Regalo de navidad.
La navidad (para mí) no es más que un pretexto para obedecer mi gula y satisfacer mi instinto consumista, pero para aquellos que otro significado tenga, éste relato es mi regalo.
La puerta se cerró y los ojos de Pablo se abrieron como platos, se abrieron de terror, del que le provocaba quedarse a solas con Don Antonio de la Rúa, ese buen hombre que en realidad no lo era tanto o ¿quién sabe? ¿Quién puede decir cuando uno es bueno o no lo es? ¿Quién puede negar que si bien para alguien un hecho puede ser el más atroz para otro representa el mayor goce, la más gloriosa de las bellezas? Pero fuera entonces bueno o malo el señor de la Rúa, a Pablo no le interesaba, al pobre niño le importaba poco la opinión que de su tutor tenía la gente. Lo que a él le retumbaba en el cerebro, era ese horrible rumor que por los pasillos del internado circulaba, esa voz o mejor ese grito atrapado en cada muro, en cada esquina, diciéndole a los otros, a esos infortunados que caían en las manos del malvado como esa tarde había caído Pablo, el cruel destino que después de escuchar el azote de las puertas les esperaba, el desdichado destino que con personas como ellos se ensañaba mucho antes de que siquiera existieran, poniéndolos en el estómago de una puta o de una alcohólica, dándoles un holgazán como padre o quitándoselos cuando por casualidad les salía bueno. Eso era de lo que Pablo sentía miedo: de que esos chismes que de boca en boca circulaban fueran ciertos o peor aún, que se quedaran cortos, que lo largo fuera ese monstruo por culpa del que la mayoría de los internos, de sus compañeros, habían llorado ya, ese que los dejaba con la imposibilidad de sentarse por lo menos en tres días, con un dolor agudo que en ocasiones sólo terminaba en la asfixia, el envenenamiento o un charco de sangre en la inexistente bañera. A eso era a lo que Pablo le temía: a terminar como uno de sus amigos, uno de esos pocos o de esos muchos, según se viera desde adentro o desde afuera, desde el dolor que dentro sentían o desde el goce que el de afuera, ese culpable de la pena del de adentro, disfrutaba. Por eso abrió los ojos Pablo al escuchar y ver que las puertas se cerraban, al saberse sólo, en aquel oscuro cuarto testigo de otras tantas oscuridades, sólo con aquellos dos monstruos, ese que ante la sociedad era el más generoso entre los generosos y ese otro oculto bajo los pantalones del primero, ese del que más se hablaba y no por ser admirado, no por que fuera el causante de alegrías y risas. No, del que se hablaba por todavía sentirlo dentro, por todavía tenerlo dentro empujando las palabras, esas llenas de odio y rabia, esas manchadas de sangre y excremento, el mismo que por las piernas resbalaba hasta llegar al suelo y sumarle una sucia marca más al sucio suelo de aquel internado entre cuyas cuatro paredes decenas de vidas eran truncadas desde el mismo momento de la entrada, ya fuera por la puerta principal, ubicada frente a la parroquia, o por la trasera, esa la que sólo Don Antonio y su monstruo podían atravesar, de la que tenían exclusividad mientras no amaneciera colgada de un árbol, pegada al diminuto cuerpo de su dueño ya sin vida y sin ilusiones, esas cosas de las que tal vez no conoció el significado, por haber nacido de una puta, por haber resultado de la semilla de un asesino, por haber llegado a las puertas de ese internado que en un principio parecía la salvación y no era más que el infierno, porque sí, el infierno en ese lugar existía y si no lo creen, pregúntenle a cualquiera de esos niños que sintieron el calor de ese diablo, de esa bestia, pregúntenle a cualquiera de ellos cuando pasen a mejor vida, cuando dejen éste mundo, porque todos esas criaturas que lo saben, esas criaturas que lo sintieron y sufrieron hoy ya no existen, como dije antes, terminaron, ya fuera por la asfixia, el envenenamiento o el charco de sangre en la inexistente bañera, con sus propios días, recibieron el mejor regalo de navidad que un niño en aquellas circunstancias puede desear, puede implorar: la muerte.
