Regreso a la casa del placer (6 - Final)

Norma, completamente desnuda, quiere que todos los demás estén tan “vestidos” como ella. A partir de ahí, las cosas se descontrolan. Leed, leed.

Esta es la sexta entrega de la serie, continuación de "A quién la suerte se la dé…", que muchas lectoras y lectores me pidieron que no dejara en sólo cinco capítulos, y a quienes va dedicada. Gracias por vuestra amabilidad. Una advertencia: seguramente haré de cuando en cuando referencias a la serie original, no puedo evitarlo. Como sería insufrible que volviera a explicar todo a cada paso, quienes no la hayáis leído, hacedlo antes de continuar con ésta. ¡Hasta luego!.

Todo el mundo aplaudía y gritaba hasta enronquecer.

Norma se incorporó, anduvo hasta el borde de la mesa y se acuclilló para descender de ella. Pero ahora, sin recatarse de mostrar entre sus muslos lo que tan celosamente había ocultado hasta unos segundos antes. Era como otra Norma, distinta de la que yo había conocido hasta ese día. Parecía, no sé, como furiosa o excitada.

Se paró ante Gladys, e introdujo las dos manos bajo su pantalón, en los costados de la mujer. Tiró decididamente hacia abajo, sujetando firmemente pantalón y tanga, dejándola completamente desnuda. Los aplausos y las risas cesaron como por ensalmo.

Luego buscó con la vista. Un poco más allá estaba Patricia, vestida sólo con la escueta parte inferior de su biquini. En dos pasos estuvo a su lado, deshizo los lazos que lo sujetaban sobre sus caderas, y el inicio del sexo de la joven quedó a la vista de todos.

Al fondo, inmóvil como una estatua griega, Piluca llevó una mano al broche de su hombro, y la parte superior se desprendió, dejando sus dos pechos al aire. Luego, sus manos fueron a las que yo había creído costuras a ambos lados de su cintura. Maniobró un segundo, y las dos telas que formaban su túnica cayeron al suelo, permitiéndonos contemplar la totalidad del maravilloso cuerpo maduro de la mujer.

Norma ahora se acercó a nosotros. Pasó los brazos alrededor de la cintura de Miriam, con la ine-quívoca intención de desabrochar su cinturón, pero no llegó a completar el movimiento. Se volvió hacia mí:

  • Te concedo que seas tú mismo el que desnudes a tu pareja.

No tuvo que repetírmelo. El cinturón se abrochaba detrás con dos corchetes. Todos los ojos estaban clavados en nosotros. Desprendí las sujecciones, dejando deslizar lentamente el faldellín por las caderas y los muslos de la mujer, hasta que quedó arrugado en el suelo. Y por primera vez me fue dado contemplar su sexo entre las piernas ligeramente entreabiertas, tapizado con un vello muy corto, negro como sus cabellos.

Algo más tarde, todos estábamos sentados alrededor de una gran mesa redonda (por cierto, la misma donde había estado subida Norma unos minutos antes) picoteando distraídamente la comida. Yo no tenía apetito. La enorme erección que, como a todos los varones, me había producido el caliente "striptease" de Norma, se había calmado un tanto, ahora que sólo los senos de las mujeres eran visibles sobre la mesa. Pero se mantenía en mí un ansia que a duras penas lograba contener: estaba impaciente por estrechar la escultural belleza de Miriam y hacerle el amor, y la sola idea de su cuerpo desnudo entre mis brazos, hacía que mi pene creciera de nuevo cada vez que representaba esa imagen mental.

Poco a poco, se habían ido formando parejas, distintas por supuesto de las "oficiales". Algunas, previamente decididas, como en mi caso y en el de Norma, otras, absolutamente previsibles: Pepe estaba encandilado con los grandes pechos de Gladys, y Piluca, por supuesto, no se apartaba de su musculoso profesor de aerobic. Y Rubén había estado gran parte del tiempo metiendo mano descaradamente a Patricia, a la que no parecía desagradarle en absoluto, mientras Andrea se había amarrado a Luis, del que no se separaba ni un instante.

