Regadío
Una historia de amor y sexo en esa edad difusa entre la madurez y la tercera edad...
Otra cosa no sé, pero comer, hay que reconocer que aquí se come de maravilla-
dijo, y echándose hacia atrás en su asiento amagó con soltar el botón de su pantalón y dejar libre su madura barriga. Su Antonia, Paco y Luisa, la pareja con la que comparten mesa, mantel y viaje ríen su guasa. Minutos después la broma dejó de ser tal, y la pesadez de su estómago se alió con el calor y el sopor vespertino e hizo aconsejable pasar esas primeras horas de la tarde en el hotel. Las dos parejas se volverían a juntar cuando el sol apretase menos para poder seguir descubriendo los encantos de la ciudad.
Se había quedado dormido tan pronto como se tendió en la cama. Cuando entreabrió los ojos su mujer ya caminaba por la habitación, rebuscando en las maletas el ropaje adecuado para un paseo junto al mar. Pepe siguió sus vaivenes con la mirada sin que ella se percatara, y en la comodidad de la cama de un hotel de cuatro estrellas, se dijo a sí mismo que en el fondo habían sido afortunados. Aunque los viajes como ese hubiesen llegado demasiado tarde, después de toda una vida de trabajo duro y mal pagado, después de tantos sacrificios para que sus hijos pudieran llevar una vida mejor; aunque su Antonia dejase pronto de ser la chiquilla de la que se enamoró perdidamente para ganar enseguida kilos y arrugas, aunque los achaques les recordasen que ya no eran ni siquiera adultos… Pese a todos los esfuerzos realizados a lo largo de sus vidas, había valido la pena vivirla juntos. Qué otra cosa podía pensar: bien comido, reposando entre las sábanas satinadas de un buen hotel, con su mujer a su lado y por si faltara algo habiendo despertado con la polla endurecida, algo que, a decir verdad, ocurría cada vez más de tarde en tarde.
Un brazo cruzado por detrás de la cabeza, la otra mano cerciorándose bajo la sábana de que era cierto lo que sentía en su cuerpo, preguntó:
¿has descansado bien, amor?
Ella se limitó a sonreír para afirmar. Después siguió observándola vagar en ropa interior por la habitación. Cuando ella se acercó a la mesilla, él descorrió la ropa de cama que lo cubría queriéndola sorprender con esa inopinada erección. Ella lo miró y volvió a sonreír negando con la cabeza como queriendo decir
no cambiarás nunca.
Pepe comprendía a su mujer sin necesidad de oírla, pero aquel día, en aquella habitación de hotel, no acababa de entender qué significaba la sonrisa que se dibujaba en la comisura de los labios de su Antonia. Podía querer decir
a la vejez viruelas
o
ay si hubiéramos podido hacer estos viajes de jóvenes, la de ciudades que habríamos visitado sin llegar nunca a conocer
. Precisamente porque no entendía al pie de la letra lo que quería decir su mujer con ese meneo de cabeza, Pepe exigió un poco más a su anquilosado cuerpo y se dobló hasta acercar sus labios a los muslos de su mujer, que de pie junto a la mesilla, se ponía de nuevo los pendientes. Después de recorrer con sus besos toda la superficie posible, Pepe seguía sin tener muy clara la reacción de Antonia, así que verbalizó sus deseos:
-
¿Y si…?
- por si su mirada no bastaba, agarró tiernamente la mano de su mujer y la llevó a comprobar por sí misma que no era sólo el aspecto, sino también el tacto de otrora lo que se adivinaba en su entrepierna.
Antonia buscó con la mirada su reloj. No recordaba haberlo hecho, pero debía haberlo guardado en el cajón, y afortunadamente para Pepe, sus ganas de travesura eran esa tarde mayores que su virtud de puntualidad. Como entre ellos, siempre que no se explicitase un no, era un sí, Pepe se apresuró a levantarse de la cama y abrazar a su mujer.
