Regreso al placer perdido

Un joven universitario vuelve a visitar a su maduro follamigo para una cita muy especial.

Antonio dejó las llaves sobre la mesilla de la entrada, bajo el espejo, como de costumbre. Hacía ya un par de meses que acudía a nuestra cita semanal o, al menos, respetando esa frecuencia siempre que se podía. Las últimas ocasiones me habían resultado algo aburridas y se habían espaciado algo más de la cuenta, principalmente porque, por muy macho que resultara, su naturaleza callada, su temor a que nos oyeran los vecinos y su mente “tradicional” habían empezado a hacer que cada vez me costara más soportar el largo viaje en autobús hasta allí.

Aquel día era distinto, y de nuevo un aleteo de emoción se agitaba en mi estómago. Recordaba la última vez que había estado allí, cuando él, agotado después del tercer orgasmo, que había derramado sobre mi vientre, se había derrumbado a mi lado, poco menos que pidiendo clemencia.

-Eres más joven y no te has corrido aún -me dijo disculpándose. No era cierto, me había corrido dos veces, pero todavía tenía ganas; además, su insistencia en follarme en la famosa postura del misionero me hacía muy difícil conseguir lo que quería, que era tocarme mientras me la metía hasta el fondo, para correrme notando aquellas oleadas de placer que me producía ser montado.

De modo que me callé la boca y me dispuse a esperar. Pero él notó algo y, por una vez, decidió hablar:

-Eres una putita… -me dijo con toda tranquilidad, arrancándome una sonrisita; había sido cosa mía pedirle que me dijera cosas sucias y me azotara de vez en cuando para romper la monotonía- a ti te hace falta que te follen entre dos -comentó con picardía tras estudiarme unos segundos pues, para entonces, ya sabía que no me molestaba por casi nada. Yo no pude evitar sonreír, aunque con cierta preocupación. ¿Me estaba proponiendo un trío? ¿Él, que había jurado y perjurado que no era de los que “van picando de flor en flor”? ¿Él, que estaba casado y no quería que su mujer se enterara? Dioses, esperaba que no se refiriera a ella…

-¿Conoces a algún otro macho? -le pregunté, con el tono y la sonrisita que delataban mi intención de pincharlo un poco, pero siguiéndole el rollo. Él ignoró la pulla y se encogió de hombros, estirándose ligeramente para pasarme el brazo por detrás de los hombros y atraerme hacia sí mientras se tocaba con la mano libre, como hacía siempre.

-Conozco a un tío… también está casado; y vive cerca de aquí… pero él es delgado...

-¿Sí? -dije, alzando las cejas-, ¿y cómo es que no follas con él? -me mordí la lengua antes de recordarle sus palabras porque la curiosidad me podía más que los festines de flores.

-Es vago… -comentó evasivamente.

Durante un par de segundos, medité sobre aquello y, al final, sin poder evitar imaginarme follado doblemente, acepté; no sin antes preguntarle cómo era, si creía que yo le gustaría y cómo tenía la polla (ya he dicho que me llaman ninfómana, qué le voy a hacer).

Un par de semanas después, aparentemente había logrado convencer a su misterioso exfollamigo para hacer un hueco en su jornada laboral y regresar a su “guarida” (así le llamaba yo en mi mente) y allí estábamos, Antonio y yo, tras el exasperantemente interminable trayecto en coche.

-Bueno, vamos a tener que esperarlo un rato -anunció él, consultando su móvil-, se le ha complicado un poco el trabajo…

En teoría, su amigo iba a llegar pocos minutos después de nosotros, por su propio vehículo, pues ya conocía el lugar. Aquello hizo que mi calor primaveral y la media erección que traía ya en los calzoncillos me resultaran algo incómodos de aguantar sin quitarme ya la ropa; al fin y al cabo, por su forma de hablar, daba la impresión de querer esperarlo… vestidos.

-¿Cuánto rato?

-Unos treinta minutos al menos -respondió.

