Regreso a Casa (3)

Después de un año fuera, hay cosas que siguen igual y otras que han cambiado por completo.

Dejé que mi cuerpo volviera poco a poco a la normalidad. Cuando mis jadeos se convirtieron en suspiros, me erguí, temblorosa. La ropa de la cama estaba arrugada, fría, la sábana hecha un guiñapo a un lado. Pasé un dedo por las arrugas, mojadas por mi sudor y mis fluidos vaginales; los surcos se amoldaban, invitadores, a mi tacto. Me senté en el colchón. Mientras me echaba el pelo hacia atrás, intentaba comprender lo que me estaba pasando, el repentino deseo que empezaba a sentir hacia una niña de once años. Quizás era el frescor infantil propio de su edad, quizás el anhelo hacia la inocencia ya perdida. Deseché esas ideas de mi cabeza. Quizás, al fin y al cabo, todo se reducía al dolor por la ausencia manifiesta de Estela. De repente, sentí una necesidad urgente de volverla a ver, tocarla, besarla. En esos momento y lugar.

Reprimí un escalofrío cuando, al incorporarme, el aire mordió la humedad de mi cuerpo. Me abracé, intentando abrigarme, y, vestida sólo con las bragas, me dirigí hacia el salón. A través de la escasa luz que se filtraba por las ventanas, alcancé mi bolsa y rebusqué en su interior hasta dar con mi móvil. Lo sostuve en mi mano unos instantes, antes de seleccionar en la agenda la letra ‘E’. Me sentía débil y nerviosa. Busqué a Estela y, con su número en la pantalla, pulsé el botón de llamada.

Escuché dos señales antes de que el sonido se interrumpiera. Su voz, igual que en mis recuerdos y a la vez diferente, pareció llenar el aire con la sencilla pregunta, ‘¿Sí?’, y sentí que mis pechos se encendían. Miré mi reflejo en la ventana, tan sólo una niña medio desnuda, el cuerpo brillante enmarcado por una luz pálida, su garganta ahogando un suspiro tembloroso, niña tonta y torpe. Apoyé el auricular en mi oreja. Al otro lado de la línea, alguien parecía impacientarse. Cerré los ojos.

  • Estela – susurré-, Estela, soy yo. Mi amor, no he dejado de pensar en ti – me maldije en silencio, preguntándome por qué no podía expresarme con la claridad que debiera-. Por favor, ven. Necesito verte.

Silencio. Por fin, su voz de nuevo, suave pero firme.

  • Yo también necesito verte. – otro silencio, sólo alterado por su respiración. Me extrañé. Esperaba que ella se sintiera tan impaciente como yo me sentía, que hubiera sentido la misma incompletitud que me mordía las entrañas. Al rato, su voz volvió a llegar - Tenemos que hablar.

Se me cayó el alma a los pies. No sabía de qué teníamos que hablar, no sabía por qué teníamos que hablar, fuera de la danza que nuestros cuerpos ejecutaban cuando se encontraban. Creía que se había marchado, cuando la oí preguntar ‘¿Dónde estás?’ Sin saber como reaccionar, le di la dirección. Se despidió con un lacónico ‘Nos vemos’, y colgó.

Yo me quedé con el móvil en la mano. Sentía emociones contradictorias. Excitación y miedo. Sin embargo, en ese momento, achaqué su frialdad al nerviosismo; siempre tendía a comprender a los demás a través de mi propio punto de vista.

La siguiente media hora la pasé como pude, tumbándome y levantándome de la cama, yendo al cuarto de baño, contemplándome semidesnuda en el espejo, los pechos erguidos, todavía sin desarrollar del todo, las largas piernas, las caderas firmes. Intenté masturbarme otro par de veces, pero, aunque seguía excitada, no conseguía dar con el punto tenso entre los muslos.

Por fin, después de la cuarta inspección de mi rostro, llamaron a la puerta. Me detuve unos segundos, acompasando mi respiración a un ritmo normal, y acudí a la puerta. Seguía con las bragas puestas. Me asomé a la mirilla: ahí estaba, hermosa y pálida, su pelo, más largo y de un castaño más oscuro que el mío, se derramaba con armonía por sus hombros. La blusa y la falda que llevaba puestas dibujaban su cuerpo ya de mujer, esbelto y ágil. Todo en ella parecía servir a la misma idea, un sincero manto de belleza, y, a pesar de ello, seguía cubriéndose con un hálito de frialdad, de aislamiento. Y en su totalidad, cada fibra de su ser había contribuido a deslizarse entre mi alma y mi mente para convertirse en la mujer con la que quería pasar el resto de mi vida.