Si se lo hubiesen preguntado hacía cuarenta y cinco años, hubiese respondido sin dudar que los pechos, grandes, tersos, firmes, pero con el tiempo se había dado cuenta de que la parte del cuerpo de su mujer que más le gustaba era su nuca. De tanto observarla al acostarse había terminado por aprendérsela de memoria, y hoy en día era capaz a ciegas de trazar con la yema de su índice la línea imaginaria que une, en forma de triángulo, las tres minúsculas pecas que tiene Antonia detrás de su oreja derecha. Por eso el primer beso de Pepe aquella tarde fue a parar a ese rincón. Luego, en parte porque nunca había podido resistir la femineidad de Antonia, en parte porque a estas alturas de su vida nunca se sabe cuánto va a aguantar la dureza, el resto de sus besos se revolucionaron y fueron precipitándose por sus hombros, su cuello, sus brazos… Como Antonia vestía sólo sujetador y bragas, y él había despertado como Dios lo trajo al mundo, pensó Pepe que rápidamente estarían desnudos y yaciendo juntos. Pero no pensó Pepe en las prisas, que como repetía siempre su abuelo eran malas consejeras, ni en los nervios, ni en los cierres de los sujetadores modernos, así que cansado de no poder quitarlo se decidió a tirar de las, más marmitas que cazoletas, y poder así acariciar los caídos senos de su mujer.
-
Quita, quita, que me lo vas a romper…
- protestó ella, y tras apartarlo, en un gesto sabio que Pepe miró embobado, soltó el cierre y dejó caer el sostén al suelo. Él acogió en su abrazo a las recién liberadas. Para sentirse un poco menos inútil Pepe se aventuró por la espalda de su esposa, y recorriendo con sus labios la curvada columna de Antonia descendió hasta darse de bruces con unas bragas negras y translúcidas. En el escaso medio segundo que se detuvo a contemplarlas, un pensamiento fugaz como un cometa cruzó su mente: jamás comprenderá a esos que prefieren una incómoda y reveladora tanga, dónde estén unas bragas como aquellas, grandes como la lona de un circo y que en verdad ocultan el mayor espectáculo del mundo…
En cuclillas a los pies de su señora, después de haber bajado a tirones las bragas de su mujer, se dio cuenta Pepe de que su corazón latía desbocado, y los pulmones agitados le recordaban la edad que tenía. Por eso se tomó un ligerísimo respiro antes de hacer lo que el cuerpo le pedía hacer; de lo contrario habría fallecido, de una manera tan ridícula como heroica, asfixiado entre las rotundas posaderas de su esposa. Cuando sus pulsaciones se acompasaron y su respiración se apaciguó, hizo lo que tantas veces, lanzarse a devorar el trasero de Antonia. Ahora ella lo ayuda, separando con esfuerzo ambas nalgas, pero antes no era así. Con la mirada eclipsada por las flácidas carnes de su señora, Pepe cierra los ojos, y sintiendo en su lengua el sabor conocido de aquel cuerpo, recuerda las primeras veces, al poco de casarse, y la mirada que le lanzaba ella al acabar, entre sorprendida y avergonzada, como si hubiese ido a desposarse con el de gustos más raros de todo el pueblo. Con la humedad de una lengua tratando de abrirse camino hasta su ojete, ella también recuerda las primeras veces, su extrañeza y la ausencia de quejas por su parte, pues la habían educado para ser una buena esposa y obedecer siempre a su marido, sobre todo en la cama, y el placer que con el tiempo fue aprendiendo a sentir al tener
ahí
a su Pepe.
Intuía Antonia que no iba a durar mucho la dureza en el cuerpo cansado de Pepe, y todavía tenía mucho cuerpo que ofrecerle. Con pasos pequeños y torpes fue girándose, presa en el abrazo de su esposo que le rodeaba las piernas. Sintió el cálido aliento de su marido en el vello débil y grisáceo que cubría su pubis, el roce de la nariz, y finalmente los labios de Pepe posándose en su sexo. Lamentó no tener ya la edad y la agilidad necesarias para pasar su pierna por el hombro de su compañero para ofrecérsele entera, pero todavía pudo arrancarle a su vivido cuerpo alguna descarga de placer.
Fue incorporándose Pepe muy despacio, tragándose el dolor que le provocaba su crujiente espalda. Cuando su cabeza topó literalmente con los pechos grandes y caídos de Antonia, Pepe se sonrió. Todavía hoy, en una de esas escasas veces en las que su instinto latente se alía con bríos recuperados, le encanta sumergirse entre las grandes tetas de su esposa. Reunirlas, auparlas con las manos, y hundir su cara en ellas. Frotarse, restregarse, sentir los gruesos pezones de su esposa recorriendo su rostro. Le encanta. En ello estaba cuando sintió la mano rechoncha de su esposa agarrar suavemente su sexo. Lo empezó a masturbar muy despacio, como temerosa de terminar entre sus dedos algo que los dos querían que durase más. Pepe levantó la mirada, y aguardó que ella hiciera lo mismo para poder expresarle con esa mirada y esa sonrisa lo que su pequeña polla no acertaba a decir: le encantaban sus mimos.
