Regreso a Casa (2)

Después de un año fuera, hay cosas que siguen igual y otras que han cambiado por completo.

Estaba lavándome las manos cuando María llamó a la puerta.

¿Estás bien?

Inspiré profundamente, e, intentando que mi voz sonara convincente, le respondí.

Una necesidad imprevista. No te preocupes.

Ah – pero su tono me pareció dubitativo.

La oí alejarse. Me enjuagué la cara para eliminar el sudor y me sequé con una toalla. Volví a contemplarme en el espejo. Todavía respiraba un poco entrecortadamente, y seguía algo sofocada, pero en general estaba satisfecha con el resultado.

Salí del cuarto de baño y regresé a la mesa. María se había acabado ya la cena, y me miró preocupada por encima del plato vacío. Yo me senté con indiferencia y le sonreí.

Estoy bien, sólo se me había atascado un trozo de comida en la garganta.

María pareció razonablemente satisfecha con la explicación. Para hacer que se olvidara por completo del incidente, decidí adelantar la pequeña sorpresa que le había preparado.

¿Podrías ir a por mi bolsa mientras cojo algo de fruta?

Ella se levantó sin hacer ruido y yo, mientras tanto, fui a la cocina. Cuando volví con un par de melocotones, María estaba sentada de nuevo, con mi bolsa en las rodillas. Mientras yo recuperaba mi sitio, le dije con aire casual:

Estoy con las manos ocupadas, ¿puedes alcanzarme el monedero, en mi bolsa?

Empezó a rebuscar lo que yo sabía que se encontraba en mis pantalones. Yo cogí un cuchillo y comencé a pelar uno de los melocotones. El jugo se deslizó por la hoja y me pringó los dedos.

Aquí no hay ningún monedero.

Fingí sorprenderme.

¡Qué raro! – me incliné un poco hacia delante para lamer el dulce zumo - ¿Y qué hay?

Ella inspeccionó el interior de mi bolsa.

Un paquete de pañuelos, un teléfono móvil – revolvió los trastos -, llaves, un libro – una monda de piel cayó en mi plato -, una bolsa de plástico – Ahí la detuve.

¿Una bolsa de plástico? No recuerdo haber metido ninguna bolsa. ¿Qué será? - El melocotón estaba pelado por completo, mis dos manos pegajosas. Dejé el fruto en su plato y me chupé los dedos - ¿Por qué no lo sacas, a ver lo que es?

El brillo de sus ojos me dio a entender que empezaba a hacerse una idea, aunque fingí no darme cuenta. Dentro había un paquete. Envuelto en papel de regalo. Me miró con expectación. Yo empecé a pelar el otro melocotón y, sin disimular ya la sonrisa, le hice un gesto con la cabeza. Lo desenvolvió con manos impacientes y su boca de labios rosáceos se abrió con deleite.

No lo tienes, ¿verdad? – pregunté. Miró la portada y la contraportada.

No, este no. ¿Es bueno?

Yo siempre te regalo cosas buenas.

Abrió el libro y pasó las páginas con avidez. Arqueó las cejas.

Está en inglés.

Tienes que empezar a aumentar tu nivel de inglés – asentí.

Lo miró otras dos veces y, con semblante serio, se levantó, fue a mi sitio y me dio un abrazo. Yo le correspondí rodeando su estrecha cintura y apretándola contra mí. Apoyó su mejilla en mi cabeza. Olía a jabón.

Siempre – susurró -, siempre te preocupas por mí.

La besé en la frente.

Para algo nos hemos hecho amigas, ¿no?

Se separó de mí. Tenía los ojos brillantes, sus pechitos a escasos centímetros de mi rostro. Resistí el impulso de alargar la mano y tocárselos: éramos amigas, no amantes. La empujé con delicadeza, alejándola de mí.

Cómete el melocotón, y luego vamos a ver una película.

Regresó a su sitio y mordió el fruto. Un líquido brillante se derramó por su boca cuando sus blancos dientes mordieron la carne madura, y descendió por su barbilla. Se lo acabó con rapidez y se limpió las manos y la boca. Yo terminé el mío con precaución, procurando no mancharme. Después, ella se fue a lavarse los dientes, mientras yo preparaba la televisión.