Descorrí el cerrojo y, con lentitud deliberada, abrí la puerta y me apoyé en el marco de una forma que pretendía insinuante, pretensión que se veía mermada por el temblor que sacudía mi cuerpo.

  • Estela – la saludé, invitadora, pero la voz me salió desigual, infantil. Ella no dijo nada, su mirada traspasándome, como si no pudiera, o no quisiera ver, mi cuerpo desnudo con el que la recibía.

Mi sonrisa tembló un poco, y me aparté para dejarla pasar. Estela cruzó el umbral y, cuando la luz la iluminó por completo y pude ver su semblante serio, la sonrisa se me esfumó por completo.

  • ¿Ocurre algo? – pregunté, asustada.

Por toda respuesta, Estela se quitó la chaqueta y preguntó,

  • ¿Podemos sentarnos en algún sitio?

Me eché hacia atrás como si me hubiera abofeteado. Intentando recuperar la compostura, la guié hasta el sofá del salón, y ahí nos sentamos. Entonces reparé en mi propia desnudez, ella con el rostro ensombrecido, y mis pechos exhibidos me parecieron ridículos. Me los cubrí con las manos. Su rostro no experimentó ninguna alteración, y yo empezaba a alarmarme.

  • ¿Ocurre algo? – insistí. Estela inspiró profundamente y se pasó las manos por la cara, como si quisiera enjuagarse los remordimientos. Después, clavó su mirada en la mía.
  • He conocido a otra persona.

Mi expresión debió de parecerle la quintaesencia de la estupidez. En un principio, no llegué a comprender el alcance de sus palabras.

  • ¿Cómo, otra persona? – la pregunta salió con violencia. Estela se encogió de hombros.
  • Pues eso. Que quiero a otra persona.

Yo no sabía si aquello era una broma, si debía reírme o algo así.

  • ¿Quieres a otra persona? – intenté sonreír, pero sólo me salió una mueca grotesca – Estela, yo te amo, tú me amas, somos la una para la otra. La una para la otra.

Entonces Estela negó con la cabeza.

  • Ya no – sus ojos no dejaban traslucir expresión alguna -. Creo que he aprendido a no pensar en ti, no de esta forma.

Me quedé boquiabierta. La evidencia, clara y unívoca, se abrió paso por mis entrañas como un cuchillo.

  • ¿Me estás dejando? – pregunté, atragantándome en mi propia incredulidad
  • ¿Me estás dejando? – pero la respuesta era obvia, no necesité oírla de sus labios. Sentía que me ahogaba, no podía respirar.

Me puse de pie con brusquedad. De repente, el frío se coló en mis huesos y me atrapó en su abrazo de hielo. Estela me estaba dejando, y yo sólo llevaba unas bragas puestas. Fui tambaleándome a mi habitación, hacia el armario, y, con dedos torpes, cogí una manta y me la pasé por los hombros. Estela se limitó a seguirme con la mirada. Cuando volví al salón, ella seguía en la misma posición. Me apoyé en la mesa, el aire entraba denso en mis pulmones, y entonces ella se levantó y, con paso seguro, se acercó a mí. Me tomó de los hombros y me obligó a sentarme en una de las sillas. Ella se sentó enfrente.

Me arrebujé en la manta, pero no conseguía disminuir ni un ápice el frío que sentía, la humillación por el ridículo que acababa de hacer. Me extrañó que mis ojos estuvieran secos. Siempre había creído que en esos momentos debía mostrarme destrozada, hundida. La vida poco a poco te iba enseñando cómo la realidad era, simplemente, diferente a todo lo que te habías imaginado, sencillas fantasías de niña tonta. Mis ojos secos me decían que el dolor quedaba en casi su totalidad dentro.

Estela se echó hacia atrás en la silla, como si esperara mi siguiente movimiento. Yo la miré, todavía con incredulidad, el dolor inexplicable de mis ojos secos, el dolor mezclado del abandono.

