Regresando de mis vacaciones
Cuando creí que regresaría a mi casa sin haberme echado al menos un buen polvo, un extraño en el autobús me da la cogida de mi vida.
Las vacaciones para mí se habían terminado. Esos días en la playa a costa del dinero de mis padres habían llegado a su fin y sin más remedio, resignada a regresar a la monotonía de la vida diaria y la universidad, abordé el autobús que me llevaría de regreso a la ciudad, a casa.
Caminé por el pasillo del camión y muy pocos asientos estaban ocupados, lo cual fue una buena noticia. Mis amigas no iban conmigo para platicar y cantar durante el trayecto, así que dormir parecía la mejor opción. Sin muchos pasajeros, podría acostarme en los lugares de hasta el fondo sin que alguien se molestara por ello y así lo hice. Subí mis maletas a la parrilla y me tiré cuan larga soy, quedándome dormida casi de manera instantánea pues estaba muy cansada. La noche anterior me había desvelado en busca de un hombre que calmara mis ganas de sexo, un hombre que a fin de cuentas no encontré. En gran parte a eso se debía el que regresar a la ciudad me molestara. Pensé que al ir sola, podría conseguir un amante diferente cada noche, pero no fue así. Aparte de un chico que sufría de eyaculación prematura, nadie más pasó por mi cama. Las vacaciones se habían terminado y, ya dentro del autobús, las posibilidades de tener un buen polvo esfumado. No me quedaba de otra que dormir hasta llegar a mí destino.
No me di cuenta cuando arrancó el camión, ni el tiempo que transcurrió antes de que sintiera el primer roce, pero una mano sobando mi pierna me despertó. Abrí, más por sueño que por discreción, muy poco los ojos y pude ver quien era el dueño de esa mano traviesa. Se trataba de un hombre de aproximados treinta años. Cabello negro y corto, ojos café, cejas pobladas, barba tipo candado, labios carnosos, nariz chata y piel morena, en general un rostro atractivo. Del cuerpo no pude descubrir mucho, pues llevaba ropa muy holgada. Lo que si noté, es que sus manos eran enormes, de dedos largos y delgados, una señal de que muy probablemente, estaba bien equipado, algo que de tan sólo pensar y por las ganas acumuladas de varios días, me calentó en demasía, de una manera mucho más rápida de lo normal.
Me hice la que seguía dormida para que el continuara con sus caricias y no me defraudó. Su mano fue subiendo por mi pierna hasta llegar a mi cintura y ahí dio vuelta hacia mis nalgas, las cuales comenzó a palpar detenidamente, como reconociendo cada centímetro de piel.
Luego de varios minutos de sobármelas con una dulzura y una maestría que hicieron que me mordiera los labios y para sentir mejor su textura, me desabrochó los jeans y los bajó hasta mis rodillas, percatándose de que nadie lo viera. Se encontró con que mi trasero estaba prácticamente desnudo, pues usaba unas diminutas tangas que no cubrían absolutamente nada.
Llevó sus dos manos a mis glúteos y, ya sin una barrera que se opusiera entre ambas cosas, los apretó y los arañó hasta que sentí que me dolían. Fue entonces que ya no pude seguir fingiendo que estaba dormida, pero, o no le importó, o ya lo sabía, porque ni siquiera se inmutó cuando lo miré a los ojos. Continuó con su tarea de maltratar mis grandes, redondas y morenas nalgas, calentándome más con su atrevida e indiferente actitud.
Cuando se cansó de hacerlo, de un rápido movimiento y como si aquellos asientos no fueran tan estrechos, se acostó detrás de mí y me penetró con dos de sus furiosos y largos dedos, arrebatándome un gemido que por poco y no alcanzó a callar mordiendo mi brazo. Inició un lento y profundo vaivén que pronto me tuvo llena de jugos y entregada por completo a su voluntad. Conforme seguía hurgando dentro de mi vagina, el que estuviéramos en un autobús dejó de importarme y, con esas ganas reprimidas hablando por mí, le pedí que reemplazara sus dedos con algo más contundente y de inmediato se bajó los pantalones y sacó su verga, la cual cumplió todas mis expectativas: larga, gruesa, prieta y con una cabeza gorda y babosa.
Creí que me voltearía y me penetraría en ese mismo instante, pero en lugar de eso empezó a restregar su enorme polla contra mi culo, una y otra vez, incrementando mis ganas de sentirme llena y complacida. Así estuvo por un largo tiempo, sin dejar de masturbarme pero poniendo cuidado en que no terminara. Quería hacerme sufrir, quería que deseara su descomunal pene como a la misma vida y lo logró. Sin la menor discreción, me frotaba contra ese ansiado pedazo de carne que había estado esperando para quitarme las ganas y, con la mirada, le rogaba me penetrara de una vez por todas.
