Regalo
Un regalo como el de Carnaval se merece una respuesta similar: aquí va mi regalo para ti, Patricia
Aunque me gusta en general cualquier época del año porque hay que disfrutar de lo que venga cuando viene, he de reconocer que la primavera es mi estación favorita: los meses de abril, mayo y junio son siempre jubilosos por la llegada del calorcito, por esos días que cada vez son más largos, y porque las vacaciones están a la vuelta de la esquina. Así que no te voy a mentir: me cuadra y mucho que tu cumpleaños sea en junio.
Quizás te hayas preguntado qué pasaba estos últimos días. Puede que me vieras un poco más evasivo, como si estuviera ocultándote algo, una actitud completamente distinta a la habitual. Yo pensaba que todas mis intrigas estaban siendo muy discretas, pero a ti no se te escapa nada, mi pequeña Patty Holmes. Y es que esta vez quería ser yo quien te sorprendiera. Agradecido por esa irrupción de fantasías cumplidas, como la del Carnaval más satisfactorio y gratificante de la historia (aún resuenan por las paredes de la casa de tus padres nuestros desaforados gemidos, yo creo que la cama aún tiembla de todo lo que follamos esa noche, y Catwoman y Batman son identidades secretas nuestras que acuden en bastantes ocasiones en nuestros juegos sexuales), quiero que disfrutes de esa posición de quien no sabe nada de la sorpresa que te están preparando.
Cada cual tiene sus métodos. Yo he optado por disimular. Quizás te quedaste un poco defraudada cuando te contesté un poco impersonalmente que te llevaría a cenar a un buen restaurante para celebrar tu cumpleaños. No sabes que estoy pensando en otro tipo de cena, y que la preparación me ha exigido algún riesgo. Por ejemplo, que te enteraras de que te he “robado” un par de prendas tuyas. Ese bikini azul celeste con el que alguna paja me casqué a tu salud pensándote con él puesto. Y ese picardías sedoso tan sofisticado (y transparente) con el que me has dado alguna sesión de sexo inolvidable.
Necesito un poco de suerte de mi parte, y el hecho de que caiga en lunes no me viene tan mal como al principio me pareció. Ya me las ingeniaré para conseguir el justificante que me impida ir ese lunes al trabajo, que lo importante es que tu cumpleaños no se reduzca a un solo día. Tu cumple este año abarcará todo el fin de semana. Tan sólo necesito que no trabajes por la tarde ese viernes y que te puedas librar de ir el fin de semana. Y por lo que parece, has despejado tu agenda lo suficiente como para complacerme, aunque todavía no sepas hasta qué punto es así.
No sé por qué, pero tú tampoco das muestras de excesiva emoción por cumplir años. No te miento cuando te digo que cada día que pasa me parece que estás más buena, máss más guapa y joven, más radiante porque te sienta bien estar conmigo, igual que me pasa a mí, pero aunque me duela no escarbar más y tratar de disiparte ese asomo de seriedad, ese poso de casi melancólica indiferencia, me viene bien para calibrar mejor mi sorpresa.
Me debato sobre si intervenir en tu atuendo del viernes (el resto de ropa del fin de semana corre por mi parte, he ido ampliando conforme se acercaba la fecha el número de prendas robadas), y al final decido no inmiscuirme. Confío plenamente en que me gustará cualquier cosa que lleves. Cuando salgo de trabajar, vuelvo a meterme en la página web para cerciorarme por enésima vez que la reserva está bien, y que las opiniones de otros clientes corroboran que las fotos se corresponden a lo que parece. La dosis de paripé me lleva a mandarte un whatsapp preguntándote si te apetece una clase de pádel (otra más, aprendes con facilidad y tus progresos son notables) para cuando llegues a casa. Tu respuesta me confirma lo que quería saber: sales un poco más tarde de lo previsto y no te apetece mucho, pero lo dejas a mi elección. Esta vez, querida mía, las palas se van a quedar guardadas en un rincón.