Luego de muchos esfuerzos, el traje manchado de hollín y algunas heridas leves, conseguí bajar por la chimenea de casa de los Pérez. Los Pérez, que familia más linda: el padre perfecto, la esposa perfecta y la hija perfecta. Todo en esa maldita casa era tan lindo y tan perfecto que parecía irreal, era como estar en una película de los cincuentas, sólo que decorada al estilo del siglo XXI, ese estilo que de todo y nada tiene pues ya sin forma se ha quedado, ya no sabe para dónde va ni de dónde vino, ya no sabe nada. Que días estos en los que vivimos. ¿Alguien sabe dónde, cómo o para qué vivimos? No se ustedes, pero yo sí lo se. Yo vivo para llevar regalos a todos esos escuincles estúpidos que piensan que merecen una recompensa por haberse comportado todo el año como verdaderas bestias, como unos pequeños monstruillos que de todo renegaban y de cualquier cosa hacían berrinche, unos animales que de no ser por la ropa y las palabras, sucias por cierto, que salen de sus bocas mal cepilladas, nadie creería son humanos. Eso son los niños: las peores criaturas que éste suelo maldito han pisado, las más crueles y egoístas, las más despiadadas y racistas. ¿Creen que exagero? Pues si así lo creen, basta con asistir a cualquier jardín de ogros, porque eso es lo que son y no niños, o a cualquier escuela primaria para comprobarlo, para ver por cuenta propia como esos demonios se destrozan entre ellos, como se humillan por no llevar ropa de marca, porque sí, hoy en día hasta los infantes han caído presa del mundo de la moda y no te admiten en sus grupos si no llevas al menos una prenda de Calvin. Sí, así son los chamacos de estos tiempos, frívolos, superficiales, malvados y egoístas. Jamás los verás compartir el almuerzo con ese desdichado a cuya madre no le alcanzó para comprarle algo pues antes estaba su necesidad de marihuana. Antes muertos que darle un trozo de su emparedado a ese que consideran un idiota, por no traer comida, por no ser hijo de, como sí eso fuera algo de lo que uno pudiera sentirse orgulloso, un alto funcionario del gobierno, por el simple hecho de existir y robarle el oxígeno que a él, por ser más rico y más guapo, le pertenece. Sí, los niños de hoy son unas completas bestias, pero no hay nada de extraño en ello. ¿Qué se podría esperar de un mundo como éste? Un mundo tan mejor no digo nada, temo que me quedaría corto en mi intento de poner en una sola palabra todo lo que éste mundo es o lo que no es, ya ni se pues tanto hollín, tantas chimeneas y tantas cartas estúpidas de niños que lo creen merecer todo me han dejado confundido.
Mejor regreso a mi historia, esa que les contaba antes de ponerme a hablar de esos a quienes estoy encadenado, porque sí, éste año, aún cuando antes de que se fuera el anterior pensaba que el siguiente ya no, también estoy entregando regalos, casa por casa, chimenea por chimenea, árbol por árbol y zapato por zapato. Sigo con mi penitencia que aunque no es eterna a mí me parece como que ya dejó la eternidad un par de siglos atrás. Sigo llevando, muy a mi pesar, felicidad y sonrisas a los rostros de esos pequeños monstruos de los que ya no tengo esperanzas de ver cambios, de ver buenas acciones, se me hace que están más corrompidos que los padres y de no ser por las ineficaces leyes que éste mundo rigen ya estarían recibiendo sus presentes en alguna prisión de máxima seguridad, encerrados tras las rejas para ver si así dejan de ser como son, como se han venido haciendo. Pero bueno, a la casa de los Pérez ya no voy, no desde el año pasado que fue para ellos mi última visita. No es que la hija perfecta que antes ahí vivía ya no sea una niña, bueno en verdad ya desde el año pasado no lo era, pero entonces sí me enviaba cartas y hoy ya no lo hace, creo que ya no tiene ni para papel ni para tinta. La casa de los Pérez ha dejado de ser perfecta y yo mucho tuve que ver en ello, esa noche en la que bajé por su chimenea, luego de muchos esfuerzos, el traje manchado de hollín y algunas heridas leves. En eso estaba pues, limpiando mi roja vestimenta y lamiendo mis rojas heridas, cuando la luz del pasillo, o mejor dicho quien la encendió, me sorprendió.