Se levantó algo de viento. Todos nos estremecimos de frío, con lo que Juan propuso que continuáramos dentro de la casa, donde enseguida pudimos comprobar que la temperatura era adecuada para nuestra falta de ropa.

Se formaron grupos, sentados sobre los sofás, o en la alfombra. Yo me senté en el suelo, e inmediatamente Miriam se ubicó entre mis piernas abiertas, arrodillada de espaldas a mí, sentada sobre sus talones con los muslos muy juntos, abrigándose entre mis brazos. Mi dedo acariciaba juguetonamente uno de los pezones de la mujer, que creció en un instante. A nuestro alrededor, alguna mano se introducía unos instantes entre los muslos de una mujer, o a veces era una mano femenina la que acariciaba un pene, pero en general, nadie parecía tener intención de ir más allá, al menos de momento.

  • ¡Esto parece un funeral! -gritó Andrea en un momento determinado, con lo que las conversaciones cesaron-.

  • ¡Todos estamos en pelotas! -continuó- pero parece que nadie se decide… Las mujeres ya os hemos levantado la minga, así que, ¡a ver si algún hombre hace algo para calentarnos los "chichis" a nosotras!.

Paseó la vista en torno:

  • ¡¡Venga, machos!!. ¿Es que no hay nadie que se atreva?.

Bueno, Andrea debería haber tenido en cuenta que lo más que alguno de nosotros podía hacer en solitario era, pongo por ejemplo, masturbarse en público. Pero después de algo así, las "energías" de un varón tardan algún tiempo en reponerse, en el mejor de los casos. Así que ninguno aceptó el reto.

Observé a Pepe, que se inclinaba al oído de Gladys. La mujer se echó a reír, mientras hacía gestos negativos con la cabeza. Pepe aparentemente insistía en sus demandas, ante la expectación de todos. Finalmente, la mujer pareció decidirse, y asintió.

Gladys, se puso en cuatro, y fue gateando lentamente en círculo, de modo que su incitante sexo, visible desde atrás entre sus muslos muy abiertos, fue paseándose a la vista de todos. Finalmente, se detuvo dando la espalda a Pepe. Este se pasó la lengua por los labios exageradamente, se acercó a la mujer, aferrándola por las caderas, y lamió su sexo de arriba abajo varias veces. Todos estábamos pendientes de la escena.

La boca de Pepe se posó en la parte superior de su vulva -que ahora estaba debajo, dada la postura de la chica-, cerrando y abriendo la boca sobre ella. Su lengua había quedado oculta, pero podía imaginarse que estaba dando un buen repaso a su clítoris.

Yo había visto alguna escena parecida en películas XX. Pero una cosa es contemplarla en la pantalla, y otra muy distinta tener a menos de un metro a una mujer de carne y hueso, con el sexo completamente abierto, devorado por la boca de un varón. Sólo de escuchaban los golosos sonidos de succión del hombre, que ahora tenía un dedo introducido en la vagina de la mujer, haciéndolo entrar y salir de ella.

Absorto como estaba en la contemplación de aquella escena increíblemente erótica, tardé en darme cuenta de que Rubén y Patricia se habían puesto en pié, y estaban en el centro del círculo. La jovencita se tendió en el suelo, y abrió las piernas con las rodillas levantadas. Rubén se puso de rodillas entre sus muslos, y elevó el liviano peso de la chica tomándola por las nalgas con una sola mano. La pequeña abertura que exhibía parecía aún más reducida en comparación con el desmesurado tamaño de la tranca del hombre, que estuvo masturbándose lentamente unos instantes. Luego, comenzó a deslizar el glande arriba y abajo por el sexo de la chica, que se debatía entre sus brazos, gimiendo muy bajito. Pero no en un gesto de resistencia. Aún desde nuestra posición, se advertía su humedad creciente, que facilitaba el deslizamiento del pene por el interior de sus labios mayores entreabiertos.