Nos sentamos en el sofá la una junto a la otra. María se había acurrucado contra mí, y yo había rodeado su cuerpo con un brazo. Estaba muy delgada, tomé nota mental de comunicárselo a su madre. Mientras los créditos de inicio se apagaban, entrelacé mis dedos con los de ella. Era una sensación agradable, estar ahí las dos, sentir su cuerpo cálido contra el mío, su respiración. Estaba segura de que con el silencio suficiente sería capaz de escuchar los latidos de su corazón.

Había incluso olvidado los impulsos que había tenido antes, la atracción sexual que había ejercido sobre mí, cuando noté que su cuerpo se estiraba y, seguidamente, su brazo derecho hacía pequeños y rápidos movimientos. Bajé la mirada hacia ella y observé su mano dentro de sus bragas, acariciándose, sus blancos muslos frotándose uno contra el otro. Tenía los ojos muy abiertos, clavados en la pantalla. Mi boca se secó.

¿Qué haces? – pregunté con voz ronca. Ella se giró hacia mí, sus ojos brillantes. Sus mejillas estaban ruborizadas, sus labios entreabiertos, la respiración un poco agitada.

A veces tengo cosquillas en mi cosita – me confesó -. Me gusta si me toco ahí - Yo no sabía qué hacer. María me miró con ojos asustados y, al momento, retiró la mano - ¿Es algo malo? – preguntó, consternada

¡No, no, no! – Titubeé, y cogí el mando para apagar la televisión. Después, la tomé de la mano – Escucha – le dije -, ¿has hecho esto otras veces? Con otra gente alrededor, quiero decir.

Ella dudó.

Cuando me acuesto, a veces están papá o mamá. Y en el autobús – se apretó los brazos -. Una amiga mía me dijo que era algo sucio, pero – me miró con desamparo – me gusta mucho.

Le acaricié la carita.

No es algo sucio. Es sólo que – intentaba encontrar las palabras precisas -, es sólo que es algo que tienes que hacer en privado, ¿comprendes? Cuando estés sola.

María asintió, poco convencida.

Es como…es como escribirte una carta de amor a ti misma. Cuando escribes una carta de amor a alguien, no quieres que los demás la leamos, ¿verdad?

Se encogió. Parecía más pequeña todavía.

Nunca le he escrito una carta a nadie.

Hice un gesto con la mano, quitándole importancia a la observación.

El caso es que no lo querrías – La miré con decisión y me acomodé en el asiento para quedar frente a ella – Supongo que sabes lo que suelen hacer dos personas que se quieren, ¿no? Lo habrás visto, leído, cientos de veces – ella afirmó con la cabeza -, pues la sensación que siente alguien cuando está con otra persona que le gusta es la misma que tú sientes cuando notas esas…cosquillas.

Ah…- se mordió, pensativa, el labio inferior – Entonces, cuando pienso en alguien y lo noto, ¿quiere decir que esa persona me gusta?

No tiene por qué, pero es lo normal – a pesar de la importancia que le daba a la conversación, me humedecí los labios, mi cuerpo empezaba a calentarse. Ella arrugó la nariz en un gesto de extrañeza.

Pero a veces lo noto con mis amigas. Eso es raro, ¿no?

No – le dije con brusquedad. María dio un respingo – Mira – intenté suavizar mi tono de voz – a lo mejor te han dicho que lo normal es que un chico quiera a una chica, y viceversa – tomé una onda bocanada de aire -, pero el amor no es algo que nadie decida, o deba decidir, sobre nadie. Ni siquiera sobre uno mismo. Que tú quieras a una chica no te va a convertir en mejor o peor persona, ni más o menos rara, y si quieres a una amiga – le arreglé un mechón de pelo sobre la frente -, bueno, ella debería considerarse afortunada de gustar a alguien como tú – le sonreí y, por fin, conseguí que una tímida sonrisa asomara en sus labios. Mis dedos trazaron los contornos de su frente -. Y nunca, nunca, debes sentirte asustada o culpable por amar. ¿Entiendes?