Se trataba de Alicia, la hija perfecta de aquella familia perfecta dueña de aquella linda casa decorada muy al perdido estilo del siglo XXI. No se si el oído ya me fallaba desde entonces, pero nunca la escuché, no hasta que estuvo a unos cuantos metros de mí, vestida con aquella pequeña bata transparente y armada con aquellos lindos ojos verdes y aquellos redondos, firmes y encantadores blancos y juveniles senos. Me quedé paralizado, ese que me condenó a éste martirio nunca me dijo como debería de actuar en situaciones de emergencia como la de esa noche y yo que jamás había estado antes en una, no tenía experiencias previas de donde sacar conclusiones o de donde imitar acciones. Me quedé inmóvil y ella se me fue acercando, lentamente, torturándome con su suave y sensual contoneo, ese que habría deseado tuvieran los niños de mi internado, ese del que fui tutor en mi vida pasada, no antes de que muriera o de que despertara en éste gordo y horrible cuerpo, sino antes de que me descubrieran en el acto, el sexual, ese que con mis queridos niños llevaba a cabo en contra de su voluntad, igual que en contra de la mía me metieron en éste traje y me pusieron a viajar por el mundo entregando regalos a esos los seres más hermosos. Sí, habló de las mismas criaturas que antes demonicé y a las que en verdad adoro, deseo e idolatro. Si tan mal de ellas hablo es porque el concentrarme en sus defectos es un intento desesperado de olvidar que ya no puedo tener sus virtudes, esas por las que mi otro yo, el que ahora duerme bajo mis pantalones, entraba destrozándolas y provocándome el mayor de los placeres, los mejores y más intensos orgasmos, cobijado por sus estrechas y, después de haberme probado, maltrechas carnes. Sí, amo a los niños, mucho más de lo que quisiera porque ahora ese amor sólo me duele pues ya no puedo tenerlos, ya no puedo profanarlos como las cuevas vírgenes que son. Es que no lo entiendo, ¿para qué otra cosa se hace a una persona virgen sino para que alguien le quite dicho estorbo? ¿Qué más da que sea unos años antes o unos años después? No lo entiendo, pero así son las cosas y mejor regreso con mi historia.
¿En qué me había quedado? Perdón la falta de memoria, pero después de vivir ya varios siglos el cerebro comienza a jugarme chueco. Ah, sí, ya lo recuerdo. La pequeña, o ya no tan pequeña Alicia, caminaba lentamente hacia mí cuando finalmente reaccioné e intenté escapar por esa chimenea por la que antes tantos esfuerzos me había costado bajar. Corrí y quise comenzar a escalar, corrí incluso olvidando la bolsa de regalos, pero ella me alcanzó, o mejor dicho nos alcanzó, a mí y a mi otro yo, ese del que ya les he hablado y sobre el cual puso su mano, despertando esos instintos y esas necesidades que en verdad nunca estuvieron dormidas, pero que hacía mucho no sentía tan fuerte, tan quemándome por dentro, tan diciéndome date la vuelta y cógetela ahí mismo, en la sala de la casa de sus perfectos padres, sobre la mesa donde ponen las fotografías de su perfecta vida. Cógetela ahí mismo y dales un perfecto nieto, a ver si por contribuir a la conservación de tan bella y afortunada especie te quitaban el castigo de una vez por todas, a ver si por lo menos te pasabas un buen rato entre las piernas de aquella perfecta hija, que más bien parecía una perfecta puta pues ya me lo había sacado, a mi otro yo. Quién sabe como le hizo, pero en un dos por tres y sin que yo lo notara hasta sentir su mano rodeándolo, lo liberó de su prisión y empezó a acariciarlo, de arriba abajo, de abajo arriba y con gran ímpetu, como se hace una buena paja, como se pone a un hombre caliente y se le hace olvidar todo lo que no tenga que ver con sexo, con penes, con coños, con venidas y con idas, entrar, salir y entrar de vuelta, por en medio de sus labios, pero no por esos que guardan una blanca dentadura sino por los que esconden una húmeda y cálida negrura, esa que por más que quise, que si bien no fue mucho pero sí lo quise, no pude evitar desear con todas mis fuerzas, con todos esos siglos de sólo probar los culos arrugados de mis duendes ayudantes, de mis viejos y celulíticos consuelos en esas noches de recuerdos, en esas noches de desear estar de nuevo en el internado, junto a alguno de mis niños, entrando por alguno de sus anos, esos aún libre de pelos, esos que todavía huelen a rosas, esos