Finalmente se detuvo. Apoyó el glande en la abertura de su vagina, y lo oprimió contra la estrecha entrada. Pensé que la rasgaría, que era imposible que aquello cupiera dentro del coñito juvenil. El hombre insistió muy despacio en su presión. Ahora, la totalidad del glande había desaparecido en el interior de la abertura. Patricia se mordía una mano, con los ojos desorbitados, pero su gesto no era de dolor, en absoluto.

La chica se apoyó en los codos levantando aún más la pelvis, forzando así la introducción del pene hasta casi la mitad. El hombre comenzó a hacer pequeños movimientos giratorios con la mano, extrayendo unos centímetros la verga, para luego volver a introducirla, y en cada ocasión, una porción cada vez mayor de su tremenda herramienta desaparecía en el interior de la chica. De la diferencia de calibres daba fe el hecho de que el anillo de la entrada de la vagina era claramente visible abrazado al pene del hombre cada vez que éste hacía el movimiento de salida. Y al fin, la práctica totalidad de aquella gruesa barra quedó alojada en su interior.

La chica exhaló un largo gemido satisfecho. Y entonces el hombre comenzó a bombearla a un ritmo endiablado.

Otra escena llamó mi atención: Piluca estaba de rodillas ante Eduardo, y tenía metida en la boca una increíble porción del pene de su profesor de aerobic, que debía llegarle a la garganta, aún cuando el tamaño no tenía comparación ni en grosor ni en longitud con el de Rubén. La mano de la mujer hacía movimientos giratorios cuando su boca experta se hallaba en la cúspide, y el rostro del hombre era el compendio del placer absoluto.

Miré hacia Luis y Andrea. Estaba tendida sobre el cuerpo del hombre, comiéndole prácticamente la boca, absolutamente ida de deseo, mientras frotaba como enloquecida su coño contra uno de sus muslos. En ese preciso momento, él la sujetó fuertemente para detener sus espasmódicos movimientos. Vi perfectamente como, ayudándose de una mano, le introducía la totalidad de su pene de un solo envión, para soltarla después de nuevo, permitiéndole reanudar sus contorsiones.

Andrea, a juzgar por sus chillidos, debió correrse inmediatamente, y ahora fue él quién comenzó a contraer las caderas rápidamente, buscando sin duda una rápida satisfacción a su propio deseo.

Aunque no estaba muy seguro de querer verla en ese momento, busqué con la vista a Norma y Juan. La chica estaba de rodillas sobre un sofá, con el vientre y los senos apoyados contra el respaldo, y los muslos muy separados. El hombre, colocado detrás de ella en la misma posición, estaba embistiéndola con fuertes golpes de sus caderas, como si pretendiera, más que follarla, partirla en dos. Advertí que la escena no me producía ninguna sensación desagradable. Sólo pensé que, finalmente, su fantasía de ser poseída por varios hombres no se iba a cumplir, al menos de momento. Aunque, la noche era aún joven, y después… ¿quién sabe?.

Tomé conciencia entonces del hermoso cuerpo de Miriam entre mis piernas, de mi mano izquierda masajeándole suavemente los pechos, y de mi otra mano acariciando circularmente su vientre. Y de mi deseo, exacerbado por la confusión de cuerpos que se revolcaban, gemían y gruñían, de las voces femeninas exigiendo aún más de sus compañeros, de los sonidos de succión, y los otros ruidos líquidos de penes entrando y saliendo de vaginas encharcadas

Pero yo no deseaba poner a Miriam a cuatro patas y sorber su sexo. Tampoco, tenderla boca arriba a la vista de todos, y penetrarla. No me apetecía que Miriam se introdujera mi pene entre sus labios llenos, o que se revolcara sobre mí como una posesa, ni embestirla salvajemente desde atrás.

