Regreso a la casa del placer (4)

De nuevo en la casa de Juan y Piluca. Conozco a los nuevos invitados, y después una de las chicas nos obsequia con una sensual danza. ¿Seréis capaces de no leer los detalles?.

Esta es la cuarta entrega de la serie, continuación de "A quién la suerte se la dé…", que muchas lectoras y lectores me pidieron que no dejara en sólo cinco capítulos, y a quienes va dedicada. Gracias por vuestra amabilidad. Una advertencia: seguramente haré de cuando en cuando referencias a la serie original, no puedo evitarlo. Como sería insufrible que volviera a explicar todo a cada paso, quienes no la hayáis leído, hacedlo antes de continuar con ésta. ¡Hasta luego!.

Piluca no me llamó. Yo sí lo hice al día siguiente, dos veces, pero siempre respondía una voz femenina, distinta de la de Ana, para informarme de que "la señora no estaba en casa".

Pero primero, llamé a Norma a la oficina. Se puso rápidamente:

  • Hola, encanto. ¿Recuerdas lo que hablamos sobre las fiestas de Piluca y Juan?. Pues nos han invitado este viernes. ¿Todavía estás decidida a ir?.

  • Oye, ahora no puedo hablar. ¿Por qué no vienes a mi casa esta noche, a las 8, y me lo cuentas?.

Se lo conté "antes". "Mientras", tuve que explicarle el nuevo "look" de mi entrepierna. Y, claro, "después", no paró hasta que no le expliqué pormenorizadamente mi encuentro con Piluca y Ana, lo que dio lugar a otro "antes", "mientras" y "después". Luego nos relajamos, abrazados en su cama:

  • Entonces, ¿sigues decidida?.

  • No me lo perdería por nada -replicó-.

La verja de la casa de Piluca y Juan estaba abierta de par en par. A mi lado, Norma, un tanto rígida, que apenas había despegado los labios durante el trayecto. Pero, aunque se lo ofrecí, no aceptó dar la vuelta en redondo. Así que, allí estábamos.

Al rodear la casa, pudimos ver a Piluca y Eduardo (el "musculitos" profesor de aerobic) y ¡sorpresa!, Juan y su "yogurcito", que me presentaron como Patricia. Siguiendo su costumbre, Juan estaba completamente desnudo, mientras que Eduardo llevaba un mínimo pantaloncito de baño, "marcando paquete". Patricia sólo "vestía" una toalla no muy grande sujeta a la cintura, y mostraba sus orgullosos pechitos cónicos muy erguidos. En cuanto a Piluca… Dejadme que os explique:

Estaba vestida con una especia de túnica blanca, larga hasta los pies, que se sujetaba en uno de sus hombros con un broche. El tejido caía en pliegues hasta su cintura, pero el otro hombro, y el pecho del mismo lado estaban al descubierto. ¡Ojo!. No es que se hubiera deslizado fuera de la tela, no. Es que el vestido había sido diseñado así, para dejar al descubierto hombro y seno.

Por debajo, otros dos broches unían a su cintura las dos piezas de tela que lo componían, dejando una abertura a cada lado por la que se mostraba la totalidad de las piernas de la mujer cuando caminaba, y una buena porción de sus muslos cuando estaba parada.

Presentaciones y besos, y la primera erección que yo sabía que sería el preludio de muchas otras: Patricia se puso sobre las puntas de los pies para besarme en los labios (costumbre universal en aquella casa) arrimándome de paso sus dos pequeñas y tiesas tetitas cónicas. Su cuerpo joven era como un helado de nata que tentaba a lamerlo de arriba abajo. En aquel momento, decidí que antes de que terminara el día me follaría a Patricia, un poco porque me tentaba disfrutar de aquella carne firme y fresca, pero también porque quería sacarme la espina de la vez anterior, cuando Juan me quitó de la boca (literalmente) el coñito rubio de Rosanne. ¡No sabía aún lo que me iba a deparar el destino en los próximas minutos!.