que tan bien te la aprietan y por los que luego lloras, por no tenerlos, por haberlos perdido, por el castigo recibido. Ah, ¡que bien me la meneaba¡ Me pregunté si no me habría equivocado de casa, si sería en verdad aquella la de los Pérez. Miré una, dos y tres veces las fotografías para ver si no era la de los Montes, esa donde aquellas prácticas masturbatorias estarían más a tono, pero no, sí era la de los Pérez y eso más me calentó, más me excitó, más me enloqueció y me hizo perder el control hasta el punto en que dejó de importarme mi misión, mi penitencia, quien me la puso y todo lo demás, lo único que quería era a esa niña, a esa Alicia que había resultado no ser tan perfecta, que había resultado ser una putita golosa viviendo en medio de las apariencias de sus mojigatos padres, una perra en celo esperando por alguien que saciara sus ganas y ahí estaba yo: tratando estúpidamente de escapar y con la verga de fuera, ya babeándole la mano de tan bien que la meneaba. No pude más. Me di la media vuelta y me lancé, con todos mis pesados kilos y mis blancas barbas, sobre su frágil cuerpo, para empezar a lamer esos redondos, firmes y encantadores blancos y juveniles senos, guardados nada más debajo de esa diminuta y transparente bata. Me lancé sobre de ella con la intención de devorarla entera y darle eso que con tanto amor acariciaba, pero de un empujón y de un grito me detuvo, haciéndome pensar por un momento que ya no lo quería, que ya no me deseaba, pasándome un instante por la cabeza la idea de forzarla, la idea de molerla a golpes si no guardaba a mi otro yo en sus otros labios, esos que no podía dejar de admirar aún cuando de ellos mi miembro había apartado.
Espera, aún no has leído mi carta. Me dijo, sentándose al borde del sofá, con las piernas abiertas y sus manos entre ellas, jugando, advirtiéndome: que a menos que leyera su estúpida carta no serían las mías las que tocarían ese tesoro.
Y así tuve que hacerlo: saqué de mi bolsillo la carta que Alicia me había enviado meses atrás y comencé a leerla.
"Querido Santa:
Yo se que ya no soy una niña, y no lo digo porque tengo ya catorce, sino por el buen tamaño que han ganado mis tetas y
¡Dios Santo¡ Aquellas líneas, aquellas palabras salidas de la pluma de la hija perfecta de los Pérez me sorprendieron tanto que paré en mi lectura, así como se me paró más mi otro yo, que ya me dolía de tan caliente, de tan excitado. Me detuve para asimilar un momento lo que acababa de entrar por mis ojos y en la cabeza se fijaba. Miré a la autora de esas frases impresas en el papel que tenía entre los dedos y sí, era ella, la misma que años atrás me pedía muñecas Barbie y platos para jugar a las comiditas. Era ella o mejor dicho no lo era, ya no tanto, o sí pero diferente, más crecida, más mayor, más ganosa y abierta, muy abierta a nuevas experiencias, esas que yo estaba más que dispuesto a darle. La miré por unos segundos, la miré perder el meñique en su sexo y regresé a la carta, antes de que la sangre necesaria para que mis ojos funcionaran fuera arrebatada por mi verga, que palpitaba ansiosa por volver a probar carne joven, carne virgen, carne que no fuera de duende pues esa estaba muy aguada, no se gozaba tanto en ella.
los pelos que me han salido en el coño. Sí, querido Santa, mi pubis ha comenzado a poblarse de un fino y rubio vello que yo he quitado para facilitarme la masturbación, porque has de saber que desde hace un par de meses me masturbo, desde que mi amiga Brenda me enseñó cómo, desde que la descubrí haciéndolo en mi cuarto, un día que vino a mi casa para hacer un trabajo escolar juntas, un día que mi padre llegó temprano y no esperaba las visitas, un día que dejó sus calzones tirados en el piso y mi bribona compañera los tomó para olerlos mientras sus dedos se extraviaban en su entrepierna, mientras de su boca salían jadeos y maldiciones, blasfemias y suplicas por tener algún día dentro de ella eso que aquellos calzones al estar puestos guardaban. Desde ese día me masturbo entonces, pensando no en la verga de mi padre, que si bien está muy bien sería ya demasiado pecado de mi parte pensar en ella, imaginando la de alguien más, la de un desconocido, la tuya, esa que seguro no te has visto por culpa de tu enorme panza, que espero sea una miniatura comparada con tu miembro, ese que anhelo me regales ésta navidad.