Realmente, me habría gustado huir de allí con ella, escondernos en algún lugar recóndito y HACERLE EL AMOR, así con mayúsculas. Pero, al mismo tiempo, no estaba seguro de los deseos de la mujer, que quizá desearía ser satisfecha de alguna de las formas que ambos estábamos contemplando.

Sólo había una forma de saberlo. Puse las dos manos en sus axilas, obligándola a levantarse. Luego, la tomé de las suyas, haciéndola girar hasta que estuvo de frente a mí, y después tiré ligeramente de ella hacia abajo, para que volviera a sentarse. Lo hizo, pegada a mi cuerpo, entre mis piernas, con las suyas muy abiertas oprimiendo mis costados. Y mi pene en su máxima erección quedó pegado a su vientre, como abrazado por su firme carne, de la misma forma que mis brazos la estrechaban por la cintura, y sus manos pasadas sobre mi cuello apretaban mi espalda como queriendo hacer más estrecho el abrazo. Y sólo nos mirábamos fijamente a los ojos, inmóviles.

Perdí la noción del tiempo. Ya no había cuerpos enlazados a nuestro alrededor, no escuchaba los sonidos producidos por la actividad sexual de las otras parejas, ni los gemidos, ni los aullidos de placer. Todos mis sentidos estaban concentrados en los hermosos ojos negros que me miraban de aquella forma.

Lenta, muy lentamente, incliné mi cabeza, y posé suavemente mis labios en aquella otra boca, que recibió mi beso apenas entreabierta, sin urgencias ni exigencia alguna, simplemente deseando, como yo, prolongar aquel contacto por toda la eternidad.

Después de un tiempo eterno, nos separamos lentamente. Acerqué mi boca a su oído:

  • ¿Qué me has dado, para que sienta lo que estoy experimentando, cuando hace unas horas no te conocía?.

Su voz sonó muy queda entre sus labios, que se separaron por un instante de mi cuello:

  • ¿Qué me has hecho, que no deseo en este momento nada más que estar entre tus brazos?.

Nuestros labios se encontraron de nuevo, ahora con las bocas abiertas, para unir nuestras lenguas y probar el sabor de la otra boca, pero sin violencia alguna, tranquila, suavemente.

Podríamos haber estado así durante horas, pero nos devolvió a la realidad un griterío. Alcé la vista, verdaderamente molesto por la interrupción. Norma, por fin, iba a cumplir sus más inconfesables deseos. Estaba tendida en el centro de la alfombra, despatarrada, con todos los demás hombres en torno suyo. Había manos que asían sus brazos y piernas, estirando de ellos, haciendo que su cuerpo pareciera una equis de ardiente carne femenina, otras manos que se deslizaban por sus pechos, su vientre… Bocas que lamían su cuello, mordían sus pezones o su monte de Venus. Y Juan, entre sus piernas, masturbándose muy despacio, retardando el instante de penetrarla a la vista de todos, en la repetición de una lúbrica ceremonia que yo ya conocía.

Patricia y Andrea, a un lado, se frotaban convulsivamente los senos, o movían sus manos en sus coños aún hambrientos, excitadas hasta el paroxismo por un espectáculo que, a la vista de su actitud, les resultaba muy incitante.

Patricia fue tendiéndose poco a poco, algo separada del barullo de cuerpos masculinos en torno al otro cuerpo que se debatía en espasmos de placer, gimiendo incontrolablemente.

La muchacha se abrió de piernas y puso las dos manos en su sexo, frotándolo rápidamente, con evidentes deseos de provocarse placer de la forma más rápida.

La mano de Andrea acarició circularmente uno de los pezones de la otra chica. Lentamente, se fue inclinando sobre ella, y posó la boca en su vientre, lamiendo después su ombligo. Los labios fueron descendiendo por su pubis, se posaron levemente en sus ingles, y después, decididamente en su sexo.

