Regreso rural (1)
Julieta es una joven geóloga de éxito casada con un hombre rico. Todo cambia cuando la pareja decide pasar un fin de semana en el pueblecito donde ella iba de vacaciones de niña. Los lugareños ofrecerán toda su hospitalidad a la que antes llamaban "Julieta la de las grandes tetas".
Puede decirse que soy de esas personas pasan toda su vida intentando alejarse de lo que fueron cuando eran de adolescentes. No importa que a mis 24 años todavía se me pueda considerar joven. No importa que por mi propio oficio y un buen matrimonio sea la envidia de muchas de mis amigas. Al finl, doctor, ese pasado te atrapa, por mucho que te hayas esforzado en dejar atrás el yo que tú eras entonces y lo mucho que te gustes a ti misma ahora, después del cambio. Así que cuando Goyo, mi marido, después de dos años de matrimonio, insistió en ir al pueblo a conocer mis raíces, no puede seguir dándole largas y tuve que aceptar.
En la estación de servicio, camino de Cazabelos de Abajo, vi a maridito mirarme las tetas y me acordé de lo primero que me dijo mi hermana Bea cuando le revelé que iba a casarme con un hombre veinticinco años mayor. Me soltó sin más: “serás la típica segunda esposa. Un trofeo para él”.
–Podrías poner tú la gasolina, cariño. Es que me vuelve a doler la pierna.
Había tenido un esguince esquiando hacía unos meses Pero no sabía si era un excusa para verme poner la gasolina y luego ir a pagar mientras todos los hombres me miraban. Nunca habíamos hablado de ello, pero a Goyo le gustaba someterme al escrutinio de otros hombres. Le encantaba las pequeñas fiestas que daba en nuestra casa y a la que apenas acudían los socios de su bufete sólo porque yo me ponía de tiros largos y todos aquellos abogadillos babeaban conmigo. Nunca comentaba nada pero esas noches casi seguro que había sexo y que era un poco más… inesperado, incluso violento de lo que resultaba habitual.
A mí las estas reuniones me gustaban porque era lo contrario de mi oficio de geóloga: mucho tiempo al aire libre, trabajo de campo y toma de muestras. Luego había los aburridos informes y simulaciones informáticas, pero el trabajo en el exterior estaba bien. Hacía ejercicio, subía montañas y estaba morena. Goyo dice que gracias a mi trabajo tengo un culo como una roca. Yo prefiero pensar que es por mis 24 añitos. Los minerales ya los analizo luego en el laboratorio.
Sin embargo, todo lo que son sonrisas y encanto cuando estoy con mi marido, desaparece en el ambiente laboral. Por norma me comporto de manera hosca, como una forma de ahuyentar moscones en un ambiente de hombres nada interesantes. Sé que a mi espaldas me llaman la arpía del moño , porque a menudo llevo el pelo recogido en las salidas para hacer catas o recoger muestras. Pero no me importa, es parte de mi nuevo yo, ese que me ha costado tanto construir.
Salgo del coche. Pongo la manguera en el depósito y mientras descargaba el combustible me inclino apretando el gatillo y poniendo mi culito ligeramente en pompa. Espero que Goyo me esté mirando por el retrovisor porque él no se vuelve. Los que sí lo hacen son dos chavalotes que salen con bolsas donde llevan todo lo necesario para hacer botellón. Suerte que me han pillado de sobrios porque horas después estoy segura de que me hubieran soltado alguna impertinencia.
Cuando el depósito del Lexus está lleno me voy a pagar sacudiendo mis caderas el máximo posible, con lo que la falda de mi vestidito de picnic, de preciosos cuadritos vichy, se va meciendo de un lado a otro de una manera tan, tan sexy que es una suerte que toda aquella gasolina almacenada no prenda por combustión espontánea.
Cuando volví Goyo no dijo nada pero si mirabas a su entrepierna saltaba a la vista que por lo que se marcaba debajo del pantalón a mi marido le había alegrado la vista.
–Ya veo que estás contento.
–En cambio, tú no lo pareces mucho.
Él tampoco lo estaría si conociese previamente el destino de nuestro viaje. Goyo se pensaba que íbamos a visitar el pueblecito idílico donde yo pasaba las vacaciones y fui muy feliz. Y lo fui hasta los 16 años. Cuando mis primos me empezaron a llamar “Julieta, la de las grandes tetas”. Entonces las cosas cambiaron. ¡Y pensar que mis padres me habían puesto Julieta porque les parecía romántico! ¡Es verdad que eran unos niños, apenas tenían diez años! Pero me había esforzado mucho para con mis 24 años, dejar de ser esa Julieta… la de las grandes… esas y convertirme en la arpía del moño ocho años después. Así, que no, no estaba contenta. Pero no podía contárselo a Goyo igual que él no se atrevía a contarme lo que excitaba que me mirasen otros hombres.