Juan descorchó una botella de champaña, y nos sirvió. Todos nos sentamos en los sillones de mimbre, hablando de temas insustanciales. Unos minutos después, Norma se había relajado un poco, probablemente al advertir que nadie se había lanzado sobre ella a violarla -pensé-, aunque dirigía rápidas miradas al anfitrión, que seguía tranquilamente desnudo, con su pene fláccido.

  • ¡Qué bien que os hayáis decidido a venir!. Habéis llegado muy temprano, queridos -dijo Piluca, mirando fijamente a mi acompañante-.

(¡Ah!, no os he explicado como iba vestida Norma: había elegido una blusa de estilo oriental, cerrada con presillas hasta el cuello. Las mangas, anchas al final, le llegaban hasta algo después del codo, y era larga hasta cubrir la "parte indiscreta de los pantalones", ya me entendéis. Tenía dos aberturas en los costados, con los bordes redondeados, y toda la pechera y los bordes, estaban cubiertos por bordados de complicado diseño, en tono marrón oscuro. Por debajo, un pantalón largo beige. Ni un solo centímetro de piel "interesante" al descubierto).

  • ¿Has traído bañador, querida? -preguntó de repente la mujer-.

  • No, -respondió Norma-.

  • Y, ¿llevas algo demasiado… atrevido debajo del pantalón? -inquirió Piluca de nuevo-.

Norma se sonrojó un poco, pero luego apretó los labios en un gesto voluntarioso, después de dirigir una rápida mirada a mi sonrisa irónica.

  • Unas braguitas elásticas blancas -respondió-.

  • Estaba pensando… -continuó Piluca- que el contraste de esa preciosa blusa con tus piernas desnudas… Mmmmm, quedarías preciosa. Ven, cariño, acércate y probamos.

Ante mi expectación, Norma se puso en pie, y se acercó a la mujer. Esta descorrió la pequeña cremallera que cerraba el pantalón en una de sus caderas, y lo hizo deslizar despacio por las piernas de la chica, ayudándola después a quitárselo completamente.

¡Por Dios, que tenía razón!. Las ya de por sí largas piernas de mi pareja parecían interminables debajo de su blusa. Y sus braguitas blancas -que cubrían la totalidad de sus nalgas, pero se ceñían a ellas como una segunda piel-, eran más incitantes que el más mínimo tanga. Y no sólo para mí. El pene de Juan había crecido varios centímetros, y el bulto del bañador de Eduardo también me pareció mayor.

  • Impresionante, querida -alabó Juan-. ¡Estás preciosa!.

Norma estaba ligeramente ruborizada, pero no se hurtó en ningún momento a la contemplación de los presentes. Pensé en que antes de que acabara el día estaría sobre una mesa, abierta de piernas etcétera, como en su fantasía, mientras Juan… Eso, si no huía antes.

  • ¡Mira!, empiezan a llegar los invitados -exclamó Piluca, rompiendo el hechizo de los varones-. Se levantó, tomándonos por la cintura a Norma y a mí, que me había puesto también en pie.

Gladys era una exuberante belleza latina, de enormes pechos que se movían libremente bajo una camiseta de tirantes holgada. Tenía el pelo castaño, como sus enormes ojos, en una melena levemente rizada que le cubría hasta la cintura. Por debajo, un amplio pantalón negro, y zapatos de aguja. Rubén, su pareja, era también el prototipo del hispano, bigote incluido.

Juan nos presentó, y hubo el acostumbrado intercambio de besos en la boca entre distintos sexos. Gladys, aunque no se pegó excesivamente a los varones, aplastaba sus enormes senos en nuestro pecho cuando se acercaba a besarnos. No tenía forma de evitarlo.

Aún estábamos a medio camino entre la piscina y la esquina de la casa, cuando aparecieron Andrea y Pepe, que parecieron sorprendidos y alegres de encontrarme allí. La chica, ante mi extrañeza, llevaba un decente vestido estampado sin mangas y entallado, con un pequeño escote que no permitía ver ni un centímetro de sus senos, largo hasta casi la rodilla. Una hilera de botones lo recorría de arriba abajo en la parte delantera. Me abrazó y besó ruidosamente:

  • Espero que haya también uvas de postre -dijo maliciosa-. La vez anterior no quisiste comer las que yo ofrecía

Y se echó a reír con la cabeza vuelta hacia atrás.