Sí, Santa, ésta vez no quiero muñecas ni peluches, ni platos ni pelotas, ni vestidos ni dinero. Lo único que quiero es conocerte, a ti y a tu polla, esa por la que en las noches mientras mis padres duermen yo me corro, esa de la que con un poco de suerte, si te encuentro bajando por nuestra chimenea, exprimiré hasta la última gota de leche, hasta la última gota de semen. Ésta navidad, no te pido más que perderme entre tus brazos y con ayuda de tu "amigo" librarme de la carga tan grande que la virginidad representa para mí, de éste estorbo que es el himen. No soy una experta como te lo dirán mis palabras, pero no puedes negar que la idea de ser el primero compensa mi ignorancia y te la pone tiesa de tan sólo pensarte en mi interior, de tan sólo verte destrozando mis entrañas, bañándolas con tu esencia.
Eso es todo lo que en ésta navidad quiero, mi querido Santa, y ya habiéndotelo dicho me despido, esperando tener la suerte de encontrarte el veinticuatro o el veinticinco, eso es lo de menos. Un beso, no, mejor una lamida en la punta de tu cosa, esa que estoy segura muy pronto me bombeará con fuerza y placer, el mismo que desde hoy siento nada más de contar los días que para nuestro encuentro faltan. Hasta pronto.
Siempre tuyos:
Éstas juveniles tetas y éste lampiño coño."
Aquellas palabras fueron más bien caricias, podía sentirlas en la punta de mi cosa, tal como ellas mismas lo decían y como en verdad Alicia en ese preciso instante lo hacía. Mientras yo bajaba por sus líneas, ella bajó por mi cuerpo, saltó mi barriga y se apoderó de mi miembro sin que yo distinguiera que era su lengua y no sus letras la que me hacía temblar las piernas, la que bombeaba esa leche de la que tanto deseaba beber. La que creí la hija perfecta de la familia Pérez estaba arrodillada frente a mí y con toda mi polla dentro de su boca, lo que considerando que en verdad no era mi prominente estómago lo más grande en mi anatomía, me resultó más que sorprendente y me convenció de que estaba con una perfecta puta, con una perra golosa que no descansaría hasta que me la follara como a nadie, como nunca, y yo no iba a decepcionarla, pero eso sería para un poco más tarde, mientras había que gozar de su lengua, de sus labios, esos que guardan la blanca dentadura y que tan exquisitamente bajaban y subían a lo largo del muy largo tronco de mi otro yo. ¡Que bien lo hacía¡ ¡Que bien la mamaba esa zorrita¡ ¡Y como lo gozaba, por Dios¡ La expresión en su cara era de una lujuria tremenda, de un placer desbordante, como si hubiera nacido para tragar verga, como si de ello latiera su corazón. Creo que lo disfrutó más que yo, porque se corrió sin siquiera tocarse o sin que yo la tocara, nada más de tener mi pene taladrándole la garganta, se corrió de una manera tan escandalosa que si su boca no hubiera estado llena sus padres seguro se habrían despertado y me los habría cogido a los tres, pero con ella me bastó. Su venida le sumó ganas y no tardó en exprimirme ese semen que tanto añoraba, no tardó en sacarme diez, doce o quince chorros espesos y abundantes que tragó sin problema alguno, como la puta golosa que era, y yo tuve que morder mi brazo para no gritar, para soportar el placer que esa niña me provocaba. Todavía traigo la marca de mis dientes, como prueba de aquella noche inolvidable que nos desgració a los dos pero que tanto gozamos, que tanto vivimos, como nunca estoy seguro ha vivido nadie en éste mundo en el que ya no se sabe que es eso, en el que se camina sólo por inercia, esperando a ver cuando lo matan a uno o cuando se mata uno mismo, porque nadie se digna siquiera a dispararte, nadie te hace caso y a nadie le importas, pero no nos desviemos del tema. Continuemos con mi historia que aún no termina, que aún le faltan unas cuantas corridas y no precisamente de toros o sí, considerando mi corpulencia y el tamaño de ese mí otro yo, que tras la rica y deliciosa mamada que Alicia le había proporcionado comenzaba a perder vigor y tamaño.