Me sentí aliviada cuando sacó un condón de su bolsillo y cubrió con él la longitud de su miembro, que palpitaba ansioso por entrar en mí. Por llenar con su grandeza el vacío de mi sexo, pensé, pero no eran esos los planes que él tenía. Él quería llenar otro de mis orificios, uno mucho más íntimo y el cual a nadie había entregado. Él quería darme por el culo y esa idea me asustó por un momento. Y digo por un momento porque en cuanto sentí la punta de ese mástil rozar mi ano, me tembló todo el cuerpo y ya no me importó por donde entrara. Lo único que sabía es que lo necesitaba dentro en ese preciso instante.
Gracias al cielo, él también lo deseaba con desesperación, lo notaba por su respiración agitada soplándome al oído. Con la ayuda de mis fluidos vaginales, que tan bien habían lubricado la zona, me enterró el glande y una pequeña porción del tronco, provocándome un dolor inmenso que calmó aumentando la velocidad de sus dedos dentro de mi concha. Y para poder avanzar, aceleró aún más el ritmo con el que me masturbaba y empezó a besar mi cuello y mis orejas. La técnica dio resultado. A los pocos segundos, sentí como sus testículos chocaron contra mis nalgas. No podía creer que tuviera alojada en mi esfínter aquella polla de impresionantes dimensiones y mucho menos, que se sintiera tan bien.
Ya estando por completo en mi interior, el atrevido extraño dio inició al clásico mete y saca, combinándolo con ligeros apretones a mi clítoris que me enloquecían y hacían que moviera mi cadera como una puta ansiosa de verga. Cuando él salía de mi culo, yo me alejaba, para que cuando él regresara, la embestida fuera más profunda y violenta. Repetimos ese movimiento cada vez más sincronizados y cada vez más rápido, hasta que el sonido de su pene abriendo los pliegues de mi ano y sus bolas impactándose contra mi trasero se escuchaba a tres filas de distancia.
Jamás había sentido algo parecido, jamás me había sentido más plena y complacida. Sus dedos seguían estrujando mi clítoris mientras su hinchado miembro continuaba bombeándome el culo aumentando la fuerza de sus estocadas a cada segundo. Me tenía hecha un mar de lubricantes y me controlaba a su antojo. Cuando se percataba de que estaba por correrme, hacía algo como morder mi hombro para impedirlo, como si no quisiera que llegara al orgasmo o deseara que lo hiciéramos juntos.
Pero él no tenía para cuando, por más feroces que eran sus estocadas y por más que meneaba mis caderas intentando hacerlo terminar, él no mostraba signos de querer hacerlo. Continuó penetrándome por varios minutos más, hasta que mi mirada se torno blanca del enorme placer que se concentraba en mi entrepierna y la frustración de no poder expulsarlo. Mi sexo me ardía por el incansable mete y saca de sus dedos y el culo, sin que yo lo supiera, me había empezado a sangrar, pero no por eso el disfrute del momento era menor. Por el contrario, se elevaba conforme el tiempo transcurría y eso es lo que ya no soportaba, el no alcanzar la cima.
Con voz entrecortada, le pedí que me permitiera venirme y, más porque él estaba por hacer lo mismo que por compasión hacia mi persona, aceleró el ritmo con el que me follaba y con el que me masturbaba. Un torrente de emociones viajó por mis venas hacia mi sexo, desde donde explotó para esparcirse a cada una de mis células, en el orgasmo más espectacular que hubiera experimentado jamás. Al mismo tiempo que me retorcía y mordía mi brazo para ahogar mis jadeos, sentí los espasmos de su verga dentro de mi culo, señal de que se había corrido.
Después de la última de sus contracciones, se salió de mí y, golosa como siempre, me hinqué para quitarle el preservativo y, después de beberme lo que éste contenía y al mismo tiempo que el chupaba de sus dedos los restos de mi venida, limpiar esa polla que tanto placer me había proporcionado. Los dos nos acomodamos la ropa y él se fue a su lugar, con la mirada castigadora de una anciana que se había dado cuenta de todo sobre él.
Lo que no había conseguido en todas las vacaciones, lo obtuve en el camión. Eso si que fue suerte, pero más lo fue lo que ocurrió un par de horas después. Cuando llegamos a la central de autobuses, cada quien tomó su caminó sin siquiera dirigirnos la mirada. Él se fue directo a tomar un taxi y yo decidí comer algo antes de hacer lo mismo. Ya con el estómago lleno, me fui a casa, donde me esperaba la sorpresa. En cuanto cruce la puerta, mi madre me pidió que la acompañara a la cocina para que me presentara a un primo que se quedaría con nosotros pues estaba por empezar sus estudios de pos grado en la ciudad. Ese primo era ni más ni menos que el extraño del autobús, ese que me había dado la cogida de mi vida. Como si en verdad no me conociera, algo que era verdad hasta cierto punto, se presentó como Alejandro y me dio la mano. Cuando sentí la fuerza con que me estrechó, por poco y se me doblan las piernas, pero logré controlarme. Mi madre, ansiosa de pasarle las obligaciones de buena anfitriona a alguien más, nos dejo solos para que lo pusiera al tanto de todo. Y yo, dando gracias a Dios por la inesperada coincidencia y como la mujer educada y...caliente que soy, me preparé para darle la mejor de las bienvenidas.