  • Me estás dejando – balbuceé -. Dios mío, creía que estas cosas no me sucederían hasta los veinte años, creía que se hacían de otra forma, más acorde a lo establecido, y ahora me estás dejando, y has tenido que esperar a que yo me encontrara en una casa que no es la mía, cubierta con sólo una manta de mierda y unas bragas de mierda para reunir el valor suficiente y venir a contármelo – esperé a que dijera algo. No dijo nada -. Y ahora estoy aquí, convertida en el ser más patético del mundo, y ahí estás tú, y todo esto me parece sacado de una de una de esas canciones tontas para niñas tontas, sólo que no me dan ganas de reírme, porque todavía no me he dado la suficiente cuenta como para echarme a llorar, que ya sería el cierre perfecto – Se me estaba formando un nudo en la garganta, por fin. Estela siguió allí sentada, sin decir nada. La miré con ojos implorantes -. Di algo, joder.

Estela quedó un rato en silencio. Después, se poyó en la mesa y fijó la mirada en un punto indeterminado situado a su derecha.

  • Cuando te fuiste – se detuvo, los dedos acariciando la madera -, bueno, las primeras semanas fueron muy duras para mí, ya sabes. Dolorosas. Tú estabas lejos, supongo que en brazos de alguna inglesa generosa de pechos grandes y muslos calientes – traté de protestar, pero ella, con un gesto brusco, acalló mis palabras -, y yo aquí, sola, sin ni siquiera poder comunicarme contigo porque ni siquiera se te ocurrió comprarte un maldito teléfono móvil. Yo tenía que pensar en alguna otra cosa. Urgentemente. Empecé a salir de noche, de juerga, a ver si podía olvidarte. Y no podía. Claro que no podía. Te veía en cada persona que pasaba por mi lado, ya fuera hombre o mujer, daba igual. La gente a mi alrededor bailaba, se divertía, y yo me limitaba a beber una copa tras otra. Me emborrachaba. Me emborrachaba, y los veía bailar y divertirse, a mi alrededor, y no conseguía salir de ese círculo.

"Los días no eran mejores. En clase te sentía a mi lado, en el pupitre, en la pizarra. Los compañeros...tú ya los conoces. Los que sospechaban de lo nuestro vieron el cambio. Y sacaron por fin al hijo de puta que llevaban dentro. Me preguntaban si quería follar de verdad, ahora que estaba...A veces me seguían hasta la puerta de mi casa. Las palabras 'bollera' y 'tortillera' pasaron a ser bastante comunes, siempre susurradas a espaldas de los profesores, por supuesto. Y los que no tenían ni idea pasaron a sospechar algo. Tuve que luchar por las dos, por ti y por mí. En mi vida recuerdo haber llorado tanto.

Se detuvo. Sus ojos estaban húmedos. Yo no sabía qué decir. Puse una mano sobre la suya.

  • Estela – murmuré. Ella negó con la cabeza y apartó la mano. Seguía sin mirarme.
  • Por fin – continuó -, una noche notaba especialmente tu ausencia. Me encontraba, en una de esas contradicciones tan divertidas, a gusto con mi soledad y mi botella medio vacía cuando se acercó un chico. Intenté ignorarlo, como al resto. Pero él se sentó a mi lado y me habló. Y, ¿sabes qué? Fue bastante agradable. Diferente. Bebimos el resto de la botella juntos y se me desató, más, la lengua, y le tuve que contar todo, tu partida, mi soledad, las burlas, los insultos, y él no se rio, ni hizo algunos de esos comentarios que esperas que hagan cuando se cuentan cosas como esta, ni me ofreció el consuelo barato que te esperas que hagan cuando no se hacen los comentarios, y me habló de sentimientos comunes, de pérdida, y compramos otra botella, y en ese momento tengo un vacío en la memoria que no se esfuma hasta que a la mañana siguiente me despierto en una cama extraña, en una habitación extraña.

Quedó en silencio durante un rato. Después, posó unos segundos su mirada en mí y, apartándola, sonrió como para sí misma.

  • Al principio pensé que me había violado, que todas aquellas bonitas palabras habían ido encaminadas a conducirme a aquella bonita habitación para que él pudiera echarme un bonito polvo. Me lo tendría merecido. Pero, como en tantas otras cosas, me equivocaba. No me había tocado, a no ser que fuera capaz de quitarme la ropa y después ponérmela, con el pedo que levaba, para dejármela tal cual la tenía, en cuyo caso se merecía todo lo que me hubiera hecho – pasó una mano por su brazo -. El resto ya lo adivinarás.

Y por supuesto que lo adivinaba, ¿por qué no? Al fin y al cabo, borracheras y confesiones incluidas la historia habría sido calcada a la que estábamos protagonizando nosotras. Agradecía que me hubiera ahorrado los detalles escabrosos, la pérdida de su virginidad sobre todo. Me acomodé en la silla y asentí con cara de circunstancias.