Y mientras tanto, Norma chillaba, perdido el poco control que le restaba, embestida de nuevo por Juan, colocado entre sus piernas, mientras los otros hombres seguían comiéndose su boca, sus pechos, lamiendo sus axilas… Y de nuevo, como aquella otra vez, Piluca había desaparecido con su pareja.

Y aquello me recordó que existían dormitorios donde poder continuar tranquilamente, sin interrupciones, lo que Miriam y yo habíamos comenzado.

Nos incorporamos y nos dirigimos al piso superior. Esta vez, la puerta del dormitorio principal estaba completamente abierta. Piluca estaba en una postura imposible: con las manos en las caderas, sus codos y cuello sostenían el peso de su cuerpo con las piernas elevadas, abiertas en "V". Eduardo, con las rodillas ligeramente flexionadas, aguantaba con sus manos las piernas de la mujer. Y su pene entraba y salía del sexo de la anfitriona, que gemía suavemente.

Pasamos de largo ante aquella escena. Una puerta abierta más adelante, y un lecho que nos esperaba invitador.

Miriam se tendió boca arriba, con los muslos, no apretados, pero tampoco abiertos. Y entre ellos, el inicio de la hendidura de su sexo, tapizada del terciopelo de su corto vello negro. Mi erección, y con ella mi deseo, no se habían calmado. Pero no me impelían a penetrarla de inmediato. Sentía otro ansia: la de probar el sabor de su cuerpo, sentir la suavidad de su piel, embargarme con la vista de su precioso cuerpo.

Lentamente, muy despacio, me arrodillé junto a ella, y cubrí de pequeños besos sus facciones, su cuello. En un momento dado, ella tomó mi cabeza entre sus manos, y me obsequió de nuevo con el sabor de su boca.

Cuando recobré de nuevo el control de mi cuerpo, proseguí trazando un camino de besos por la parte superior de su pecho, besé brevemente sus axilas y los costados de sus senos, para después atrapar con mis labios sus pezones, que su deseo había hecho endurecer y sobresalir de sus grandes aréolas oscuras.

Sus manos fueron a mis tetillas, haciendo sobre ellas un leve masaje circular. Y las noté crecer entre sus dedos, en una sensación desconocida, pero muy placentera. Mi boca recorrió su vientre, y después mis manos entreabrieron sus muslos, dejando a mi boca expedito el camino a sus ingles.

Su monte de Venus se había alzado, anticipando el contacto de mi boca en su sexo, pero aún no era llegado el momento, todavía no. Me incliné de nuevo sobre ella, y ahora fue mi lengua la que trazó un círculo alrededor de sus aréolas, cerrándolo poco a poco, hasta que fueron sus pezones los que conocieron la humedad de mi boca. Y el escaso vello de su cuerpo se erizó por el contacto. Y un estremecimiento la recorrió de arriba abajo.

Cerró los ojos, y gimió levemente. Mi lengua siguió el mismo camino anterior, pero, ahora sí, se introdujo levemente en la hendidura de su sexo, gustando el sabor salobre de su excitación. Besé levemente el capuchoncito de su clítoris, y mi lengua lo llamó, lamiendo delicadamente hasta notar su dureza en la punta de mi lengua.

Miriam se incorporó, y me miró de frente:

  • Alex, por favor, deseo estar abrazada de nuevo a ti, quiero sentir tu cuerpo apretado contra el mío, y quiero el regalo de tu pene en mi interior.

Insensiblemente, adoptamos la misma postura de hacía minutos (¿o eran horas ya?), sentados frente a frente. Pero ahora hubo una variación: ella, puesta en pié, fue descendiendo lentamente, apoyada en mis rodillas. Y yo me presté a sus deseos, guiando mi pene para que fuera introduciéndose lentamente en su interior. Y finalmente, quedó sentada sobre mis ingles, con su espalda apoyada en mis piernas, y mi erección cálidamente alojada en el interior de su vagina.

