Regreso rural (2)
Ulieta es una joven geóloga de éxito casada con un hombre rico. Todo cambia cuando la pareja decide pasar un fin de semana en el pueblecito donde ella iba de vacaciones de niña. Los lugareños ofrecerán toda su hospitalidad a la que antes llamaban "Julieta, la de las grandes tetas".
Después de aquel inesperado bukake rural estaba tan alterada que ni siquiera desayuné. No quería ser infiel a mi marido. Ni se me había pasado nunca por la cabeza. Pero Goyo no parecía estar muy pendiente de mí. Me informó, sin avisar que se iba con un grupo que iban a ver una feria de ganado en el pueblo de al lado. Así que tenía toda la mañana para mí sola. Justo cuando no me apetecía nada quedarme sola con mis dos fornidos primos, sola en una aldea de 200 habitantes. Así que me puse cualquier cosa y salí a dar una vuelta.
Para mí desgracia, cualquier cosa fue un short tejano y una camisa a cuadros blanca y azul con unas sandalias de plataforma con lazos azules que me daban la suficiente comodidad para caminar por las empedradas callejuelas pero también el bastante tacón como para resaltar mi tipazo. Lo mismo que la camisa anudada por encima del ombligo. Pero al notar cómo me miraban todos aquellos abueletes desde los soportales empecé a sospechar que quizá no había escogido la indumentaria más adecuada. A lo mejor el pantalón era demasiado corto, ya había notado que se me metía un poco por los cachetes. Pero, entiéndame, doctor, de qué sirve ponerse morena si luego una no va a lucir palmito.
Pero al final la lascivia de las miradas, los comentarios fuera de tono de algún lugareño, junto con el sol que ya empezaba a calentar, me hicieron buscar algún refugio. El único que se me ocurrió fue la vieja escuela.
Dentro se estaba fresco y allí se encontraban el sargento de la Guardia Civil, don Cristóbal, con dos agentes del cuerpo. Estaban tomando unas cervezas.
–Pensé que no se podía beber en horas de servicio –bromeé.
–Ay, Julieta, que esto ya no es como cuando tú eras niña. ¿Te acuerdas?
No, no me acordaba pero estaba claro que me lo iban a recordar. Me senté en una silla y uno de los números me pasó un botellín. ¿Era yo o los tres hombres me estaban mirando las piernas?
–Uf, gracias. Estoy tan caliente…
¿Había dicho yo eso? ¿Qué tenía en la cabeza? ¿Me lo parecía a mí o me estaban mirando raro?
–Pues Julieta, cuando eras una niña entrabas aquí con una pistola de juguete, levantábamos la manos y te dejábamos atracar el banco imaginario.
Yo sonreí y di otro trago.
Entonces uno de los agentes, el más alto y guapo dijo.
–Pues, sargento, si de niña le gustaban las pistolas, ahora nos podría ayudar.
–Tiene razón, Ramírez –y el sargento Cristóbal se volvió hacia mí:
–Verás, Julieta. Esta noche tenemos que desplegar un operativo con una agente infiltrada. Pero nos iría bien hacer una prueba con unas cartucheras a ver si podría llevar un arma oculta.
–O dos, añadió Ramírez.
–No sé, no sé…
–Mira, te probamos las cartucheras, vemos si se disimulan bien y eso que tenemos hecho para esta noche. No queremos meter la pata y que la agente Dávila, esa pobre novata, quede en una situación difícil.
–Pero no tendré que hacer nada peligroso, ¿no?
–¡Nooo! –garantizó Ramírez–. Es sólo un favor.
–Si no lo haces por nosotros hazlo por la pobrecita agente Dávila –añadió el sargento Cristóbal.
Como vieron que todavía dudaba, Cristóbal dio el argumento definitivo.
–Nadie nos verá. ¡Gago, cierra la puerta y que no entre nadie!
El otro agente obedeció. Y con el pestillo se desvaneció la poco voluntad que le quedaba a mi vieja conocida, la arpía del moño.
Ramírez se plantó ante mi con las cartucheras. Me dejó tener una de las pistolas en la mano. No era muy grande, pesaba y la culata resultaba más rugosa de lo que podía esperarse. Resultaba curioso, no era como cuando era niña. Era algo sexual.