-Pero ya sabe dónde es, ¿no? ¿Podemos empezar sin él? -pedí, sonriendo pícara y esperanzadamente.

Antonio vaciló, inseguro, sus manos en los bolsillos traseros de sus vaqueros y sus ojos dirigiéndose fugazmente hacia la puerta.

-Si sabe dónde es, siempre puedes abrirle cuando le veas por la mirilla sin salirte de detrás de la puerta, así no te verán si estás desnudo -sugerí, leyéndole el pensamiento. Como él seguía vacilante, me acerqué a él lentamente con las manos detrás de mi espalda; era muy consciente de que mis erectos pezones se marcaban por completa contra la tela de mi camiseta.

Vi sus ojos cayendo sobre ellos y pensé “lo tengo”. Poco a poco me pegué a él, que no se apartó pese a estar a escasos centímetros de la puerta cerrada de su apartamento (donde podrían “oírnos los vecinos”) y, mordiéndome el labio sin poder evitar sonreír, puse mi mano en su entrepierna, sobre sus vaqueros. ¿Eran imaginaciones mías o también allí había una curiosa calidez?

Antonio siguió observándome, como aquella mirada hipnotizada que me dedicaba siempre que le ponía a cien, y entonces rocé sus labios con los míos; entonces sí reaccionó, aunque con cierta lentitud: agarró mis nalgas con sus enormes y poderosas manos y me atrajo hacia sí. Definitivamente, tras la maldita tela vaquera de sus pantalones había algo esperándome…

-¿Crees que le voy a gustar? -le susurré; él asintió, exhalando apenas un suspiro, mientras pegaba sus labios y su nariz a la suave y expuesta piel de mi cuello. Bajé mi mano derecha hasta agarrar la suya y la guié por debajo de mi camiseta hasta mi duro pezón-. Es que tengo muchas ganas de macho, ¿ves?

-¿Sí? -tan quedamente pronunció aquello que no supe con certeza si se trataba o no de una pregunta. Volví a sonreírle, pues el deseo que notaba despertar en él me traspasaba a mí como una descarga eléctrica y me hacía temblar de emoción.

La mano, ahora libre, que todavía tenía bajo mi camiseta apretó ligeramente mi pecho y yo correspondí frotando la mía en sus vaqueros, pero no tardé en desabrochárselos con ambas y, al poco, con su miembro firme y oscuro ya humedecido por mi saliva y asomando por su bóxer azul marino, se dirigía en pos de mí hacia el cuarto habitual con toda la gracia que sus vaqueros a medio quitar le permitían.

No tardamos en quitarnos la ropa y mi fiebre únicamente fue en aumento cuando, estirado de espaldas en aquella cama de matrimonio, él se tendió cuán largo era sobre mí y, devorando mi boca, poseyéndola con su poderosa lengua decidida a ahogar todos mis gemidos, me separó las piernas con las suyas y comenzó a frotar su polla dura contra la mía.

Su calor ardiente y la poderosa dureza de su entera musculatura me envolvieron y enloquecieron desatando el deseo acumulado desde hacía una semana y media, hasta que tan sólo logré articular una palabra “fóllame...”

Cuatro o cinco encuentros después del primero, aquello se había vuelto más fácil, aunque no menos placentero. Con aliento contenido entraba en mí empujando con todas sus fuerzas sin dejar de observar mi cara atrapada entre mis piernas, firmemente sujetas en sus hombros.

Pese al condón que se había puesto, notaba, o tal vez imaginaba, la piel de su miembro retirándose al invadirme, franqueándole el paso a aquella bien proporcionada punta que semejaba desesperada por alcanzar el centro de mi éxtasis. Yo no podía ya evitarlo, eso mismo deseaba también y había comenzado ya a mover, en cuanto me era posible, mis propias caderas hacia arriba para tratar de aumentar aquel ritmo que tanto me excitaba.