Nuestros únicos movimientos eran los de sus manos acariciando mi pelo, y mis labios explorando las comisuras de su boca, y atrapando levemente los suyos para después soltarlos, y permitir que fuera mi lengua la que suavizara su ligera rugosidad.

Poco a poco, nos fue embargando el deseo. Pero sin premuras, porque ambos deseábamos intensamente prolongar hasta el infinito la emoción de sentirnos en contacto, no solo nuestros cuerpos, sino también nuestras almas. Sé que es absurdo, pero eso es lo que senti.

Ella apoyó las manos sobre mi pecho, y descargó un segundo su liviano pesa sobre mí, para que su sexo se elevara ligeramente, pero no tanto como para que mi pene abandonara la suavidad de su conducto. Luego se relajó, volviéndolo a introducir profundamente, volvió a elevarse

Mis manos acariciaron sus pechos, que se movían con oscilaciones de su carne firme al compás de sus movimientos.

De vez en cuando se detenía, inclinando su tronco hasta que sus senos se aplastaban contra mis pectorales, me tomaba la cabeza entre las manos, y me besaba interminablemente, para luego incorporarse de nuevo, y reiniciar el enloquecedoramente lento recorrido de su vagina sobre mi pene.

Después, se mantuvo a pulso, sin descender esta vez, balanceando su pelvis adelante y atrás, como en su sensual danza, incrementando al máximo mis sensaciones. Ahora se quejaba en voz baja, con pequeños gemidos sin palabras.

Yo estaba fuera de mí, y cada vez me costaba más trabajo refrenar mis instintos, que me impulsaban a aferrarme a ella, a mover mis caderas enterrando aún más profundamente mi verga en su interior. Y entonces llegó. La oscilación de su sexo se fue haciendo cada vez más rápida. Ahora eran sus rodillas en mis costados los que soportaban su peso, y sus caderas iniciaron un movimiento circular, que era causa de que mi pene, totalmente introducido en su conducto, rozara las paredes de su vagina.

Y su orgasmo explotó, causando contracciones en todo su cuerpo, que se tendió sobre el mío, balanceando ahora su pelvis de atrás adelante, buscando la culminación de su placer. Se aferró desesperadamente a mí, y su boca buscó la mía, pasándome el licor de su saliva.

Y con él, mi eyaculación, intensa, duradera, con espasmos de placer que recorrían todo mi cuerpo. Y me sentí dentro de ella, fundido en su interior, íntimamente, como si ambos formáramos un solo organismo.

Se relajó sobre mí unos instantes. Después, incorporó la cabeza y prendió sus ojos en los míos, durante un tiempo infinito. Luego, me besó.

No sé qué hora sería, pero calculo que en torno a las 4 a.m., cuando me desperté con deseos de orinar. Levanté un poco la cabeza de Miriam, que estaba profundamente dormida, para liberar mi brazo. Después me levanté, y me dirigí a los aseos. La bendición de aquella casa era precisamente que podías andar en pelotas sin problemas, porque si te encontrabas con alguien, seguro que iría vestido como tú.

Al entrar al aseo, me encontré a Norma secándose la entrepierna con una toallita. Me dirigió una profunda mirada, y luego se acercó despacio, y se abrazó a mí, con la cara sobre mi pecho:

  • ¿Sabes?. Creo que he aprendido algo en este día. Por fin, soy consciente de que estaba desperdiciando algo muy preciado, que tenía al alcance de mi mano, sin reparar en ello.

Alzó la vista y me miró a los ojos:

  • ¿Quieres casarte conmigo? -preguntó-.

(¡Joder!. ¿Qué se puede responder a la proposición de matrimonio de una chica, que acaba de lavarse el sexo después de follar con otro?).

Nos casamos a los seis meses.

Miriam y yo, por supuesto.

F I N

A.V. Septiembre de 2003.

Me agradaría que me dijerais si os he aburrido, u os ha gustado.

Mi dirección de correo es lachlaiinn@msn.com .