Regreso a Casa (4)

Después de un año fuera, hay cosas que siguen igual y otras que han cambiado por completo.

Empezaba a hacer amago de irse. Le cogí el brazo.

  • ¿Te puedo pedir un último favor?

Estela pareció recelar.

  • Claro – se pasó un mechón de pelo por detrás de la oreja y se inclinó hacia delante, estudiándome con atención. Me mordí el labio inferior.
  • ¿Puedo –me interrumpí, me costaba pronunciar las palabras-, puedo verte desnuda una vez más?

Ella me miró a los ojos. El silencio cayó entre nosotras como una losa, el tiempo marcado por el segundero de un reloj de ubicación indeterminada. Casi pude ver, durante el minuto que estuvimos calladas, cómo evaluaba las distintas posibilidades, mi mirada anhelante, mi desnudez triste y patética. Finalmente, se puso de pie con suavidad y, sin prisa, comenzó a desabrocharse los botones del cuello de su blusa. Yo me levanté también. Dejé que la manta se deslizara por mi cuerpo y cayera al suelo y, con impaciencia, le fui desabrochando la parte inferior. Sin embargo, sentía que cada botón que liberábamos añadía un ladrillo más al muro que se había interpuesto entre nosotras. Nuestros dedos se encontraron en su busto. Sus ojos me miraron con fijeza mientras se abría la prenda y la dejaba caer al suelo. Puse mis manos sobre sus pechos. El contacto fue doloroso.

  • Siempre te gustó no llevar sujetador – le susurré.

No respondió. Le acaricié los pezones con los pulgares, hacia arriba y hacia abajo. Suspiró, su respiración contenida escapándose por sus labios entreabiertos. Pero mi dolor me frenaba la excitación; para mí habría sido igual acariciar la mesa de roble que quedaba detrás de nosotras. Estela se llevó las manos a la cintura y se desabrochó la falda. Sin apenas moverse, la dejó deslizarse por sus piernas, hasta que acabó también en el suelo. Yo no conseguía excitarme, notaba mi cuerpo caliente, pero era un ardor insano, no el fuego maravilloso que ella y yo habíamos compartido tantas veces en el año anterior a mi partida. ¿Qué diablos me pasa? ¿No era esto lo que quería? ¿No era eso lo que quería?

Nos quitamos las bragas, yo con rapidez, urgencia, ella más calmada. Cuando estuvo completamente desnuda, titubeó, puso los brazos a ambos lados del cuerpo, dejando que la contemplara, sus pechos erguidos, los pezones erectos, la curva de sus caderas, el triángulo oscuro en su pubis. Una última vez. Entonces empecé a enfadarme. Habíamos sido inseparables, complementarias, y ahora estaba allí, desnuda, inerte, su respiración entrecortada, inalcanzable, yo sin poder hacer nada para evitar lo inevitable, y ella, con su desnudez, ponía el último ladrillo. Despidiéndose. La besé con frenesí, con violencia, mis manos enmarcando su cara, mi lengua dentro de su boca, acariciándola. Ella puso sus manos sobre mis caderas con gentileza, y eso me enfureció aún más. La arrastré al sofá, la tumbé boca arriba con brusquedad. Me coloqué encima, a horcajadas, y me restregué contra ella, entrelazando mis piernas con las suyas. Seguía besándola con agresividad, tratando de encenderla, tratando de encenderme, mis manos intentando memorizar sus curvas, frotando su vientre, recorriendo sus nalgas. Yo respiraba anhelante, su aliento me envolvía, pero todavía sus caricias tenían el tacto de la obligación. Confundida, humillada, mordí su labio inferior, y apreté los dientes. Ella no se quejó, ni siquiera pareció notarlo. Pellizqué sus pezones, se los retorcí. Quería que reaccionara, que me golpeara, que dijera que todo había sido culpa mía. Quería hacerle daño, volcar en ella todo el dolor que sentía. No lo conseguí; siguió tocándome con delicadeza. Pasé mi lengua por su cuello, por su cara. Noté el sabor metálico de la sangre, y al poco tiempo la sensación se mezcló con el sabor salado de mis lágrimas. No quería llorar, no quería que se fuese, y, sin embargo, seguía maltratando su cuerpo desnudo para apurar mis últimos momentos con ella. Enterré una mano entre sus muslos, enredando los dedos entre el vello, empujando, introduje un dedo con brusquedad, luego otro, y, por fin, conseguí despertar un gemido en su garganta, quizás placer, quizás dolor, sus muslos se cerraron, me aprisionaban la muñeca, y su sexo húmedo, ardiente, pareció estallar.