La pequeña se lamía y relamía los labios, saboreando lo que acababa de probar, y yo no pude contener mis ganas de saborear aquellos que sus manos habían dejado desatendidos y que aún brillaban por la reciente y automática venida que de tan sólo chuparme la nena había tenido. Me perdí entre sus piernas y le devolví el favor, ahora sí de corazón y no de a fuerzas como cuando le dejaba bajo el árbol de navidad los regalos, esos que seguro se merecía, más que ninguna otra niña, pero que yo odiaba porque me recordaban lo que por mucho tiempo no tuve por haberlo un día tenido y que esa noche en la sala de los Pérez volvía a tener. Le devolví el favor y prontamente, con los movimientos acelerados de mi agrietada lengua y mis arrugados dedos, conseguí que se derramara en mi boca y lloré de felicidad al beber otra vez ese elixir exquisito que cuanto más joven sea el fabricante mejor sabe, mejor sensación deja, en la boca, en el corazón, en la polla, esa que de nuevo se me había puesto tiesa y me reclamaba un poco de ese dulce licor y un mucho de la gruta por donde brotaba, esa a la que obedecí de inmediato y, levantando a Alicia, enterré hasta el fondo, de un solo y limpio intento, tal y como en las chimeneas entraba los primeros días, con agilidad, con fuerza, con coraje y con gozo, uno infinito, uno que no pudieron detener ni esa inútil barrera que es el himen ni esos gritos callados por mis besos que expulsó la antes perfecta hija y entonces perfecta puta, esos alaridos silenciosos provocados por sentirse llena por primera vez, esos quejidos que nadie escuchó pues se ahogaron entre la saliva que nuestras lenguas entrelazadas como las víboras que eran produjeron, entre la mezcla de fluidos, los suyos, los míos, los que impregnaban el ambiente con su olor a entrega, con su aroma a sexo.
Ah, ¡que bien se sentía estar dentro de ella¡ ¡Que bien se sintió escucharla gozar, gemir después de que el dolor había pasado¡ ¡Que satisfacción fue saberme el primero, el haberla corrompido, el ver sus ojos ponerse en blanco por el placer que le daba mi verga moviéndose sin clemencia en su interior¡ ¡Que goce, que disfrute¡ Todavía lo recuerdo, como si hubiera sido ayer. Todavía me acuerdo de cómo la penetraba con verdadera furia, a gran velocidad y ella me pedía más. "Más rápido", me decía. "Dámela toda", me pedía. "Destrózame", me imploraba, y así lo hice. La follé hasta que mi cuerpo no pudo más, hasta que mis piernas se doblaron y caímos los dos al suelo, yo encima de ella y mi miembro se le enterró más hondo y la hizo gritar, y la hizo acabar y apretarme de una manera tan deliciosa que también acabé yo, vaciando hasta el último mililitro de semen contenido en mis testículos, esos que se apartaron de mi cuerpo regresando a su tamaño normal al igual que mi verga, que poco a poco se fue saliendo de entre sus labios, mojada con sus jugos, con los míos, oliendo a pecado y sabiéndose satisfecha, casi tanto como Alicia, que rodeaba mis nalgas con sus piernas para que no me fuera, pero eso era imposible, tenía que hacerlo y así lo hice. Me vestí, tomé la bolsa de regalos y salí por la misma chimenea que había entrado, no sin antes dejarle unos regalos y una sonrisa de oreja a oreja, esa que aún tengo grabada en la mente y por la cual creo que continuar con mi castigo, aún cuando de no haber hecho nada ese año habría sido el último, valió la pena, después de todo, ¿qué podría hacer ya sin mi internado, sin mis niños? Creo que a partir de esa noche le encontré el gusto a ésta penitencia que alguien de quien aún no tengo las más mínima idea me impuso por el simple hecho de seguir unos gustos que la misma naturaleza me dio y que de ser en verdad incorrectos o malvados, no me habría dado. Uno nunca sabe cuando se encontrará con otra Alicia, y si no me encuentro con otra como ella será cuestión de buscar a la original por las calles de la ciudad, a donde la echaron sus perfectos padres cuando se enteraron que se había atrevido a destrozar sus perfectas vidas quedando embarazada disque de Santa Claus. Sí, ¿quién lo iba a pensar? Ahora hasta padre soy y a la mejor, en unos cuantos años, cuando el chamaco crezca y se le forme un poco el cuerpecito, pueda llevarle también sus regalos. Y no hablo de un coche, una bicicleta o un balón. No, habló de ese mi otro yo, del que gozó aquella noche su madre, ese por cuya culpa vaga con el hambre alojada de por vida en su estómago y con el niño en sus brazos, ese otro yo que tanta desdicha le trajo pero que aún recuerda con una sonrisa, lamiéndose los labios, pues fue el único que, al menos por unos minutos, en éste mundo en el que eso es ya todo un logro, la hizo sentirse viva, feliz.
