Regreso a Casa (1)

Después de un año fuera, hay cosas que siguen igual y otras que han cambiado por completo.

La puerta se abrió delante de mí y una cara conocida me recibió, por primera vez en un año, desde el otro lado del umbral.

¡Marta! No te esperábamos hasta la semana que viene.

Sonreí.

Pensé que lo mejor era habituarme cuanto antes a la rutina de siempre.

Ángela me franqueó el paso y yo crucé la puerta con la bolsa al hombro.

Espera aquí. Todavía tengo que cambiarme.

Subió las escaleras. Mientras, contemplé disimuladamente las piernas que asomaban a través de la bata de seda. Sabía que debajo no llevaría nada, acabaría de salir de la ducha, y se me puso la carne de gallina al pensar en la fina tela pegándose a los pechos húmedos. Sin embargo, habría sido un error fijar la vista demasiado. Varias veces había fantaseado con la idea de seducirla, exponerme a ella y dejar que recorriera con su experiencia mi cuerpo, me permitiera descubrir más matices en la senda de la que sólo comprendía el principio, pero tenía plena conciencia de que aquello era imposible. El crucifijo que llevaba al cuello había instalado una barrera infranqueable desde la primera entrevista que me hizo. Además, su matrimonio y el fruto de aquel, María, eliminaba cualquier resquicio que pudiera aprovechar, no sólo porque yo aún era demasiado joven como para iniciar relaciones que sin duda desembocarían en problemas, sino también porque de la estabilidad de dicha familia dependía un importante ingreso extra en mis ahorros que me venía fenomenal para ir al cine o comprar libros, actividades que me eran indispensables para pasar buena parte de mi tiempo libre. Y, sobre todo, supuse que a Estela no le atraería la idea de un trío con una mujer madura.

Dejé mi bolsa sobre una mesa y di un paseo por el salón, asombrándome de los detalles nuevos o que quizás yo había olvidado. En la planta superior, sonidos más familiares se sucedían, abrir y cerrar de cajones, una ducha funcionando, pasos apresurados. Finalmente, aparecieron Ángela y su marido. Sentí una punzada de envidia al contemplar cómo ella entrelazaba su brazo con el de él. Estabilidad. Deseé que Estela y yo compartiéramos la misma condición. Me forcé a sonreír.

Me extraña que en un año no hayan encontrado un mejor canguro – Rieron. Fue su marido quien me contestó.

Todas pedían más por menos. No te preocupes, estamos muy contentos contigo.

Espero que María también lo esté.

Rio de nuevo.

¿Cómo no va a estarlo, con lo bien que la tratas?

Entonces, Ángela me libró de la intrascendente charla apretando el brazo de su marido para indicarle que tenían prisa y que debían ir saliendo.

¿No se despide María –pregunté -?

Está todavía duchándose, ya nos hemos despedido – me contestó Ángela sonriendo. En efecto, el agua todavía corría en el piso superior. Me maldije en silencio por mi estupidez. Sin embargo, Ángela no le dio mayor importancia y se acercó con pasos ágiles a la mesa junto a mí.

Los teléfonos de emergencia están apuntados en la agenda – dijo mientras sacaba papel y un boli –, te apunto mi móvil por si surge algún otro imprevisto.

Cuando se inclinó para escribir, su vestido se echó hacia delante, revelando las formas generosas de sus senos. Un segundo más y podría verlos completamente. Pero sabía que si fijaba la mirada en sus pezones, no podría apartarla. Sería un problema. Haciendo un esfuerzo, me forcé a mirar hacia otro lado, deseando que hubiera madurado un poco, haber tenido más experiencias. Cuando me tendió el papel sonreía sólo con los hoyuelos.

Confío en que sabrás tener criterio y no me meterás en un aprieto en medio de la ópera - No supe muy bien cómo responder.

