Regreso rural (3)
Julieta es una joven geóloga de éxito casada con un hombre rico. Todo cambia cuando la pareja decide pasar un fin de semana en el pueblecito donde ella iba de vacaciones de niña. Los lugareños ofrecerán toda su hospitalidad a la que antes llamaban "Julieta, la de las grandes tetas".
El nuevo incidente me dejó más nerviosa y desencajada, si cabe, doctor. Para colmo la tía Edelmira siguió dándonos muestras de la contundencia de la gastronomía local y esta vez fueron judías, con su indispensable chorizo picante, desde luego. De nuevo, Goyo se comportó como si no hubiese comido en meses. De manera que, claro, se fue a dormir una reparadora siesta y yo me quedé sola una vez más, en esta ocasión para acompañar al alcalde Fabián a ver aquel lugar donde pretendía instalar la casa rural.
Esta vez no iba a pecar de provocativa. Sobre todo porque sentía vergüenza de lo salida que estaba, de lo que había pasado y también de lo que no había pasado pero había estado a punto de pasar. Me di a mi misma un stop mental. Me dije con firmeza que lo de ese día habían sido dos deslices de un sábado fuera de contexto, dos momentos aislados.. Pero que para nada iba a volver a pasar algo por el estilo. Escogí la ropa menos provocativa posible: un tejano pirata justo por debajo de las rodillas y un jersey grueso con un hombro descubierto.
Me miré en el espejo y me di cuenta que había fracasado: el tejano me quedaba demasiado ceñido, incluso podía deducirse que se marcaba el tanga si se miraba con atención. Además mis sandalias de plataforma de esparto con lazos azules hacían que mi culo se realzase todavía más. Y si esto no era suficiente, la cintura del pantalón era demasiado baja con lo que no sólo me tenía que preocupar de que el tanga no se marcara sino que además no se viera. Para colmo, el jersey, de color beige, era grueso pero corto: se me veía el ombligo. Y el hombro descubierto, como decía mi hermana Bea, era un buen truco para chicas que tenían poco pecho, como ella, pero no para mí, con mi par de melones que llegan de aquí hasta Madagascar. Y eso que había optado por prescindir del sujetador. Iba a cambiarme cuando abajo sonó un claxon. Fabián había llegado y ya no tenía tiempo. Sólo pude quitarme las sandalias y ponerme unas Reebook.
El alcalde Fabián estaba en su furgoneta pick up . Hubiera parecido amable si no hubiera sido tan evidente que estaba mirándome las tetas. Su plan era llegar hasta un alto y de allí caminar hasta el emplazamiento de la casa, en tierras comunales del pueblo. Para mi sorpresa, el alcalde había traído un mantel, un botella de vino y algunas viandas.
Seguimos subiendo, pasamos dos tiendas de campaña con unos campistas. Dudé de por qué Fabián iba detrás de mí: ¿por lo estrecho del sendero, por ir cargado, con los vasos la botella y el resto de trastos o por qué estaba aprovechando todo el rato para mirarme el culo?
Le dije que el cielo se estaba tapando de manera alarmante y que no parecía lo más adecuado hacer un picnic allá arriba.
–Esto se despeja seguro. ¡Cómo sois los de ciudad!
Llegamos al supuesto mirador.
–Ves, te lo dije, es una vista increíble.
Pero mientra yo lo contemplaba acodada en una baranda de maderos él lo decía, de nuevo, desde atrás. Por lo tanto, ¿estaba hablando del paisaje o se refería a mis posaderas? Debería haberme preocupado por si la cintura baja de mi pantalón dejaba a la vista mi tanga, pero en vez de eso, dejé que se solazase y meneé mi culito de manera muy suave. Me lo tomé como mi particular contribución a las subvenciones al mundo rural.
–No tengo claro si esto podrá atraer suficientemente a la gente.
–Pues a mí me atrae, Julieta. Y mucho.
Pero otra vez resultaba difícil discernir si hablaba del panorama o si el panorama era yo.
Me sirvió vino en un vaso de aluminio. Dí un sorbo del clarete barato y Fabián fue un poco más allá a poner el mantel para el picnic. Era divertido verlo afanarse tanto. Tiene algo de patético ver a un cincuentón comportarse como un adolescente ansioso.
Dos minutos después corríamos ladera abajo cubriéndonos bajo el mantel intentándonos protegernos de un verdadero diluvio. Debe ser que ya no hacen a los hombres de campo como los de antes o que adivinar el tiempo que va a hacer es un atributo que los paletos pierden cuando piensan con la polla.
