Regreso rural (4)

Julieta es una joven geóloga de éxito casada con un hombre rico. Todo cambia cuando la pareja decide pasar un fin de semana en el pueblecito donde ella iba de vacaciones de niña. Los lugareños ofrecerán toda su hospitalidad a la que antes llamaban "Julieta, la de las grandes tetas".

A la mañana siguiente mi estado era más descentrado, si ello era posible. En nada ayudó que aquella noche Goyo sí que quisiera ejercer sus derechos maritales pero con tan poca pericia que a la tercera embestida, no sólo perdió todo el fuelle sino que, para colmo, se quedó dormido… encima.

Vamos, que me levanté hecha un basilisco. Escogí para la jornada un vestido de flores con aire vintage, falda de vuelo a la altura de la rodilla y escote anudado al cuello que me dejaba la espalda al descubierto, y botones de la cintura hasta el pecho.  Sí, a lo mejor tenía que haberme puesto sujetador, pero a esas alturas esa era la menor de mis preocupaciones.

A Goyo parecía que el pueblo le había liberado los betabloqueantes del sueño. Desde que llegamos no hacía más que comer y dormir. Además, ya me había dicho que esa mañana iba a participar en el partidillo de solteros contra casados que iba a celebrarse en el pueblo de al lado.  Me desentendí de él y decidí hacer una breve escapada con una vieja bici que había en casa de tía Edelmira. Cualquier cosa por alejarme de Cazabelos de Abajo, el pueblo con mayor número de maníacos sexuales por habitante.

Me alejé no sin antes percibir como desde algunos visillos, terrazas y portales, ávidas miradas masculinas repasaban hasta el último centímetro de mi anatomía. Mi respuesta automática fue pedalear más fuerte y alejarme hasta que dejé la Calle Mayor.

Tomé una camino de tierra rodeado de abedules. En parte por el agradable paisaje pero también por la suave pendiente. Sólo que cinco minutos después, la pendiente ya no era tan suave y los numerosos baches en el camino hicieron que el sillón rebotase una y otra vez precisamente en esa parte de mi cuerpo que hubiera querido mantener, justo ese día, ajena a cualquier estímulo.

El viaje hubiera sido incluso placentero más allá de lo moralmente recomendable de no haberme cruzado con un tractor que tiraba de un remolque lleno de aldeanos. Es verdad que concentrada en controlar mi manillar no pude evitar que a esa velocidad y por el efecto del viento contrario mi falda no tapase tanto mis piernas e incluso más allá de lo que me hubiera gustado. Pero ellos podían haberse ahorrado sus piropos obscenos y sus gritos en referencia a mis volúmenes.

Sus berridos todavía resonaban en mi cabeza cuando la bici fue cogiendo velocidad. No recordaba que la bajada fuese tan pronunciada, ni tampoco que llevase a la vieja capilla de la Virgen de las Nieves.

La capilla no era la iglesia principal, que estaba en la Plaza Mayor, delante del Ayuntamiento. Pero tenía un bonito jardín con un columpio que colgaba de rama de un roble. Paré la bicicleta junto a al murete de piedra. El sol empezaba a estar alto y no se veía un alma. De modo que decidí que por qué no columpiarme un rato. Así lo hice. Y fui feliz por unos segundos, como si fuera a lanzarme hacia las nubes, como si fuera la niña de antes de convertirme en Julieta, la de las grandes tetas.

–¡Pero tápate desgraciada!

Aquellos gritos que venían de la capilla me sacaron de mi ensimismamiento, doctor. La puerta de la capilla se había abierto y el padre Abelardo se dirigía hacia mí visiblemente molesto.

Yo intenté detener el columpio y taparme las bragas, dos cosas, que, como descubrí entonces, doctor, no se pueden hacer a la vez. Un descubrimiento tardío excepto para el cura, que había podido ver al descubierto, mi braguitas de encaje color lavanda. Escogerlas no había sido una decisión muy… católica, por mi parte.

–Pensaba que no había nadie.

–Y casi nunca lo hay. Pero a veces tengo que venir a pasar una escoba porque si no…

Y me siguió mirando, aunque era difícil saber si era con desaprobación o con lujuria.

–Hija, estoy muy preocupado.

–Yo también, padre Abelardo.

–Ya sabes de mi influencia indudable en esta comunidad. Y lo que ha llegado a mis oídos este fin de semana no se me va de la cabeza, hija.

–Tampoco crea todo lo que oiga, padre.

El regordete religioso me cogió de la muñeca y me llevó al jardincito de la parte de atrás de la capilla.

–Quizá sería mejor hablar dentro, padre.

–Aquí no hay nadie. Y nada se puede ocultar a los ojos del señor.

Nos sentamos en un banco de madera. El cura me miró a los ojos.

–Estoy seguro de que no te sientes bien.

–Pues no, padre. Estoy pasando unos días horribles.

–Los hombres se quejan, Julieta. Dicen que vas todo el día provocando. Que si unos pantalones demasiado cortos, que si tejanos muy ceñidos, que si escote… qué escote, Julieta, que escote, con lo buena… buena chica quiero, decir, buena chica que tú eras.

Miré mi escote porque él lo estaba mirando, doctor. Cuándo se habían soltado dos botones de mi vestido, sería muy difícil de dilucidar. ¿En la bici? ¿En el columpio?

–Perdone, padre, yo… yo… –e intenté volver a abrocharme, pero el cura me golpeó en mis manitas con su dedos gordezuelos.

–¡Quita, quita, niña! A mí estas cosas no me afectan. Pero los hombres del pueblo están sufriendo mucho.