Ángela me dio dos besos para despedirse. Pude disfrutar durante unos instantes de la presión que hicieron sus pechos contra los míos. Me despedí también de su marido y los acompañé a la salida, rezando por que la oscuridad fuese suficiente como para que no adivinaran el rubor de excitación que coloreaba mis mejillas. Les deseé que disfrutaran de la obra y esperé a que se metieran en el coche y partieran. Cerré la puerta y volví al salón, rememorando los hombros y la espalda de Ángela, desnudos a través del escote de su vestido: no llevaba sostén. Me admiraba lo firmes que, a los cuarenta años, se mantenían sus pechos. Preferí no imaginar cómo me encontraría yo a su edad.

Me miré en el espejo. En efecto, todavía estaba ruborizada. Fuera de mi camiseta de tirantes, mi cuello, mis hombros y mis brazos seguían en carne de gallina, y uve un escalofrío de desazón cuando contemplé, en el centro de mis pechos pequeños, mis pezones en erección: todavía mi cuerpo tenía demasiado control sobre mí. Me metí una mano bajo la camiseta y, a través del sujetador, probé a pellizcármelos. El leve y placentero dolor que sentí preparó mi cuerpo para un orgasmo. Sin embargo, arriba el agua seguía corriendo, y, además, tenía ganas de volver a ver a la niña con la que había intimado con cierta profundidad.

Subí los escalones mientras reflexionaba sobre lo cambiada que María debía de estar. No en vano, un año era mucho tiempo en aquellas edades, aunque no había cambiado en lo referente a olvidarse de todo lo demás cuando estaba haciendo algo que disfrutaba: habría que empezar a educarla en los hábitos básicos de ahorrar agua. Sonreí mientras llegaba a la puerta del cuarto de baño y daba unos golpes. Dentro, el agua dejó de correr y una voz infantil preguntó:

-¿Sí?

Me asombró cómo su timbre había permanecido fiel en mi recuerdo. Y, sin embargo, había cambiado.

Pensé que estarías impaciente por volver a verme –le dije-, pero ya veo que tienes otras cosas en las que preocuparte.

Al otro lado de la puerta se hizo el silencio. Sentí una punzada de decepción ante la evidencia de que se había olvidado de mí, cuando oí la cortina descorrerse.

¡Marta –y acto seguido la actividad dentro del cuarto se volvió frenética-!

A los pocos segundos, la puerta se abrió y, recortada contra la luz, me encontré con una niña a punto de entrar en la adolescencia, envuelta en una toalla. Abrió desmesuradamente los ojos, pozos de un verde brillante, y, ahogando un grito de felicidad, se colgó de mí, apretando su pelo empapado contra mi cara y pasando dos brazos cubiertos de pequeñas gotas alrededor de mi cuello.

¡Eh –exclamé-, que ya pesas bastante!

Me estampó dos besos en la mejilla y se soltó, cayendo al suelo con agilidad.

¡Mira cómo has puesto todo -señalé el reguero de agua que había dejado a su paso. Ella me ignoró y empezó a bombardearme a preguntas -¡

¿Cómo fue tu visita a Inglaterra? ¿Me echaste de menos? ¿Por dónde estuviste? ¿Me has traído algo? ¿Qué vamos a hacer hoy?

Levanté un dedo con firmeza para acallar la tormenta. Enmudeció, y le di un golpe en la de nariz.

De momento, vas a vestirte mientras yo te preparo la cena en el salón, ¿de acuerdo’

María asintió y, con rapidez, regresó dentro del cuarto de baño. Al poco salió con la ropa echa un gurruño y se fue corriendo a su habitación.

¡Y sécate bien –le grité a su espalda-!