Llegamos a las tiendas de campaña y el barro era ya la superficie dominante. La lluvia caía con tanta fuerza que estaba claro que no podíamos seguir. Me dejó un momento sola sosteniendo el mantel sobre mi cabeza y se dirigió a una de las tiendas. No podía oír nada por el ruido de la violenta precipitación. Pero me dio la sensación de que Fabián le daba algo al excursionista. ¿Dinero? Si era así, no fue poco, porque en un minuto los dos ocupantes de una de las tiendas se trasladaron a la otra y Fabián me indicó que podíamos ocupar el enlonado que habían dejado libre.
–Esto son cuatro gotas. Escampa en un ratín.
Me hubiera gustado decirle que era un imbécil, que la idea del picnic había sido una estupidez, pero sólo me salió un rotundo estornudo.
–Julieta, si no te quitas esa ropa cogerás una calipandria.
Y dicho y hecho el empezó a quitarse la camisa de cuadros.
–No, no pienso, desnudarme… ¡Aaaaatchummm!
–Pues yo sí –y se quitó el pantalón y se cubrió con uno de los sacos de dormir.
Miré su cuerpo blancuzco y rechoncho. Tenía más tetas que mi hermana Bea. Iba listo Fabián si creía que iba a pasar algo sexual con él. De hecho, más le convenía convencerse de que no pasaría nada de nada, por mucho que sintiese el grueso jersey absolutamente empapado y pegado a mis pechos. El grueso suéter pesaba tanto que estaba bajando por el hombro y ahora mi escote mojado quedaba a la vista más de lo que hubiera sido recomendable.
–¡Aaaaatchummm!
El tercer y descomunal estornudo hizo que mis pechos temblaran más. Si lo que quería era disimularlos iba por el peor camino, por el de la pulmonía.
–Está bien. Me quitaré la ropa. Pero usted gírese. No quiero que mire.
–Sí, sí… bueno.
Fabián se volvió de espaldas. Aproveché para sacarme el jersey. Cuando lo tenía sobre mi cabeza me detuve un momento. Estaba en top less , totalmente expuesta, y no podía ver nada.
–¿No me estará mirando?
–¡Noooo! ¡Para nada!
Por el tono estaba claro que esta mintiendo. Pero cuando conseguí sacarme el jersey empapado sólo vi al calenturiento alcalde correctamente sentado de espaldas. Sin girarse me tendió un pequeña toalla.
–Sécate con esto las…, lo que sea… Julieta.
Por desgracia la toalla era demasiado diminuta para taparme nada, si bien sirvió para no sentirme tan helada. Otro estornudo me dejó sacudida y preocupada.
–Si no me saco estos pantalones acabaré con neumonía.
–Quítatelos. Yo no miro, tranquila.
Conseguí desabrochar el primer botón pero el tejano iba tan ceñido y estaba tan mojado que no podía bajármelo. Mi situación no podía ser más ridícula. O eso pensaba yo, doctor.
–¿Qué te pasa?
–Mi pantalón está pegado por el agua. ¡No sale!
–Si me dejas te ayudo. Sin girarme. No te incomodaré.
–Bueno… si no te giras.
Sin volverse, Fabián fue reculando hacia mí. Me separó las piernas sujetándome de los tobillos y se fue acercando entre mis piernas, siempre de espaldas. Veía los pelos de sus hombros. Primero me sacó las zapatillas de deporte. Luego echó los brazos hacia atrás y sentí sus manos en mi culo, unas manos grandes nudosas, fuertes de trabajar en el campo. Tiró de mi pantalón con fuerza. Poco a poco el apretado tejano pirata fue bajando y finalmente me lo sacó por completo. Si alguna vez sus manos fueron más a mis trémulos muslos que al denim pensé que era más culpa mía que suya. Si le hubiese dejado mirar no me hubiera tenido que tocar, poniéndome la piel de gallina. Me estremecí y era ese tipo de sensación… la que llevaba teniendo todo el fin de semana con todos los hombres del pueblo. Fui rápida y me tapé con el otro saco de dormir. Ahora sólo llevaba el tanga negro. Y conocía a la señora del alcalde. Era muy, muy posible que Fabián llevase mucho tiempo sin tener, no sólo conocimiento carnal con una mujer como yo, sino simplemente conocimiento carnal con una mujer. Para mi desgracia, volví a estornudar de una forma tan violenta que hasta a mí me preocupó. Rápido se volvió hacia mí y se deslizó dentro de mi saco, poniendo el suyo encima del mío.
–¿Pero qué hace Fabián? ¿Qué…?
–Es por el frío. Si no nos calentamos, nos quedaremos helados, aquí.
–Pero esto no es correcto, no es…
Noté su tacto, doctor, no sé si entiende lo que quiero decir. Pero de repente sus manos estaban por todas partes, por mi culito, mis piernas, mi cintura… Y seguía lloviendo. Si gritaba con la fuerza que caía el agua ni siquiera me oirían en la tienda de campaña de al lado. Intenté alejarme pero topé con los bordes de la tienda. Estaba acorralada.