De pronto, sonó el timbre de la puerta. Antonio se detuvo en seco, palideciendo, con unas gotas de sudor perlando la frente bajo su escaso cabello y me miró, perplejo.

-Ábrele -le recordé, sonriendo.

Salió de mí sin muchas ceremonias y, lenta y torpemente, salió al pasillo, dejándome con una vaga sensación de enojo, vacío y una emoción incontrolable. ¿Y si no era él? ¿Nos habría oído alguien?

No tuve fuerzas para moverme, de modo que permanecí tumbado de espaldas, con la cabeza apoyada en la almohada, los pezones hinchados y las piernas abiertas, dobladas con los pies sobre la cama, estremeciéndome por el frío que repentinamente azotó mi expuesto y abierto agujero, todavía húmedo de lubricante.

Pensé brevemente en moveme, cubrirme, quizá levantarme e ir a echar un vistazo; pero entonces se me ocurrió que sólo podía ser nuestro esperado visitante y, de ser él, la idea de que me encontrara en aquella posición, incluso imaginarlo entrando vestido, clavando los ojos en mi mientras Antonio volvía a posicionarse para terminar lo que había empezado, ignorándole, me excitó tanto que no habría podido ocultar mi sexo.

Oí cómo se movía la mirilla de la puerta, cómo se abría y se cerraba en pocos segundos. Voces quedas que no alcancé a entender y, entonces, Antonio volvió a entrar en la habitación, con su expresión de seria determinación y la erección algo bajada pero todavía en su preservativo.

A continuación entró Manuel.

Nunca le había visto, ni intercambiado muchas palabras con él, aunque en las semanas que habíamos tardado en planear aquello Antonio me había hablado mucho de él hasta dos o tres breves intercambios por correo electrónico.

Vestía una vieja chaqueta de color crema por encima de una sobria camisa azul claro y unos gastados vaqueros. Cuando dejó al descubierto sus canas de cincuentón al quitarse el gorro, que le daba todo el aspecto de conductor de autobús, me fijé en el aro dorado que lucía en la mano. También casado.

Manuel era mucho más delgado que Antonio, pero aún así fuerte y de estatura algo mayor. Sus ojos verdes se clavaron inmediatamente en mí y se abrieron de par en par; por el gesto de su boca, supe que no le desagradaba.

-Hola -le saludé, fracasando estrepitosamente en intentar ocultar mi excitación. El fresco del cerrado apartamento me mordía la piel, especialmente en mis húmedas zonas privadas y mis expuestos pechos, pero él había resultado ser más guapo aún de lo que había esperado y, de nuevo, casado, lo que me llevó a pensar lo mismo que con Antonio. Se me hizo más difícil aún cubrir mi excitación mientras éste último se detenía junto a la cama y vacilaba, antes de hacer las presentaciones:

-Él es Manuel -me dijo, mirándole a él en lugar de a mí. Manuel, sin embargo, no apartaba los ojos de mí y, comprobé encantado, ya se estaba desabrochando los botones superiores de su camisa. Me mordí los labios para contener una sonrisa, sin saber muy bien qué hacer, y me incorporé.

Antonio me había dicho que a él “le daba igual” ser activo que pasivo; honestamente, no era capaz de imaginármelos follando, pero sólo el intentarlo me azotó con otra oleada de ardor.

-Así que tú eres la perrita juguetona… -comentó Manuel, desabrochándose entonces el cinturón. Unas irresistibles ganas de ir hacia él me invadieron y, cuando ya me encontraba de rodillas dispuesto a gatear por el lecho en su dirección, sentí con sorpresa la mano de Antonio azotándome las erguidas nalgas. Volví la mirada y lo vi encaramándose a la cama, sujetándose el miembro de nuevo erecto y dispuesto a metérmelo; la nueva situación me excitó, si cabe, aún más, y durante un instante creí que la gravedad misma tiraba de mis pezones entre mis brazos, pues nunca los había visto, ni sentido, tan duros.