Estoy tentado de anunciarte que salgo a buscarte, pero finalmente la sorpresa será completa. Si por mí fuera, te asaltaría por detrás tapándote los ojos y poniendo el pañuelo con cloroformo en la nariz, pero eso, me da a mí, ya sería pasarse. No hay que llevar las bromas tan al límite, ¿verdad? Así que cuando apareces con tu elegante traje de ejecutiva sexy, bastante de oscuro, tu estatura incrementada con tus taconazos altos, resuelta y un tanto cabreada (o al menos las líneas de tus cejas conforman poco arco, mala señal esa, aunque es cierto que tampoco llego a calibrarlo del todo cuando se ausenta de tu gesto la sonrisa), me limito a tocar el claxon un par de veces, hasta que descubres que el infausto agresor de la tranquilidad de la calle soy yo, y asoma un movimiento facial característico tuyo: abres mucho tus ojos de por sí ya grandes, y me regalas una sonrisa plena. En el giro de tu dirección oscila tu amplia coleta, de hombro a hombro, y al llegar a mi Peugeot me plantas un beso poderoso en los labios.
“¡Qué sorpresa!”, me dices, casi jubilosa. Y no es más que el inicio, te adelanto. Y sin mediar más palabra, saco de mi bolsillo un antifaz (tu mesilla de noche es una caja inagotable de accesorios ya para mí indispensables) y te pido que te lo pongas. Cualquier otra hubiera preguntado por qué, pero tú enseguida adivinas mis intenciones y ni vacilas en ponértelo. Asomo cuatro dedos delante de tu cara, te saco la lengua, acerco mi índice a tus labios (que me lo succionan de inmediato) y pongo en marcha el coche y el GPS. Te pongo la lista de reproducción que te hice y cantamos los estribillos de las canciones más celebradas.
Aunque antes de salir te anuncio que nos queda casi una hora para llegar a nuestro destino, un poco más tarde de la media hora empiezas a agotar tu paciencia. "¿Queda mucho? Quiero verte. ¿Puedo quitarme la máscara? Déjame hacerte una mamada...". Trato de distraerte hablándote de mis clases, preguntándote cosas del trabajo, hablándote de la siguiente serie que veremos, pero me lo empiezas a poner difícil. Menos mal que ya estamos llegando… La entrada al recinto es de gravilla, pasamos la barrera de control sin dificultades al enseñarle la hoja con la reserva y sin hacer caso a la mirada de extrañeza del vigilante, y pronto el sendero de tierra se hace cada vez más agreste.
Sí, la casa por fuera tiene toda la buena pinta que se le presuponía al sitio. “Quédate un momento aquí”. Quiero abrir la cerradura y la puerta, y pronto, al regresar y ver que aún sigues pacientemente a mi vuelta, me doy cuenta de que te mereces un premio por haberte portado tan bien. Aprovechando que la casa domina la situación desde una colina, me saco la polla. Durante el trayecto te has quitado la americana y te has desabotonado tres botones de la blusa, con lo que tu sujetador blanco push up y tus abundantes atributos son suficiente estímulo para mi erección. Al abrir la puerta, refreno tu intento de huida y aproximo mi cadera a tu cabeza. Detengo tus manos y las sujeto por encima de tu cabeza y te doy una sencilla orden:
Cómeme la polla, Patricia.
Y ahí, sentada en el asiento del copiloto, te afanas en complacerme. Sé que con las manos te habrías empleado mucho mejor, acariciando mis testículos, haciendo esos juegos de sacártela de la boca y metértela con ruidosas aspiraciones, pero para empezar no está nada mal. Empiezo a acariciarte los senos y noto que tus chupadas son cada vez más ansiosas, me llega el ronco gemido de tu garganta y sé que ahora estarías estimulando tu clítoris de poder hacerlo.
Para un momento. Te voy a dejar ver un momento dónde estamos, entramos y te vuelves a poner la máscara, ¿vale? No te apetece mucho parar ahora, pero asientes. Me meto la polla en el pantalón (a duras penas eso entra), te ayudo a levantarte y te quito la oscuridad de los ojos. Las vistas desde allí son imponentes, se ve el río Alberche debajo, el cielo azul es de los que parecen diseñados con Photoshop, brilla el sol y ni en mis mejores cálculos habría diseñado un entorno mejor. Creo que te emocionas hasta un poco cuando te digo que pasaremos todo el fin de semana aquí. “Y ahora vamos dentro, tápate los ojos otra vez”.