Fabián me apretaba contra él y murmuraba frases estúpidas que en vez de tranquilizarme sólo conseguían ponerme más nerviosa.
–Ves, mira que calorcito. Así, más caliente, está mejor.
–Pero, don Fabián, ¡que me está bajando el tanga!
–Es que no puedes tener nada mojado en el cuerpo, niña. ¡Que no sabes tú lo malos que son estos enfriamientos!
Y aunque yo no ayude ni mucho, ni poco, el habilidoso alcalde de Cazabelos de Abajo mi quitó la última prenda que quedaba en un plis plas. Y ahora se abrazaba a mi cuerpo desnudo que temblaba… ¿de frío? ¿de nervios? ¿de excitación? ¿Dónde estaba la arpía del moño? ¿Le habían aplicado una orden de alejamiento de aquel pueblo perdido de la mano de Dios?
–Menos mal que esto me ha pasado con usted, señor alcalde, porque otro hombre en su situación no…
–¿No qué?
–No dudaría en aprovecharse de mí.
Fabián no dijo nada. Pero su risita no auguraba nada bueno.
–¡Señor alcalde! ¿Eso no será…?
Eso que sentía en mis partes más sensibles, no precisamente la prometida excursión por el monte sino un impropio abrirse paso hasta mi monte de Venus con un pollón de considerables dimensiones. Se lo tomé con mis manos, y vi que no era tan largo como lo bien dotados miembros de mis primos pero sí que podía presumir de un diámetro más que respetable.
–¡Usted no puede… no debe.. no…
–¡Calla, tonta!
Empecé a meneársela, con la esperanza de que si le hacía una paja y se corría me libraría de sus verdaderas pretensiones. Con suavidad pero firme a la vez me apartó las manos. Fabián era un hombre que sabía lo que quería.
–No, no te esfuerces, sólo deja que te haga entrar en calor.
Noté aquel miembro tipo barrilete detenerse a las puertas de mis labios menores. Y sabía que estaba tan, tan mojada, que a mi pesar aquello iba a ser llegar y triunfar en menos que canta un gallo.
–¡No, Fabián! ¡No me fuerce! –pero cualquiera hubiera identificado en mi voz un tono de calientapollas que hasta entonces desconocía tener y que en el fondo estaba deseando ser follada de una vez por todas.
Oí una cremallera bajarse. ¿Cremallera? ¡Pero si el alcalde ya no llevaba pantalones! Y entonces me giré y vi entrar en la tienda a cinco excursionistas… ¡Cinco! Pero ¿no eran cuatro? ¿Es que estaban vendiendo entradas para verme desnuda? Uno de ellos llevaba un gorro de lana peruano, gafas oscuras e iba embozado en una bufanda. ¡Aquello era absurdo!
–Lo sentimos señor alcalde, pero es que con este aguacero ha entrado agua en nuestra tienda.
–¡Pero les he pagado, cabritos, les he…!
Fabián estaba fuera de sí. Tanto para tan poco. Yo en cambio apenas atiné a taparme los pechos con mi jersey, que mojado sólo consiguió que los pezones se me pusieran más erectos todavía, si ello era posible.
–¡Lo sentimos, señor alcalde! ¡Pero si ya está amainando!
–¡Ni amainando, ni ostias! ¡Esto os va a costar un multazo y el permiso de acampada! ¡Me cago en vuestra madre…!
Total que se enzarzaron en un pelea de todos contra todos. En el tumulto alguien tiró uno de los palos y la tienda de campaña se vino abajo. Fue el caos. Justo puede recuperar mis deportivas y junto con mi jersey hacer una bola y arrastrarme hasta la salida, mientras los puños y las patadas volaban sin control. Claro que no pude evitar que a más de uno se le fuera, la mano: un roce, un pellizco, varios apretones e incluso un dedo inesperadamente travieso se despidieron de mi gloriosa anatomía, aumentando mi estado mezcla de calentura, vergüenza y ansiedad.
Total, que volví hasta la pick-up del alcalde por el sendero embarrado y con el jersey estirándomelo hasta abajo para que no se me viera el culo. Que seguro que habría cazadores, buscadores de setas o un congreso de agrimensores por la zona, dada mi mala suerte aquel día. En la camioneta estaban las llaves, cosas de pueblo, así que volví sin preocuparme de cómo lo haría Fabián. Seguro que un recio hombre de campo como él no tendría problema. El problema era mío. Tantos hombres salidos en Cazabelos de Abajo y al parecer era imposible ni que ninguno me dejase en paz ni que un sólo de ellos me follase como Dios manda.