Manuel terminó de desvestirse y se volvió, mientras la polla de Antonio volvía a enterrarse suavemente en mi culo, haciéndome suspirar de placer y ligero dolor y volver la cabeza para pedirle que fuera despacio, por el extraño cambio de postura. Entonces una nueva mano me agarró firme pero amablemente la cabeza y me la giró; ante mí, todavía a los pies de la cama, se alzaba un segundo macho como el que nunca antes había visto.

Más alto y delgado que Antonio, con tanto vello como aquel, pero mucho más claro (quizá cano ya en algunos puntos) y, por lo mismo, más difícil de ver, Manuel se agarraba con una sola mano sus abultados huevos y su polla recta y dura; tan parecida y a la vez tan diferente a la de Antonio. De un grosor ligeramente menor, también sin circuncidar, era apenas más larga aunque resultaba más estilizada, pues unas gruesas venas se marcaban mucho más sobre ella, dándole un aspecto más rugoso. Levanté la vista hacia su cara, que encontré más allá de un amplio y plano torso peludo tras su perfectamente ubicado sexo.

-Creo que ya estabas preparada -me dijo en apenas un susurro; su polla dio un tirón ante mis ojos, como para demostrar que él también lo estaba y acto seguido botó de una forma muy sexy cuando se soltó los genitales para acariciarme la cabeza con ambas manos.

Yo tenía la boca hecha agua, no podía parar de suspirar, incapaz de ignorar las sacudidas de placer que me llegaban desde atrás, tan caliente había dejado a Antonio; quise sonreír de nuevo y decirle algo picante, pero lo único que escapó de mis labios fue un gemido bastante audible cuando Antonio se clavó de golpe en mi interior, simultaneando la embestida con un azote algo torpe en mi nalga expuesta.

Las manos de Manuel bloquearon mi reflejo de mirar hacia atrás y me guiaron, quizá un poco bruscamente, hacia su entrepierna. Un leve aroma a semental alcanzó mi nariz y, aún con la boca abierta, me introduje su rabo en la boca, dispuesto a saborearlo como había hecho con el de Antonio.

¡Joder! Una punzada de culpabilidad se sacudió en mí, entremezclándose con las oleadas de placer que los movimientos de ambos arrojaban sobre mi cuerpo; y es que ni siquiera me siento bien mamando sin condón, mucho menos a un “completo desconocido”, pero en aquel momento la extrema excitación y placer que sentía me nublaron la mente y fui incapaz de pensar o flagelarme.

-Mm qué bien lo haces -dijo Manuel, y aquello me encantó porque Antonio casi nunca hablaba; su tono jadeante delataba placer, un placer que yo le estaba proporcionando, y aquello me encendió como no lo había estado hasta entonces. Mientras a mis espaldas Antonio sacudía sus caderas contra las mías, llenándome con su hombría, mi propia polla se sacudió endureciéndose dolorosamente en su lucha contra la gravedad y, cuando el secreto y correcto lugar de mis entrañas era fugazmente rozado por la punta del sexo que me penetraba, me sentía al borde del éxtasis.

-La chupa bien, ¿verdad? -le dijo Antonio a Manuel. Éste, cuyo sexo había dado una nueva sacudido endureciéndose de manera alarmante en mi boca, sopló y debió de asentir. Al cabo de un par de segundos me privó de mi adorada piruleta y retrocedió para rodear la cama.

Al verlo, Antonio salió de mi también y se recostó, con la cabeza en la almohada; se quitó el preservativo y empezó a pajearse vigorosamente mientras nos observaba. Yo no sabía muy bien qué hacer, a cuál atender primero pero, como me encontraba todavía a cuatro patas, traté de aproximarme a Antonio para seguir haciendo lo que mejor sabía.

Entonces, Manuel me detuvo:

-Ponte de espaldas.