Mirando el suelo encharcado con resignación, resolví pasarle una fregona rápida, hecho lo cual descendí al piso inferior y, en la cocina, dejé friéndose unas patatas mientras ponía la mesa en el salón. Estaba colocando los cubiertos cuando vi por el rabillo del ojo cómo María, vestida con apenas una camiseta y unas bragas, daba saltos de dos en dos escalones. En el cuarto salto dio un traspiés y a punto estuvo de bajar lo que le quedaba rodando, pero consiguió sujetarse a la barandilla. Sonrió con timidez ante mi mirada reprobadora y terminó de bajar con paso normal. Fue a mi encuentro mientras yo terminaba de colocar el último tenedor y se sentó en silencio en una silla. Yo volví a la cocina para sacar las patatas del aceite hirviendo y, mientras las dejaba escurrir, puse la carne que saqué de la nevera en el microondas y regresé al salón.

Bueno –le dije-. ¿qué has hecho sin mí todo este tiempo?

Su carita se le iluminó mientras empezaba a relatar su buena marcha por el curso anterior, sus amistades y las películas que había visto en el cine y las que pensaba ver. Durante su habla, la estudié con detenimiento y, por primera vez, reparé en los sutiles cambios que su cuerpo había experimentado. Su rostro, todavía de niña, empezaba a mostrar los primeros signos de madurez, aunque, enmarcado por la cascada de cabellos negros, seguía pareciendo muy pálido, casi desvalido: sólo las mejillas, sonrosadas por la excitación del momento, añadían un tono de color. Mis ojos bajaron por su cuello y, sin querer, se posaron en sus pechos. Donde hacía un año su cuerpo había permanecido plano, destacaban ahora dos pequeños bultos incipientes, en el centro de los cuales sobresalían los puntiagudos pezones: se había puesto la camiseta sin estar ella seca del todo, y la tela de algodón se amoldaba perfectamente a su cuerpo. Al notar cómo empezaba a excitarme, me obligué a alzar la mirada.

Y entonces no supo qué contestar –estaba diciendo, y se puso a reír, con una risa cantarina y fresca.

Yo asentí, preguntándome qué me había pasado: ella era sólo una niña, y seguro que todavía no había empezado a preocuparse por esas cuestiones. Además, me caía muy bien, y no quería asustarla. Había sido la repentina transformación lo que me turbaba, la insinuación de la mujer en la que pronto se convertiría. Me levanté a por la cena y la serví en dos platos: yo la acompañaría.

La velada transcurrió de forma amena. Hablamos sobre diversos temas, lo que ella pensaba hacer en la próxima semana, algún grupo nuevo que había conocido, mis peripecias un año entero en un país extranjero; me asombré de lo cercana que estaba de la inocencia, la absoluta falta de malicia, cuando, auque nuestra diferencia de edad rondaba los cinco años, no me hizo ninguna pregunta sobre mis experiencias y descubrimientos sexuales allí. Mientras bebía un vaso de agua, pensé que era un cambio agradable, no tener que ocultar que no había tenido nada de sexo.

En general, conseguí mantener mi libido bien amarrada. Sin embargo, tuve más momentos de flaqueza que los que habría deseado. Si tan sólo se hubiera puesto algo debajo de la camiseta…en un momento en el que el sueño le dio un primer aviso, se estiró hacia atrás, arqueando la espalda, y sus pechos se perfilaron perfectamente a través de la ropa, sus pezones, de un rosa más oscuro, la areola que rodeaba cada uno. Me levanté tan de repente que casi derribé la jarra, y, seguida por la asombrada mirada de María, fui corriendo al baño. Cerré la puerta y me asomé al espejo. Mis pezones luchaban por atravesar la rígida tela del sujetador. Me desabroché los pantalones y metí dentro una mano. Estaba muy húmeda, tenía el vello púbico apelmazado y pegajoso. Moví la mano, frotándome, la mano izquierda aferrada a la pila. El orgasmo llegó en pocos segundos, y los músculos de mi abdomen y mi espalda se contrajeron, aguantando toda la tensión acumulada durante casi un año. Hube de cubrirme la boca para ahogar el gemido de placer. Me apoyé, jadeante, en la pila.