  • Lo siento – jadeé contra su mejilla –, lo siento tanto. Todo ha sido culpa mía.

Froté mi vientre contra su pierna flexionada, pero era incapaz de sentir algo fuera de la tristeza que inundaba en un húmedo abrazo, en alguna parte alguien sollozaba, y entonces ella puso su boca sobre la mía, tomando mi lengua entre sus labios, y se giró para ponerse encima mía, y deslizó una mano hacia abajo, masturbándome, pero yo notaba frío, el frío de la pérdida, y el orgasmo fue una sensación tan vacía como una gota de lluvia en mitad de un desierto.

Me acurruqué en el sofá, las lágrimas mordiéndome por fin las mejillas, y ella se acostó a mi lado, acariciándome el pelo, susurrando palabras que yo no comprendía, no podía entenderla. Le miré el rostro, mis dedos tocaron sus labios, se apoyaron en el hilo de sangre que bajaba por su comisura, como si pudieran borrar su herida.

  • No te vayas –susurré -, no te vayas, no me dejes. No me dejes.

Ella sonrió con tristeza, me cogió la muñeca y, con ternura, me apartó. Después se puso de pie y, desnuda, tan hermosa como el día en que nos conocimos, como el día en que hicimos el amor por primera vez, se marchó.

El tiempo pasó a carecer de sentido, los segundos tan espaciados como las horas. Se me había olvidado lo irrelevante, lo absurdo que parecía el concepto del tiempo cuando lo único que me relacionaba con el mundo que me rodeaba eran las lágrimas, que ya salían con total libertad de mis ojos. Después de la aparente frialdad que me había mostrado ante Estela, el llanto me asombraba tanto o más que la ausencia de éste. Ni siquiera tenía cabida en mi mente la desesperación o el desamparo. Toda mi percepción del cuarto donde me encontraba se encontraba velado por la cortina de lágrimas, amargas, frías, en un llanto silencioso que no daba lugar a quejidos o sollozos, sólo mi respiración anhelante y temblorosa. A medida que lloraba, que me bañaba en el mar frío y amargo, el nudo de mi estómago parecía suavizarse. El aire era fresco y limpio, entraba en mi organismo y ocupaba los vacíos que las lágrimas dejaban cuando se derramaban por mis mejillas. Llorando y respirando conseguía mantener cierto equilibrio, si ignoraba el sentimiento de angustia que, paulatinamente, fue asentándose sobre el frío que la soledad imprimía en mi piel.

Entonces, en un momento indeterminado, noté cómo un cuerpo ocupaba el espacio vacío a mi lado. Unos brazos delgados me abrazaron, y yo me dejé ocultar por ellos. Pensé que Estela había vuelto, pero eso era imposible, debía de hacer mucho tiempo que se había marchado. No podía entenderlo, pero no importaba. El cuerpo era cálido, acogedor. Me refugié en él, intenté olvidar el frío y la soledad. Las lágrimas no podía olvidarlas. Enterré mi cara en un cabello fino y suave, compartí mis lágrimas con ese cuerpo amable, agradecida. Una voz me hablaba, y aunque no llegaba a aprehender lo que quería decir, las palabras remitían vagamente a algo parecido a la esperanza. Tampoco conseguía entenderlo, cómo podía el significado de una palabra cuya mera existencia me parecía un insulto servirme de manto para cubrirme. Y tampoco importaba, siempre que pudiera aferrarme a ese cuerpo menudo. Y fue entonces, cuando apoyé mi cara en la suya, cuando sentí una mano pequeña recorrer la curva cóncava de mi espalda en una caricia sincera, cuando la voz se volvió familiar. María, mi querida María. Supongo que era justo que, por una vez fuera ella quien acudiera al rescate de la otra.