Por su parte, Pepe puso las manos sobre las caderas de Norma mientras la besaba despreocupadamente, tomó los elásticos de las braguitas, e hizo intención de quitárselas.

«Ahora es cuando Norma echa a correr -pensé-».

Pero, aunque hizo un primer intento por detenerle, llegando a poner las manos sobre las del chico, luego las retiró y le dejó hacer.

Pepe aparentemente sólo estaba jugando, porque apartó las suyas, y luego se dirigió riendo hasta el fondo, atraído sin duda por el champaña helado de los cubos.

Estábamos aún parados con los recién llegados, cuando apareció la pareja restante, Luis y Miriam. Esta era una impresionante belleza de rasgos árabes, que me dejó embobado. No tenía las formas opulentas de las mujeres africanas, sino que era como una verdadera escultura viviente, de pechos medianos que abultaban la delantera de su elegante blusa, caderas muy bien formadas, y una piel solo levemente oscura, como si fuera producto del sol. Tan alta como yo sin tacones, media melena negra, como sus profundos ojos, y una exótica cara preciosa. Mi "firme" decisión de follarme a Patricia se tambaleó.

La besé ligeramente en los labios, extasiado, sin osar poner mis manos siquiera sobre aquel maravilloso cuerpo de mujer. Pero ella sí puso una de las suyas sobre mi hombro al hacerlo.

La puerta cochera empezó a cerrarse, y nos dirigimos al fondo, con el resto del grupo. Ahora, eran las cinturas de Luis y Miriam las que estrechaba Piluca, mientras caminábamos. Me quedé por azar junto a Norma:

  • ¿Qué habrías hecho si Pepe te hubiera dejado desnuda? -pregunté-.

  • ¿Aún no crees que esté decidida a…?. Te habría dado las bragas, para que las guardaras de recuerdo de este día -respondió desafiante-.

Y la idea de Norma paseando entre los invitados la llamarada roja de su sexo no me produjo ningún sentimiento de rechazo, sino solo una ligera excitación. Después de esto, por fin había quedado claro que ambos éramos libres para montárnoslo con quien nos apeteciera -pensé-.

Minutos después, todos charlábamos distendidamente en un círculo de sillones de mimbre y sillas de terraza cubiertas con cojines. Tal y como yo había maliciado, Juan se las había arreglado para sentarse al lado de Norma, y tenía una mano puesta en el interior de uno de sus muslos, acariciándolo distraídamente hasta el mismo borde elástico de sus braguitas, que ahora la chica mostraba despreocupadamente.

Como siempre, el centro de la atención era Andrea, que provocaba a todos los demás, empezando por el anfitrión, a quién llegó a frotarle por la cara en un momento dado, los senos cubiertos por el vestido.

  • Nos hemos quedado sin champaña -dijo Piluca a mi lado, mientras escurría las últimas gotas de una botella en la copa de Rubén-. ¿Serías tan amable de traer un par de botellas, Patricia, amorcito?.

Noté claramente su mirada especulativa, que se posó alternativamente en Juan, en Norma y luego en mí.

  • Y tú, Alex querido, quizá podrías echarle una mano

Alcancé a "Patricia amorcito" en la cocina, de espaldas a la entrada. El frío que escapaba por la puerta abierta del frigorífico había hecho crecer sus pezoncitos, antes apenas distinguibles en sus pequeñas aréolas. Me acerqué por detrás, y puse mis manos sobre ellos, notando su increíble firmeza, y su tacto suave. Su única reacción fue volver un poco la vista, sonriente.