Sonreí, porque también quería sentir aquella nueva polla dentro de mí; siendo ligeramente más larga que la de Antonio, me preguntaba si la sensación de exquisito placer que aquélla me proporcionaba sería igual, más intensa o quizá se trocara en dolor…

Sin embargo, cuando iba a levantar las piernas para permitirle acercarse, Manuel se inclinó y, agarrándome de las caderas, me atrajo hacia sí antes de bajar su cabeza y, aferrando mi propia, pétrea y mojada erección, metérsela en la boca.

Un nuevo gemido de placer y sorpresa se me escapó; una nueva oleada de calor me sacudió al saberme tras sus labios y, entonces, noté su lengua danzando hambrienta sobre mi descubierta cabeza. En un acto reflejo encogí las piernas, estremecido de puro gusto, y a continuación noté sus esbeltos dedos acariciando mi ano; sus labios continuaron descendiendo por mi sexo, su lengua saboreándome a mí como poco antes la mía lo había hecho con ellos y, al poco, un dedo se aventuraba en mis profundidades, rápidamente seguido por un segundo.

Incapaz de hablar, mis gemidos iban en aumento, toda advertencia de precaución olvidada; la mano libre de Antonio me acariciaba el pecho, deteniéndose para pellizcarme el pezón pero, ante aquello, volvió a incorporarse y pegó sus labios a los míos. Dos lenguas me poseyeron entonces, y mientras la de Antonio ahogaba mi voz, la de Manuel descendió por la parte inferior de mi polla, y se detuvo bajo mis testículos, justo sobre la abertura por la que sus dedos húmedos de saliva entraban y salían sin tregua alguna.

Creo que se me quedaron los ojos en blanco y notaba la cara más roja que nunca; Antonio rompió su beso para observar a Manuel y el éxtasis volvió a adueñarse de mis labios. Los dedos de Manuel se sentían de una manera increíble y, cuando introdujo un tercero, tuve que morderme los labios con fuerza para no gritar. Mi polla volvió a dar una dolorosa sacudida y noté chorrear desde su extremo una gota de líquido preseminal.

-Mira que mojada está… joder…

Y su boca volvió a mi polla, y sus dedos aumentaron el ritmo de su inefable búsqueda; pronto me dolió el labio inferior de tanto morderlo pero infructuosamente, pues mi respiración estaba muy acelerada y hasta mis caderas habían comenzado, como a voluntad propia, a pedir más. Antonio puso entonces su polla sobre mi cara y yo noté su dura extensión reposar sobre mi frente, pasar sobre mis ojos, mi nariz. Poseído por la lujuria aspiré los aromas que desprendía y, temblando de calor, abrí la boca y saboreé con una sed mayor que antes; la totalidad de aquel firme miembro viril se introducía en mi boca con un ansia similar y aquello, junto con las sensaciones que la boca de Manuel derramaban sobre mi sexo, me hicieron creer perder la cabeza.

De pronto aquella sensación caliente en mi vientre terminó, pero no pude dirigir mis ojos para ver el motivo; no tardé más que un par de minutos, sin embargo, en sentir sus callosas manos levantándome las piernas, exponiéndome y, al poco, la pétrea cabeza de una nueva polla cubierta de látex palpaba mi abertura. Gemí sobre la erección de Antonio, pidiendo sin palabras la de Manuel, y el agarre que mis labios ejercían sobre la humedecida piel que había entre ellos se aflojó cuando le noté entrar.

Sí, el miembro de Manuel era ligeramente más largo que el de Antonio y algo más esbelto, por lo que pese a su edad llegó a rozar mi centro con mayor precisión que el de aquel; estrechos como eran tanto su lanza como mi canal, que chorreaba lubricante y saliva que allí había escupido, por su calibre había esperado que entrara sin dolor y, aunque en verdad se deslizaba adentro y afuera con extrema y excitante facilidad, las hinchadas venas que la cubrían suplían aquello, de forma que experimenté un débil dolor y en suma me sentí igual de poseída que con la de Antonio.