Bajó los ojos. Yo la cogí de la barbilla y la alcé para obligarla a mirarme.

¿Entiendes? – repetí.

Finalmente, un sutil ‘sí’ salió de su boca. Le di un beso en la cabeza y la atraje hacia mí. Ella rodeó mi cuerpo con sus brazos menudos y apretó. Nuestros corazones latían al unísono. A pesar del contacto, yo había dejado de sentirme excitada, y en lugar del ardor anterior, notaba la tranquilidad de, por una vez, tener la garantía de haber hecho lo correcto. Estuvimos abrazadas en esa posición durante mucho tiempo. Por fin, le susurré:

Vamos a ver el final de la película.

Media hora después, María se había ido a dormir al piso superior y yo, luego de haberme lavado los dientes, preparaba la cama donde iba a pasar la noche. Mientras alisaba las sábanas, reflexioné sobre todo lo que había ocurrido. Esperaba que el día hubiera sido particular también para María, que le hubiera aclarado algunas dudas que pudiera haber tenido. Recordaba yo también lo desorientada que me había sentido cuando había descubierto mis inclinaciones. Entonces, dos años después había aparecido Estela, y en ella había encontrado el espejo en el que poder mirarme. Había pasado tanto desde aquel día

Me acosté en la cama. Las sábanas estaban recién lavadas, el tacto era suave y fresco. Me tumbé boca arriba, pensativa. Mi mente iba una y otra vez a las mismas imágenes. María se había masturbado a mi lado. Después, me había confesado, sin quererlo, su tendencia al lesbianismo, aunque dudaba de que, a esa edad, pudiera ser tachada como tal. Por último, habíamos visto el final de la película, sintiendo a cada segundo la existencia de la otra.

Empezaba a experimentar un sentimiento bien conocido por mí. Me quité la camiseta y me desabroché el sujetador. La ropa cayó a un lado de la cama. Luego, me desabotoné los pantalones y, flexionando el cuerpo con agilidad, liberé las piernas. Mis pechos desnudos eran acariciados por el tenue aire, la sensación agradable, sumé mis manos a las caricias, y poco después me encontré recorriendo mi cuerpo, examinando mis curvas. Respiraba fuertemente, y cuando deslicé mi mano por el vientre, entre mis muslos, se me escapó un gemido. Notaba mis bragas húmedas al tacto, mis pezones en erección me hacían daño. Fantaseé con Ángela, sus formas maduras descubiertas fuera del vestido de seda que se deslizaba por su cuerpo, quedando desnuda ante mí, sus brazos extendidos, invitadores. Fantaseé con Estela, acostada detrás de mí, sus pechos duros, su vientre, haciendo presión en mi espalda, sus dedos acariciando mi sexo. Rememoré la primera noche que pasamos en mi habitación, con mi padre de viaje, despiertas hasta las tres de la madrugada descubriéndonos la una a la otra.

Me revolví con deseo, deseo hacia mí, el deseo imposible hacia Ángela, el deseo, más cercano, hacia Estela, su amor, su cariño. Cogí la almohada y me la puse entre las piernas. Boca abajo, presioné un muslo contra el otro, el aire escapándose de mí en gemidos de placer, movía las caderas en círculos amplios, frotaba mi vientre en la almohada, mis senos se clavaban en el colchón, el pelo me caía cubriendo un lado de la cara en una cascada color miel, tenía la frente perlada por el sudor, gemía, gemía y me movía más rápido, los músculos empezaban a agotarse, una gota de sudor descendía por la punta de mi nariz y, entonces, una imagen se superpuso a las de Ángela y Estela, María saliendo del cuarto de baño envuelta en una toalla, húmeda, sus curvas incipientes insinuadas a través de la tela, y la dejaba caer, y el orgasmo surgiendo en oleadas, las bragas adheridas a mi piel, el jadeo que brotó de mis labios, mi cuerpo estaba bañado en sudor, ardía, húmedo y hambriento, y todas las demás imágenes se difuminaron entre la descarga de placer que me recorrió de arriba abajo.