no era sano lo que estaba quedando claro es que me estaba dando mucho, mucho gusto.
Oí como alguien trasteaba en la cerradura al mismo tiempo que mis primos trasteaban en mi torturada intimidad con un evidente mejor resultado. Estaba claro que tanto Julián como Germán habían encontrado el punto. Y lo seguían haciendo una y otra vez.
–Ésta, no.. esta es pequeña… ésta tampoco abre… No sé hijo, esto es un lío.
–¡Dios! ¡Uoooouuuhhh! ¡Cómo lo siento! ¡Auuuuuuhhh! ¡Lo estoy siento cada vez más adentro! ¡Más! ¡Más! ¡Más!
Alguien estaba aporreando la puerta. Sería Goyo, hundido en la desesperación.
–¡Es increíble que no podamos abrir! ¡Con lo que está sufriendo mi chiquitina!
–Pues no sé yo si estará sufriendo tanto… –terciaba el tío Venancio.
–¡Yo es que tiro la puerta abajo! –oí el golpe y luego el grito de dolor de Goyo:
–¡Creo que me he dislocado el hombro!
Con una coordinación perfecta, ajenos al vendaval exterior, Julián y Germán me dieron unos últimos embates.
–¡Uaaaaauhhhhh! ¡No puedo creerlo! ¡Es inhumano!
Fue perfecto, mi cuerpo sufrió como una descarga mientras Julián, incorporado mordía uno de mis pezones haciéndome sentir la zorra más satisfecha del planeta. Luego mientras dejaban libres mi orificios quedé bocabajo en la cama, con la camiseta hecha harapos sobre mi cuerpo y totalmente rendida.
Mis primos recogieron su ropa, Julián deslizó la llave por el hueco bajo la puerta. Y Germán, ya absolutamente recuperado de su timidez me murmuró al oído:
–Ha sido un fantástico fin de semana.
Luego Germán y Julián saltaron por el balcón descolgándose hasta abajo. Un segundo después se abría la puerta y entraban azorados Goyo y mis tíos.
–Cariño ¿cómo te encuentras?
Estaba desnuda, con el culito en pompa, mordiendo la almohada, cubierta de sudor, la cama deshecha, la camiseta destrozada y las bragas rotas en el suelo. Hasta para el tío Venancio, que se quedó con los ojos como platos, era obvio cuál era mi estado. Sólo Goyo se mostraba tan ofuscado como para no comprender la situación. Ni llegó a atinar para taparme con las sábanas. Tuvo que hacerlo la tía Edelmira al ver que, como en los mejores coches deportivos, el estado de su marido pasaba de perplejo a rijoso en 4,5 segundos. Antes de que el tío Venancio se sumase al resto de los hombres del pueblo, mi tía me tapó pudorosa.
Goyo, con la boca espumeando de rabia, masculló:
–Ha llegado la hora de irnos.
EPÍLOGO
–Y eso es todo, doctor. Ya sé que han sido cinco sesiones pero creo que era necesario contarle todos los detalles.
–Lo entiendo, Julieta. Pero… ¿por qué teme que su marido lo sepa todo?
–No lo sé, pero la sospecha me corroe por dentro, doctor. Por eso cuando me dijo que conocía un médico de confianza y que, además era gay…
–No creo que le dijese eso. Le diría que era un médico guay. Goyo y yo fuimos juntos a los escolapios. Pero gay… No, para nada. Sería guay… seguro. Se habrá confundido. Y por cierto, ejem, debería bajarse la falda.
–Oh, sí, doctor, perdone, es que al recordar todo, esto… tumbada en el diván…
–No importa, Julieta. Pero siga. Estaba hablando de su marido… de si lo sabe… o no.
–Pues, ya entiende. Mi marido y yo nunca hablamos de sexo. Sólo lo hacemos. Pero Goyo nunca verbaliza nada. Sus deseos de exhibirme, por ejemplo.
–Pero, entonces, sus sospechas son infundadas.
–Pero, doctor, es que desde ese mismo día se comporta raro. Está esquivo. Y sólo me posee de la manera muy violenta. Ya de regreso, como no podía conducir por el golpe que se dio en el hombro, tuve que hacerlo yo. Paramos en la misma gasolinera que de ida y pensé que le gustaría el juego de contonearme delante de otros hombres. Pero era casi de noche y no prestó ninguna atención. En cambio en cuánto volví al Lexus me obligó a chupársela como si yo fuera una cualquiera. En la misma gasolinera. ¡Y sin mediar palabra!
–Pero eso no quiere decir nada.
–Pero piénselo. Goyo se quedó hablar con el cura, el alcalde y el sargento el viernes por la noche. ¿Los incitó de alguna manera? ¿Era un plan? ¿Por eso no quiso el cura que entrásemos en la ermita? ¿Para que Goyo pudiese vernos desde lejos? ¿Y ese tercer excursionista que apareció en la tienda de campaña tan oportunamente? El de las gafas y el gorro peruano. ¿Sería Goyo? No me puedo quitar de la cabeza que todo fuese un plan de mi retorcido marido para ponerme sexualmente hirviendo y que luego se le torció, cuando fueron mis primos los que aprovecharon todo el terreno que el había preparado de manera tan trabajosa. Y para colmo, seguro que lo vio todo por el ojo de la cerradura. De manera que ahora sólo estará pensando en vengarse.
–¿No se me estará usted volviendo paranoica, Julieta?
–Por eso estoy aquí, doctor.
–Pues habrá que seguir con el tratamiento.
–Espero que esto quede entre nosotros.
–Desde luego, querida.
–Es que como es tan amigo de mi marido.
–¿Más paranoia?
–Pero es que he visto que envía unos sobres muy gruesos a mi casa, a nombre de Goyo. ¿No le estará pasando los informes de mis sesiones para que él se siga excitando?
–Me molesta que pueda pensar eso. Son las facturas, Julieta. Ya acordamos que era él quien las abonaba.
–Ah, claro. Unas facturas muy voluminosas.
–Me gusta detallar mis emolumentos. La semana que viene empezaremos con la hipnosis, Julieta.
–Pero la hipnosis…
–Nada de peros, querida… ya hablamos de eso.
–Pero quedaré totalmente indefensa durante las sesiones.
–Tranquila, Julieta. Le prometo que no recordará nada. Y le servirá para superar sus miedos. ¿Es que tampoco se fía de mí?
–No, no es eso.
–Soy yo, Julieta. Recuerde. El doctor guay.
–Sí, guay y no gay. Jajaja. Menos mal que me hace reír. Si no fuera por usted…