No tenían tiempo que perder. Buscaron la mejor postura para acercarse el uno al otro. Sus cuerpos se encontraban ya demasiado torpes como para hacerlo echados. Pepe agarró con cuidado las caderas de su Antonia.
-
Ven, cuidado, no te caigas
- le dijo, y la llevó hasta el borde de la cama. Ella hizo ademán de doblar su espalda, pero entre sus manos y un lugar donde asirse todavía quedaba un buen espacio. Pepe lo solucionó subiendo las dos maletas, una sobre otra, encima de la cama. Así tendría Antonia un lugar más elevado donde apoyarse sin que su cansada espalda se quejara demasiado. Luego él ocupó su lugar. Acarició ese trasero que con el transcurso de los años había ido creciendo entre sus manos. Mientras trataba de embocar lamentó Pepe que las fuerzas de su rabo le fueran abandonando precisamente ahora que tenía más carnes que nunca que abrir. Sintió una bocanada de calor trepando por su cuerpo, como si el sexo de Antonia hubiera recuperado ardores lejanos, y una gota de sudor rodó por su cuello hasta perderse en el vello cano que cubría su pecho. Estaba dentro. Cerró los ojos. En su mente sus cuerpos uniéndose tenían bastantes años menos. Sus riñones comenzaron a moverse torpemente. El cuerpo de Antonia no lo retenía como antaño, como si un tren levitara en medio de un túnel. En silencio, nunca les había gustado hablar. Sólo los suspiros, gemidos y sonidos guturales imposibles de callar. Ya ni siquiera sus cuerpos provocan música al chocar, tan sólo unos débiles ecos espaciados y arrítmicos. Cada viaje era una proeza, cada minuto una eternidad. Demasiado mayor para empeñarse en arrancarle un orgasmo a su esposa, Pepe sentía que el final llegaba acelerado. Salió de su esposa y comenzó a masturbarse. Como antes, cuando terminaban así para no tentar al destino en forma de embarazo, pero con los ímpetus atemperados. Ella aguardaba, la cabeza gacha, la espalda doblada, a que su macho acabara; él seguía batiendo con toda la fuerza que le permitían sus caídos brazos. El pulgar por encima, el pene en la palma y el roce metálico del anillo de casados que nunca, jamás, se había quitado bajo el prepucio. Entre su mano y el roce del cuerpo de Antonia terminó Pepe con la imprevista siesta.
Gracias a Dios ella no se había dado cuenta. Tarde o temprano lo hará, y durante un rato le tocará soportar su enfado, antes de que, con el tiempo, puedan reírse también de esto. Al principio él tampoco se había apercibido, embobado como estaba mirando esa especie de agua sucia que había expulsado su pene y que comenzaba a discurrir con el caudal de un arroyuelo y la despaciosidad de un gran río, por las nalgas de su Antonia. Fue cuando ella se metió en el baño para limpiarse cuando Pepe se dio cuenta. Un chorretón de esa mezcla extraña a la que costaba llamar semen pero que había nacido de sus entrañas, había ido a parar más allá de la amplia diana que significaba el trasero de Antonia, con la mala pata de ir a caer sobre la ropa que ella había dispuesto para el paseo vespertino junto al mar. La blusa se había salvado, el pantalón negro no había tenido tanta suerte: un minúsculo lago en la parte trasera. Pepe se apresuró, enérgico, sacó su pañuelo, y con cuidado de no extender la mancha, trató de limpiarla. Le pareció haber hecho un buen trabajo. Ahora, mientras camina junto a Paco unos pasos por detrás de Antonia y Luisa, se da cuenta que su rastro blanquecino sigue allí, y el temor a la reprimenda de su esposa se mezcla con el recuerdo del buen rato pasado y el orgullo de decir alto y claro a todos, él el primero, que esa mancha y ese culo, son suyos.