–Hombre, sufrir, sufrir…

–Hija, que en la plaza no se habla de otra cosa. Y no me extraña porque estás… estás… estás confundida. Eso, es lo que yo creo.

Pues él creería en eso o en la Virgen… pero lo que yo creía es que el buen sacerdote no hacía más que mirarme las tetas. Se lo prometo, doctor: por mucho ministro del Señor que fuera también parecía mostrarme más atención de la estrictamente necesaria.

–Padre, yo sólo quería pasar un fin de semana tranquilo en el campo.

–Pues en vez de tranquilidad, hija, has traído desasosiego, tensiones. Los hombres de Cazabelos de abajo se quedan con mal cuerpo y las mujeres… ¡No te digo lo que dicen las mujeres!

–¿Qué dicen?

–¡Qué eres una golfa!

–¡Hombre, tanto como una golfa!

–Una perdida, hija. Una perdida…

Bueno eso sonaba, mejor, como una llamada de móvil.

–Pero usted me entiende, padre ¿no?

–Yo… yo les entiendo a ellos.

Miré hacia abajo y comprendí a que se refería. O eso o es que el padre Abelardo tenía un paraguas plegable bajo la sotana.

–Yo, yo no les he hecho nada malo, padre… –balbucí.

–Ya lo sé. Al contrario, les ha tratado bien. Demasiado bien. Les has dado, incluso, placer, a los hombres de este pueblo.

–Bueno, yo… yo…

–Pero qué puedo pensar… Sólo soy un pobre cura de pueblo. Es normal que los jóvenes de ahora sólo penséis en la sociedad civil, dejando siempre de lado a la Santa Madre Iglesia.

–No, esa no ha sido mi intención, padre… yo…

–¿Ah, no? ¿Y esto?  –y me sujetó de las muñecas con sus manos peludas y la llevó hasta aquella protuberancia. ¡Dios! ¿Era todo suyo o se debía a la Gracia Divina?

–¿Te parece justo que los demás estén satisfechos y el representante del Señor quede en este estado?

Me sorprendió la habilidad del cura para desabotonar la sotana y la bragueta a tal velocidad. Lo que apareció de allí era como Moby Dick emergiendo del océano. ¿Pero qué demonios tendrían las lentejas con chorizo de Cazabelos de Abajo? ¿Un chorizo, muy muy gordo?

Me hubiera gustado retirar las manos, pero el padre Abelardo tenía otras ideas. Como que yo debía tocar la zambomba a dos manos con aquello. Al principio me guió, luego me dejó a mi aire. Y yo le fui dando, mirando a un lado y a otro. Estábamos allí, en medio de la naturaleza, con un sacerdote… natural en exceso.

–¿Padre, no deberíamos ir dentro? Nos puede ver alguien.

–Calla. Ya dice la Biblia que hay que dar de comer al hambriento y de beber al sediento.

–Pero esto es pecado… ¿no?

–Lo que sería pecado es dejar esto así. Después de todo, es como un ser vivo, hija.

–No sé, no sé.

El padre Abelardo me miró y al sonreír parecía que sus mofletes eran todavía más regordetes.

–Lo que sería un pecado, querida niña, sería follar.

Vaya, precisamente lo que yo quería era lo que no le gustaba a Dios nuestro Señor. ¿Se podía tener peor suerte?

Al sacudir aquello arriba y abajo mis tetas no dejaban de subir y bajar, lo que no ayudaba precisamente a calmar al religioso.

–Por suerte, la Biblia no dice nada de… chupar.

–Pero… pero… ¿y aquello de los actos impuros?

–Lo ves, cariño. No dice nada de chupar –. Y dicho y hecho me puso aquella manaza en la nuca y me fue bajando la cabeza a lo que, sin duda, era su principal punto de interés en ese momento.

Si no supiera lo calientes que pone a los tíos una frase como esa le hubiera dicho al padre Abelardo aquello de “no sé si me va a caber en la boca”. Pero ciertamente era descomunal, no sólo mucho mayor que el de Goyo, sino también más grande que el del alcalde y que ninguno que yo hubiera visto. Abriendo mi boca al máximo conseguí introducirme el glande y algo más, pero ciertamente poco teniendo en cuenta como latía aquel rabo descomunal.

–Así, niña, así… Oh, sí, Julieta sí… te estás ganando el cielo.

Seguí aplicándome aquella tarea como si no fuese yo, como si sólo hubiese vuelto a ser aquella Julieta que todos recordaban por sus atributos y poco más. De repente noté que el padre Abelardo se venía con la fuerza de una manguera a presión. Debía de hacer mucho tiempo que el viejo sacerdote no se autoconsolaba porque en unos segundos toda aquella leche me inundó la boca y por mucho que me esforcé no pude tragarme todo aquello.

–Glups, glups… ¡Oh, Dios mío! ¿Qué es esto?

Aquello era una corrida sin parangón y aunque conseguí zafarme de su manaza y no ahogarme en el intento aquel manantial no dejaba de manar. Me salpicó un poco en la cara y lo hubiera hecho más sino hubiera conseguido ahogar aquella boa constrictor entre mis tetas. El vestido quedó perdido de semen: listo para guardar en el armario de Mónica Lewinsky.

Tras acabar el padre Abelardo parecía exhausto. Aproveché para alejarme del banco, coger la bici y volver al pueblo. El sillín volvió a castigar mi clítoris pero… era lo que podía esperar. Por suerte ya era domingo y esa misma tarde dejaríamos el pueblo.