–Hay un problema, sargento – dijo Ramírez mientras volvía a enfundar el arma –. Hay que probar como le queda la cartuchera bajo la blusa.
–Pues, nada, ningún problema –y ni corto ni perezoso el sargento empezó a desabrocharme la blusa, primero la desanudó, luego atacó los botones.
–Pero, pero… yo, no… yo…
Visto y no visto me había quedado en shorts y sujetador delante de los tres guardia civiles. Era un sujetador negro, con puntillas pero no demasiadas, que me levantaba los pechos maravillosamente.
–Julieta, Julieta… –farfulló el sargento. Si iba a acabar la frase con la antigua rimilla local no se atrevió. Se volvió a su subalterno:
–¡Gago! ¡Vigile que no entre nadie!
Mientras el pobre Gago miraba, ora fuera, ora hacia mi, un par de manos me sujetaban la sobaquera. Me gustaría decirle, doctor, que los guardiaciviles fueron respetuosos con mis voluminosos pechos. Pero no lo fueron. En mi ingenuidad intenté pensar que eran hombres de acción, rudos y poco delicados. También estaría más cómoda contándole que mis sensibles pechos no reaccionaron poniéndose duros como piedras pero ¿me creería? ¿Después de lo que pasó con mis primos? ¿De que mi marido estuviese a cien kilómetros de distancia mental? ¿De que todo mi cuerpo fuese aquel fin de semana una goma elástica a punto de que alguien la soltase?
Mientras el sargento Cristóbal me abrochaba la funda por detrás, Ramírez se arrodilló ante mí y no precisamente para adorarme sino para ceñirme otra funda, pequeña, con dos correas que rodeaban mis muslos con fuerza, con demasiada fuerza, por unas manos que no dejaban de palpar mis muslos, como si no pudieran creer lo duros que pueden volverse la piernas de una geóloga en activo.
–Ay, no apriete tanto…
–Lo siento, señorita, pero es que si no podría caerse. Y una pistola no debe resbalarse.
El sargento Cristóbal me pidió que me volviera a poner la camisa. Para ver si el arma se notaba. Así lo hice. Lo dos guardiaciviles me miraron. En verdad parecía que querían ver lo que se notaba bajo la camisa pero no podía estar muy segura de que el grueso de su atención se centrase en la sobaquera.
–Ciertamente, no se nota, sargento –señaló Ramírez.
–Pero esos tipos son duros de verdad. ¿Y si la descubren?
–Probémoslo.
Dicho y hecho se colocó detrás de mí, me puso una mano sobre el hombro y me obligó a sentarme en una silla. No habían pasado cinco segundos cuando sentí el acero cerrándose sobre mis muñecas, a mi espalda.
–¿Y si la sujetasen así?
–¡Pero… ¿qué hacen?
Era sorprendente su capacidad para comportarse como si yo no estuviera allí o como si yo fuese una muñeca inanimada o como si mi mente hubiese abandonado mi cuerpo, algo que, por sus sucias miradas, no me hacía precisamente menos atractiva para el otro sexo.
–Tranquila, niña. Sólo es una simulación.
Pero yo ya no era aquella niña que atracaba bancos de mentira. Había crecido. Y todo apuntaba a que había crecido justo en aquellas partes que me convertían en más deseable.
Ahora estaba indefensa. El sargento palpaba mi cuerpo desde atrás, como para intentar ver si la sobaquera se notaba bajo la camisa de cuadros. Ramírez, seguía con sus manazas junto a mi muslo, como si yo ya me hubiese acostumbrado, como si no me pusiese el vello de punta. Se hubieran podido quedar así horas si Gago no hubiera alertado:
–¡Sargento! ¡Viene el cura! ¡Está en la otra acera, pero mira hacia aquí!
–¿Cruza?
–Sí… No… Se ha parado a hablar con alguien. Con el marido de la señora, precisamente.
¡Dios! ¡El padre Abelardo y Goyo! ¿Algo podía ir peor?
–¡Ramírez, quítasela!
–Ya lo intento, sargento, pero las hebillas están muy prietas.