Se apartó de mí con dos botellas en las manos, quedándose parada un momento ante la mesa, ahora de frente. Me acerqué despacio, y como a cámara lenta, dirigí mis manos al nudo que mantenía la toalla sujeta a su cintura, deshaciéndolo muy despacio. Luego la retiré, y estuve como atontado admirando durante mucho tiempo su menudo cuerpo, que ahora estaba completamente desnudo. ¡Era verdaderamente preciosa!. Un verdadero regalo, como una muñeca de porcelana, con su pubis completamente rasurado (como parecía ser allí la tónica casi general) sus muslos juntos, entre los cuales asomaba el inicio de su abertura, como una pequeña cicatriz, su culito de nalgas altas y firmes… Me incline sobre ella y la besé suavemente en la boca.

Su reacción fue echarme las manos al cuello primero, y corresponder al beso con la boca entreabierta. Después, cuando mis manos fueron descendiendo por su vientre, y se posaron en las ingles, pasaron a desabrochar mi camisa.

Acaricié largamente aquel sexo juvenil, absolutamente excitado. Mi camisa quedaba ahora a la espalda, sujeta en los brazos. Y notaba perfectamente la humedad del coñito de la muchacha, cada vez más perceptible.

  • ¿Qué pasa con el champaña? -nos interrumpió la voz de Gladys-.

  • ¡¡¡Huyyyyy!!!, amorcitos -continuó-. Creo que debía haber llamado antes de entrar. Por mí, podéis seguir...

Pero el hechizo estaba roto. Patricia recogió la toalla, y se dirigió al interior de la casa. Yo tomé las botellas, y salí, seguido de Gladys.

  • Juan, mi amor. ¡Ni imaginas lo que he visto ahí dentro! -soltó en cuanto estuvimos con los demás!.

Se detuvo para provocar la expectación de todos.

  • No había visto tu cocina, y la tienes puesta con mucho gusto -terminó, echándose después a reír-.

Pero creo que todo el mundo tuvo claro que no eran los muebles los que habían provocado su primera frase, sobre todo porque yo llevaba ahora el torso desnudo, y Patricia no había salido con nosotros.

Hubo un rato más de amena charla. Patricia se incorporó al grupo con los pechitos desnudos, pero ahora en la parte inferior había una diminuta braguita de biquini. Y advertí que Miriam no estaba, aunque no me había dado cuenta de que se hubiera marchado.

Juan se puso en pié y reclamó atención con dos palmadas.

  • Para los que no lo sepan, Miriam es bailarina, y le he rogado que nos deleite con su arte. Así que, ampliad el círculo, que en breves momentos

Una música árabe brotó de alguna parte, y todos los ojos se volvieron hacia la puerta corredera que comunicaba el porche con el salón. Y unos segundos después, apareció Miriam, descalza, andando hacia nosotros con pasos cortos de baile. Su pelo estaba ahora recogido en un moño, del que partía una cadenita de abalorios que oscilaba sobre su frente. Dos cazoletitas aparentemente metálicas, sujetas a su espalda y cuello por delgadísimas cintas, cubrían exclusivamente sus aréolas. Un estrecho cinturón repujado, cubierto con piedras de colores partía de sus caderas, para descender flojamente hasta un poco más abajo de su terso vientre. Sujetos a él, multitud de pañuelos de seda de colores, que se entreabrían solo un poco con los pasos de la mujer, permitiéndonos admirar exclusivamente sus bien formadas rodillas. En aquel momento, el sonido de una hoja al caer habría resultado estruendoso, en el expectante silencio, sólo roto por la suave música.

Se colocó en el centro del círculo que formábamos los demás. Sus brazos se alzaron, serpenteando sobre su cabeza. Adelantó una rodilla, y sus caderas comenzaron a oscilar, muy lentamente al principio, para luego ir incrementando el ritmo, en un enloquecedor movimiento en el que participaban también los músculos de su vientre.

Cesó el movimiento, pero solo para evolucionar lentamente, en giros que fueron haciéndose más rápidos, hasta que la "falda" se alzó lo suficiente para permitir contemplar la mitad de sus hermosos muslos.

Sentí que mi corazón, desbocado, podía salir de mi caja torácica en cualquier momento. Y no era yo el único. Las mujeres tenían la vista prendida en sus evoluciones, pero los hombres parecían estar hipnotizados, con los ojos muy abiertos, como no queriendo perder ningún detalle. Y supongo que, también como yo, estaban embargados por el deseo, que me había producido una enorme erección.