Te llevo por las escaleras con cuidado, atravesando el resto de las luminosas estancias, y durante este trayecto te voy despojando de ropa: fuera la americana, la blusa a los pies de la escalera, el sujetador para que mis manos jugueteen con tus pezones a mi antojo, la falda de tubo a la puerta del dormitorio, el tanguita (empapado, no esperaba menos) justo antes de tirarte a la cama. Muy rápidamente, me desnudo yo también, pero impidiéndote que te muevas. Te muerdes los labios y te mueres de ganas por que dé el siguiente paso, pero me tomo mi tiempo. Te pregunto si el colchón es cómodo, te he dejado antes que estires tus brazos a los lados para que compruebes que no puedes abarcarlos (el tamaño “king size” no desmerece). Te canto las excelencias de ese jacuzzi situado en frente de las vistas, y saco el aceite de almendras para relajarte un poco, que te veo un poco exaltada.
Adrede, me dejo las zonas más sensibles, y me centro en tu espalda, en tu cuello. Quiero que tu cuerpo esté en perfectas condiciones para lo demás y sé que has pasado muchas horas delante del ordenador. Cuando empiezas a quedarte tan relajada que tu respiración me sugiere que te estás quedando traspuesta, te abro las piernas y me centro en tu coñito. ¡Vaya cambio en tu respiración! Mis dedos resbalan por una zona caliente que es totalmente permeable a las caricias que te hago. Te doy la vuelta y cuando te arranco el primer orgasmo de la jornada, me lanzo a tus tetas, no sin antes sacar las cuerdas para atarte al cabecero (lo que me costó encontrar una cama con algo para ello).
Me estás volviendo loca, Julián, fóllame ya. Pero todavía es pronto. Quiero saborear tu sexo, y me lanzo a ello con ansias. Estás tan sensible que tus gemidos se convierten en gritos de placer. Tu clítoris es una diana totalmente estimulada y cada roce te hace ver las estrellas. Me pone tan cachondo que necesito cambiar un tanto la postura, de modo que me pongo al revés y acerco mis testículos a tu boca, que no tardan en reaccionar, mientras que el enfoque contrario hace que tu coñito parezca un bollo diferente. No me muerdes de pura casualidad, y cuando bajo un poco más y te da para alcanzar mi polla, tu mamada es casi salvaje. Por más que te digo que te haré lo que tú me hagas para rebajar la intensidad, no hay manera, y acabamos practicándonos un sexo oral que haría temblar cualquier cimiento.
En tu enésimo orgasmo, te suelto, te llevo al borde de la cama y te pongo a cuatro patas mientras yo me pongo de pie para encularte. No me hace falta ser muy perspicaz para saber a qué ritmo quieres que te folle. Tampoco yo podría hacerlo de otra manera que no sea fuerte y rápido, voraz y desatado, ansioso e intenso. La retahíla de gritos por tu parte se une a mis gruñidos y mis “Patricia”. Nunca me canso de penetrarte, de sentir ese ávido sexo que engulle mi rabo y que disfruta cada vez que choco mi cuerpo contra el tuyo, follándote sin tregua, jodiéndote hasta el fondo, sudando ambos como animales en celo. Mis manos recorren tus caderas, tus pechos, no dan a basto. Me pasa muchas veces que querría hacerte cientos de cosas a la vez y me cuesta concretar o centrarme en algún movimiento.
Me voy a correr, te aviso.
Córrete dentro de mí, dámelo todo, Julián.
Y justo cuando acabas la frase el latigazo del placer se persona y de mi glande sale disparado el semen que te inunda. Tu alarido es casi infrahumano, una mezcla entre “sí” y “ah” que se remonta a la historia de todos los orgasmos acumulados por el ser humano.
Joder, vaya polvazo, cabrón, me dices cuando tu pulso recobra valores normales y tu respiración te permite incluso inhalar a través de la nariz. Me besas con ganas y yo, también recobrándome, te apunto la posibilidad de relajarnos en el jacuzzi. “Pero tienes que ponerte el bikini azul antes”, y por la manera de decírtelo sabes que el segundo asalto será en condiciones acuáticas. Te veo bastante preparada…