El sargento Cristóbal fue más drástico. Desde atrás dio un fuerte tirón y los botones de la camisa saltaron hasta el suelo. Mis pechos, como sorprendidos, subieron arriba y abajo, como si tuviesen la intención de escapar de su escueto sujetador. Bajó la camisa hasta la mitad de los brazos, inmovilizándome más. Estaba tan atónita que ya no protesté. El sargento se apresuró a intentar soltarme la sobaquera. Por sus bufidos era evidente que, igual que su subalterno, tampoco era capaz de desabrochar lo que el mismo había cerrado apretándolo más allá de lo que era razonable.
–¡Joder! ¡No tenía que haberla ajustado tanto, ahora no se abre!
–¡La mía tampoco!
–¡Sargento, parece que el cura tiene intención de cruzar! –volvió a avisar el número que habían dejado de vigilancia, pero que en realidad giraba la cabeza cada dos por tres para comerme con los ojos.
–Tengo una idea –apuntó Ramírez. Y se levantó para volver un momento con un pote circular que cerraba a rosca.
–¿Grasa de caballo? ¡Pero si es para las botas!
–Para la piel. Frótela y podrá sacar la cartuchera en un plis plas.
Ramiro se las puso en ambas manos, se la pasó al suboficial y empezó a frotar el muslo, mi muslo, intentando colar los dedos entre la piel y la correa que él mismo había apretado al máximo. La sensación de esas manos recurriendo mi muslo, subiendo hasta la pernera del short… incluso colando sus dedos entre mis piernas, tan húmedas… Tuve que echar la cabeza hacia atrás.
Entonces vi la cara del sargento Cristóbal. Parecía compungido de verdad.
–Lamento tener que hacer esto, Julieta. Pero no podemos dejar que nos descubran en esta situación.
Y dicho y hecho con sus manazas, también llenas de grasa, me empezaron a masajearme la piel bajo la sobaquera, pero como las del número que se trabajaba el muslo, estas tampoco conocían ni límites ni la vergüenza. Mi cara era todo rubor mientras sus palmas rugosas se colaban bajo mi sujetador, estrujaban mis pechos, amasaban mis melones, jugueteaban con mis pezones hasta enloquecerlos, al mismo tiempo que Ramírez se trabajaba mi muslo con idéntico afán que el sargento y la misma ausencia de intimidad y de respeto por mi cuerpo.
Era tan excitante estar inmovilizada y a merced de dos hombres, uniformados además, mientras un tercero miraba y mi marido y el cura del pueblo amenazaban con sorprendernos… Sentía que el orgasmo llegaba cuando Gago volvió a dar la voz de alerta:
–¡El cura empieza a cruzar! ¡ Y le sigue el tal Goyo!
Mi sujetador había cedido por todas partes. Oí el click de las esposas. Era libre. El sargento me hizo subir los brazos y las correas de la cartuchera salieron por fin por arriba, arrastrando consigo la prenda de lencería. Al mismo tiempo, la funda de pernera también cedió y resbaló del mi muslo pringoso de grasa. Me sentí aliviada, sí, pero también desgraciada, convencida de que había estado a las puertas del orgasmo de mi vida.
No sé quien de los dos se quedó mi coqueto sujetador. Tampoco lo que hicieron con las cartucheras. Apenas pude ponerme la camisa y anudármela por encima del ombligo. Justo estaba haciendo esto cuando la puerta se abrió y entraron el cura seguido de mi cándido esposo.
–¿Estás bien, hija? No tienes buen aspecto –comentó el sacerdote.
–Sí, sí –llegué a balbucir.
–Su esposa nos ha estado ayudando –alegó el sargento–. El Cuerpo le estará agradecido.
Su cuerpo no sabía pero el mío no estaba nada agradecido. Mi cuerpo propiamente dicho, había quedado necesitado, muy necesitado.
Mi marido vino hacia mí, preocupado por mi estado. Una suerte porque así no pudo fijarse en las notorias erecciones que exhibían bajo el traje de campaña los esforzados agentes del orden.
De repente pisó el suelo salpicado de grasa de caballo, dio un traspiés y cayó sentado de golpe.
– ¡Vaya golpe más tonto! ¡Casi me rompo el culo!
–¡Qué va, cariño! ¡Para tonta, yo, que antes he tenido una caída! ¡Y yo sí que casi me rompo el culo! Bueno, me lo rompen.
Goyo arrugó la nariz:
–¿No huele raro? ¿Cómo a grasa… a grasa de animal?
–Debe ser el desodorante que me ha dejado la tía Edelmira, querido. Ya sabes como son en los pueblos.