Nuevamente, hubo una transición. Sus hombros temblaron, imprimiendo un enloquecedor movimiento a sus pechos, apenas contenido por las casi inexistentes sujeciones de los pequeños círculos dorados que ocultaban sus pezones, en un sensual y lúbrico espectáculo.

Una de sus evoluciones la llevó frente a Juan, a quién dedicó movimientos oscilantes de su pelvis adelante y atrás, a menos de un metro de su cara. El hombre tomó uno de los pañuelos y lo desprendió, dejándolo sobre la mesa tras posar sus labios en él brevemente.

La danza continuó, y ahora todos habíamos comprendido el juego: en cada ocasión en que la muchacha se detenía ante alguien moviendo su pelvis como había hecho ante Juan, quedaba un pañuelo menos colgando de su breve cinturón.

Llegó un momento, cuando ya pensaba que su piel debería comenzar a verse entre las restantes gasas, que advertí con desilusión que debajo había una especie de faldellín de color azul muy claro, bordado con hilo de oro en los bordes, relativamente ajustado a sus esculturales muslos.

En ese momento, se puso ante Luis, de espaldas a él. Con las rodillas cada vez más flexionadas, y sin cesar en sus sensuales movimientos de pelvis, se fue inclinando poco a poco, hasta que sus pechos quedaron prácticamente apuntando al cielo, sin que por ello su cuerpo dejara de agitarse. Se mantuvo unos segundos así, y luego se incorporó rápidamente. Creo que ninguno, pendientes como estábamos de su pubis adelantado, advertimos hasta un poco después que sus pechos ahora se movían libremente, sin nada que nos impidiera contemplar sus pezones semierectos en el centro de dos aréolas oscuras. Las cazoletas que los habían cubierto, estaban ahora en la mano de su pareja.

Todo continuó así durante unos pocos minutos más, hasta que Rubén desprendió el último pañuelo. Entonces Miriam fue dejándose caer al suelo, lentamente, hasta que quedó inmóvil en el centro del círculo, doblada por la cintura con la cara en sus rodillas, y los brazos extendidos ante ella.

Hubo muchos segundos de silencio. Nadie parecía atreverse a romper el embrujo en que nos había sumido la danza. Después, todos prorrumpimos en aplausos entusiasmados, mientras Miriam se incorporaba y saludaba con una casi imperceptible inclinación de cabeza.

Juan se puso en pié, mientras continuaba aplaudiendo. Luego la besó ligeramente en los labios.

  • ¡Maravillosa, querida!. Ha sido un espectáculo inolvidable.

Luego paseó la vista entre nosotros.

  • Supongo que ahora, la mayor parte de los varones, incluido yo mismo, estamos ansiosos porque Miriam sea nuestra compañera de… ¡ejem!, quiero decir del resto de la velada. Para evitar -sonrisa- que nos matemos entre nosotros, y también como premio a su actuación, pienso que debe ser ella la que elija pareja.

De nuevo, el silencio se habría podido cortar. La mujer, con gráciles pasos, fue recorriendo el círculo, deteniéndose brevemente ante cada uno de los hombres, y acariciando un instante el rostro de cada uno. Yo era el tercero, y cuando las yemas de sus dedos se posaron ligeramente en mi rostro, con un ansia desesperada deseé ardientemente ser el elegido. Pero, para mi desilusión, pasó de largo.

Acabada la ronda, volvió al centro. Hizo un lento giro en redondo, mirando una a una las caras de indudable deseo de todos los varones. Yo tenía los ojos bajos, perdida la esperanza, y no los alcé hasta que resonó un coro de aplausos y voces excitadas. Cuando levanté la vista, la mano de Miriam estaba ante mi rostro, invitadora. La tomé, levantándome, y ella se inclinó levemente, con una encantadora sonrisa, rozando apenas mis labios con los suyos.

A.V. Septiembre de 2003.

Me agradaría que me dijerais si os he aburrido, o si os gusta esta continuación y queréis que prosiga. Mi dirección de correo es lachlaiinn@msn.com .