Llegamos al pueblo el viernes al atardecer, tal y como habíamos dicho a la tía Edelmira, en cuya casa íbamos a alojarnos. Cuando llegamos la alegría se desbordó y media familia me estrujó, me abrazó y me besó con una fuerza inusitada, incluso para mí, que me ganaba la vida picando en paredes rocosas buena parte del año. Especialmente efusivos fueron mis primos, los gemelos Julián y Germán, aunque no sé cuál de ellos fue el que aprovechó todo aquel barullo para tocarme el culo. Me ofendí, claro. Pero preferí no hacer reproche alguno. Y no sólo para no empezar con un escándalo. La verdad es que el trabajo en el campo les había sentado bien: estaban bronceados, musculados y el cabello se les había aclarado por el sol. Vamos, que al lado de mi fondón esposo, que además parecía un preanuncio de la llegada de la alopecia, ellos estaban un rato buenos.
Cazabelos de Abajo se había convertido en un pueblo de apenas 200 habitantes y era la causa del principal problema que tenían mis primos, ya con 18 años: no habían mujeres dispuestas a vivir en un lugar como aquel. El año anterior habían intentado apuntarse al casting del reality Granjero busca esposa pero los habían rechazado por menores de edad. Por lo salidos que estaban todo apuntaba a volverían a intentarlo.
Antes de cenar dimos una vuelta por el pueblo que fue necesariamente breve. Sólo paramos en la antigua escuela, ahora cerrada y convertida en local comunitario y que había conseguido dar al pueblo un aire capitalino por albergar el único futbolín a ocho kilómetros a la redonda. ¡Anda que no les había metido yo goles a mi dos primos porque en vez de cubrir la portería me miraban el escote cada vez que yo me inclinaba sobre los mangos antes de chutar! La calma era total. Sólo estaban las fuerzas vivas de la comarca reunidos alrededor de las fichas de dominó: don Abelardo, el cura, que cubría varias parroquias de la zona pero siempre paraba allí por las tardes; Fabián, el alcalde, que poseía el mayor rebaño de ovejas del pueblo; y don Cristóbal, el sargento de la Guardia Civil, que tenía el Nissan Patrol aparcado fuera. Los tres me conocían desde niña y los tres se alegraron mucho de verme y de que les presentase a mi marido. Con el regocijo del reencuentro, me besaron, claro, de manera calurosa, como siempre se hacía en el pueblo, pero ¿era yo, que me estaba volviendo paranoica o más de una mano me había rozado, como por casualidad, donde no debía?
Los tres invitaron a Goyo a echar unas manos de dominó. Y, como siempre es tan sociable dijo que sí. Antes de que yo me fuera el alcalde Fabián me propuso:
–¿Por qué no me acompañas mañana a visitar unos terrenos donde queremos impulsar una casa rural para sí dinamizar la comarca? Una opinión de alguien de ciudad no me vendría mal.
Después de ver la amabilidad de Goyo, no pude decir que no.
En la cena la tía Edelmira no preparó sus famosas lentejas con chorizo. Cazabelos de Abajo, precisamente, era famoso por su chorizo picante, que mi tía administraba a cualquier plato viniera o no viniera a cuento. Después de 30 años, mi tío Venancio debía tener el estómago blindado; y mis primos, Julián Germán, debían estar en segundo de venancismo. A mí no me hacían ni fu ni fa, más atenta a que ni mi tío ni mis primos viesen más de mi anatomía de lo que permitía el decoro, si bien el vestidito de cuadros vichy no me ayudaba mucho en esta tarea titánica. Al menos a Goyo le encantaron las lentejas: repitió plato.
Ya en la cama, doctor, mi marido estaban tan hinchado y había bebido tanto vino que no pudo dar cumplida satisfacción a las necesidades de su mujercita, por mucho que me hubiera puesto un sexy picardías sin hombros tan transparente y tan a juego con unas braguitas negras prometedoramente pequeñas.
Total, que dormí fatal, no sé si por las sábanas, por el frío que hacía, inversamente proporcional al calor de mediodía; o por los ronquidos de Goyo. Me levanté a las diez del día siguiente con la sensación de haberme pasado una eternidad dando vueltas. Abrí la puerta de la terraza y me sorprendió la buena temperatura… y que allí estaban mis dos primos.
–Hoy es sábado. No trabajamos –aclaró Julián.
Porque Germán no había podido abrir la boca. O bueno la verdad es que no había logrado cerrarla. Tardé casi un minuto en entender que había salido a la terraza tal y como había dormido, con el mismo camisón transparente que Goyo no había sabido apreciar. Pensé en que hubiera podido taparme los pezones, que se veían perfectamente a través de la seda, pero hubiera sido darles demasiada importancia. Aposté por comportarme con naturalidad.
–Hace un día fantástico. Si hubiera traído el bikini tomaría el sol antes de que empezase a calentar demasiado…
Germán seguía con la boca abierta pero Julián pudo reaccionar:
–Creo que tenemos uno que se dejo aquí tu hermana Bea la última vez que estuvo.
No supe que decir. De nuevo me superaba la hospitalidad rural. Julián lo interpretó como un sí.
–Yo te voy a buscar el bikini y mi hermano te prepara la tumbona.