Don Antonio de la Rúa era sin duda el más atractivo de los hombres. Con su cuerpo ejercitado, sus bellos y expresivos ojos azules y su larga y rubia cabellera, era el sueño de cualquier doncella y de uno que otro hombre casado con dichas damas. Todas lo deseaban para esposo y algunos para amante, para que los hiciera gritar a base de azotes con ese enorme bulto que sus mayas no podían disimular. Eran muchas las personas que rezaban por atraparlo, pero a ninguna o a ninguno hacía caso, estaba dedicado en cuerpo y alma al cuidado de su internado, al cuidado de esos desamparados niños que en su casa recogía y con la fortuna que de sus padres había heredado mantenía. "Es el hombre más generosos que he conocido", exclamaba la gente al verlo pasar, pues lo que en verdad querían decirle, eso de que soñaban con tenerlo dentro y se corrían acariciándose en honor a él, no era bien visto. "Es un santo", decían otros, lejos de saber que en verdad era el peor de los demonios, el mismísimo Satán que en aquel asilo para huérfanos tenía su infierno, su guarida, el lugar donde cometía ese acto que para él representaba la más hermosa de las prácticas, la más valiosa de las virtudes: el sexo con infantes. Sí, tras la protección que le brindaban aquellas rejas, en el anonimato que le otorgaban aquellos gruesos muros, el respetado hombre de sociedad saciaba sus más bajos instintos con uno o dos de sus "protegidos", a quienes mejor debería de haber llamado "recogidos" porque eso es lo que eran, eso es en lo que él los convertía, simples objetos sexuales que usaba cuando se le antojaba, cuando se le ponía tiesa o hasta que no los encontraba colgados, envenenados o desangrados por haberse cortado las venas, en medio de un charco de sangre en las inexistentes bañeras. Sí, ese que todas y algunos deseaban, ese hombre generosos casi santo al que poco faltaba para que le pidieran milagros, era en verdad un monstruo y tenía otro colgando entre sus piernas, oculto bajo sus ropas, otro con el que ultrajaba la inocencia de esos que por desgracia o mala suerte caían en sus manos o mejor dicho en su miembro, ya fuera de boca, coño o culo, en eso no tenía preferencias, mientras fuera un agujero cálido todo le parecía bien. No había chamaco que no pasara por su habitación, que no durmiera entre sus sábanas cobijado por el dolor de haberlo tenido dentro, contra su voluntad pero por agradecimiento, como él se los decía. Esa tarde le tocó a Pablo, quien se puso a temblar en cuanto escuchó el cerrar de las puertas, en cuanto se supo a solas con aquella bestia. Esa tarde le tocó a Pablo, quien fue retrocediendo al ver como ese monstruo crecía a cada paso que su dueño daba, que fue retrocediendo hasta que topó con pared y ya no tuvo otra salida que darle a su "benefactor" la entrada, primero la de arriba y después la escondida entre sus nalgas. De nada le sirvió llorar, de nada le valió gritar y poco obtuvo con suplicar. Don Antonio no se detuvo hasta haberse dentro del niño vaciado, hasta haber saciado todas sus ganas de carne joven. Y después durmieron juntos por sí a media madrugada se le antojaba tenerlo de nuevo, pero para desgracia de uno, la suya, y para fortuna de otro, la de Pablo, eso no sucedió. El malvado hombre despertó acostado en una cama que no era la suya, metido en un cuerpo que nada tenía que ver con él: viejo, lleno de grasa y de arrugas, lo único que conservaba era el buen tamaño de su monstruo, de su "otro yo" como el lo llamaba. Se despertó sin saber quien lo había enviado ahí, quien le había dado tantos años y kilos de más, sin saber nada pero con una misión bien puesta en el cerebro: la de entregar regalos a todos esos niños que como castigo ya no podría tener, o al menos no hasta encontrar a alguno tan depravado como él, hasta toparse con alguno que le ofreciera voluntariamente la entrada, aumentando con ello la penitencia y el tiempo antes de cruzar la salida, pero haciéndole gozar de nuevo el dulce sabor del pecado. Ese sabor a sexo que hace verdaderas las noches buenas, que hace ricas las navidades.