Manuel no tardó en demostrarme lo que sabía hacer y, mientras me observaba fijamente tratar de chupar el rabo de Antonio como yo sabía y gozaba, aunque sin ser plenamente dueño de mis actos, se enterró en mí de un brusco empellón tras unas cuantas, pero rápidas, incursiones. Tuve que proferir un gemido, sobrecogido tanto por el súbito y lacerante dolor como por el placer celestial y sobrecogedor.

-¿Así te gusta? ¿Así? -me dijo, atravesándome con aquel miembro suyo que notaba encenderse, ardiendo en su poderosa dureza, mientras se insertaba en toda su extensión, mis nalgas estallando cada vez que la velluda piel febril de aquellas caderas implacables hacía contacto con ellas.

Por instinto arqueé mis caderas para facilitarle el trabajo y, como si contaran con voluntad propia comenzaron a moverse, pidiéndole con los gritos que me era imposible articular con mi boca que continuara con aquel recital de sensaciones; tenía la respiración tan acelerada que mi boca soltó la polla de Antonio, que rebotó sobre mi cara y, mientras mientras tomaba aire, embriagándome del delicioso olor a macho, cerré los ojos y crucé las piernas sobre las caderas de Manuel para evitar que se retirara. Pero no había peligro, no lo hizo, sino que varió el ritmo, intentando mantener su rápida cadencia inicial mientras él, también, jadeaba con fuerza entre gritos quedos de “¡toma, toma!”.

Cerré los ojos, sobrecogido de sensaciones, y entonces sentí una mano pellizcarme gentilmente un pezón antes de cerrarse y apretar sin piedad mi abultado y saltarín pecho, mientras una segunda, no sabía de quién, se cerraba en torno a mi pene y comenzaba a pajearme con energía.

Rompí a gemir con fuerza, ciego de gusto e incapaz de captar las palabras que de vez en cuando salían de mis dos sementales, pero no tardé en notar de nuevo mis labios apresados por otros ajenos y mi boca conquistada por una fuerte lengua que la recorrió entera, privándome del aliento y silenciándome en gran medida.

Las embestidas de Manuel se hicieron más espaciadas en el tiempo, pero más violentas y profundas, hasta que, como había notado la primera vez con Antonio, un nuevo y violento empellón la enterró hasta una profundidad que creí hasta entonces inalcanzada y se detuvo allí, vibrando y tensándose, disparando tres, cuatro, cinco veces una pesada carga.

Aquello fue más de lo que pude aguantar y yo, también, me derramé sobre la mano que no cesaba de sacudir mi sexo, todavía incapaz de gritar mi sobrecogedora sensación de éxtasis y así, con la polla de Manuel completamente enterrada en mí, sus manos sobre mis pechos y la boca de Antonio devorando la mía, creí morir de gusto.

Manuel salió de mí, se quitó el condón resoplando y componiendo una sonrisa encantadora y, cuando Antonio liberó mis labios y se se retiró también, se tendieron cada uno a mi lado. Pasando un brazo por debajo de mi cuello, Manuel apoyó su otra mano en mis muslos, enviando una renovada electricidad que empezó a revivir mi deseo una vez más, sin dejar de clavar en mi aquellos ojos verdosos que devoraban mis formas con lascivia. Antonio, a mi otro lado, apretó su sexo contra mi muslo, besándome el hombro y yo sonreí entre ambos, todavía excitado.

No restaba mucha tarde, pero estaba seguro de caerían al menos otra vez cada uno. Y así fue.

Aquel fue el primer y único trío que probé en mi vida; jamás lo pasé mejor, por suerte no sucedió nada que lamentar y por desgracia me quedé con unas cuantas cosas por probar. Pero, después de aquello, la amistad llamó a mi puerta para luego convocar también algo semejante al amor y, sin darme cuenta, el largo viaje en autobús al placer perdido (perdido desde que descubrí sus delicias muchos años antes) dejó de tener sentido. Y no se volvió a repetir.