Me fui a una estancia a parte de la gran casona para no despertar a Goyo y sólo me llevé, en un ataque de vanidad, unas sandalias de tiritas sin mucho tacón. Una mano me tendió el bikini y me hizo sonreír ante su timidez.
–Espero que te vaya.
Me puse manos a la obra. Pero como Bea no sólo era mi hermana pequeña sino que además había salido mucho más menuda que yo pues aquello era una misión imposible. Donde Bea tenía escualidez yo ponía rotundidad, de modo que aquel bikini negro de lacitos en ella hubiera podido quedar normal mientras en mí el resultado era obsceno. Aunque la braguita era normal la talla inferior casi la convertía en un provocativo tanga. Y suerte de que me había depilado perfectamente en aras de lo que luego había sido el desinterés de mi marido. Y los triangulitos de la parte superior no es que no abarcasen los pechos que me habían hecho tan tristemente célebre en la región, es que apenas tapaban mis pezones que no sé por qué extraña combinación química o mental estaban más alegres de que lo que aconsejaría cualquier manual de la perfecta mujer casada. Iba a quitármelo de inmediato porque una cosa era salir por un descuido en camisón un momento y otra tomar el sol de aquella guisa, cuando la puerta que daba a la terraza se abrió de golpe.
–Prima, ¿estás… estás… lista?
Si la intención de Julián era verme desnuda le había salido mal. O bien, según se mirase, porque estar apenas cubierta por aquella prenda de baño era peor que andar sin ropa. Pero una vez más no quise darle importancia.
Salí a la terraza. Mis solícitos primos estaban en bañador y habían habilitado tres tumbonas de la época de Maricastaña. Me habían reservado la del centro. Me tumbé hacia arriba me encasqueté las gafas de sol y fingí que no me daba cuenta de lo que se alegraban de verme, tal y como reflejaban sus holgados y anticuados bañadores.
Pero es lo que tiene el pueblo. Igual te hielas de noche que te asas de día. Al cuarto de hora ya no podía más. Por suerte, Julián, el más espabilado de los dos, se dio cuenta.
–Deberías ponerte crema, Julieta.
El cuerpo me ardía de tal manera, y todavía no eran las once, que no puede negarme. Suavemente sentí la crema en mi ombligo y su manos, rudas, callosas, empezaron a extenderla con un vigor que creía olvidado. Como no dije nada siguió con los muslos, los brazos, incluso los pechos, siempre a medio camino entre el pudor y el atrevimiento. Cuando pensaba que sólo quería ser amable, un dedo rozaba mi clítoris, o rondaba mi pezón, pero era sólo un nanosegundo, lo justo para excitarme, pero lo bastante poco como para que pudiera atribuirlo a un descuido o a lo resbaladizo de la crema. Cuando vi que se animaba con mis pechos más de lo que parecía conveniente entre dos primos. Me di la vuelta.
–Ahora, la espalda, por favor.
Sin que les mirase, Germán, el bobalicón, también se animó. Y en vez de ponerme crema aquello era un masaje a dos manos que me iba relajando, relajando… hasta que me fui quedando adormecida. No sé cuanto tiempo pasó en aquel duermevela hasta que algo me despertó. No sabía lo que era. Quizá que el masaje ya había terminado o a lo peor era aquel ruido.
Flap, flap, flap, flap, flap…
Me intrigó. ¿Qué demonios sería?
Flap, flap flap. Suave, pero cada vez más rítmico, acelerado. Sería un animal… ¿Un perro, quizá?
Flap, flap, flap, flap. Aquello no se acababa. No podía ver a mis dos primos. ¿Se habrían ido? Inquieta y temerosa de que me viese alguien más, me bajé la gafas de sol hasta la punta de la nariz y me di la vuelta tan rápido como puede.
Cuál sería mi sorpresa al ver a mis dos primos, Julián y Germán a cada lado de mi hamaca, de pie, con los bañadores medio bajados y enarbolando unas mingas que decían mucho a favor de comer productos de la huerta.
Flap, flap, flap, flap, flap….
–¿Pero qué demonios…?
Y no pude añadir más porque de haber continuado hablando me hubiese entrado semen en la boca. Apenas pude taparme la cara. No sabía si eran gemelos univitelinos pero sincronizados sí que estaban. Muchas parejas no consiguen correrse a la vez en años y ellos en cambio lo hicieron sólo verme en la boquita en forma de o que puse ante tamaña sorpresa. Suerte que me pude tapar la cara. Porque en el resto del cuerpo me pusieron perdida. Perdida y avergonzada. Aunque ellos no lo sabían. Pero yo sí era conciente de que había quedado empapada por fuera, y aunque me costase reconocerlo, mojada por dentro.
–Lo, lo sentimos… nosotros… –llegó a balbucear Julián antes de irse corriendo junto con su hermano.
Volví a mi habitación. Desde la cama un adormilado Goyo me preguntó:
–¿Qué tal despertarse en el pueblo?
–-Diferente. Cariño, sigue en la cama que me ducho yo primero.