  • Por un chico – murmuré -, al final de toda nuestra relación, los escollos que superamos, los buenos y los malos momentos, ha bastado un único capullo en el momento apropiado para acabar con todo esto. ¿Sabes? Casi me habría impactado menos si me hubieras dicho que te violó. Quizás incluso lo preferiría.

Estela alzó la cabeza con brusquedad.

  • Eso -dijo -, además de injusto, ha sido bastante desagradable.
  • Oh – repliqué - ¿ha sido bastante desagradable? Discúlpame, será que no presto demasiada atención a los sentimientos de los demás cuando me están dejado.

Ella me miró con desaprobación. Después, respiró hondo.

  • Marta, no estoy aquí para que nos peleemos, ni te he contado todo esto para hundirte. Sé que estás sufriendo, como ahora mismo estoy sufriendo yo, pero tienes que comprender que ni quería esto ni tuve un mínimo de control. Estas cosas, simplemente, pasan.
  • Simplemente pasan – repetí con sorna – Pues no, no lo comprendo, no comprendo que tenga que comunicarte hasta las coordenadas geográficas de cualquier lugar donde vaya, ni que después de todos estos estos años siendo lesbiana te hayas vuelto hetero, no que tenga que ser yo la única imbécil en el barrio que esté pasando por esto – Me encogí de hombros ¿Qué quieres que le haga?
  • Quiero que sigas siendo mi amiga.
  • Y yo quiero que te quedes conmigo. Ya ves, no siempre conseguimos lo que queremos.

Empezaba a cabrearse.

  • Pues mira, ya que hablamos de irnos y quedarnos, te diré que nada de esto había pasado si hubieras permanecido a mi lado. Tú y tu maldita manía de ver mundo.

No repliqué. Ya lo sabía, por supuesto que lo sabía. Me había asustado, había huido y la había abandonado detrás de mí. Era sólo cuestión de tiempo. Todos los reproches que Estela hubiera podido albergar se habían concentrado en ese sencillo acto de ruptura. Y lo que era peor, todo aquello estaba justificado, al menos desde cierto punto de vista. No podía, con honestidad, reprocharle nada, no sin reprochármelo antes a mí misma. Quizás la conversación que estábamos manteniendo era simplemente el desenlace de un acto iniciado un año atrás, y ella no me estaba dejando, sino que yo la había dejado entonces. Saberlo me entristecía, haber puesto fin, directa o indirectamente, a lo que en aquellos momentos intentaba aferrarme con tanta desesperación, quedar sola de nuevo y, lo que era peor, estar a su lado y no poder tocarla, y debí de exteriorizarlo bastante, porque Estela acercó su silla a la mía y me tomó la cara entre sus manos.

  • No quería nada de esto, Marta, te lo juro. No quería hacerte daño, ni que tu vida vaya a dar un cambio tan brusco, ni que me odies, pero ya no podía seguir queriéndote, y no me parecía justo, ni para ti ni para mí, asentar nuestra relación sobre un suelo de mentiras y apariencias – me acarició el rostro - Los primeros días te encontrarás perdida y desorientada, pero encontrarás a alguien que sepa quererte y cuidarte, que te pueda dar lo que yo ya no puedo. Y sabrás dejarme atrás. Como – titubeó y, con esfuerzo, alzó la barbilla en un gesto casi desafiante -, como yo te he dejado atrás a ti.

Las palabras me golpearon, la esencia de la verdad dolía. Estela, en un punto desentendida del océano de emociones que anegaba mi alma, implacable, me miró a los ojos.

  • Lo entiendes, ¿verdad?

Para ella era tan fácil...Dejar atrás a alguien cuando ya lo has reemplazado, y sus dedos esbeltos que recorrían los contornos de mi rostro parecían borrar todos los momentos que habíamos pasado juntas. Entendimiento. Reemplazar. Palabras, sólo sonidos articulados. Cada letra, por separado, resultaba una realidad inofensiva. Y, sin embargo, todas juntas, su significado desgarraba cada fibra de mi ser. Asentí con la cabeza, un movimiento sencillo. Estela estuvo unos instantes inmóvil, salvo por sus manos, que parecían querer memorizar mi cara. Finalmente, asintió también, y en ese intercambio en apariencia insignificante nuestra separación se tornó irreversible.