Quedó en silencio, sirviendo de mudo receptáculo a mi dolor, y, poco a poco, las lágrimas se fueron desvaneciendo. Aunque seguía sufriendo el mordisco del frío, no me sentía tan sola. Por primera vez, relajé mi cuerpo, me abandoné a esas manos que querían borrar el rastro del llanto, a través de las mejillas, el cuello, los hombros. Yo la dejaba hacer. Era una sensación agradable, sus dedos surcando con torpeza mi piel. Entonces, sin descuidar sus caricias, volvió a hablar, y esa vez conseguí asociar el sonido a su significado.

  • No quería escucharlo todo. Oí voces, a veces hablando en tono bajo, otras veces más alto, y bajé a ver qué pasaba – sus labios me hacían cosquillas en la mejilla cuando se movían – Y ahí estabais, tú y otra chica, parecíais discutir. Tú parecías tan triste, tan sola, envuelta en una manta. Sólo prestaba atención a algunas palabras sueltas, tu expresión desamparada parecía llenarlo todo. Quería que volvieras a sonreír, que fueras la misma persona con la que estuve riendo unas horas ates, la misma con la que había jugado tantas veces, la misma...- enmudeció unos instantes, su caricia pareció dudar -, la misma que me había hablado del amor en este mismo sofá. Y entonces...

Calló. No necesité que me contara lo que había visto después. El recuerdo seguía muy vívido en mi mente. Liberé un brazo y, extendiéndolo, posé una mano en su cara.

  • ¿Te sorprendió, o te impactó? - le pregunté. Bajé la voz a un susurro - ¿Te molestó?

Ella estuvo un rato en silencio. Deslicé el pulgar por la comisura de su boca. La sentí sonreír, y después sentí la sonrisa temblar. Por fin, habló.

  • No, no me molestó. Me pareció un poco...raro.
  • ¿Raro? - repetí, un poco decepcionada. María pareció pensarse las siguientes palabras con cuidado.
  • Creía que no era...lo que hicisteis aquella chica y tú...creía que eso lo hacía la gente que se quería.
  • Ella y yo nos queremos. Nos queríamos – rectifiqué.

Volvió a caer el silencio entre nosotras. Mientras me preguntaba por qué no era capaz de sentir vergüenza de que María nos hubiera visto a Estela y a mí donde en ese momento nos encontrábamos, atormentándonos en la despedida, acomodó un poco un poco el cuerpo contra el mío, rozándome con el brazo el pecho derecho. En una fría indiferencia, ajeno a todo lo que estaba sucediendo, el pezón se empezó a endurecer, despacio, y a aumentar su longitud. No quería tener esa respuesta, no en aquel momento, y, sin embargo, el deseo latente se revolvía en algún rincón oculto de mi mente. María, inconsciente de la reacción en la que me había incidido, continuó.

  • Alguien que te quiere, no te abandona así.

A mi pesar, no pude si no sonreír y la sonrisa se superpuso a la sed.

  • A veces, son los que te quieren los únicos que te pueden dejar así. El llanto, María, es sólo una de las expresiones del cariño.

Ella se revolvió, alejando de mí el brazo en contacto con mi cuerpo.

  • ¿También me pasará a mí? El llanto, el dolor. El abandono.

Enredé mis dedos en su pelo, ignorando la piel caliente allí donde me había rozado.

  • Te pasará – afirmé con seguridad – Pero también será bueno. Porque significará que has llegado a amar a alguien. Y seguirás amando, y te abandonarán una y otra vez, y llegará alguien que no lo hará, y en ese momento verás todo lo que merece la pena de este mundo. - Volvía a tener las mejillas húmedas de lágrimas. Intenté que mi voz no me saliera temblorosa, pero no pude evitarlo – Pero ese momento todavía no ha llegado para nosotras, tú todavía eres una cría, y yo creía que... – mi voz se quebró en un jadeo – Creía que...- creía que me encontraría abrazada a Estela, creía que la tendría siempre a mi lado. Un apoyo eterno, ella y yo. Juntas. Siempre – Creía que...- pero no siempre conseguimos lo que deseamos, y en aquel momento las lágrimas volvían a quedar libres, fluían en una cadencia casi hermosa. - Creía que.. - Lo entiendes, ¿verdad? Era mentira, todo era mentira. Lo siento, lo siento tanto , y tenía ganas de gritar, de ahogarme en los sollozos, de sajarme el rostro con las uñas. Y entonces María se apretó contra mí, pasando sus brazos por mi espalda, y apoyó sus labios en mi oreja.
  • Estas helada – susurró – Sería mejor que nos fuéramos a la cama.

Se puso de pie y me tomó la mano. Yo no quería moverme, pero ella hizo más fuerza e, indefensa, me dejé guiar hacia su habitación y que me acostara en su cama. Estaba fría.

Empecé a sentir los efectos de la vigilia, y me zambullí en una neblina espesa que entorpecía mis movimientos. Lejos, en otro universo, María me arropaba y se acostaba a mi lado, aunque no podía verla con claridad. Rodeaba con mi frío abrazo su cuerpo cálido, y lo apretaba contra mí. Ella apoyaba su rostro en mi cuello, y yo podía notar el aire tibio en la piel cuando expiraba. Sin fuerzas, mis dedos acariciaban su espalda y se introducían con sutileza dentro de su camiseta, para llegar a tocar su piel. Quería ser capaz de comunicar con su interior, lo que no había conseguido con Estela. Mis dedos descendieron, siguiendo la curva de sus caderas, y llegaron a la suave redondez más abajo, donde la tela de sus bragas no había alcanzado a cubrir. María suspiró y se revolvió un poco, acomodándose sobre un costado. Incluso con los ojos cerrados, la sentía mirarme fijamente. No interrumpí el contacto con ella, y a ella no parecía importarle.

  • Eso que dijiste antes – ante el sonido de su voz, abrí los ojos. Sólo alcanzaba a distinguir su silueta, oscuridad recortada contra una oscuridad más tenue -, eso que dijiste antes, de que todavía era una cría...bueno, me parece que si he conseguido recoger a una...a una amiga, recomponerla...Consolarla...Como quieras llamarlo. Tomarla de donde cayó, si prefieres verlo así. Si todo eso es verdad, y yo creo que lo es, entonces, ¿cómo casa todo eso con ser una cría? ¿Cómo habría actuado una cría en una situación así? ¿Se habría sentado a tu lado, se habría tumbado junto a ti? ¿Te habría abrazado, habría bebido tus lágrimas? ¿Te habría recompuesto, consolado? ¿Levantado? ¿O te habría dejado caer, torpe, perdida? Dime – se acercó, y pude sentir su cálido aliento contra mi rostro - ¿Me comporté como una cría?

Esperó. Yo no me había dado cuenta de que mis dedos, ya inmóviles, se habían separado de su cuerpo y descansaban fríos sobre el colchón, ni la lágrima que había caído sobre mi piel desnuda y que no me pertenecía. Intentábamos llegar la una a la otra a través del llanto. Me erguí.

  • No. no creo que te comportaras como una cría.

Y, sin una palabra más, acerqué mi rostro al suyo y dejé que nuestros labios se rozaran. Fue sólo un instante, pero a mí me pareció que el tiempo se detenía y que todos mis problemas y mi dolor se deshacían. Arena seca entre los dedos con los que trazaba el perfil del cuello de María. Sus labios eran tibios, suaves. Prometían estar alejados del olvido y del abandono, y entrelazarse en un terreno inestable, donde lo prohibido y lo aceptado se intercambiaban en la oscuridad. Pero, en ese instante único, en aquel cuarto, todo quedaba al margen, ignorado, y sólo el roce apenas percibido de nuestros labios parecía tener sentido.

Dejé que nuestros labios se separaran, en un sonido seco, y volví a recostarme. Ninguna de las dos dijo nada. María pareció no haberse dado cuenta de lo que yo acababa de hacer, y yo aún no podía dar crédito. Levanté la sábana hasta la barbilla, dejando que el movimiento de la tela me rozara el cuerpo, e intenté también cubrir el de ella. No pareció reaccionar.